Cuando era una niña pequeña, era muy malcriada. O al menos, en eso insistían mis tías y algunas de mis maestras. Más de una vez, insistían en que tenía un irritante mal temperamento: gritaba a todo pulmón en los momentos menos pensados, era en ocasiones respondona y además, era preguntona. Una combinación preocupante: la pesadilla de cualquier padre, supongo. Pero para mi abuela, mi mal temperamento era antes que un defecto, algo mucho más complejo y en su opinión benévolo. Solía insistir que era "libre", aunque con seis años, yo todavía no entendiera muy bien el sentido de esa palabra - sus implicaciones - y sobre todo, como podía relacionarse a ese "defecto" que parecía preocupar a todo el mundo.
- Solo es mala crianza - solía insistir mi madre, mucho más severa y con menos sentido del humor que mi abuela - ¡No sabe comportarse!
- El disgusto es la mayor forma de sinceridad que conozco - insistía mi abuela - todos queremos fingir ser educados, amables y sonrientes. Pero muy pocos somos lo suficientemente libres como para mostrarnos tal y como nos sentimos. De niños, lo hacemos. De adulto lo olvidamos y eso es lamentable.
Me llevó unos años entender esas palabras. De hecho, no las comprendí hasta mucho después, ya siendo estudiante del colegio de monjas bigotonas donde me eduqué. Allí, mi mal humor, tendencia al disgusto y cualidad preguntona, molestaban más que nunca. Para mis maestras, mi carácter era una mezcla de insubordinación y también de inexcusable espontaneidad. Más de una vez, me acusaron de "mal educada" y directamente de "vulgar" por nunca contener el disgusto o la furia, por ser lo bastante expresiva y evidente como para dejar bien claro siempre que podía cuando algo realmente me molestaba. Las monjas se escandalizaban por esa expresividad mía, la espontaneidad que muchas veces insistieron en llamar "groseria". Nunca entendí muy bien el motivo, pero algo estaba bastante claro: La ira no era un sentimiento educado.
Era una idea que me llevó esfuerzos comprender, porque a pesar de los castigos, las reprimendas y los sermones, seguí disgustandome con bastante frecuencia. ¡Nunca disimulaba nada! Me enfurecía cuando obtenía una calificación muy baja y no hacia nada por disimular las mejillas enrojecida de furia, las manos tensas. O por los comentarios de mis compañeras de clase: le dedicaba miradas directas de pura furia que nunca intenté suavizar. Todo aquello escandalizaba a todo el mundo ¡Que vulgar resultaba ese rasgo de mi personalidad!. Pero mi abuela continuaba sonriendo cuando le contaba lo mucho que parecía preocupar a todos mi poco recato, la mínima discreción que mostraba para ocultar lo que todo el mundo consideraba incómodo. Para ella, la cólera era quizás el único rasgo indómito del espíritu del hombre moderno.
- La ira es el único sentimiento primitivo que nos queda - solía insistir - lo demás, terminó pasando por el filtro de la buena educación y la cultura. Y quizás perdiendo un poco de su sinceridad.
Una manera de pensar preciosa, sin duda, pero que no parecía encajar muy bien en la cultura de la sonrisa forzada, de la diplomacia necesaria, de la aceptación por las buenas de ese precepto social de ocultar los sentimientos bajo una patina educada. Y lo descubrí bien pronto: poco a poco encontré que para sobrevivir en el mundo real, ese que existía más allá de casa y de la mirada benevolente de mi abuela, no podía hacer otra cosa que disimular esa fervorosa necesidad mia de expresión. Más aún siendo una mujer joven en un mundo donde la mujer que se disgusta, la que se encoleriza y discute en voz alta, es percibida como una idea poco menos que incómoda. Porque la cultura parece desdeñar a la mujer que se encoleriza, a la que no siempre tiene la necesidad de sonreír y comprender. Se celebra a la mujer abnegada, a la fragil, a la delicada, a la bondadosa, a la amable. Pero ¿Qué ocurre con la que se enfurece? ¿Con la que aprieta las manos con ira sin disimularlo? ¿Con la que grita y discute? ¿Con la que no siente la necesidad de ocultarlo? Palabras y términos sobran para definirla: desde la celebérrima "Histeria femenina" que fue tan popular a medidos del siglo XIX hasta la tradicional "cuaima" Venezolana, la cólera de la mujer siempre debe tener un sentido de competencia sexual, de evidente debilidad de criterio. Y es que la mujer que se enfurece, es una idea extraña en un mundo que celebra lo femenino desde esa visión de lo tibio, de lo accesible, de lo simple de una emoción sujeta a una idea que la sostenga.
Una vez, investigando sobre la cólera y la ira, encontré que hasta el siglo XVII a la mujer iracunda se le consideraba "poseída" por algún "demonio" violento. De nuevo, esa necesidad de achacar a una entidad sobrenatural la voluntad y la opinión de la mujer. Más curioso resultó encontrar que por por décadas enteras, la Inglaterra Victoriana insistió que la mujer colérica sufría de alguna afección del carácter que la masculinizaba. Otra vez esa idea de asumir que la ira femenina no puede brotar por derecho propio, por una emoción compleja y concluyente que le pertenezca. Y es que hay una idea que se muestra y se asume, pero que no se termina de entender bien: se insiste en la bondad de la mujer, en su delicadeza, pero ¿Y donde queda lo árido, lo fuerte, lo virulento de la expresión emocional femenina? Tal pareciera que la cultura no comprende la dualidad, esa capacidad para la alegría y la cólera que se niega a la identidad de la mujer sin que sepamos bien el motivo. ¿Donde ocurrió la grieta entre la mujer poderosa y la mujer sumisa que nos heredó una imagen femenina incompleta? ¿Qué pasó entre la mujer poderosa, la Espartana, la Romana que se convirtió en la bealdad cubierta en velos del Romanticismo? Una planteamiento que parece transitar entre la cultura que aplasta y la visión social que restringe. Y más allá, el temor que parece producir ese femenino poderoso, desconocido y portentoso del que poco tenemos noticia.
De Afrodita a Kali la destructora: El poder de la ira femenina.
Por siglos, la Ira de la mujer ha sido un secreto bien guardado, aunque históricamente, ya se tenía por un atributo peligroso, inquietante y asombroso. También tenía un intricando vinculo con su poder sexual y su fuerza creativa individual. Ya era evidente en la primitiva mitología Griega, donde la Poderosa Afrodita, Diosa del amor sexual, parecía encolerizarse con muchísima frecuencia: Como en el Mito de Mirra, Princesa de Siria, a quién inspiró un amor incestuoso por su padre, luego de que este insinuara que la belleza de su hija sobrepasaba la de la Diosa. La ira femenina convertida en designio divino. También Kali, la Diosa Hindu, considerada Madre de todo lo creado y aspecto destructivo de la Divinidad, manifiesta de manera muy clara esa ira voluptuosa y directa, esa percepción de la ira de la Mujer como instintiva, primitiva y elemental. ¿Se trata de un paralelismo con la Madre Naturaleza, cruel y hermosa a la vez? Muy probablemente, pero también, una idea que parece abarcar el papel del género en la sociedad a la que pertenece, esa percepción cultural de la mujer emocional, la mujer cuya ira carece de razón y que aparentemente proviene del instinto. Porque mientras los Dioses se enfurecen de manera exaltados en la razón y la guerra, las Dioses expresan una cólera emocional tan profunda como evidente. Una idea cultura tan arraigada que al analizarla nos sorprende su implicación social.
Y es que sin duda, la mujer que se enfurece es una figura que se minimiza en esa cultura que alienta la bondad - sin matices - y la sumisión como características de lo femenino. Caricaturizada por la literatura y observada con desconfianza desde el pensamiento filosófico, la ira de la mujer se reduce a una especie de expresión visceral, sin una idea que la sostenga, dentro de la visión de la cultura que reprime. Ejemplos sobran: desde la Fierecilla Domada de Shakespeare pasando por la Naná Emile Zolá, a la furiosa y reprimida Amaranta de Cien años de Soledad de Gabriel Garcia Marques, la furia femenina parece expresarse de manera exagerada o al contrario, de forma tan discreta que se convierte en algo semejante a la frustración y al dolor del silencio. Muy probablemente herencia de esa educación Patriarcal que aplasta a la mujer bajo el manto de la dulzura, de la expresión de una sensibilidad romántica o algo muy semejante a la debilidad.
Erase una vez la Princesa Furiosa:
La idea sobre la mujer que controla y oculta su ira por considerarse poco femenino, incluso considerarse como un atributo directamente masculino subsiste a pesar de la evidente evolución y transformación de la visión del género ocurrida durante las últimas décadas. A la mujer se le educa para no enfurecerse, al menos no de manera evidente y tratar de comprender su ira como una debilidad. A la mujer fuerte, a la poderosa, a la agresiva, se le censura, se disminuye y se le invisibiliza. El patrón social donde encajar la mujer parece ser tan restringido que delimita a la mujer dentro de una idea que define la furia, la cólera y la inconformidad como "defectos" del carácter. Una idea tan extendida que se insiste incluso en esa visión plácida y ficticia de la Princesa que aguarda por su Príncipe, de la mujer que asume su rol maternal bajo la idea de la ternura, la amabilidad y una bondad esquematizada que no define, ni mucho menos, la complejidad del género femenino.
Hace poco, una amiga me comentaba que el Gerente de Recursos humanos de la empresa donde trabajaba, insistía en que las mujeres no debían "mostrar su rabia" porque era poco profesional. Mi amiga intentó comprender el concepto como una manera de asumir la tolerancia en las relaciones interpersonales y la resolución no agresiva de los conflictos, hasta que recibió un memo donde se le insistía en que "la mujer siempre debe sonreír" . Cuando reclamó sobre el concepto sexista que traía aparejado la indicación, el jefe de Recursos humanos le explicó que una mujer disgustada es "vulgar".
- Fue un menosprecio directo hacia mi manera de expresarme - me explicó preocupada - y lo peor, es que no pareció entender nunca que es grosero insistir en un punto de vista tan limitado sobre la mujer.
- ¿Se lo explicaste? - pregunté. Mi amiga me dedicó una sonrisa cansada.
- Lo llamó "histeria" femenina - me explicó - me dijo que una mujer "emocional" no está bien vista y que es "poco profesional" independientemente de mi desempeño o mi manera de trabajar.
Que irritante pensamiento pero tan común que no supe que responder. Y es que durante años, me he enfrentado al mismo prejuicio una y otra vez. En una ocasión, uno de mis profesores universitarios me pidió no debatiera los argumentos de clase con "ira" sino con la "delicadeza propia de mi género" y cuando le expliqué que tenía la firma convicción que la cólera era una manera también de mostrar sutileza mental, me llamó "feminista". Nada que me haya extrañado demasiado, a no ser porque cuando comenté lo sucedido con una compañera de clase, ella estuvo de acuerdo que una mujer disgustada "no es bonito". Me asombro esa visión de lo femenino mutilado, disminuido bajo el esquema de lo "evidente y sensible" y me pregunté por meses, que significaba esa necesidad de reflexionar sobre la ira femenina como innecesaria, fruto de la fragilidad de espíritu o lo que es peor, directamente de la necedad. Mi profesor de Lógica, un jesuita muy mal humorado que siempre me sorprendía con sus incisivas opiniones, intentó responder a mi preocupación con una idea simple.
- La mujer no fue un ser completo hasta poco después del siglo XVII - dijo - Y cuando finalmente se reconoció que era una criatura razonable como el hombre, se le exigió se adecuara a un concepto concreto, a una visión simple que la definiera frente y en contraste a la complejidad del hombre. La mujer es exquisita en su misterio, insiste Zola, pero también es emocional y voluble. La cólera de la mujer o como se le comprende, es el reflejo de esa idea sobre la mujer incompleta, a medio construir.
- Siempre se considera la ira como una debilidad, pero en el hombre, además, es simbolo de poder - dije desalentada - en la mujer la condena a una especie de menosprecio de su propia capacidad para expresar ideas más complejas que la bondad.
- Por supuesto. La maldad siempre será una idea mucho más intricada que lo bueno, en estado puro - comentó con una de sus sonrisas torcidas - lo bueno supone aceptación, una obediencia perfecta. La maldad se opone a esa idea, genera pensamientos y contradicciones.
- Y encoleriza - aventuré.
- La cólera es señal de lo primitivo. En el hombre es poder, en la mujer demuestra su fragilidad y su debilidad - explicó - la cólera destroza lo femenino idealizado.
Pensé muchísimas veces en esos conceptos con el transcurrir de los años. Seguí encolerizandome por supuesto, enfureciendome y expresando mi cólera lo mejor que podía y sobre todo, intentando demostrar - y demostrarme - que la ira es una manera sincera de expresar todo mi complejo aspecto emocional. Claro está, me han llamado "histérica", "loca", entre toda la serie de epítetos que intentan definir a la mujer que no se comprende así misma dentro del estereotipo, pero nunca me ha importado demasiado. En realidad lo que si me importa es mi capacidad para oponerme a esa idea simple de la mujer como expresión de la cultura que educa para restringir e insiste en limitar. La mujer colérica que soy es sin duda, una de esas visiones de mi propia feminidad que muestra esa necesidad de reconstruir la identidad, la parcial, la cultural, la intima y la social a través de una visión más amplia de quien soy.
Para el Imaginario popular: la cólera y su vicisitudes.
Hace unos días, Michelle Obama mostró públicamente sus emociones en una serie de fotografías donde su expresión iracunda creó polémica. Aunque nunca pudo demostrarse el motivo de su mal humor - se insistió a que se debió a un ataque de celos - si quedó patente que la primera Dama Estadounidense no tiene pruritos en mostrar su enorme capacidad para las emociones. Me hizo sonreír su expresión dura, agresiva, furiosa y me pregunté cuantos de quienes la criticaban no comprendían que Michelle, con sus labios apretados y mirada dura, mostraba lo que muy pocas veces nos atrevemos a comprender como parte del discurso cultural actual: la espontaneidad como norma. Muy probablemente Michelle Obama, intelectualmente pulcra y sobre todo, consciente de su visibilidad pública, tiene muy claro el poder - y el valor - de esa capacidad suya para expresar sus emociones sin limitación pública. Y es esa capacidad para demostrarlo, la mayor muestra de independencia espiritual que he visto en mucho tiempo. Una manera de demostrar que el poder de un espiritu complejo por mirar y comprender su propia capacidad de crear.
Por supuesto que, lo sucedido con la Prima Dama de EEUU tiene más ramificaciones que las aparente. La escena, descontextualizada y sobre todo contaminada con una serie de ideas sobre la imagen femenina, sugiere que Michelle - culta, inteligente, moderna - padece un vulgar ataque de celos. Un concepto a Priori que deja algunas cosas en el tintero. Nadie comenta que Michelle pudo estar disgustada por cualquier otra razón que poco tuviera que ver con la actitud de su marido o que incluso, Michelle, pudiera sentir ira - si es correcta la interpretación de su expresión - por razones que no tiene relación ninguna con nada de lo que podemos ver. Pero la imagen habla, expresa, manifiesta una simbología precisa, de manera que de inmediato, Michelle está celosa. Y no solo está celosa, está profundamente indignada y enfurecida por la actitud de su marido por la mujer a su lado.
Pero la maraña de símbolos y metalenguajes se hace incluso más confuso a medida que avanzamos en su interpretación. La cultura pesa, eso es indudable, y a medida que el “chisme” de los Obama se propaga a través de las redes, la idea que surge de la opinión unánime deja muy claro que hay una análisis que subyace bajo lo evidente. Michelle, muy seria y con el rostro tenso, parece encontrarse enfurecida, y lo acepto, la imagen es inequívoca. No obstante, no es su disgusto lo que pesa sobre el lenguaje que se expresa, sino lo que asumimos puede ser real. Está colérica, claro, pero de ser así ¿Qué podría provocarle una emoción semejante a una mujer inteligente, intelectualmente pulcra y sobre todo conocida por su enorme capacidad para el manejo comunicacional? Durante los últimos seis años, Michelle Obama ha estado en el candelero por su espontaneidad, pero también, por brindar un estilo muy personal a su magistratura. ¿Es natural entonces esta pequeña ruptura de la imagen inaccesible que obstante? ¿Una consecuencia directa de encontrarse bajo el ojo público? Si y no y es que la idea se hace muchísimo más compleja a medida que rebasa la simplicidad de la primera mirada.
Mi amigo L. me mandó la fotografía convencido que me parecería divertido encontrar a Michelle en medio de una situación potencialmente incómoda. Cuando le pregunté cual era la situación incómoda que interpretaba de la imagen, su respuesta fue inmediata.
- La primera Dama de Estados Unidos de norteamerica convertida en una vulgar Cuaima.
Me callé. El término “cuaima” apela a una serie de códigos morales que me irritan lo suficiente como para desdibujar mi opinión al respecto. ¿La ira de la mujer debe ser convertida en una especie de lucha de género? ¿Por qué la ira y la agresividad debe ser considerada un atributo de género o una expresión del yo cultural esquemático? ¿Que es la “cuaima” sino una denominación despectiva para dejar claro que los limites de la furia y la cólera de la mujer están bastante reñidos y mezclados con algunas ideas culturales? Mi amigo me escuchó boquiabierto cuando le planteé el tema.
- Pero está celosa.
- ¿Como lo sabes?
- ¿No la ves toda encabronada porque el marido conversa con otra? Además es un funeral ¿Por qué se ríe? - dice. Me muestra la fotografía, otra vez. Esta vez la fotosecuencia es más clara. Michelle mira al frente, con la mandíbula tensa, y los hombros erguidos. Barack a su lado, ríe a carcajadas y teléfono en mano, incluso se toma una fotografía con la rubia a su lado, que resultó ser la primera Ministra Danesa. Además, si abrimos en espectro de interpretación, la situación parece empeorar. Barack Obama bromea durante el funeral de uno de los lideres más queridos de los últimas décadas: Nelsón Mandela. De manera que la repercusión se hace más amplia y más enrevesada. ¿Es Obama un irresponsable moral? ¿Un irrespetuoso a la memoria del fallecido Lider?
Le muestro a L. una serie de fotografías del funeral de Mandela: En las imágenes, el pueblo que plena Soccer City de Johannesburgo, llora pero también ríe, recordando al amado “Madiba” entre risas y lágrimas. Una de las escenas muestra a una mujer bailando sosteniendo una fotografía del difunto Mandela, riendo con una emoción tan palpable como deliciosa. De hecho, pareciera que el dolor del pueblo sudafricano se expresa con una alegría mucho más cercana al delirio que al dolor de un luto tradicional. Así que, evidentemente, a luz de esa referencia inmediata, la actitud de Obama - riendo y lleno de entusiasmo - no parece desentonar demasiado ¿O sí?
- Pero ella esta celosa - insiste mi amigo - ¡Esta furiosa!
Insisto en mirar las fotografías. Si, Michelle no está no feliz ni tampoco cómoda. Pero aún así, ¿Por qué tomar su ira o cualquiera sea la causa de su evidente incomodidad por un ataque de celos? ¿Es que las reacciones femeninas parecen estar sujetas a esa especie de deuda emocional que tiene con esa idea cultural que insiste en su fragilidad? En alguna parte leí que “Michelle es conocida por sus reacciones celosas hacia su marido” pero nadie comenta de la elocuencia, inteligencia, sentido del humor y también, independencia de la primera dama. La ira se sexualiza, menosprecia el sentido de individualidad, se convierte en una especie de deuda moral.
Más tarde, alguien me comenta que menosprecio a Michelle Obama por “criticar” lo que llamé su “berrinche” público. Y es que desde mi percepción la reacción de Michelle - tan humana y tan directa - es sin duda una de esas singulares que sorprende del lenguaje político actual, siempre tan medido, controlado e hipócrita. Más aún, el hecho que Michelle Obama se disgustara con toda libertad a pesar de tener el ojo publico puesto sobre ella, expresa toda una serie de argumentos sobre la visión de la mujer que preocupan y desconcierta. Pero el comentario hace sonreír: me asombra que aún que seamos tan proclives a gazapos tan elementales de lenguaje y discurso como para intentar la interpretación de la reacción ajena de manera tan inmediata. Y es que Michelle, molesta o no, celosa o no, dejó claro que la imagen y la visión cultural llevan aparejados nuestros propios temores y visiones, la temática de encontrar que tanto vemos de nosotros mismos en la imagen que se presenta y aún más, lo que consideramos real. Nunca lo olvidemos: vivimos en un mundo de imágenes y también de opiniones, y casi ninguna es concreta y mucho menos veraz.
Un mundo condenado a la superficialidad.
C'est la vie.
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