jueves, 18 de octubre de 2012
De entrenarse y otras nimiedades: Reconciliándome con mi cuerpo. Otra manera de crear.
Bitácora del Capitán: 4 día de entrenamiento ( que consiste en caminar alrededor de la Plaza a dos cuadras de mi casa quince minutos ). Aún sin completar los quince minutos, dolores musculares, asfixiándome por mi mala forma física. Pero insisto.
Y tal vez eso sea lo importante.
Entrenarse es cosa seria. No lo sabía por supuesto. O al menos lo consideraba así. Para mí, la actividad física, el ejercicio en general es un hábito tan alejado de mi mundo de libros y palabras, como otro planeta. De manera que decidir comenzar, consistió además, en vencer un viejo prejuicio. No necesito hacerlo. ¿Para qué entrenarme? Mi mejor músculo es mi mente. No me hace falta tener una gran condición física. Soy nerd de corazón, no quiero hacerlo. En serio, no lo necesito.
Pues, sí. Si lo necesito. Por alguna razón, mientras camino intentando doblar el ritmo y casi sin respiración, recuerdo las palabras de mi amiga E. en una de las tantas conversaciones que hemos tenido este año sobre mi condición física ¿Has pensado como sería tener lo mejor de ambos mundos? ¿El físico y el intelectual? En ese momento, la frase me pareció lejana, incomprensible. Desde pequeña, le he rehuido al ejercicio físico de todas las maneras posibles: en el colegio, era la niñita flaquita y floja que siempre tenía una excusa médica o de cualquier otro tipo para no participar en educación física. De adolescente, practiqué ballet, pero con tanto fastidio y mala disposición que terminó siendo una lucha de orgullo entre mi profesora - que sabía mi muy poco interés por la disciplina - y mi necesidad de demostrarle que podía hacer lo que quisiera, incluso sin gustarme. Al final, sucedió lo natural: salí por la puerta del Estudio, y no regresé de nuevo. Sin lamentarlo. De hecho, bastante feliz y contenta. Así de simple. Lo mio no era "aquello", definitivamente.
¿Y que es aquello? Toda esta cultura de lo saludable, de la actividad física, del culto al cuerpo, de la necesidad de encontrarme en forma. De hecho, en algún momento de la veintena encontré la justificación perfecta para seguir evitando los gimnasios y el esfuerzo físico soy una intelectual. Plano y concreto como suena. Dedico mi vida a pensar, a los libros, mi mundo es "otra cosa" más allá de los músculos, de los kilómetros de recorrido, de los ejercicios, de la necesidad de construir mi cuerpo a la medida de la buena salud. Pero por supuesto nada es tan sencillo. La justificación solo era útil para consolarme en esos momentos de soledad donde lamentaba mi poca resistencia, el hecho que caminar me resultara tan incomodo como fastidioso, el no poder llevar a cabo el más mínimo esfuerzo físico sin sentirme apaleada. Porque por supuesto, a pesar de las excusas, de la necesidad de excusarme, más bien, siempre estuve muy consciente de que ocurría y que me estaba provocando el descuido, esta renuencia casi infantil a comprender que mente y cuerpo son un dúo indivisible: una vejez pequeñita, prematura. Un sedentarismo doloroso. Una especie de guerra ciega contra mi propia debilidad.
De manera que cuando decidí entrenar, tomé una bocana de aire y me disculpé mentalmente conmigo misma por toda la estupidez pasada. Me disculpé y encarecidamente por los largos periodos donde mi gran ejercicio consistió en caminar de un lado a otro de mi estudio o subir - con dificultad - algunos peldaños de escalera. Más aun, pedí perdón a mi cuerpo por mi necedad, la estupidez niña de privarlo de esa noción hermosa y sustancial de la salud, de la fortaleza y el bienestar. Un mea culpa torpón, sin duda, pero necesario.
Y me eché a caminar.
Que difícil ha sido. Caminar a propósito, con rapidez, muy consciente de lo rápido que palpita mi corazón, de lo mucho que me cuesta, del esfuerzo que me supone. Pero no me interesa. Lentamente algo está sucediendo: al principio me irritaba el cansancio, odiaba terriblemente la debilidad, la sensación de desamparo que me producía el agotamiento. Pero ahora, comienzo a verlo de otra manera: Con la cabeza en alto, sudando a chorros, con los labios apretados, sé que ocurre algo concreto en mi cuerpo. Y algo bueno además. Porque de pronto los cinco minutos agónicos desaparecieron. Y ya alcancé otra meta diminuta: son diez, y es probable que sigan quince más, con la cabeza en alto, sofocada pero sonriendo. Y quién sabe si en un mes más, serán treinta. Y así, esta reconciliación con mi cuerpo, con la mera idea de bienestar. Otra forma de crear.
C'est la vie.
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