martes, 18 de septiembre de 2012
De la fotografía y otras obsesiones: La vida más allá de Cartier Bresson
Crecí admirando las imágenes de Cartier Bresson. Es decir, no por decisión, sino por inevitable. E inevitablemente, me enamoré de su estética, de su cuidada simetría, de esa aparente espontaneidad de lo hermoso que sin duda era obra de un ojo fotográfico privilegiado. Por allí, a eso de los doce, descubrí a Erwitt y fue como si el asombro que siempre me causó Bresson se transformara en algo más. En poder y belleza. En descubrir en lo cotidiano, esa enigmática estética que nacía de las cosas más sencillas. Con Capa descubrí la violencia, el documento, el valor de mirar el mundo en toda su crudeza. Con Robert Doisneau , sentí un arrobador amor por ese gran drama súbito del mundo a mi alrededor. Con Brassai amé la noche. Con Margaret Burke -White aprendí que cada imagen es parte de tu memoria, de tu capacidad para tomar tus propia historia y recrearla en imágenes. Un sentido del valor de lo anecdótico, quizá. Después llegó Francesca Woodman y me enamoré de su dolor. Y también Sally Mann y me enamoré de esa infancia atemporal que documentó con fruición, fotografía a fotografía. Un mundo provocador, una especie de silencio con olor a hojas frescas, a humedad de lluvia, a carcajadas de niños.
Por supuesto, fue inevitable que mis primeras fotografías intentaran imitar - sin lograrlo - aquella enorme riqueza visual de los maestros. Me esforcé por supuesto, pero sentía que escribía sobre las lineas de alguien más, cuando intentaba captar los juegos de sombra que no me interesaban, o a mis primas jugando a gritos en una playa desierta, sin que sintiera una sincera necesidad de decir nada con aquellas imágenes. Porque no eran mias al fin y al cabo. A veces veo esas imágenes quinceañeras, tan contrastadas, con tanta necesidad de cumplir un patrón, que siento claustrofobia. Porque me obsesioné con el Precioso París de Brassai, con las pequeñas escenas de Doisneau, con la exquisita fuerza de Bresson...sin comprenderla. Y que angustioso era preguntarme porque no podía encontrar en mis propias fotografías esa vitalidad. Obviamente, además del desconocimiento de la técnica, de mis temores presentes y futuros sobre mi capacidad fotográfica, había allí un tema de lenguaje, una búsqueda incesante de decir lo que quería decir a mi manera, o de la manera que prefiriera, que quizá es lo mismo. Pero no sabía como hacerlo. Me llevó tiempo aprenderlo.
Por entonces me hacia autorretratos, desde luego. Como siempre. Pero eran "otra cosa" o así los clasificaba en mi mente. Eran algo "más", una idea sin sentido. Era "vagancia" , porque no eran no perfectos, ni eran escenas de calle, ni tampoco eran esas moduladas criaturas místicas de Francesca Woodman, emergiendo en pura y prístina belleza de su imaginación. Era yo, aterrada de mi misma, medio escondida entre el cabello, los ojos muy abiertos, temblando. Las manos extendidas. Eran mis pies y mis manos. Era ese ínfimo dolor de la adolescente, era esa idea que nace y muere en tu propio rostro. ¿Y que era aquello con respecto a las espléndidas escenas de Bresson, al brillo de la Brassai de una París infinitamente perfecta? ¿De las calles abiertas a la interpretación de Atget? Nada, o eso me parecía, al menos.
Una especie de dolor pequeño, en el ojo que crea y en la voz imaginaria que desea hablar.
Con quince años, pocos ahorros y muchas ganas de aprender fotografía sin saber donde, me hice asidua a la Biblioteca Nacional. Por extraño que parezca y siendo el lugar menos artístico que pueda imaginarse, encontré allí muchísimo más de lo que esperé en cuanto a fotografía se refiere. Allí conocí por primera vez las fotografías de Luis Brito - en viejas copias de catálogos destartalados que me asombraron - y también a Sergio Larraín. Y escuché por primera vez el término estrafalario y absolutamente maravilloso de la "estética de lo feo", nacido de la mente insólita de Nelsón Garrido. Investigué mucho, por horas, en tardes muertas que me escapaba del colegio solo por el placer de mirar y mirar fotografías. De pensar que hacer con esa pasión que estaba en todos los momentos de mi vida, si era que debía hacer algo. También en la Biblioteca Nacional sufrí mi crisis de angustia sobre si lo que hacia era fotografía o no, y quien me respondió no fue un encumbrando bibliotecario o uno de los archivos que hacían vida en los pasillos y que solían mirarme con indiferencia sino uno de los pasantes, un ser tan anónimo como yo en aquel lugar enorme y a quien parecía intrigarle aquella niña delgaducha que pedía solo libros de fotografías. Así decía mi ficha, la cual por cierto encontré hace poco.
Solo libros de fotografía.
El chico, alto, lleno de granos y un poco sudoroso, me escuchó en silencio cuando le pedí me ayudara a buscar algo sobre "mujeres fotógrafas". Le hablé de Margareth Burke- White, Dorothea Lange y Diane Arbus y le pregunté si "había otras", que fueran más...como yo. Aunque no tuviera idea quien era yo entonces claro. El caso es que él, en toda su gloria de sus veintitantos me observó y sonrió.
- ¿Por qué quieres ver más mujeres fotógrafas? - me preguntó. Así, muy simple. Me ofendí, desde luego.
- Porque así voy a aprender - le respondí. Era muy altanera y malhumorada a esa edad. Él me observó, asintió. Y se fue. Si, eso búscame mis libros, pensé furiosa.
Pero cuando volvió no me trajo libros de fotógrafa. Me trajo libros de mujeres.
Recuerdo tan nítida la escena que incluso he soñado con ella. Frida Kahlo, Georgia O'Keefe, Manuela Saenz, Sor Juana Inés de la Cruz, La Malinche incluso. Me puso la pila en los brazos. Pesada, como si lo que contuvieran fueran un peso vivo. Lo miré bocabierta.
- ¿Que es esto?
- Si no aprendes con esto, bota la cámara.
Se fue. A su escritorio, a seguir pasando hojas y a bromear con el público. Yo permanecí de pie, un poco regañada, un poco confusa y como no, disgustada, pero luego me fui a la mesa y me senté. Me temblaban las manos cuando abrí el libro de Frida Kahlo ( una incompleta recopilación que según el sello de la primera página, había sido donado por la Universidad de México ) y contemplé a aquella mujer dura, hermosisima, de pie muy erguida, devolviendome la mirada desde una fotografía más antigua que yo, sin sonreir. Y sentí amor. Un indecible amor, por sus pinturas diminutas, deformes, toda belleza y significado.
No sé cuanto tiempo estuve allí. No sé cuantas semanas más regresé, cada tarde, puntual, a seguir leyendo de mujeres. A seguir mirando obras de arte. Hasta que dejé de ir. El pasante dejó de estar, supongo que regresó a sus aulas de la Central, pero yo seguí pensando en sus palabras. "Si no aprendes con esto, bota la cámara". Y seguí recorriendo librerías, bibliotecas ajenas, comprando con dificultad libros y mirando pinturas, historias, leyendo en voz alta poesía. Y mirando mis fotografías con mayor amor y compasión. Y fue un descubrimiento, un renacimiento, una forma de fe extraordinaria, comprender de donde proviene el nombre de mi vida, de donde nace cada forma de pensamiento, de que es cada idea que se hace y se construye. De como es lo que nutre el arte en tus venas, en tu forma de ver el mundo y lo que existe más allá.
¿Esperanza quizá? ¿Poder de creación?
No lo sé, quizá no lo sabré jamás.
Hoy camino la tercera década de mi vida. Todavía llevo la cámara entre mis manos. Otra historia nueva que soñar en el espíritu. Y más allá de la belleza de los maestros que me hicieron soñar, estoy yo. Esta la esencia de lo que me hace fotografiar cada día, de lo que me impulsa a mirar a través del lente y capturar un momento que vivirá para siempre.
Una forma de expresión. Un lenguaje personal.
Amor, simplemente.
C'est la vie.
0 comentarios:
Publicar un comentario