sábado, 31 de enero de 2015
Lágrimas del viento y otras historias de brujería.
La primera vez que mi prima M. me habló sobre el Malleus Malleficarum pensé que mentía. Después de todo, durante buena parte de mi infancia, M. se había divertido burlándose de mi, con bromas absurdas y la mayoría de las veces levemente crueles. De manera que cuando me insistió en que existía un libro sobre cómo matar brujas, no le creí. La miré entre furiosa y abrumada por la mera idea.
- ¡Algo así no puede existir1 - le grité - ¡no puede existir un libro que te haga daño!
Tenía diez años y hasta entonces, sólo había conocido libros extraordinarios. Libros que me enseñaban sobre mundos desconocidos e infinitos, que me protegian del temor, que me obsequiaban palabras nuevas. Libros de los que brotaban como pétalos de rosas olvidados, mariposas amarillas, pueblos asombrosos en cuyas calles nacian hombres y mujeres de hombres exóticos. Libros para reir, llorar y emocionarme. Libros para sentir el poder de la belleza, para atravesar paisajes espléndidos y anónimos. Libros para amar, para llevar entre los brazos, para oler con emoción, para guardar bajo la almohada. Nunca había imaginado que un libro pudiera matar, que pudiera llevar el odio entre sus páginas, que sus palabras fueran armas. La mera idea me aterrorizó.
- Pues creélo - se mofó M. con las manos en la cintura y su expresión petulante de adolescente frutal - ese libro fue muy famoso y decía, palabra por palabra, como asesinar a una bruja. Como hacerla gritar de dolor, como...
Me fui corriendo como un vendaval, llorando a gritos. ¡No podía aceptar algo semejante! corrí por la casa, huyendo de sus palabras, de la idea que sugería. De la mera posibilidad que un libro no pudiera hablar con voz exquisita sobre historias y poderosos pensamientos, sino amenazarte, hacerte sufrir. ¡No podía ser! ¡No era posible que un libro no pudiera brindar maravilla y ternura! ¡Que no pudiera inspirar amor!
Me oculté en el cuarto de la lavadora, un lugar pequeño y atestado de objetos que siempre me resultaba acogedor. Mi abuela tenía una enorme lavadora de metal muy vieja, un trasto ruidoso que me encantaba. La enorme aleta del centro se sacudía de un lado a otro en agua jabonosa y parecía que el mundo se hacia más tranquilo y callado en medio del olor delicioso de los detergentes y de las hierbas que mi abuela solía agregarles para que tuvieran un mejor aroma. Era casi tranquilizador, el sonido palpitante, que se extendía en la diminuta habitación como si las paredes y los suelos estuvieran llenos de pequeños susurros reconfortantes. De manera que me escondí allí, entre las sábanas recién lavadas, las ropas con olor a sol. Y lloré a lágrima viva, espantada y angustiada, sin encontrar consuelo. Tenía que ser mentira, no podía ser cierto que una palabra era capaz de matar, que las páginas de un libro pudieran enarbolarse como un arma de guerra.
Allí me encontró mi abuela, un buen rato después. No creo que estuviera buscándome: abrió la puerta, llevando la cesta de madera de la ropa sucia y de pronto me encontró allí, envuelva entre la ropa fragante, escondida entre los pequeños fragmentos de luz y sombra que entraban por la ventana entreabierta. Me miró sorprendida y luego se inclinó hacia donde me encontraba.
- Mi niña ¿Que...?
Volví a llorar. No sé que me provocaba tanto terror: si el hecho mismo de la idea de un libro que pudiera hacer un daño inconcebible - aunque a mis jóvenes diez años no lo pensé de manera tan compleja - o el hecho que a nadie le importara su existencia, de ser real. Apreté los labios, sacudí la cabeza. Mi abuela me miró preocupada, en silencio. Aguardando como solía hacer cuando yo no sabía como explicar bien las cosas que me preocupaba. Intenté contener el llanto, me cubrí la boca con las manos tensas.
- Abuela ¿Un libro puede matar? - dije por último. Me pareció que había proferido una blasfemia, que las palabras me quemaban la lengua y me dejaban cicatrices en lugares misteriosos de mi mente. Abuela espero, con la paciencia infinita de la bruja sabía y extraordinaria que era - ¿Un libro puede hacer daño, decirte como hacerlo?
Abuela suspiró. Fue un gesto triste, rotundo que respondió mejor que cualquier otra palabra mis temores. La miré boquiabierta, desconcertada. Ella se dejó caer junto a mi, en el regazo suave y oloroso de la ropa recién lavada y con olor a sol.
- Nada es absolutamente bueno o malo - me dijo entonces - todo lo que existe y es, mi niña, puede ser utilizado para aspirar a la belleza o simplemente hacer daño. Al final, la decisión es nuestra, del espíritu humano, de la capacidad de la razón para decidir que hacer o que no. Incluso, los objetos cuyo único propósito es hacer daño, la última decisión puede evitar que lo haga. De manera que sí, un libro puede matar. O puede indicar como hacerlo.
Sentí que un escalofrío doloroso me subía por la espalda. No supe como responder a eso. Miré a mi abuela con los ojos muy abiertos y asombrados. Sentí que el miedo se secaba la garganta, me llenaba la lengua de un sabor amargo y metálico. El mero pensamiento me sobrepasó, me dejó sin voz. Las lágrimas no eran suficientes para expresar una angustia semejante a la que yo sentía.
- ¿Alguien podría escribir un libro para...hacer daño? ¿Sólo para eso? - murmuré. Mi abuela me tomó de la mano, un apretón cálido y reconfortante que agradecí.
- La mente humana puede tener la compulsión de herir y dañar, puede hacerlo porque desea hacerlo, eso lo sabes. De manera que, por supuesto, un libro puede ser la creación de ese impulso y esa visión del mundo.
No dije nada. El tiempo pareció transcurrir a fragmentos, en medio de esa lentitud plácida de la luz del sol al parpadear. Intenté comprender la idea, asumir lo que significaba. Me llevó esfuerzos hacerlo, recorrer el limite de lo que era la realidad - consciencia - de una palabra que pudiera matar, de un libro concebido unica y exclusivamente para producir dolor. ¿Qué podía simbolizar aquello? ¿Qué podía significar realmente un libro donde su autor no quisiera expresar belleza, ternura, asombro, maravilla, sino algo más turbio y aterrorizante?
- ¿Qué te preocupa tanto? - preguntó por último mi abuela.
- Prima M. dice que hace siglos, alguien escribió un libro sobre como matar brujas - repetí. Las palabras me dolieron, me provocaron una inmediata reacción física, como si describieran un paraje impensable de mi mente - que alguien escribió...
No supe que más agregar. Me quedé esperando que mi abuela me negara que algo así se había escrito jamás, que matizara el horror puro que representaba con alguna idea brillante, como solía hacerlo. Pero no lo hizo. Se quedó sentada a mi lado con una expresión muy triste y cansada.
- Es verdad - dijo por último - existe un libro así.
- Pero ¿Por qué? ¿Cómo alguien hizo algo así? ¿Para qué?
Abuela se levantó. Abrió los amplios ventanales del cuarto de la lavadora. Más allá, el Ávila tenía un aspecto radiante, nítido, recién nacido. Una línea verde que se extendía en vertical hacia un cielo azul imposible. Se quedó de pie allí, contemplándolo todo con los ojos entrecerrados.
-Mi niña, el conocimiento siempre ha producido temor y desconfianza, sobre todo a los poderosos. A los que están convencidos que sólo existe una verdad y es la suya - murmuró - durante siglos, La Iglesia creyó que sólo había una manera de concebir a la divinidad y que sólo esa manera era la correcta, la aceptable. El poder que la Iglesia representaba era enorme: no sólo se limitaba a lo moral sino también a las leyes de los hombros. Por lo tanto, no creer en la Divinidad como la Iglesia pensaba debías hacerlo era peligroso, podía ocasionarte un castigo terrible.
Esa historia la conocía. En una ocasión había leído en uno de los libros de la biblioteca de la abuela, que por mucho tiempo, creer en la Diosa y en la brujería se consideraba algo terrible. Sabía que mujeres y hombres habían muerto acusados de crimenes espantosos, que se le achaban a la brujería. Una idea que atormentó por semanas: imaginaba a mujeres y hombres de rostro angustiados huyendo a los bosques, con sus hijos en brazos, aterrorizados por la posibilidad de morir. Con los ojos de la mente, vi las enormes piras en la oscuridad, los gritos de dolor, el llanto de las victimas condenadas. Era una escena de pesadilla que me llevó esfuerzo aceptar que había sido real.
- Los libros son reflejos de su época, son formas de comprender quienes son los hombres y mujeres que viven durante un momento histórico - me explicó mi abuela - y el Malleus Maleficarum simbolizó el miedo, la ignorancia y el menosprecio hacia todo aquel que fuera diferente a lo que se consideraba normal. Resumió todos los terrores de una época que no tenía esperanzas, que estaba aterrorizada por las plagas y el miedo a lo que pudiera ocurrir después la muerte. De un poder muy severo que estaba convencido actuaba en nombre de Dios.
No diré que entendiera todo lo que mi abuela me explicó, pero si me dejó algo lo suficientemente claro como para inquietarme: por mucho tiempo, la forma como comprendías a la Divinidad podía hacerte daño. Era una idea muy rara, muy angustiosa: desde que tenía uso de razón, había aprendido que lo divino era una idea de extraordinaria belleza, capaz de mostrarme lo mejor de mi misma y el mundo que me rodeaba. ¿Cómo podía algo así usarse para causar daño? ¿Por qué todos debíamos creer en lo Invisible de la misma manera?
- No se trata como creyeras sino más bien, como pudiera contradecir esa manera de creer a la Iglesia - dijo mi abuela. Sacudí la cabeza, seguía sin entender, pero preferí escucharla en silencio. Quizás más adelante entendiera mejor una pensamiento tan singular - para la Iglesia, todo conocimiento provenía del Dios de la Biblia y cualquier otro, lo contradecía. Y cualquier contradicción a Dios te hacia alguien peligroso.
- ¿Como las brujas?
- En realidad, el Malleus Maleficarum, el peor pecado no era la brujería sino la desobediencia - contestó - porque para los clérigos que escribieron el libro, lo que realmente provocaba un inmediato castigo era la rebeldía, la desobediencia, sobre todo de la mujer. El libro llamaba bruja no sólo a la mujer que se consideraba así misma Hija de la Diosa, sino a cualquiera que no obedeciera los mandatos del sagrado matrimonio, la que supiera leer y escribir. La que tuviera ideas independientes. Y es que la "bruja" según la entendían los que redactaron ese libro, era incluso cualquier mujer por el mero hecho de serlo. Su naturaleza la hacia pecadora. El Malleus Malleficarum resumió esa noción dejando claro que lo femenino era el motivo de buena parte de las tragedias de un mundo signado por dolores e ignorancia, la enfermedad y el temor a lo Divino.
Me estremecí. Sentí una mezcla agobiante de furia y algo más duro de comprender, a mitad de camino entre la angustia y el miedo. Mi abuela permaneció de pie, junto a la ventana, con la espalda rigida y las manos apretadas contra la madera de la ventana. La miré y por primera vez en mi vida, pensé en ella como una mujer fuerte, única, poderosa por su sonrisa, por su amabilidad, por su inteligencia. Un espíritu libre, fragante, que reía y lloraba contra la misma intensidad. ¿Era eso lo que tanto había temido la Iglesia en el pasado? ¿Era esa independencia del espíritu lo que condenó a las brujas a ser castigadas? Por supuesto, no lo pensé de esa manera, sino que toda una sensación de enorme consciencia sobre lo que era mi capacidad para creer y pensar. Podía hacerlo sin que nadie me dijera qué o por qué debía hacerlo. Y lo disfrutaba. Apenas era una niña, pero estaba descubriendo el poder de creer y confiar, de tomar un libro y aprender lo que tuviera que enseñarme. De hacer preguntas, incluso de responderme algunas escribiendo, abriéndome a la posibilidad de construir y crear a través de mi capacidad para soñar. ¿Eso era lo que convertía a las brujas, a las mujeres que el Malleus Malleficarum castigo en peligrosas? ¿En victimas? ¿En amenazas para quién? Pensé en la época que había descrito mi abuela, llena de plagas y terrores, de ignorancia y dolor. ¿Era el miedo el que había llevado a la muerte a tantas mujeres? La respuesta me llegó con sutileza y me recorrió como una bocanada de aire fresco.
- Entonces no es el libro quien mata - murmuré. La frase se me escapó de los labios entrecerrados. Mi abuela volvió la cabeza y el sol pareció delinear su rostro arrugado, hermoso y plácido. Ella me dedicó una sonrisa triste, cansada, pero profundamente dulce.
- Las ideas son partes del mundo. Todo lo que la mente humana comprende, asume como real. Y el miedo, es tan poderoso y aleccionador como cualquier cosa - me dijo - de manera que ese libro, es el reflejo de los miedos, del corazón abrumado de un siglo que creía que la libertad de las ideas podía destruir la obra de Dios. Pasaría mucho tiempo hasta que el mundo comprendiera, siempre a medias, que el valor y la fuerza de la voluntad y del espíritu es nuestro mayor tesoro y no nuestro mayor dolor.
Mucho años después, recordaría las palabras de mi abuela cada vez que el miedo pareció construir una visión del mundo distorsionada, a trozos, insustancial. Las recordé mientras mi país se debatía en una amarga diatriba política, en medio de la violencia y el temor. Las recordé cuando necesité mantenerme en pie, cuando la angustia me dejó sin palabras, cuando la desesperanza estuvo a punto de aplastarme. Y siempre logré levantarme, construir mi propia visión de la verdad. Y es que quizás la mejor lección, la más profunda, que aprendí al comprender que un libro puede matar, es que también, la gran mayoría de las ideas pueden crear, construir y permitirte soñar.
C'est la vie.
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viernes, 30 de enero de 2015
Proyecto "Un género cada mes" Enero - Terror: "El Ansia" de Whitley Strieber.
Suele decirse que cada generación concibe el Mal - ese estado del ser que se opone de manera frontal al bien en estado puro - de manera distinta. Lo hace, desde su particular percepción y sobre todo, esa aproximación referencial sobre lo que crea la mirada única de una época sobre si misma. De manera que mientras el Bien continúa siendo un concepto más o menos elemental e idéntico en casi todas las culturas y siglos, el Mal se transforma cada tanto, en una especie de reconstrucción del concepto y más allá, de la percepción del hombre sobre su propia naturaleza dual. Y es que el bien y el mal coexisten y cohabitan la mente humana, esa aspiración frágil hacia una comprensión total de su propia singularidad. Un reflejo concreto de la esperanza y el temor, los limites y las fantasías que definen al hombre y su circunstancia.
Tal vez por ese motivo, los monstruos y terrores que azotan al hombre, también se transforman, evolucionan, se transforman en otra idea a medida que avanza esa concepción nueva y siempre cambiante de lo que es el Mal, más allá de su percepción como hecho cultural. Porque mientras el Bien se asume como una cualidad, el Mal es una decisión, una idea, una fuente de voluntad inagotable. A partir de allí, la concepción de lo monstruoso parece reflejar no solamente lo que el hombre comprende sobre las regiones desconocidas de su mente, sino además, lo que le expresa a partir de ella. ¿Y que otra es un monstruo, sino una criatura nacida del terror del hombre, esa visión incompleta y a fragmentos que tiene sobre si mismo? ¿Esa noción de lo que nace y muere a partir de sus propias percepciones sobre el mundo que le rodea? Quizás el bien siempre sea una aspiración moral que intenta construir y mostrar lo mejor del espíritu humano, mientras que el Mal es esa necesidad insistente de construir un concepto evidente sobre lo que tememos llegar a ser.
Para el escritor Whitley Strieber, al menos de esa manera: su alegoría sobre el vampiro en el libro "El ansia" es quizás una de las más elegantes y sentidas de las últimas décadas, pero también es una aproximación de los terrores y pequeñas aspiraciones de la mente humana. Elegante, reflexiva pero sobre todo, una extrañísima mezcla de belleza y dolor, la novela de Strieber es una visión por completo renovada del mito del vampiro - al cual añade una profundidad contemporánea que desconcierta - sino también de la inmortalidad. Porque para Strieber, un autor obsesionado con las grandes y pequeñas obsesiones de un siglo descreído y apático, crea un Universo donde el vampiro no es sólo una criatura que deambula entre los milenios y que sobrevive a la muerte, sino capaz de comprender su propia atemporalidad. Los vampiros de Strieber, son enternecedores y a la vez temibles, en una mezcla absurda pero sumamente efectiva de tópicos que convierten la inmortalidad no en una mera supervivencia, sino en una búsqueda de trascendencia. Para Strieber, la necesidad de enfrentarse a la muerte es una forma de bondad y también de maldad. Entre ambas cosas, la conciencia humana, la necesidad de evasión y sobre todo, la construcción del mito y el poder de la inmortalidad se tambalea. Ya no se trata del monstruo que lucha por sobrevivir - tal vez así mismo - sino el que contempla, desde la inmutabilidad de lo eterno, el mundo que ama y que a la vez abandona por mero deseo intelectual, con enorme facilidad.
Se ha dicho que la novela de Strieber es el precedente inmediato de la mundialmente conocida "Entrevista con el Vampiro" de la autora Anne Rice, todo un prodigio filósofico donde el monstruo se debate entre su propia humanidad y el dolor insistente de su naturaleza monstruosa. No obstante, la novela de Strieber, es mucho más profunda en el planteamiento y se hace preguntas muy puntuales sobre todo tipo de percepciones sobre lo que la naturaleza del hombre aspira como eternidad y esperanza, y lo que realmente encuentra, en medio de un mundo decadente y superficial. Los vampiros de Strieber, a diferencia de lo de Rice, están profundamente conscientes de la debilidad de lo que interpretan como realidad, como si su incapacidad para comprender la muerte en el temor, fuera otra de sus capacidades sobrenaturales. Eso, a pesar que los personajes de Strieber son tan profundos y complejos como los de la escritora oriunda de Nueva Orleans. No obstante, para Strieber el cuestionamiento sobre la mortalidad y sus infinitas implicaciones es mucho más sutil que la simple idea de la longevidad. Hay un elemento de dura angustia existencial, que trasciende de la idea a la supervivencia al terror universal de morir. Una construcción elemental de lo que comprende como una idea esencial para comprender a sus monstruos: una sensibilidad y temor por esa noción de la mortalidad que bien podrían jamás sufrir, pero que les rodea, que forma parte de su vida, que se repite insistente en cada uno de los actos que disfrutan, que celebran, que ocultan. La muerte en todas partes, el Mal supremo convertido en una simple percepción sobre lo falible y frágil del cuerpo humano. Un análisis quizás doloroso sobre el tiempo como una idea que castiga, destroza y lastima la naturaleza del hombre.
Porque más allá del mito del Vampiro, Strieber parece interesado en como la mente humana se plantea la inmortalidad. Y lo hace, desde la perspectiva de una soledad inquietante, interminable, que empuja a sus criaturas a pequeños lugares de su mente hasta entonces desconocidos. De hecho, la palabra vampiro no se usa jamás en el contexto de la novela, aunque la naturaleza vampírica de sus personajes es evidente e irremediable. No obstante, Miriam, el personaje central de la historia, no calza muy bien en los habituales estereotipos del vampiro clásico y es evidente que para Strieber es importante que así sea: su visión sobre la inmortalidad lánguida, dolorosa, inmutable, parece encarnada en esta mujer de largos silencios y profundo dolor emocional, que sobrevive a todo lo que le rodea, incluso así misma. Cuando decide mezclar su sangre con la de John, su pareja, no sólo se demuestra así misma que la inmortalidad es una idea engañosa sino que deja claro que la muerte es quizás una idea que subyace bajo nuestra interpretación sobre ella. No sólo es incapaz de crear a otro inmortal, sino que después de doscientos años de vida, John comienza a envejecer con una rapidez de pesadilla, sin que nada parezca detener el proceso de destrucción de su fragil ilusión de eternidad. Convertido en el monstruo que siempre temió ser, John parece ser la contraparte, el reflejo retorcido de la impasibilidad de Miriam.
El escritor además, parece obsesionado con la idea de la fragilidad de la esencia humana: resulta inquietante que Miriam no sólo sea consciente de su mortalidad a pesar de saber no la padecerá - aunque la novela parece sugerir que es mucho más frágil de lo que el lector supone - , sino que además, sea ambigua, imperfecta, violenta y agresiva, pero no malvada. Los vampiros de Strieber, además, avanzan en la inmortalidad con una torpeza ciega, una percepción desconcertada sobre la incertidumbre del futuro. ¿Es Miriam capaz de morir? ¿Es la última de una especie sin nombre? ¿Hasta que punto lo terrorífico de su condición la hace también deseable? Para Strieber ninguna de esas ideas parece ser lo suficientemente importante e incluso coherente. La inmortalidad es una percepción inconclusa, siempre incompleta, que se elabora a medida que sus personajes parecen desplomarse en un doloroso aislamiento emocional. Y es entonces, cuando el dilema parece sostener una disyuntiva a medio construir: ¿Es capaz la naturaleza humana de mirarse así misma más allá de su limitada comprensión del mundo? En medio del silencio árido de un sufrimiento mortal rodeado de la percepción de lo infinito, la pregunta parece carecer de respuesta.
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jueves, 29 de enero de 2015
El país Victima: Una breve semblanza sobre el asesinato legal.
Hanna Arendt habló sobre la banalidad el mal luego de asistir a los juicios de Nuremberg y descubrir que la impunidad de la gran mayoría de los asesinos del Tercer Reich se justificó como “cumplimiento del deber”. Sus artículos Eichmann en Jerusalén: informe sobre la banalidad del mal, publicados en 1962 en la revista The New Yorker, analizan no sólo la manera como los diversos funcionarios del Estado Alemán utilizaron la ley como herramienta para asesinar, sino que además se escudaron en el entramado legal para encubrir su responsabilidad. Pero más allá de eso, sólo eran hombres que insistían en obedecer ordenes, que aseguraban con enorme frecuencia que todos los asesinatos cometidos durante el régimen Nazi habían obedecido a un mandato legal.
Pienso en las conclusiones de Arendt mientras leo la resolución 008610 del Ministerio de Defensa, publicada el martes 27 enero de 2015 y que de pronto, convierte el Terrorismo de Estado en un supuesto legal válido, permisible y que excusa de responsabilidad a los funcionarios que ejerzan la violencia como recurso para imponer — nunca mejor utilizada la palabra — el orden y la legitimidad de las instituciones. La gaceta, que además analiza de manera sucinta, desordenada y por completo carente de coherencia ideas sobre Fascismo y uso de la fuerza, establece un nuevo modelo de control militar, que insiste será legal el “uso de la fuerza potencialmente mortal, bien con el arma de fuego o con otra arma potencialmente mortal”, como recurso e instrumento válido “evitar los desórdenes, apoyar la autoridad legítimamente constituida y rechazar toda agresión, enfrentándola de inmediato y con los medios necesarios”.
¿Hasta que punto somos conscientes que el Estado Venezolano acaba de brindar rango de ley a la agresión debida? me digo. Durante las protestas del año 2014, la mayoría de las victimas que sufrieron la violencia de funcionarios del estado, aún continúan sin recibir justicia. Siguen siendo una estadística en medio de las cifras cada vez más preocupantes sobre la impunidad, el abuso de poder, el uso excesivo de la fuerza, directamente el asesinato amparado bajo el poder ideológico. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Que pasará cuando la nueva normativa que la resolución 008610 impone construya una nueva interpretación sobre lo que es la protesta y los medios de defensa? Hablamos que el Gobierno exculpa a los funcionarios de origen, que les confiere el derecho de matar en nombre del Estado, de enfrentarse al ciudadano con la potestad de asesinar. ¿Que pasará a partir de ahora cuando las protestas sean consideradas amenazas por el mero hecho de existir? ¿Qué consecuencias inmediatas y que implicaciones tiene el hecho que matar por razones políticas se haya convertido en un hecho legal? ¿Cuales son los verdaderos alcances de una resolución que deja muy claro que el poder militar tiene la potestad de no sólo desobedecer la constitución nacional sino además, de defender al régimen en ejercicio por medio de las armas?
El pensamiento me produce un tipo de miedo que pocas veces he sentido. Pienso en todas las ocasiones en que manifesté pancarta en mano, en que recorrí calles y avenidas coreando consignas. De todas las veces que grité enfurecida insultos insustanciales a los funcionarios que custodiaban la calle y me dedicaban miradas de indiferencia. Como en la ocasión en que levanté mi cámara y fotografié a la cara a un Guardia Nacional y este me propinó un empujón que me arrojó al suelo. Como en la oportunidad en que un funcionario con un uniforme que no reconocí levantó su arma y me apuntó directamente a la cara por mostrarle una pancarta donde le exigía respeto a la ley. O en todas las veces que mis vecinos han recorrido la calle cacerola en mano, gritando a todo pulmón, inocentes y torpes, intentando manifestar su descontento. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Nos considerarán objetivo de Guerra? ¿Nos llamarán simplemente “provocadores”? ¿Finalmente se institucionaliza el hecho que el “delito” de la opinión merece una bala? ¿La pena de muerte por oposición a la ideología gubernamental es ahora en más un supuesto válido dentro de la legislación Venezolana?
Hace un año, a Geraldine Moreno le dispararon a quemarropa en el rostro a unos cuantos metros de la puerta de su casa, por manifestar. El funcionario de la Guardia Nacional la arrojó al suelo y la agredió de manera directa, sin mediar palabra, sin otro motivo que castigarla por manifestar en la vía pública con una cacerola entre las manos. ¿Qué ocurrirá ahora que la agresión es judicialmente aceptable, viable e incluso un mandato de ley? ¿Con que escenario se encontrará el ciudadano que intente ejercer su derecho a la opinión? ¿La muerte de Geraldine Moreno será considerada legal por el mero hecho de representar “una agresión” contra lo que se considera las autoridades legitimas?
El mismo día que Geraldine Moreno fueherida de muerte en Valencia, yo me ocultaba de grupo de motorizados que disparaban al aire para amedrentar a los vecinos que manifestabamos en la calle donde vivo. Me oculté detrás de una pared y escuché a los desconocidos vitorear consignas chavistas y llamarnos “pendejos escuálidos”. Unos pocos minutos después, un grupo de Guardias Nacionales llegó a la zona y nos amenazó con “plomo” si continuábamos provocando y propiciando el “desorden”. ¿Qué debo esperar ahora? ¿Que en lugar de un insulto y una amenaza medio disimulada me disparan por el mero hecho de considerarme una amenaza? ¿Que podré ser agredida y probablemente asesinada por el mero hecho de resultar incómoda, amenazante para lo que se llama de manera general y sin ningún tipo de especificaciones “La paz” publica?
El 19 de Febrero de 2014, Génesis Carmona manifestaba cuando fue herida en la cabeza por una bala perdida. Génesis no se encontraba provocando a ningún funcionario público, pero su protesta, el mismo hecho de participar en una manifestación callejera podría considerarse una amenaza. Horas antes, el gobernador del Estado Carabobo Francisco Ameliach, había hablado sobre “una ofensiva fulminante” contra los manifestantes, lo que se tradujo como un ataque directo de colectivos identificados con el Gobierno y funcionarios de la fuerza pública. ¿Génesis Carmona sería considerada ahora parte de un supuesto legal tan amplio como violatorio de la constitución que la convierte en culpable antes que victima? ¿Cómo puede comprenderse una resolución que no sólo contradice el derecho a la vida consagrado en la constitución sino que además, convierte a todos las posibles victimas en culpables inmediatos?
El ingeniero José Alejandro Marquez se encontraba a escasos metros del edificio donde vivía la noche del 19 de febrero de 2014, cuando decidió grabar el ataque de la Guardia Nacional a manifestantes que protestaban en las cercanías. Una comisión de la GNB llegó al lugar y le exigió que le entregara su teléfono celular con el cual estaba grabando lo que ocurría en la calle. José Alejandro se negó a hacerlo y cuando intentó huir, dos funcionarios de la GNB le dispararon y aunque no le hirieron, provocaron que cayera al suelo, donde se golpeó la cabeza contra el pavimento. Luego fue golpeado por el grupo de efectivos, uno de los cuales sustrajo el teléfono donde se encontraba la grabación de la escena. Por último, fue trasladado en una patrulla al hospital Vargas, donde ingresó brutalmente golpeado y en estado de coma. Dos días después, José Alejandro Marquez murió debido a las heridas cerebrales sufridas durante el ataque.
¿La muerte del ingeniero Marquez sería considerada ahora legal? ¿De qué podría acusarsele bajo la nueva regulación que especifica el uso de fuerza mortal contra quienes “amenacen” a las “autoridades” legitimas? ¿Qué puede ocurrir ahora cuando un ciudadano se resista a cualquier tipo de orden y exigencia no constitucional de un funcionario uniformado? ¿Se considerará en rebeldía? ¿En plena amenaza a las instituciones? ¿Merecerá la muerte por eso?
El 12 de Febrero de 2014 y luego de finalizada la llamada “marcha de la Juventud” comenzaron a ocurrir varios hechos violentos en varios puntos del Centro de la ciudad. Un grupo de funcionarios de la GNB y del SEBIN comenzaron a disparar a los manifestantes que corrían por la avenida Este 2 cruza con la avenida Sur 11 en la Candelaria. La calles de la zona son angostas, lo que obligó a la multitud a huir en todas direcciones y a retroceder. Cuando los disparos arrecieraron, Bassil Da Costa, que acudía por primera vez a una marcha, que se encontraba desarmado y cuyo único delito fue manifestar, cayó al suelo herido en la cabeza. Murió poco después.
Resulta escalofriante analizar las circunstancias del asesinato de Bassil Da Costa, bajo la interpretación de la resolución más reciente del Ministerio de Defensa. Resulta inquietante, asumir que para el Estado la muerte de Bassil sería no admisible sino también justificable, por considerarsele una amenaza. Un muchacho que corría en una calle angosta, aterrorizado, a ciegas. Asesinado por las armas de los funcionarios de la república cuyo único cometido debería ser la defensa de la integridad física del ciudadano. No obstante, el Gobierno ahora justifica no sólo su muerte, sino todas las que vinieron después, las futuras, las posibles, las que se temen, la incertidumbre de la victima por el delito de su opinión, bajo la única percepción de la amenaza. De la visión del ciudadano que se convierte en objetivo del asesinato legal y en símbolo de una ideología que arremete contra la oposición moral e intelectual a través del recurso de las armas. Una idea escalofriante, que transforma al Estado Venezolano en juez y verdugo de un supuesto judicial inadmisible y sobre todo peligroso. De gravísimas consecuencias.
Vivo a escasas cuadras de la Comandancia de la Guardia Nacional. Mientras camino por la calle, seis funcionarios uniformados de verde oliva conversan en voz alta, sosteniendo sus armas de reglamentos con descuido. Los observo y de pronto comprendo, que el militar Venezolano ya no se encuentra al servicio del país, mucho menos esa noción abstracta sobre lo Nacional y la identidad del gentilicio. De pronto, tengo la inquietante certeza que la única lealtad de este ejercito que enarbola las armas con tanta indiferencia, es la defensa de una ideología, del supuesto legado histórico de un líder carismático que se utiliza como justificación para la violencia. Los contemplo, mientras atraviesan la calle donde vivo en una pequeña formación. Uno de ellos apunta el arma al suelo, mientras un transeúnte se aleja con un gesto nervioso. Y todos ríen, el pequeño grupo de funcionarios armados, trajeados con lo símbolos no del país de la revolución. La idea me resulta inquietante, insoportable, abrumadora.
Para Hanna Arendt, el mal era banal, una justificación, una idea abstracta. Me pregunto si en la Venezuela del 2015 el mal tiene el rostro de la diatriba falsa, la superficial. De la ideología del absurdo de una Revolución fragmentada, sin rostro, que se desploma por su propio peso y que finalmente asume la violencia como una identidad debida — inevitable — en la lucha por perpetuarse en el poder.
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miércoles, 28 de enero de 2015
La rebelión del Mommy Porn: De la literatura barata al ícono filmico blando.
Como producto editorial “50 sombras de Grey”, produce una inmediata curiosidad: desde la original historia sobre su origen — ese fanfic de ama de casa de mediana edad apasionada y atribulada, descubierto por el asombrado mundo editorial — hasta su historia, una mezcla del cuentos de Hadas tradicional, el melodrama sexista y el suficiente sexo como para escandalizar a una audiencia sin muchas expectativas. El resultado de la mezcla, sin embargo, sorprendió por su efectividad: no sólo se convirtió en el fenómeno literario más rentable de una generación acostumbrada al Fast Food literario del Best Seller, sino que además, recordó al cine que aún las historias de amor venden. Y mucho. Porque la adaptación cinematográfica no se hizo esperar y mucho menos, desear. Una muy comentada reinterpretación de una obra menor con un pléyade de fieles seguidores que se esperaba pudiera engendrar un éxito resonante. Y seguramente así lo será: para los más optimistas, la película “50 Sombras de Grey” será un taquillazo inmediato y por necesidad. Pero, a menos de dos semanas de su estreno, buena parte de la industria comienza a preguntarse si realmente, la película será tan rentable como se supuso hace unos cuantos meses. ¿El motivo de las dudas? quizás el más impredecible: su elenco.
Hace unas semanas, el New York Magazine retó a sus lectores a que encontraran quince objetos inanimados con más química que los protagonistas de la adaptación cinematográfica de 50 sombras de Grey. Lo hizo, luego que la pareja apareciera en varios espectáculos y entrevistas y que sólo inspirara a la audiencia consternación. Todo esto luego de dos trailers muy publicitados con dos millones de visitas cada uno y que demostraron a los fanáticos de la historia que los actores que encarnarían a sus queridos personajes adolecían no sólo de misterio sino algo más preciado para la mayoría de los fieles lectores de la novela: verdadero morbo. La debutante Dakota Johnson, con su expresión confusa y aspecto aniñado parece no lograr encontrar ese elemento de tensión sexual tan necesario con su contraparte, un Jamie Dornan de espléndido aspecto pero tan inexpresivo como distante. La joven pareja, a pesar que suele mostrarse tomada de la mano en espectáculos y entrevistas promocionales, es incapaz de disimular su incomodidad mutua y lo que es peor, la persistente frialdad que muchos se preguntan si también será evidente en una película que levantó tanta expectativa durante los meses de su filmación.
Pero se trata de todo un fenómeno: La novela “50 sombras de Grey” despertó el interés de un tipo de público potencial hasta ahora poco explotado por el mundo editorial y fílmico: la mujer de mediana edad, casada y con hijos. La tradicional madre americana. La interpretación puede parecer irrisoria e incluso directamente insultante, pero todo se trata de una manera de comprender el mercado editorial y del cine en cuanto a planteamiento. Hace menos de cinco años, el fecundo interés de la romántica juvenil revolucionó las estanterias: El fenómeno Crepúsculo captó a toda una generación que había leído a Harry Potter y otras novelas de fantasía por completo inocentes y carentes de cualquier tipo de rasgo romántico, y creo un nuevo subgénero de éxito inesperado: la romántica sobrenatural. De pronto, las lista de los más leídos estaban llenos de relatos sobre criaturas extraordinarias que profesaban un devoto amor por la doncella de turno, cautivando la imaginación de un mercado ávido de historias semejantes. La reacción entusiasta del público sorprendió a las editoriales: para la mayoría, las historias de horror y amor no solían mezclarse en una híbrido que pudiera resultar atractivo. Pero el fenómeno Crepúsculo no sólo lo permitió, sino que abrió una brecha para una serie de planteamientos totalmente nuevos acerca de lo que cautiva la imagen del lector, lo que hace realmente contudente — a nivel ventas — una propuesta editorial. Una original visión sobre lo literario y lo que comercialmente se considera rentable. ¿Hasta que punto la historia de amor tradicional puede reconstruirse para acceder a un nuevo tipo de lector y espectador?
El siguiente paso por fue por supuesto, el sexo. Porque mientras la Saga Crepusculo siempre se mostró cauta y pulcra con respecto a la visión sobre la sexualidad — ambos protagonistas llegan virgenes al matrimonio y las parejas son escrupulosamente heterosexuales — en “50 sombras de Grey” el gran aliciente parece centrarse en esa necesidad de revisionar el conocido cuento de hadas en algo más carnal, más adulto y tan cercano a la pornografía que los límites parecen desdibujarse. Porque “50 Sombras de Grey” es una historia romántica — el conocido cuento de la chica frágil enamorada de un hombre poderoso a quien debe salvar de si mismo — pero también, es un planteamiento sexual. El elemento de sadomasoquismo, además, añade niveles por completos nuevos a una serie de libros dirigidos a un público usualmente ignorado por lo erótico. Y es que la “madre americana” — una visión tan elemental el ama de casa que resulta alarmante — nunca ha sido tomada por muy en serio por la literatura: la gran mayoría de los libros que la “madre americana” suele leer son en realidad, visiones sobre su rol como madre, esa profundización necesaria y en ocasiones insultantes de su identidad estandarizada. Con “50 Sombras de Grey”, esa percepción pareció no sólo convertirse en algo más más realistas, sino construir toda una nueva comprensión sobre lo que la literatura necesita ofrecer y sobre todo asumir para un cierto tipo de público discreto. Por ese motivo, el éxito de la saga (que alcanzó los cien millones de libros vendidos en el año 2014) no sólo es un recordatorio de ese cambio sutil en el mundo editorial con respecto al público lector sino un mensaje muy claro sobre la importancia de esa nueva percepción del libro como símbolo de un nuevo tipo de pensamiento y concepción del mercado lector.
Por supuesto, se trata de una lección que el cine había aprendido hace décadas y que no sorprende a nadie en la industria: durante décadas Hollywood ha encontrado la formula para construir todo tipo de productos fílmicos dirigidos a un público devoto y consumidor. Un tipo de estratificación que permite que el cine tenga la posibilidad de dirigir un mensaje especifico hacia un público cautivo que invariablemente suele disfrutar — y responder — de manera entusiasta con propuestas creadas especialmente para su consumo. Por ese motivo, la combinación entre éxitos literarios y su gemelo en tinta, suele ser la formula inmediata del cine palomitero: La saga del joven Mago Harry Potter es la serie de películas más rentables y taquilleras de la historia, y franquicias como “El Señor de los Anillos” continúan brindando abultados dividendos en cada reedición que se realiza a partir de los libros homónimos. Así que, el triunfo en las taquillas de “50 Sombras de Grey” pareció inevitable, una simple consecuencia de su resonante triunfo en las librerias. ¿Pero es tan seguro su éxito?
Hace unos catorce meses, la respuesta habría sido unánime. El libro continuaba entre las listas de los más vendidos alrededor del mundo y la adaptación cinematográfica levantó una considerable — y sin duda redituable — expectativa. No obstante, ahora la posibilidad parece no ser tan sólida ni mucho menos, ser evidente. Todo gracias a esa misteriosa visión sobre la qui mica y la tensión sexual tan necesaria para sostener la historia y de la que al parecer adolecen los protagonistas. Y es que mientras las apariciones de ambos actores se multiplican y se hace más evidente que la adaptación cinematográfico no será tan fiel al libro como sus lectoras — y lectores ¿Por qué no? — desearían, la posibilidad de éxito se reduce, queda en esa nada deseable interpretación del público sobre una historia que se sostiene por el entusiasmo que provoca y no necesariamente su calidad literaria.
Porque el libro ha sido atacado desde todos los puntos de vista: La gran mayoría de los críticos coinciden en que se trata de “basura” literaria, una combinación de tópicos y clichés que encontró un momento comercial idóneo para triunfar pero sin el mínimo valor sustancial. Los defensores de la serie aseguran que E.L James creó una obra sencilla sobre un tema complejo, una invitación al lector hacia algo más perturbador. No obstante, esa optimista interpretación no parece sostenerse lo suficiente como para asegurar que la próxima película podría ser un éxito sólo por mostrar en imágenes una historia floja pero atractiva ¿O sí podría serlo?
Durante los últimos meses, la respuesta dejó de ser tan clara como se supone debería: la formula “libro éexitoso película exitosa” ha fallado más de una vez. Y en esta ocasión, la gran falla parece ser que el cine es incapaz de imitar ese elemento misterioso que convirtió un libro mediocre en un fenómeno de masas. Hace unas semanas, se comentaba en las revistas especializadas, que los actores tuvieron que filmar de nuevo escenas que no encajaban en la edición final de la película, que al parecer, recibió críticas durísimas de un grupo de público prueba. El US Magazine insistía que las escenas no eran lo “suficientemente apasionado” y que la actriz Dakota Johnson había equivocado el tono y la forma al encarnar a la conocida Anastacia Steele. “Anastasia tiene que ser naíf, no un un simple trapo”, explicaba uno de los redactores en la revista. Una frase que resume los temores de la industria hacia un producto cinematográfico pre fabricado y construido a la medida de un público lector.
Aún así, la expectativa por la película avanza. La productora intenta despertar el interés de los indecisos y los críticos, asegurando que la película será una “poderosa historia de amor” y no “sólo una película sexualmente explícita”. Una decisión que parece responder a la necesidad de la casa productora de suavizar las escenas sexualmente duras del libro en favor de una película para todo público. De hecho, el gran objetivo de la versión cinematográfica ha sido el de edulcorar el tono del guión para hacerlo consumible, comercialmente digerible, todo lo contrario a los libros. Una decisión arriesgada que el Estudio defiende insistiendo en que “50 sombras de Grey” es en realidad una “particular historia de amor” y no una “lujuriosa historia de sexo”. Varios portavoces han declarado que la versión cinematográfica busca “Mostrar el despertar emocional de un hombre poderoso y retraído”. Justo, quizás, lo que sus lectores tradicionales no quieren ver.
Y es que mientras buena parte de la crítica desecha desde ya ese híbrido entre cine comercial y adaptación floja de un libro considerado como basura por buena parte de la crítica cinematográfica, sus lectores alrededor del mundo continúan lamentado que lo esencial del libro — esa cualidad de posible bombazo polémico que se esperaba podría ser — quede reducida a una simple reinterpretación del cuento de hadas tradicional. Porque para la “Madre americana”, ese público devoto que convirtió el libro en un fenómeno editorial, lo realmente importante en el libro es lo que quizás nunca veamos en su adaptación en la gran pantalla. Ese elemento perturbador que transformó una historia del amor a uso y recargada de tópicos en una aproximación definitivamente sexual al romance. Después de todo, el escritor Bret Easton Ellis tuiteó que “no es un buen libro, no está bien escrito, pero qué buena historia tiene detrás” y posteriormente, se reunió con la escritora con la intención de convertir la por entonces posible adaptación en “película más escandalosa del mainstream americano”. También el director Gus Van Sant, pareció interesarse en el argumento — ese Il a un je ne sais quoi de la historia del que tanto se ha debatido — y llegó filmar escenas de prueba de la película con el actor Alex Pettyfer, explotando el lado BSDM. Finalmente, la adaptación la dirige Sam Taylor-Johnson, una discreta directora que insiste en brindarle a la película “un lugar emocional” en lugar de “sólo sexo”. A juzgar por la anticipada decepción de cientos de lectoras alrededor del mundo, la directora no ha sabido comprender bien esa mirada lujuriosa de la llamada “Mujer de la mediana edad” y se ha limitado, otra vez, a concebirla desde el tópico. Un lamentable error que quizás convierta a la versión cinematográfica de “50 sombras de Grey” en un símbolo de lo que nunca pretendió ser: una historia emocional disfrazada de mera lujuria.
martes, 27 de enero de 2015
La grieta histórica inevitable: Más allá de la estafa ideológica chavista.
Había cumplido diecisiete años la primera vez que Hugo Chavez Frías ganó una elección presidencial. De manera que no pude votar por él, y por supuesto, no lo habría hecho, aún de haber podido ejercer mi derecho al voto. A pesar de que hasta entonces, la campaña electoral no me había interesado demasiado, tenía muy claro o al menos lo suficiente como para tomar una decisión consciente que lo que Chavez representaba era una coyuntura histórica preocupante en la historia reciente del país. Todavía la palabra “Política” no significaba gran cosa para mi. Era algo que ocurría más allá de lo cotidiano, en las pantallas de televisión, en los afiches de campañas electorales, en los esporádicos mítines que recorrían Caracas de vez en cuando. La violencia, en cambio, si era algo que comprendía muy bien. A mi corta edad había vivido ya dos golpes de Estado y también la terrible revuelta social apodada “El caracazo”. Mi niñez y primera adolescencia habían transcurrido en medio de la efervescencia política de lo que parecía una nueva etapa histórica del país, signada por la violencia y sobre todo, por una nueva visión sobre la identidad nacional.
Nunca voté por Chavez en ninguna de las elecciones sucesivas. Pero recuerdo, que en esa primera ocasión pensé que de hacerlo, apoyaía electoralmente Henrique Salas Romer, su contrincante más cercano y la opción que según todas las voces en contra, representaba “la tragedia nacional” de cuarenta años de democracia clientelar y bipardista. No obstante, me habría negado a brindarle un voto de confianza — nunca mejor utilizado el juego de palabras -a un hombre que intentó tomar el poder por la fuerza y que sólo aceptaba el juego democrático por presión y quizás por conveniencia histórica, jamás por comprender los alcances del mandato electoral y democrático. En más de una ocasión, los entusiastas, los desengañados por los partidos políticos tradicionales, los fervientes admiradores de la figura reinvidicadores de Hugo Chavez, me recordaron que era casi imposible que no triunfara en las urnas electorales.
— El país necesita un cambio. Uno drástico y trascendental — me insistió P. uno de mis compañeros de aula por entonces y un entusiasta de la nueva corriente política que recorría al país. Sería la primera ocasión en que votaría y lo haría por la opción de Hugo Chavez, como buena parte de quienes conocía — y Chavez la representa. Es un hombre fuerte, pero también una figura capaz de aglutinar las diferencias. Podría ser un simbolo nacional.
No supe que responder a eso. En realidad, Chavez me provocaba una profunda desconfianza, una sensación inaudita de incertidumbre. En una ocasión, había visitado la Universidad donde estudiaba y escuché debatir con algunos estudiantes. Un hombre enjuto y de facciones afiladas, con un demoledor encanto personal que llevaba puesto un impecable liquiliqui blanco con una soltura desconocida. Estrechó manos, escuchó con atención los comentarios de sus interlocutores. Saludo con gran cariño a los profesores que se acercaron para participar en el improvisado debate. Por entonces, acababa de salir de la cárcel y el mito comenzaba a cimentarse: el hombre fuerte en medio de un momento histórico muy frágil. Cuando uno de mis compañeros me invitó a conocerlo, me negué.
— Después lo vas a lamentar — bromeó. Pasé muy rápido por el pasillo, mientras Chavez continuaba conversando con grupos de estudiantes y riendo a carcajadas. Lo recordé la primera vez que le había visto: uniformado y con el rostro cansado y tenso, pronunciando su histórico “Por ahora”. Sacudí la cabeza.
— No lo creo.
La mayoría de la gente que conocía, tenía una percepción romántica del golpe de estado que había protagonizado Hugo Chavez. Una donde un hombre del pueblo, un aguerrido militar, había intentando enfrentarse a la corrupción y a la represión con las armas de la nación. Pero yo tenía una visión muy distinta del tema, una muy cruda, sin dramatismos ni tampoco, idealizaciones. A dos cuadras del lugar donde vivo se levanta la Comandancia General de la Guardia Nacional de Venezuela. Desde niña, conviví con militares, aprendí a conocer la extraña subcultura del verde oliva a distancia. Esa extraña jerarquización, la intransigencia que parecía ser parte del Uniforme. Durante los golpes de Estado, había visto tanquetas de metal atravesar la calle donde jugaba de niña y a militares de boina roja apuntando a los edificios. Por meses, me había aterrorizado la imagen de las paredes llenas de agujeros de balas, del olor de la pólvora que nunca olvidé. Era muy joven para comprender lo que sucedía pero si tenía algo muy claro: lo que había ocurrido, ese ataque desproporcionado y directo contra la democracia que hasta entonces había conocido, no tenía nada de inocente y mucho menos utópico. Era violencia, sin más ni menos. Era un tipo de agresión que nunca pude asumir como necesaria y mucho menos, comprender.
De manera que sin duda habría votado por Henrique Salas Romer, a pesar de los pronósticos en contra, de la abrumadora respuesta popular a la campaña de Hugo Chavez Frías, incluso contra mi criterio. Porque Salas Romer, un político tradicional, que dedicó su campaña a proclamar promesas borrosas e insistir en viejos vicios de los que nadie quería hablar, mientras Chavez recorría el país con el puño en alto, era tan inocente como cualquier otro Venezolano sobre lo que realmente significaba Chavez. Su propuesta, la promesa social que insistía representaba. Esa interpretación histórica de la reivindicación que encarnaba un lider carismático en potencia, un astuto político, pero sobre todo, un militar convencido que la violencia podía ser una respuesta válida contra la contigencia. Salas Romer, con su campaña presidencial endeble, su propuesta conservadora, atravesó con torpeza los meses antes de la crucial elección, sin llegar jamás a ser el contrapeso real de un hombre que representaba el enfrentamiento clásico entre ricos y pobres, lo nuevo y una posible renovación del Estado. Aún no había nadie que se llamara así mismo Chavista, pero la necesidad de enfrentar esa noción histórica quebradiza, la república cuarteada por el peso de la desiguladad y la exclusión, anunciaba el nacimiento de un tipo de fenómeno político que Venezuela conocía muy bien: el caudillismo. Y uno, que parecía construido a base de los peores defectos y desatinos del populismo tradicional. Un monstruo discreto que anunciaba que Venezuela pronto atravesaría quizás un ciclo destructivo, basado en la brecha de inevitables carencias que había llevado casi cuarenta años comprender.
Y es que Chavez, no era sólo un candidato electoral, como tampoco sería después un presidente. Con toda su carga de violencia latente, afianzada en la historia que le precedía y sobre todo, amparado bajo la interpretación del país aplastado por los errores históricos de la política tradicional, era antes que cualquiera otra cosa, un hecho histórico. Uno muy notorio, que parecía nutrirse de las imágenes recurrentes del imaginario popular y sobre todo, observarse así mismo desde una perspectiva mesiánica y levemente idolatra. Chavez insistió en destruir los partidos políticos — y con ellos, la posible existencia de un real contrincante futuro — y también, asumir la política a su manera. Mientras Salas Romer señalaba a los cerros de Caracas y hablaba sobre crear “un teleférico” que pudiera llevar a sus habitantes hacia los puntos más distantes de la intrincada red de pobreza nacional, Chavez aseguraba que “freiría en aceite” la cabeza de sus contricantes. Lo hacia a gritos, con el rostro encarnado, riendo a carcajadas, mostrándose como un hombre de pueblo, hecho por el pueblo y para el pueblo. Y la mayoría de los Venezolanos compraron esa imagen, la asumieron real. A nadie le importaba demasiado que Chavez se reuniera con políticos de la llamada “Cuarta República” para entablar posibles puentes de comunicación ni que tuviera como financistas los grandes empresarios que también habían sustentado la democracia imperfecta que tanto criticaba. Chavez continuaba siendo infalible, audaz y agresivo. Chavez continuaba prometiendo un tipo de país imaginario que parecía desbordado de una esperanza muy infantil, de las grandes multitudes que levantaban los brazos para alabarle y corear sus consignas simples. Chavez, incluso antes de ser presidente, se aseguró de construir una base popular lo suficientemente sólida como maniobrar en medio de lo soñaba sería “la quinta república” y que después, sería un híbrido entre el tradicional militarismo latinoamericano, la izquierda histórica y un elemental capitalismo de Estado.
— ¿Puede ganar Salas Romer? — un día antes de las elecciones, me reuní con uno de mis profesores. El país parecía recorrido por un entusiasmo infatigable, mientras Chavez se asumía así mismo como el triunfador de las elecciones que aún no habían recibido el primer voto. Mi profesor se encogió de hombros y suspiró preocupado.
— Podría, pero no lo hará — me respondió — Chavez es un fenómeno histórico, aunque él mismo no esté consciente de que lo es, que nadie pueda mirarlo en su exacta magnitud. Chavez ganará, aunque perdiera, porque el país lo asumió como una necesidad exacta, como una idea que debe satisfacerse. Chavez existe porque el país lo aceptó y lo construyó. Incluso si ocurriera lo impensable y Salas Romer ganara, no podría sostenerse en el poder.
Nos encontrábamos en la Universidad y la agitación llenaba el campus. Un tipo de alegría e impaciencia que jamás había visto antes en elección alguna. Caminamos entre los grupos de estudiantes reunidos para debatir lo que estaba a punto de suceder, de los rostros esperanzados y expectantes. Mi profesor los miró a todos con un enorme, casi descorazonado cansancio.
— ¿Quiere decir que de perder Chavez daría otro golpe de Estado? — pregunté. Recuerdo haber sentido un escalofrío, recordar con enorme nitidez los días de pesadilla, el olor de la polvora en el aire, el sonido de los disparos. El viejo profesor se encogió de hombros.
— No lo necesita. El país lo reclama, el país volvió a la niñez política. El país está convencido que necesita a Chavez y Chavez disfruta de esa certeza. A Chavez lo apoya no sólo lo que llama “pueblo”, los grupos de desposeidos de todas las épocas y de todos los lugares que siempre forman parte de esa mayoría olvidada que él recordó puede tener peso real, sino también los intelectuales de este país, los que asumen que Venezuela necesita reorientarse y que quieren beneficiarse cuando eso suceda. Lo apoya el ejercito, que se siente profundamente reivindicado por su posición “patriotica” e incluso los moderados, que están convencidos es el mejor momento para lograr otra idea de país. Todos asumen que Chavez es una figura que los representa, una imagen ductil y quebradiza que podrán utilizar.
Lo recordé como le había visto en esos mismos terrenos de la Universidad, vestido de Liquiliqui blanco y conversando con los estudiantes con un gesto magnético y cálido. Un hombre sólido, óseo, con una voz persuasiva. Una mirada directa. Las manos extendidas. Lo imaginé revestido de poder, en medio de una multitud de fervientes admiradores, de brazos extendidos, de gritos y pancartas. Sacudí la cabeza, con las manos apretadas contra el pecho.
— No que sea tan sencillo — murmuré — no creo que…
— No sólo no lo crees, es que no será manejable — me interrumpió el profesor — Chavez es un hombre que planeó su ascenso político desde el desastre que significó la derrota militar. La reconstruyó, la convirtió en un triunfo social. Es un hombre que sabe lo que quiere, es un hombre que logrará conseguirlo. Y lo hará, sin duda. No necesita la presidencia: perdiendola, ya es el simbolo del Venezolano que lo aúpa. Si la pierde, logrará otro tipo de poder y eventualmente, llegará a Miraflores. Con tu voto o el mio, sin ellos. Incluso enfrentándose a la agónica visión democrática que se enfrenta.
Esa noche, escribí las palabras del profesor en uno de mis cuadernos. Lo hice, con una sensación de desastre cercana, abrumadora. Miré por la ventana la calle de mi infancia, llena de paseantes, iluminada y entusiasmada. Un hombre con boína roja corrió de una esquina a otra, con un cartel de Chavez entre las manos, riendo en voz alta.
— ¡Viva Chavez Carajo! — gritó. Una salva de aplausos le respondió. Cerré la ventana.
Cuando escuché la noticia sobre el triunfo de Chavez, me quedé sentada en la oscuridad de la habitación. Afuera, alguien gritaba y celebraba, mientras el cielo de la ciudad se llenaba de fuegos artificiales y el sonido de disparos. Mis abuelos miraban el televisor en la sala y escuché al recién electo presidente celebrar a gritos la victoria, jurar en medio del entusiasmo que Venezuela había cambiado para siempre. Escuché a mis vecinos corear las consignas, el corneteo feliz de automóviles que atravesaban la calle a toda velocidad. Y sentí miedo, uno muy real, helado, inquietante. Una especie de mirada al abismo de algo desconocido que estaba a punto de comenzar.
— Y Comienza La Venezuela del futuro. La Venezuela revolucionaria — exclamó el nuevo presidente, mientras una desordenada alegría recorría el país. Todavía faltaría mucho para que comprendiera el real alcance de la figura de Chavez, de lo que podía simbolizar su visión personalista del poder, de su gobierno mediocre pero insólitamente próspero, del país divido en medio de la diatriba política, pero de alguna manera, el triunfo multitudinario, la euforia popular, me inquieto. Me dejó muy claro que Chavez disfrutaba de un tipo de apoyo desconocido en nuestro país y de un considerable valor político.
— Fue presidente antes de ser elegido, y ahora es símbolo antes de haber gobernado — me comentó días después mi profesor. El país continuaba celebrando la victoria “del pueblo” y continuaría haciéndolo varios días más — sólo nos falta ver a donde nos conduce todo eso.
Me detuve para mirar una pancarta de Chavez, que llevaba una franela roja y tenía los puños levantados en un gesto amenazador. “Llegó la hora del pueblo” podía leerse más abajo. Me pregunté cual era esa hora y que podría simbolizar.
Dieciséis años después, aún continuo sin saber la respuesta.
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lunes, 26 de enero de 2015
El reflejo en el espejo: de la mujer real a la imaginaria, del ideal a la obligatoria.
La escena es más o menos así: Le doy un mordisco a la hamburguesa que será mi almuerzo y mi amiga V., me dedica una mirada sobresaltada y preocupada. Intento ignorarla mientras mastico, pero ella, revuelve su ensalada con impaciencia, con los labios apretados y los hombros rígidos de pura irritación. Finalmente sacudo la cabeza, incómoda.
— ¿Qué? dímelo — le digo. Ella parpadea, con una nada convincente sorpresa.
— ¿Qué cosa?
— El sermón que apenas puedes contener.
Silencio. Toma un trago de su jugo natural, suspira. Cuando me mira otra vez, lo hace con una expresión maternal que me resulta casi chocante.
— ¿Sabes cuantas calorías estás consumiendo con cada bocado de hamburguesa que comes? — me pregunta.
— 2100 calorías — respondo en tono neutro.
— Y sabes que para mantenerte en óptimo estado de salud necesitas…
— Dos mil. Sí, lo sé.
Silencio otra vez. V. parece incómoda, irritada pero bastante decidida a continuar la conversación, a pesar que es obvio yo no estoy interesada en absoluto en hacerlo. Pero V. es una cosa de principios, supongo, aleccionarme convenientemente sobre mis preocupantes hábitos alimenticios y los efectos que puede tener sobre tu cuerpo.
— La carne produce todo tipo de toxinas, ralentiza tu digestión, afecta tu ritmo cardíaco — me insiste — el pan blanco descontrola tu nivel de insulina, las salsas…
No sé que responder a ese sermón alimenticio tan parecido a uno moral. Mientras V. me detalla todos mis errores al comer, tengo la sensación que no sólo intenta explicarme que tanto daño me está causando a nivel físico la decisión de comer una hamburguesa, sino algo más sutil, una crítica a mis decisiones privadas, sobre todo en algo tan personal como es la manera como me alimento. Por supuesto, no dudo que sus intenciones sean las mejores. Que la larga perorata sobre las bondades de lo integral, de la fruta mañanera y la verdura hervida, tiene como único motivo una genuina preocupación por mi salud. Pero no dejó de preguntarme con cierto hastío si V. es consciente que ese pequeño discurso sobre la ética de lo que como — o debería comer — no sólo resulta incómodo sino directamente invasivo. Que esa descripción del catastrófico cuadro de salud que me provocarán a no tardar las grasas saturadas, me irrita como podría hacerlo cualquier perorata moralista., casi religiosa. Pero en un acto de buena voluntad, la escucho sin responder, aguardando a que se sienta satisfecha con su intención de “salvar” mi salud con su esfuerzo dialéctico.Con esa bienaventurada intención de dejarme bien claro que debo enmendar mi camino alimenticio a no tardar.
Pero claro, ese rasgo de rebeldía inevitable que todos tenemos, me hace que antes de responder al sermón de la bienaventuranzas alimenticias, termine de comer la hamburguesa que comienza a enfriarse en el plato. Lo hago con placer, saboreando las dañinas grasas, los terribles carbohidratos con un renovado entusiasmo. No puedo evitarlo. O quizás sí, pero de alguna forma, cada bocado se convierte en una especie de reafirmación no sólo sobre mi derecho a comer lo que me plazca, sino también, de comprender mi cuerpo y sus pequeñas rarezas desde una perspectiva inviolable, privadísima. Y es que comer — o comer lo que deseo — es sin duda, una de esas pequeñas versiones de la realidad que me pertenecen por completo, que forman parte de mis pequeños errores, equivocaciones, triunfos y aprendizajes. Que comer, como cualquier experiencia en mi vida, es parte de una compleja variedad de decisiones, motivaciones y locuras que crean eso que con tanta ingenuidad, llamamos personalidad.
— Agradezco la explicación, pero dudo que cambie de hábitos alimenticios muy pronto — le respondí con toda la calma que pude reunir. Mi amiga parpadeó, sorprendida y sin duda irritada — y no es que no agradezca tu preocupación. Simplemente no quiero.
— Esa es una decisión que te hará verte siempre un poco rellenita — me dedica un gesto que intenta ser amable pero termina ser acusador — siempre hay que aspirar a ser la mejor versión de si misma.
— ¿Cómo sabes que no lo soy ahora mismo?
V. sonríe con incomodidad. Suspira, parece un poco abrumada por el giro que ha tomado una conversación aparentemente sencilla. Sé que para V. es impensable que no me sienta incómoda — al menos, no tan incómoda — con mi imagen física. Que mis personalisimas imperfecciones — los rollitos en la cintura, las mejillas redondeadas, alguna que otra estría — me preocupan pero al extremo de juzgarme a través de ellas. Todas las veces en que V. y yo hemos sostenido esta conversación — o una muy parecida — el debate de opiniones se desliza hacia una zona confusa y dolorosa, hacia la percepción sobre como me acepto, como me miro, me interpreto. Para V. es inaudito esa complacencia — así lo suele llamar — en una apariencia física que no parece coincidir con lo que se espera de mí. O al menos, de la manera como debería mirarme.
Es difícil explicar una postura semejante cuando tu país se encuentra obsesionado con la salud, el aspecto físico, la belleza y la figura femenina. Durante toda mi vida he luchado con unos cuantos kilos de sobrepeso, que pierdo con enorme esfuerzo y recupero con apabullante facilidad. Soy una mujer con curvas — algunas excesivas, según creo — que asume su cuerpo como parte de su propia interpretación sobre la identidad. Aún más, soy una mujer que aprendió a perdonarse no ser perfecta.
Porque de eso se trata todo, en realidad. Crecí en una cultura donde el ideal femenino es prácticamente inalcanzable: una imagen estática y radiante de una mujer que no existe, construida para ser consumida comercial y culturalmente. Una mujer que además de bella, esbelta, delgada, risueña, sexy es también, parte del prototipo social de lo que se espera de ella, de una herencia cultural que la hace ser “decente”, “maternal”, “Abnegada”. En medio de esa percepción, sobrevive la mujer real, la que no es tan alta ni tan delgada, ni tiene la sonrisa perfecta. Que no es especialmente risueña ni tampoco encaja en el tópico de la mujer sexy esencial. Y es que la visión de la mujer en Venezuela, parece sometida a una serie de ideas que la presionan, la erosionan, intentando lograr una figura única, borrosa, que calce con esa insistencia del gentilicio sobre quien debemos ser y por qué debemos serlo.
Por supuesto, que mi salud me preocupa. Lo hace tanto como a cualquiera a mi edad, en la reciente frontera de los treinta y en una época donde lo saludable se traduce en una serie de posibilidades inimaginables diez o veinte años atrás: combinaciones alimenticias milagrosas, rutinas de ejercicios para lograr un cuerpo cada vez más tonificado, atlético, esbelto, medicamentos prodigiosos que allanan el camino hacia esa perfección idílica. ¿No lo hago tanto como debiera? No lo dudo. Después de todo, sólo acudo a la consulta médica si es estrictamente necesario, si no puedo evitarlo. Se diría que desconfío de la ciencia médica, de esa gran promesa de los milagros. ¿Qué ocurre entonces conmigo? ¿por qué no hago uso de todos esos maravillosos recursos a mi disposición para verme extraordinaria, para sentirme mucho mejor? ¿Por qué continúo resistiendome en esa especie de rebeldía infantil a esa gran necesidad de ser cada vez más hermosos, más delgados, con un cuerpo mucho más eficiente?
La verdad, no lo sé. De vez en cuando lo analizo y tengo la impresión que además de la rebeldía que menciono más arriba, se trata de algo más desconcertante, sutil. Personal. Porque el aspecto físico, es sin duda una manera de comprenderte y no sólo eso, ni también descifrar esas ciertas penurias, dolores y alegrias que habitan en la piel y en la forma como asumes tu propia geografía física. Con frecuencia me miro al espejo y mi reflejo no sólo me muestra lo evidente: el cuerpo de una mujer de treinta y pocos años, sino esa historia pequeña que llevo a todas partes, que forma parte de mis ideas y aspiraciones. Un retrato fidedigno de quien soy.
¿Debería importarme más mi aspecto físico? De hecho, me importa. Mi trabajo fotográfico se basa en autorretratos y siguiendo la tradición estética de todas las artistas que analizan con crueldad su aspecto físico como una forma de arte, me obsesino por como me veo. Pero no exactamente si luzco hermosa o no, si me veo atractiva o no. Sino por el hecho si mi rostro, mi cuerpo, mis manos, mis pequeños accidentes físicos son capaces de mostrar lo más intimo de mi misma. Trabajo con mi imagen, la reconstruyo, la destrozo. La utilizo como un elemento más de una larguísima yuxtaposición de ideas y visiones que me conforman. Soy mi propia obra de arte, y por eso mismo, me mutilo, me golpeo, me reconstruyo con enorme frecuencia. No busco la perfección. Busco la extrema honestidad.
Tal vez se deba a que nací en una familia donde las mujeres envecejen, engordan, encanecen. Mujeres libres pensadores, groseras, respondonas, malcriadas, vitales. Mujeres que gritan, que lloran a lágrima vivan, que aman cocinar y también construir edificios. Mujeres que sostienen a su bebé en un brazo mientras con el otro, esculpen, pintan, cantan, componen. Las mujeres de mi familia celebran la imperfección, el poder de lo bello original, del poder de las pequeñas sonrisas, de las diminutas arrugas, de las estrías que son como palabras de una batalla cotidiana. Sí, supongo que ese es el motivo por el cual mi cuerpo es un lienzo, es una forma de crear y construir. Es una palabra a medio escribir.
Claro está, quiero ser bella. De niña, me obsesionaba no serlo. Era delgada, huesuda, con mucho cabello y pecas, de grandes ojos asombrados. No era una de esas beldades adolescentes de cabello largo y sedoso, cuerpos de Lolita, actitud de Ninfula. En realidad era nerviosa, tímida, un poco torpe. Obsesionada por los libros, profundamente angustiada por el mundo que me rodeaba. Fascinada con el arte. Y también claro está, con lo que no era. Quería tener el cabello sedoso, curvas. Ojos claros. No tenerlos, me hacia sentir pequeña, frágil, inadecuada, en un mundo de mujeres extraordinarias que me miraban con cierto gesto burlón desde las portadas de las revistas. Y sin embargo, a medida que crecí y mi cuerpo se volvió una manera de expresarme, me obsesioné con otro tipo de belleza: con la que se escondía en ciertas sinuosidades, con la fracturas de la piel y del espíritu, con lo que los ojos podían mostrar. Un dolor elemental, profundo y circunstancial.
De manera que crecí convencida del valor de la imperfección. No esbelta y dudo que lo sea en el futuro. Tampoco soy atlética y asidua al ejercicio, aunque probablemente debería serlo. Mucho menos, me identifico con toda nueva obsesión nacional por la salud, las vitaminas, el conteo de calorías, aunque no dudo que sea una decisión saludable que tarde o temprano deberé tomar. Me miro como una serie de estructuras diminutas, creativas, profundamente sentidas, que brindan sentido a lo que creo debo ser, a quien aspiro ser. ¿Eso es bueno o malo? No lo sé, me digo con muchísima frecuencia. Tal vez no llegue a saberlo nunca.
El almuerzo con V. termina con cierta incomodidad. Nos damos un abrazo de despedida, nos insistimos una a la otra para volvernos a reunir. Ella sonríe, me mira con afecto, me aprieta el brazo cariñosamente.
— Sabes que sólo me preocupo por ti ¿No es así? — me pregunta. Me encojo de hombros. No sé que responder a eso. Supongo es que es así.
— Gracias — respondo por último. Ella sonríe, toda amabilidad. La veo alejarse entre la multitud de transeúntes que llenan la calle y de pronto, tengo una imagen muy clara de mi misma, de pie, una mujer pálida, de cuerpo redondeado, el cabello despeinado, cierta alegría juvenil. Y sonrío yo también, aunque no sepa exactamente por qué o incluso, si debería hacerlo. Supongo se trata de una simple concesión a esa necesidad festiva — infantil, supongo — de ser nuestra mejor forma de rebeldía.
C’est la vie.
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domingo, 25 de enero de 2015
Fragmentos de recuerdos y otras historias de brujería.
Mi tia M. tenía un espejo enorme, con un pesado marco de madera que siempre me produjo un poco de miedo, aunque no supiera por qué. Ella solía llamarlo su "espejo mágico", aunque en realidad más parecía una fea pieza de museo que otra cosa. Pero ella lo amaba, y solía dedicar horas a limpiar la madera y a pulir su brillante superficie. Solía mirarla un poco incrédula, confusa, incluso directamente irritada. ¿Por qué le prestaba tanta atención a ese cachivache inservible?
- Oye, ese espejo no tiene nada de mágico - me atreví a decirle una vez - parece...
Basura, era lo que realmente quería decir. Pero por supuesto no dije nada y preferí quedarme callada. Ella siguió limpiando con un trapo seco y esponjoso la madera labrada, sonriendo con cierta impaciencia.
- Es mi espejo querido. No todo lo mágico debe ser hermoso.
Bueno, eso ya lo sabía, me dije con cierto sobresalto. Al parecer el real requisito para ser mágico era ser viejo, pensé con el descaro de mis nueve años cumplidos. Y es que todos los objetos en casa de mi abuela, parecían tener una historia propia, haber pertenido a alguien más, tener muchos años a cuesta. Ninguno me gustaba mucho: no entendía por qué abuela y mis tias se empeñaban en conservar pesados muebles y feos recuerdos familiares, pudiendo comprar otros nuevos, mucho más bellos y modernos. Era como conservar fragmentos de historias que nadie entendía muy bien, pero formaban parte de nuestra familia. Y se suponía que esa idea tenía que conmoverme, pero en realidad no lo hacia. Más de una vez, me pregunté si no era mejor comenzar una historia propia, comprar algo nuevo y que te perteneciera unicamente a ti, que comenzara su historia entre tus manos. Pero esa no era una idea popular en la casa. La abuela solía decir que cada objeto que conserva la bruja, es una palabra olvidada que se intenta recordar. Y en casa había mucho que decir, al parecer, solía pensar con cierto malestar.
- ¿Qué hace que dices que es mágico? - pregunté entonces. Tia tomó otro paño, más delicado y liviano que el anterior y comenzó a pasarlo sobre el cristal, con gestos lentos y espaciados. Miré su rostro en el reflejo: tenía una expresión pensativa y un poco dura. Detrás de ella, sentada sobre su cama, el mio parecía muy pequeño y menudo, con los ojos muy abiertos y el cabello despeinado. Tenía un aspecto un poco deslucido, como si estuviera muy cansada o muy aburrida. Parpadeé y procuré no mirarme. O mirar a tia, que siempre me había parecido muy bella.
- Porque me recuerda quien soy.
- ¿Un espejo?
- Claro. Un espejo te muestra tu historia en la piel, en el cabello, en todas las cosas que eres. Te mira cuando eres niña y curiosa. Cuando eres una joven que comienza a descubrirse así misma. Cuando eres una mujer que se observa cambiar. Un espejo es un objeto poderoso.
Le eché una mirada recelosa al suyo. El objeto pareció mirarme desde la dignidad de su madera tallada e ignorarme. Bueno, tampoco me agradas, pensé resentida. Seguí mirando a mi tia, sus gestos lentos mientras limpiaba el cristal espejado, su expresión dulce y remota.
- ¿Todo eso te lo dice un espejo?
- ¿Qué te dice a ti?
Me miré otra vez. Era una niña delgaducha, pálida y pecosa. Me sentía casi siempre muy inadecuada, con mi nariz respingona, mi boca demasiado grande, el cabello abundante y rizado. Oye, que no era una niña muy bella como mi prima C, con su melena gloriosa de rizos o mi prima G. que era una bebé regordeta y preciosa de sonrisa fácil. Yo era una niña bajita, torpe y nerviosa, de rodillas siempre raspadas y zapatos que le venían muy grandes. Incomoda, dejé de mirarme y observé el reflejo de mi tia. Ella sí que era bella, con su cabello rojizo cayendole sobre los hombros, la piel pálida y tersa, los ojos verdes. ¿Por qué yo no era como ella? me dije con cierta impaciencia. ¿Por qué no tenía su piel tan radiante o su bonito cabello que siempre se veía hermoso? Me entristeció el pensamiento y de inmediato, culpé al feo espejote por recordarmelo, por mostrarme tal cual como era. ¿Eso era mágico? Vaya, de serlo era una magia que no me gustaba nada de nada.
- Que soy una niña, ¿Qué más me va a decir? - contesté con cierta brusquedad - que soy una niña flaca, con un cabello que no deja peinar y que tiene las manos sucias.
Solté un respingo impaciente. Realmente me molestaba y lo hacia por una razón importante: me sentía fea. En realidad, no sólo no me consideraba bonita sino que estaba muy conciente que mis primas y las niñas que estudiaban conmigo en el colegio, si lo eran. Era un pensamiento triste, un poco angustioso. Porque quería ser bonita. Quería tener el cabello sedoso y brillante, las mejillas sonrosadas, que los vestidos que queria llevar, me quedaran rellenos y no parecieran colgarme de los hombros flacos. Pero bueno, no ocurría así. No era una niña bonita, me dije de nuevo con un suspiro. Me costaba pensar en esa idea, me producía dolor. Y los espejos, sobre todo este enorme espejote con aires de señor severo, me lo recordaba aún con mayor frecuencia.
Porque aunque no creía que el espejo de tia M. fuera mágico, algo particular debía tener para que no pudiera dejar de mirarme una vez que pasaba por frente suyo. Me miraba con sobresalto, con angustia, como si no me reconociera. Me miraba con desánimo, las faldas del colegio que me venían grandes, el cabello que siempre parecía crecer como hierba fresca alrededor de la cabeza. Me lo mostraba con una claridad llena de detalles, como si la luz que golpeaba la superficie fuera más fresca y pura que cualquier otra. Lo detestaba por eso, lo insultaba mentalmente siempre que podía. Pero él, altivo y señorial, insistía en ignorarme y seguir mostrando lo que más me desagradaba de mi misma.
- El espejo sólo te muestra lo que quieres ver de ti misma - comentó tia M. cuando finalmente terminó de limpiar al espejo y lo dejó brillante e impecable - sólo estás mirando lo que temes y te desagrada de ti. Pero si te miraras de otra forma, él te mostraría la verdad sobre quien eres.
Las palabras me sobresaltaron. Di un brinco que casi me hace caer de la orilla de la cama. ¿Mostrarme la verdad sobre quien era? Vaya, eso si sonaba mágico, me dije boquiabierta. ¿En serio ese espejo tan desagradable e irritante podía hacer eso? Lo miré con más atención. Era una pieza magnifica de manera y hasta yo podía verlo, a pesar de lo antipático que me resultaba: el marco era de madera muy labrada, con pequeños rostros de Diosas desconocidas y estrellas en lo alto, curvas elegantes que sostenían el cristal como si se tratara de pequeñas ráfagas de viento talladas en la madera. Era antiquisimo - creo que había pertenecido a alguna pariente italiana y que había llegado a casa por mero accidente - y según decía mi mamá, muy valioso. "Una reliquia" había comentado en una ocasión. A mi sólo me parecía un armatoste chismoso y muy malhumorado. Pero ahora que mi tia hablaba que podía hacer esas cosas...
- Oye ¿pero de verdad puede hacer eso? - me entusiasmé. La niña del espejo movió las manos impacientes y se atusó el cabello rebelde - ¿Me puede mostrar...?
- Quien eres de verdad - repitió tia - ni más ni menos.
Le eché una miradita al espejo, sobresaltada. Él pareció torcer su rostro de madera en un gesto altivo. Vaya tipo insoportable, pensé irritada. Pero ahora también interesada. ¿En serio un vulgar espejo podía hacer algo tan asombroso?
- ¿Y como logro que lo haga?
- Solo miralo. Lo demás, vendrá sólo.
Esa noche, mientras todos en la casa cenaban, me asomé al pequeño vestier de mi Tia M. para contemplar el espejo. Siguió pareciendome sólo un cachivache viejo y con muchas infulas, pero estaba muy decidida a comprobar si podía hacer lo que la tia insistía era su mayor cualidad. ¿Mostrar quien realmente eres? me dije con cierto sobresalto. Me pregunté que veía si le pedía me lo mostrara. Que podía reflejar. ¿Una niña hermosa que nadie había visto nunca? ¿La mujer joven y bella que aspiraba a convertirme? Di un paso hacia el espejo, que en ese momento reflejaba los bonitos vestidos de mi tia colgados con cuidado en la pared. ¿Y si no me mostraba eso sino...? Sacudí la cabeza. Di otro paso. Me quedé allí, en mitad de la oscuridad, con los puños apretados ¿Y si sólo seguía mostrándome a mi misma?
Era una idea inquietante. Me asustaba mirarme al espejo y que sólo me mostrara la niña impaciente y nerviosa que era. ¿Y si no había nada más que eso en mi? ¿Si ese era mi único reflejo? Suspiré, con una abrumadora sensación de perder sentido, de avanzar en mitad de la nada con los brazos extendidos. En alguno de los Libros de las Sombras de la familia, había leído que en en Brujería se consideraban los espejos mensajeros implacables, porque siempre dicen la verdad, porque siempre muestran la realidad, te guste o no lo que mires. ¿Qué ocurría si al echarle una mirada al espejo sólo encontraba mis temores, esa sensación de ser tan...poquita cosa que me atormentaba siempre? Retrocedí, me quedé en la mitad de la habitación. Quise correr. Y quizás lo habría hecho si la luz del vestier no se hubiera encendido de pronto.
- ¿Agla? ¿Qué haces aquí? - tia M. me miró desconcertada. La habitación entera pareció mirarme acusadoramente, sobre todo el espejo acuseta, que tuve la impresión levantaba su nariz respingona para dedicarme un gesto reprobador. Me encogí de hombros.
- Pues...vine a mirarme al espejo - dije en voz baja. Apreté las manos con nerviosismo, me miré los pies - quería ver...quien era yo de verdad.
Las palabras me sonaron ridiculas, incluso a mi misma, pero no supe que más decir. Tia se acercó y me dedicó una mirada callada y penetrante. Siempre me había parecido que tenía una forma de mirar que parecía abarcar el mundo, como si no sólo te mirara a ti sino a todas las cosas que te gustaban y te preocupaban. Eso me daba un poco de miedo a veces.
- ¿Te atemoriza la idea? - preguntó. Sacudí la cabeza.
- No lo sé. Pero...
Me callé. No quise explicarle como me sentía, la sensación que no entendía mi cuerpo, mi rostro. Que no me gustaba lo que veía en ellos cada vez que lo hacia. Pero ella pareció entenderlo. Me pasó el brazo por los hombros y me dio un apretón cariñoso.
- Ven, vamos a mirarnos juntas en el espejo.
- Pero... - retrocedí. La boca seca de miedo. Mi tia sonrío con ternura.
- Te prometo te gustará la experiencia.
Le obedecí por último. Nos acercabamos al espejo. Allí estaba la niña flacucha y la mujer espléndida a su lado. Me pregunté que tenía que hacer ahora, como podía invocar la magia del espejo y si quería hacerlo.
- Bueno...¿Y ahora? - pregunté en voz baja.
- Antes de pedirle al espejo lo que quieras, mira hacia arriba.
Me señaló la pared. Tia coleccionaba fotografias de todas las mujeres de la familia, enmarcadas en bonitos y sencillos marcos de madera. Había decenas de fotografias: de su madre, de la mia, de mis tias y tios, de mis abuelos. De parientes desconocidos que jamás había visto. De algún otro que sólo había visto una vez. Todos sonreían y miraban hacia el mundo, eternizados en su blanco y negro pálido. Me gustaba mucho mirarlos. A veces, cuando tia llevaba el espejo gruñón a otra parte de la casa para reparar sus bisagras o asegurarse que la madera estuviera sana y bien laqueada, me sentaba en el suelo para mirarlos a todos, para asombrarme de lo jovenes que se veían o de lo hermosos que eran sus rostros. Ahora los miré, lejanos y espléndidos, y me conmovieron otra vez.
- ¿Y...?
- Mira la nariz de abuela Celia - dijo mi tia, señalando una de las fotografías, donde mi abuela se veía joven y radiante, el cabello oscuro cayéndole por la espalda en una abundante melena. Miré la imagen, como me indicaba mi tia: abuela había sido una chica preciosa, de aspecto vital y bonito cuerpo. Su rostro era delgado y elegante y...solté un respingo. Tenía una nariz respingona y llena de pecas, como la mía. ¿Como no lo había notado antes? Miré a mi tia asombrada. Ella enarcó las cejas - ahora mirate en el espejo.
Lo hice. Pues sí: mi nariz era idéntica a la de mi abuela. La toqué con un dedo nervioso. Miré de nuevo la fotografía. ¡Idénticas!. Mi tia ahora me señaló la fotografía de una de mis primas desconocidas, una mujer espléndida de ojos grandes y soñadores. ¡Como los mios! tia sonrío cuando se lo dije.
- Mírate al espejo otra vez - me indicó. Miré ¡Sí, tenía los mismos ojos que la mujer a quien no conocía! y también el cabello rizado y abundante de una tia Italiana, y el cuerpo nervioso y pequeño de una prima en España. Y de pronto, todo parecía evidente, aunque jamás lo hubiese visto antes: ¡Mi rostro contenía la historia de toda la familia! y el espejo gruñón me lo mostraba bien claro. Muy nitidos mis ojos amplios, mi mejillas flacas de niña, mis manos pequeñas. Como las de mi madre, mi tia, mi abuela, tantas mujeres e historias en mi vida, en mi rostro, en mi cuerpo, en mis manos. De pronto, no era sólo una niña: era una imagen de muchas personas queridas, importantes, desconocidas pero cercanas. Era un eslabón de una larga historia.
- ¿Ves lo que te muestra el espejo? te muestra a ti, como parte de todas las cosas que quieres y amas - me dijo mi tia con un guiño amable - muestra lo querida que eres, lo muy querida que siempre serás. No lo olvides.
Sonreí. Y me miré. Una sonrisa tan parecida a otras sonrisas que contaban historias, de tantas palabras e imagenes fragmentadas, espléndidas, diminutas, sutiles, discretas. Los pequeños fragmentos de la historia de mi familia, de quien soy, de quien quiero ser, en mi.
A veces me miro al espejo y recuerdo esa sensación de reconocimiento, ese poder de soñar con tantos pequeños hilos de historias que convergen en mi rostro. Y sonrío claro, como lo hice ante el espejo gruñón, como lo seguiré haciendo después, más tarde, incluso cuando no tenga motivos para hacerlo. Cada vez que recuerde el poder de reconocer mi propia historia en mi piel, mi propio futuro en mi esperanza más privada. Un sueño a medio construir, una historia siempre a punto de contarse en el idioma del viento.
Un palabra olvidada y recordada en una historia de brujería.
C'est la vie.
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sábado, 24 de enero de 2015
La voz de las estrellas y otras historias de Brujería.
En una ocasión, le pregunté a mi abuela por qué sonreía siempre. Era una de las tantas cosas que siempre me sorprendía de ella: que siempre podía sonreír, a pesar de la tristeza, de los días grises de lluvia, de las noticias tristes. Y sonreía con ganas: una amplia sonrisa llena de dientes, con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas. A mi, que era tímida, pálida y torpe, toda esa alegría me desconcertaba.
- Porque es mi manera de rebelarme.
- ¿Contra qué?
- Contra todo.
Seguí mordisqueando mi galleta de avena. Nos encontrábamos en la luminosa de su casa, uno de mis lugares favoritos en el mundo. No era una cocina así sin más: era el centro de la vida familiar. Con su fogón antiguo, su bonita mesa de madera deslustrada donde todos los habitantes de la casa solían sentarse a conversar y el enorme arcón de especias, era como un oasis cálido y dulce en mitad de la vida cotidiana. Siempre había un olor exquisito flotando en el aire radiante, brillante por el sol de montaña: el del café recién preparado, la de las especias secándose en la ventana, la voz del jardín impregnandolo todo como un aroma vital. En ocasiones me preguntaba si la cocina de mi abuela tenía personalidad propia: una creada a partir de todas las mujeres que habían cocinado en ella y comprendido los secretos familiares haciendolo, en el piso de madera lleno de raspones y en medio de esa calidez inolvidable. Quizás era así.
- ¿Sonriendo te rebelas? - insistí confusa. Mi abuela sacudió la cabeza, y claro, sonrío.
- Sonreír no es sencillo. Sonreír de verdad, claro. Sonreír con el espíritu y con tus ojos, implica que miras alrededor y encuentras una razón para hacerlo, aunque parezca no hay realmente ninguna. Sonreír implica asumir que siempre habrá una manera de mirar el mundo más allá del dolor, de la angustia, de la tristeza. Sonreír es una decisión, es una visión. Sonreír es una forma de crear.
No entendí mucho aquello. Yo no sonreía con frecuencia: con once años cumplidos, ya era nerviosa y severa. Era una niña que prefería leer en lugar de jugar y pasaba mucho tiempo preocupada por cosas que a los demás parecían no importarle tanto: las tareas de la escuela, el hecho que la gran mayoría de las niñas del colegio donde estudiaba no me dirigieran la palabra, que mi mamá se encontrara siempre muy agotada para como para conversar conmigo. Mi abuela solía hacerme reír: una risa franca y pura que me refrescaba el espíritu de una manera que dificilmente podía comprender. Pero sólo era cosa suya, nadie más podía hacerlo. En ocasiones pensaba si había algo mal en mi, algo roto, que no me permitía ver el mundo como mi abuela lo veía.
- No es tan fácil - murmuré. No quería contradecirla. Me gustaba verla así: feliz, con el rostro enrojecido de entusiasmo, los ojos chispeantes de vitalidad. Aunque no entendiera por qué, era su alegría la que de alguna manera consolaba mi tristeza infantil - es decir, quisiera...
No dije nada. Le di otro mordisco a la galleta. Mi abuela me contempló en silencio, con una expresión plácida pero profundamente sentida. A veces tenía la impresión que ella me miraba más allá de lo que yo veía de mi. Quizás veía mi mente solitaria, llena de palabras e imágenes de libros y aventuras prestadas, la Caracas espléndida que me encantaba imaginar y que en ocasiones no sabía si existía en realidad. Ese mundo mio tan lleno de colores que no se parecía en nada a la realidad o al menos, como yo la veía.
- ¿Que quisieras? - insistió mi abuela. Me encogí de hombros.
- A veces siento que no pertenezco a ninguna parte, que no le gusto a nadie. Que nada me gusta a mi - confesé - que voy de un lado a otro, sin saber por qué lo hago. Quisiera ver el mundo con tu, abu. Quisiera de verdad sentirme contenta. Pero no puedo.
Me encogí de hombros. El último trozo de galleta tuvo un sabor amargo mientras lo masticaba. Mi abuela me escuchó con atención, como solía hacerlo, como si analizara y desmenuzara cada una de mis palabras en pedacitos y luego armara un paisaje de mi mente con ellos. Era otra de las cosas que me gustaba de ella, que me hacian sentir una profunda confianza en sus pensamientos, en su forma de mirar al mundo. Y es que para mi abuela, cada palabra - sentimiento - era profundamente importante, trascendente, profundo, real. Como si viviera el mundo con mayor intensidad que cualquiera. Una vez había leído que las brujas perciben el mundo como una gran canción deliciosa, que el conocimiento de la Tierra las hace levantar las manos hacia las estrellas y admirar el brillo secreto de lo que le rodea. Con frecuencia me preguntaba si ese era el motivo por el cual, ella siempre parecía llena de energía y de fuerza. Que nunca flaqueaba en sus palabras, que siempre tenía algo bueno y radiante que decir.
- ¿Y si te digo que hay un método para que puedas?
- ¿Como?
La miré boquiabierta. Ella me hizo un guiño malicioso.
- Eso. Que hay un ritual muy misterioso para que siempre estés feliz.
- Pero tu dices que la magia no puede influir sobre la voluntad ajena.
- Esto es otra cosa.
La miré abrir y cerrar gavetas de la cocina, husmear en los anaqueles, sacar hoja y papel para escribir. Dándome la espalda, tomó un montón de hierbas y ramas, las mezclo en un puñado apretado y lo envolvió en un trozo de tela de lino de color rojo. Por último, escribió algo en un trozo de papel y lo introdujo dentro. Después lo cerró todo con una cinta carmesí.
- Esto es un viejo secreto que te ayudará a sentirte mejor - me dijo cuando me lo puso entre las manos. Sostuve el saquito con un gesto lento, incrédulo. Tenía un leve olor a menta y albahaca.
- ¿Y que hace?
- Toma lo bueno del mundo y te lo obsequia.
- ¿Este saquito?
- Ese saquito.
Lo apreté. Escuché las hojitas crujir dentro de la tela, la hoja de papel revolverse. Miré a mi abuela desconcertada.
- ¿Y que escribiste adentro?
- Una poderosa invocación.
Me recorrió un escalofrío de curiosidad. Ahora el saquito pareció calentarse entre las manos, como si las hojas y palitos comenzaran a fusionarse entre sí. Lo apreté, desconcertada.
- ¿Y como funciona?
- Cada vez que tengas miedo o estés preocupada, sonríe. Aunque no tengas ganas. Y aprieta el saquito. Lo demás, ocurrirá sólo.
Sacudí la cabeza, apreté los labios no muy convencida. Abuela soltó una carcajada.
- ¿Qué te cuesta probar?
Me encogí de hombros. Tenía razón, ¿Que podía perder probando? Además que la abuela siempre tenía razón. Siempre tenía la palabra justa, la manera exacta de comprenderme. Así que ¿Por qué no podría tenerlo esta vez? ¿Por qué...?
Pensé en eso esa noche, mientras cenaba con mi madre. Como siempre, ella tenía una expresión seria y contenida, como si siguiera preocupada por los importantes asuntos de su trabajo. Con disimulo, apreté la bolsita en bolsillo. Bueno, este es un buen momento para probar ¿No? me dije con cierta inquietud.
- ¿Todo bien mami? - pregunté en voz baja. Sonríe, me dije. Me obligué a hacerlo, a pensar en las mañanas radiantes que tanto me gustaban, en el sabor del chocolate, en el olor de las begonias de abuela. Y sonreí. Una sonrisa pequeña, un poco frágil, pero sonrisa. Extendí la mano y tomé la suya - ¿Estas triste?
Mi mamá parpadeó, como si despertara de un sueño profundo. Y entonces...sonrío también. Una sonrisa cansada, un poco agotada, distraída. Pero era una sonrisa. Una de verdad. Se inclinó y me besó la frente.
- Sí, muy bien. Sólo estoy cansada. Tengo mucho que hacer en el trabajo - me explicó. Sonrío otra vez, la sonrisa llegó a sus ojos verdes, a las mejillas pálidas cubiertas de pecas - pero vamos a dedicarnos a nosotras. ¿Quieres ver una película o que leamos juntas?
¡Funcionó! grité en mi mente. El ritual de mi abuela, funcionó, me dije desconcertada, asombrada, encantada. Lo seguí pensando mientras mamá me hablaba de las cosas que había visto en la calle al volver a casa, de lo mucho que le dolían los pies. Me asombré del poder de la bolsita roja mientras ambas veíamos una película muy divertida y muy tonta, que nos hizo reír a carcajadas. ¡Había funcionado como mi abuela había dicho! ¡Aquello era mágico y real!
Lo siguió siendo los días siguientes. Cada vez que me sentía abrumada, cansada, triste, apretaba la bolsita y sonreía. Me obligaba a salir de mi silencio tímido para hacer preguntas, para escuchar a una niña desconocida del colegio, para hablar en voz alta. ¡Era un ritual muy poderoso! pensé más de una vez, cada vez que alguien me correspondía a la sonrisa, cada vez que alguien reía conmigo, que parecía lleno de amabilidad por aquella sonrisa mía, todo dientes, por mis manos extendidas llena de magia. Y pensé que era extraño que la magia fuera tan simple, que el misterio pudiera conservarse en una bolsita tan pequeña, que pudiera ser tan poderoso como para crear sonrisas, incluso donde no las había. Más de una vez, toqué la bolsita mirándome al espejo. ¡Allí estaba la sonrisa! ¡La sonrisa de VERDAD! En los ojos, en las mejillas, en el cuerpo erguido, en la piel cálida y sonrojada. La sonrisa en la niña desconocida quien de pronto me simpatizaba mucho, de la maestra que me felicitaba - también sonriendo - por mi buena disposición para ordenar y estudiar. De mi mamá que me pasaba el brazo por los hombros y me apretaba contra su costado, susurrando lo feliz que la hacia verme sonreír, escuchar mi voz feliz. ¡Ah, era un tipo de magia que estaba en todas partes! pensé asombrada, mientras leía un libro y reía en voz alta. Mientras pensaba que incluso en los días tristes, sonreír era un reflejo de la luz del sol, de las palabras que más me gustaban, del sonido del viento. La sonrisa en el espíritu y en el corazón.
Mi abuela me miró con una sonrisa en los ojos cuando me vio apretar el saquito carmesí entre las manos. Caminábamos juntas por su jardín antipático, en la hora cuando el atardecer tiñe todo de dorado y verde cristalino, cuando el mundo de los colores comienza a desaparecer y la noche se hace fragante, cercana. Sonreí cuando me preguntó que tal me había ido con aquel poderoso secreto familiar.
- ¡Es magia de verdad! - le dije entusiasmada - es magia de la que te asombra abuela. Mi mamá sonríe, las niñas del colegio también. ¡Me gusta sonreír a mi también! ¿Qué tiene este saquito que es tan poderoso?
Abuela suspiró. Me tomó de la mano y caminamos por entre la luz de la tarde, las sombras del árbol de mango más grande, ese silencio exquisito y profundo de la última hora del día. Nos sentamos juntas bajo su feo rosal, que tanto amaba. Las rosas enormes y desorden parecieron mirarnos con atención desde su lecho de espinas inofensivas.
- ¿De verdad quieres saber?
- ¡Claro!
Abuela tomó la bolsita y la sostuvo entre las manos, como si apreciara su calor, ese tan dulce y oloroso que tantas veces me había animado durante las últimas semanas. Luego la dejó sobre su falda abierta y con cuidado, abrió el lazo que la cerraba, como yo había querido hacer tantas veces durante las últimas semanas. Casi pude ver como la magia, esa combinación de calidez y ternura que yo imaginaba visible, exhalaba su aliento dorado desde la tela, se elevaba en espiral hacia la noche. Mi abuela sacó con cuidado las ramas de canela, las hojas de albahaca y menta aún crujientes y luego un trozo de papel doblado en cuatro. Lo miré todo con los ojos abiertos, expectante e impaciente.
- ¿Esa es la invocación? - pregunté - ¿Puedo leer que dice?
- Es muy poderosa - dijo mi abuela. Sonrío mientras abría el trozo de papel - y es para siempre. Lee lo que dice.
Me incliné para hacerlo. Un ramalazo de emoción me recorrió. Sentí que una extrañisima sensación de desconcierto y también de rara alegría me recorría. Alargué la mano para tomar el papel. Las letras parecían desdibujarse en la semi oscuridad de la tarde, pero aún así pude leerlas:
"Eres un milagro. Eres mi niña querida, el motivo por el cual sonrío. Eres inteligente, brillante, inquieta. Me gusta verte sonreír. Hazlo siempre que puedas".
Parpadeé. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Sacudí la cabeza. Mi abuela se inclinó y me besó en la frente.
- Ya ves: mi magia más preciada es quererte tanto. Eres el motivo de mis sonrisas. Y ahora lo sabes.
No supe que responder, como comprender aquel extraño momento. Pero sentí una felicidad profunda, una extraña sensación de reconocimiento, como si siempre hubiese sabido que la magia real, la que soñaba y en la que creía con mi imaginación salvaje de niña, no estuviera en ninguna otra parte más allá de mi misma. Mi abuela me acarició el cabello, me secó las lágrimas con los dedos.
- Recuerdalo de ahora en adelante: sonreír es construir tu respuesta al mundo. Más allá de eso, es una forma de fe.
La abracé. Un abrazo cálido, profundo interminable. Un abrazo con olor a hierbas exquisitas, a tarde inolvidable, a magia radiante que aún recuerdo todos los días, cuando me miro al espejo y a pesar de todo, sonrío. Cuando la magia más antigua de todas, esa de poder crear y creer, es parte de mi vida y mi esperanza por soñar. Una mirada asombrada hacia el futuro, una aspiración de paz.
C'est la vie.