miércoles, 19 de septiembre de 2012
#HayUnaAnsiedad: Con miedo, de nuevo. A votar, de nuevo. Esta es la Venezuela donde crecí.
Hace unos cuantos años atrás - exactamente casi catorce años - votar era un asunto normal. Casi cotidiano pues. Vulgar, llegué a pensar más de una vez. Cada cinco años, la campaña electoral alborotaba medianamente la calle, pero no te preocupaba demasiado. Por entonces, estaba más interesada en todo lo nuevo que ocurría en mi vida que en quién sería el Presidente de turno. Realmente, la política tenía muy poco peso en mi vida y lo ocurría en el ámbito gubernamental me parecía de otro mundo, algo que poco o nada tenía que ver con mi día a día, ese cotidiano muy personal y sin nombre que consideraba bastante alejado de "Aquello". ¿Y que era aquello? todo aquel barullo legal, las largas discusiones de asamblea, el rostro del Presidente de turno, los largos debates legales sobre cual o cual tema.
Eran tiempos un poco anónimos. La política tenía un espacio definido, y pocas veces lo abandonaba. No había cadenas o algo semejante para recordartela. ¿ Hegemonía de las comunicaciones? ¿Con que se come eso? te podría preguntar, mi yo adolescente al escuchar ese término estrambótico. Recuerdo que las cadenas se transmitían en tardes interminables de algún feriado Patrio y eran de una majestad aburridisima. El Presidente leyendo un discurso intricando y muy correcto sobre el acontecer nacional. O el interminable desfile militar para celebrar fechas de especial importancia nacional. De resto, la política, lo militar, tenía poca o ninguna importancia en mi vida, relevancia alguna.
No obstante, esa ignorancia era forzada, digamos que un decidido ejercicio de indiferencia un poco torpe. Ya por entonces, habían ocurrido una serie de hechos en Venezuela que presagiaban un tipo de ruptura, un movimiento telurico de lo que considerábamos hasta entonces rutinario. Primero los disturbios del 27 de Febrero del 1989, evento del que apenas recuerdo nada y los dos golpes de Estado contra el Presidente Carlos Andrés Perez. Tampoco recuerdo esos días con toda la claridad que ahora mismo desearía, pero si lo suficiente como para comprender que sabía, de una manera muy intuitiva, que el mundo - ese pequeño mundo de lo cotidiano que llamamos normalidad - había cambiado para siempre. Conservo unas cuentas escenas en mi memoria que de vez en cuando me producen escalofríos: del 27 de Febrero, un grupo pequeño de personas de pie en la plaza justo frente a donde vivo, observando los edificios residenciales en silencio. Y alguien de mi familia diciendo en un susurro "van a saquear". No sabía exactamente que era "saquear" - era una niña muy pequeña entonces - pero había visto lo suficiente en las imágenes de televisión para entender que era algo violento, destructor, temible. Sentí un miedo inenarrable y me escondí por horas bajo mi cama, temblando de un miedo tan puro como desconocido. Esa fue mi primera idea sobre lo que vendría a continuación, sobre el futuro que se estaba construyendo con torpeza y a marchas forzadas, en la Venezuela que me veía crecer.
Los Golpes de Estado contra Carlos Andrés Perez, nos tomaron de sorpresa a todos. De ambos días, recuerdo una serie de imágenes casi simbólicas: Los Aviones sobrevolando Caracas, las caras tensas de diversos personajes políticos en las pantallas de televisión, el mítico "por ahora". Y el miedo, eso sí lo recuerdo nítido, el terror de todo aquel caos incomprensible, tan viejo como nuevo. En ese momento, no entendí demasiado que ocurría pero si lo esencial: "Algo" había terminado y "otra cosa", totalmente nueva, estaba por comenzar. No tenía idea muy clara de que quería decir esa sensación, pero sabía que era cierta.
Y lamentablemente, no me equivoqué.
Las elecciones de 1998 me encontraron como una joven universitaria que se horrorizó porque un militar que había intentado una intentona golpista, fuera un candidato presidencial. Cualquier consideración sobre su "valentía", la necesidad de cambio que parecía representar, quedaban empequeñecidas ante el hecho descomunal que aquel hombre no creía en el dialogo ni en la solución pacifica. Y lo había demostrado. Pero nadie estaba para escuchar esas cosas: Los Venezolanos habían soportado casi 40 años de una corrupción y burocracia sin cuento y el discurso duro, directo, virulento de Hugo Chavez Frías calzó en todas partes. Sostuve largas discusiones con profesores, con encumbrados expertos en materia política que intentaron explicarme aquella propuesta política brumosa y poco consistente como algo viable. Y quería creerles. De verdad me habría encantado creerles. Había una definitiva sensación de esperanza en esta Venezuela frágil impaciente, resquebrajada por mil decepciones, alentadas por un hombre que prometía un cambio. Radical, por supuesto. Pero no pude. Recordé el miedo de la niña que se ocultaba bajo la cama por el temor a "saqueo" y la sensación de asombro aterrorizado que sentí mirando las imágenes al asalto a Miraflores. Eso, era inolvidable y aquel Hugo Chavez delgado, taciturno, que se esforzaba por sonreír, me pareció más peligroso que nunca, más inquietante en traje que uniforme. Y sentí genuino miedo no solo por él, sino por las desmesuradas promesas. Refundar la República, la mítica constituyente. Sentí miedo por lo irrealizable y la esperanza depositada en esas ideas tan vagas como inconsistentes. Sentí miedo porque sabía, tal vez por puro instinto, que nada bueno podría salir de allí.
Hugo Chavez ganó las presidenciales de 1998 de una manera contundente. Nadie lo dudo entonces, y de hecho, hubo una gran celebración nacional por aquel triunfo. Ahora si vendría el "cambio". La transformación. Lo que nadie esperaba, en esta Venezuela conservadora, niña, inocente y crédula, fue que bajo esa promesa de "cambio" había también otra muy clara de destruir para construir, aun sin tener los medios para completar el ciclo. De pronto, todo ocurrió a una velocidad irreal, la constituyente, la tragedia en Vargas, el descontento subito, las marchas y protestas, la calle hirviendo. El primer mandatario agrediendo y destrozando a gritos cualquier intento de conciliación. Y la división. La división del Venezolano común, del dicharachero, del bromista, del servicial, del cálido en dos bandos irreductibles. Los largos discursos incendiarios incitando al odio de clases, que encendieron no solo en quienes apoyaban al presidente sino también a quienes se le oponían. Y entre elección y elección, entre tragedia y tragedia, entre enfrentamiento y enfrentamiento, Venezuela se transformó en un campo de batalla dialéctico, sin sentido y sin mayor consistencia. Porque aquí se dejó de discutir, de comprender y de analizar lo básico, lo realmente importante, en favor de una guerra de valores inconsistentes que se hace cada vez más blanda, fútil, carente de verdadera utilidad. Nos convertimos en contendores antes que en ciudadanos, la política se apoderó de todo ámbito posible, pero para dividir, para destruir y fragmentar la idea de nacionalidad hasta crear un enfrentamiento de proporciones imprevisibles.
En esta Venezuela me hice mujer. En la Venezuela donde el presidente no es un simple funcionario público sino un mesías de proporciones casi míticas. Me hice adulto en un país donde disentir políticamente del Gobernante es motivo de insulto, censura e incluso de agresión legal. Crecí en una Venezuela donde la grosería, la vulgaridad, la ineficiencia, el jalabolismo es parte de una idea de país que destroza esa otra, la del país que progresa, que avanza día a día, que intenta construir un futuro donde cada ciudadano sea parte y promesa. Y que doloroso es, cuando comprendes que Venezuela recorre este camino herida de gravedad por la desidia, la indiferencia, la destrucción moral de casi trece años de agresiones, de violencia, de la cantaleta del diferente, del odio al otro, de la insistencia en que la pluralidad de opiniones tiene poco valor en medio de la aplastante y única verdad oficial. Que angustioso resulta ser un extranjero en tu propio país, un huerfano de discurso y propuesta por el mero hecho de disentir.
Por ese motivo, abrumada por la política, por el miedo que he sentido invariablemente durante los últimos trece años, iré a votar el 07 de Octubre. Iré a votar de nuevo tomando toda mi esperanza y tratando de darle un rostro al país donde todos merecemos vivir. Votaré por mí, por la niña que se escondía bajo la cama aterrorizada, por la que se sobresaltó en el "por ahora", por la adolescente que creció siendo llamada "escuálida", "Apátrida". Por la que desea que de nuevo el Presidente sea un funcionario público, por la mujer que necesita un día hablar del color del cielo y el nuevo libro favorito, antes del último suceso sangriento del país. Votaré por usted que me lee, me apoye o no, suscriba o no mis reflexiones, por todo el que forma parte de este país y también votaré por Venezuela, ese proyecto de país que sigue sin existir, que continua siendo una esperanza a medio construir y que tiene, más que nunca, derecho a nacer.
1 comentarios:
Excelente! Muy bien escrito y directo al centro del tema. Suscribo cada una de tus palabras. Yo siento lo mismo. Te felicito! Renzi Hernandez
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