domingo, 15 de febrero de 2015
El vuelo del cisne blanco y otras historias de brujería.
Cuando era pequeña, estaba obsesionada con la colección de muñecos de porcelana del jardin de mi vecina. Y no exagero al decir que se trataba de obsesión. Cada vez que podía, me trepaba en la pequeña cerca de madera y metal para arrojarme al jardin y mirar por horas los rostros pulidos y preciosos del grupo de muñecos, que ella solía colocar entre su enorme Bungavilla. Me encantaba mirarlos, a la pareja que bailaba entre rizos de tela petrificada, el caballo tan elegante, la Dama en el columpio, el anciano que escribía en una mesa exquisita. Cada pequeña figura parecía tener su propia historia, su propio peso. Y yo quería imaginarlas todas. Saborearlas con delicadeza, con ese asombro que te suelen producir las cosas bellas y misteriosas.
A mi vecina no le agradaba demasiado mi afición. Era una viuda solitaria, madre de dos adolescentes que nunca estaban en casa y dueña de un perrazo baboso que solía ladrarme escandalosamente cada vez que me encontraba allí, sosteniendo las preciadas esculturas de porcelana. Entonces salía ella, enorme y oronda, sacudiendo los brazos, regañandome a gritos.
- ¡Respeta lo ajeno muchacha malcriada! - me gritaba mientras yo huía con toda la velocidad de mis piernas flacas hacia la cerca. Ella se acercaba, gritando siempre - Malcriada, mocosa, insoportable - y me miraba con los ojos muy abiertos e irritados hasta que yo me arrojaba al jardín de mi casa y corría esconderme. Todo esto, ocurría al menos una vez a la semana. Una vez a la semana, la vecina enviaba una nota escrita a mano a mi abuela, reclamándole mi "necedad" y una vez a la semana, mi abuela me castigaba sin merienda en la biblioteca. Ni ella ni yo nos tomábamos muy en serio aquella extraña rutina. A veces me parecía que tampoco mi enfurecida vecina lo hacia.
- No sé por qué le molesta tanto que simplemente mire sus esculturas - le dije a mi abuela en una oportunidad. En ocasión, el castigo habían sido dos tardes sin merienda. La vecina me había encontrado sosteniendo el bello caballo alado de porcelana escondido entre sus begonias y le había parecido que mi "falta de respeto" en esta ocasión era "imperdonable", cosa que se había apresurado a decirle a mi abuela letra por letra. Con su buen humor habitual, mi abuela aumentado el castigo a dos tardes de confinamiento, leyendo en mi mesa de madera favorita mientras ella escribía y trabajaba en su enorme escritorio.
- Porque son suyas - respondió mi abuela, en voz baja y distraída. Me encogí de hombros.
- ¿No se supone que las cosas bellas deben ser apreciadas? - insistí - Digo yo ¿De que vale tener esas cosas tan bellas si sólo las vas a mirar tu?
- Cada quien le brinda un significado distinto a lo que le pertenece mi niña. Todo lo que poseemos es un símbolo de algo más profundo y quizás más doloroso que lo que parece a simple vista - respondió abuela, con esa serena sabiduría suya de bruja que yo tanto apreciaba - de manera que lo cuidamos en consecuencia. Lo conservamos entre las manos, lo atesoramos con cuidado. Cada quien sabe el limite de su mundo.
No entendí aquello. Continué dibujando, fastidiada de no poder comer mi torta de pan favorita y mi taza de café de todas las tardes, gracias a las locuras de la vecina. Me pregunté si ella se encontraba en su casa, con esa fea ropa suya grisácea y mal cortada, mirando hacia el jardín y regodeándose que yo estuviera castigada gracias a ella. Decidí que la vecina detestaba al mundo y sobre todo a mi, por razones que no podía entender muy bien. Y que realmente no me importaban.
La siguiente ocasión en que me trepé por la verja de metal y madera, estaba furiosa. Lo estaba por el castigo, claro y también, porque durante el día, Gloria me había llamado "loca de las escobas" tantas veces en clase, que había terminado estallando a gritos y peleándome con ella delante de todos el resto de las niñas. ¿El resultado? había pasado la mañana en la oficina de la Dirección, leyendo un aburrido libro sobre "lo que las cosas que las niñas educadas hacen". Así que cuando comencé a trepar la cerca de la vecina, estaba tan disgustada que no me importó patear sus bonitas Begonias de vivos colores y sostener su preciado caballo alado casi con brusquedad. Lo tomé por el delicado torso y lo hice volar en el cielo azul y lleno de motitas de polvo brillante, disfrutando del brillo de la porcelana, de las delicadas curvas de las plumas pintadas. Lo imaginé volando por encima de todo el feo jardín pulcro serpeteante de césped cortado, de la montaña más arriba, de las niñas que se burlaban de las otras, de la vergüenza y de todas las cosas que a veces te hacian sentir tan atado a la tierra, un peso enorme que te aplastaba hasta casi dejarte sin aliento. El caballito parecía representar todo lo bueno, todo lo ingrávido, todo...
No sé como tropecé. Más tarde, cuando intenté recordar el momento, me pareció que simplemente había intentando saltar para alcanzar al caballo de mi imaginación y había caído al suelo. Todo pareció ocurrir en cámara lenta, abrí las manos para evitar golpearme el rostro y la pequeña figura flotó un momento entre los rayos dorados del sol. Un destello de pura belleza que de inmediato, fue a estrellarse directo contra el suelo. Miré los trozos de porcelana saltar a mi alrededor con una sensación de puro horror. Tomé algunos, pinchándome los dedos con las orillas afiladas. Sentí una especie de angustia lenta y densa, como si el caballo roto representara algo confuso y duro de asimilar que me producía un intimo dolor.
- ¿Cómo te atreves? - me gritó la vecina por enésima vez, mirando los trozos de porcelana que yo sostenía entre los brazos. Me encontró allí, intentado reunir los fragmentos de porcelana y con una mezcla de puro dolor y furia y luego, me llevó tomada del brazo hacia el interior de su casa. Era casi tan grande como la de mi abuela, pero a diferencia de la nuestra, era pálida y descorchada, con un persistente olor a humedad que de inmediato me hizo estornudar. La vecina me hizo sentir en un mueble muy viejo y remendado, mientras gritaba insultos y quejas a todo pulmón. Pero a mi me dolía mucho más sostener entre las manos las alas rotas del caballo, su cabeza pequeña y delicada irreparable - ¿Cómo te has atrevido?
- Lo siento, no quise que pasara - le intenté explicar. Otra vez - me caí y...
Ella sacudió la cabeza y volvió a inclinarse sobre la bocina del teléfono. Estaba llamando a mi abuela pero yo sabía nadie le contestaría. La abuela se encontraba junto junto a mis tias en el mercado y yo justo había aprovechado el rato a solas para saltar al jardín. Así que esperé hasta que la vecina se dio por vencida y me miró con los labios apretados y el rostro enrojecido.
- ¡Eres una niña horrible! - me gritó otra vez. Se secó con el dorso de la mano el sudor de la cara y sacudió la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas - no sé porque quisiste romper mi caballo pero...
- ¡No quise, se me cayó! - insistí, apretando una de las alas con fuerza. Sentí el leve pinchazo y cuando miré, descubrí que tenía las manos llenas de rasguños y pequeñas heridas. No me importó - jugaba con él y se me cayó...
- ¡No era para jugar! ¡Te lo había dicho!
- ¡Lo sé! ¡Pero me gustaba mucho!
Apreté los labios para no llorar. Esta mujer furiosa y que me detestaba tanto, no me vería llorar, me dije acariciando con un dedo el ala rota. Ella me miró de pie, en silencio y me pregunté cuando se pondría a gritar de nuevo, a llamarme malcriada y todas esas cosas. No lo hizo. Siguió mirándome, con sus grandes ojos castaños llenos de lágrimas. A ella no le importaba que la vieran llorar, supuse. O quizás, no sabía que lo estaba haciendo.
- Ni te imaginas lo que vale eso - dijo. Las palabras parecieron dolerle, escaparsele de los labios apretados - ni te imaginas lo que hiciste.
Aguardé en silencio, sin entender que me decía. Ella tomó una bocanada de aire y dio un paso hacia la ventana del salón. Era una mujer gorda, con un rostro grueso y bonito, lleno de colores: los ojos marrones, el cabello rubio, las mejillas sonrojadas. Había algo en ella dulce, cálido, aunque jamás le había visto haciendo otra cosa que gritar y disgustarse. Ella continuó mirando el jardin, sin hacer nada por ocultar sus lágrimas.
- Lo siento.
- No sabes ni por qué lo sientes.
- Porque era algo bello y que usted quería mucho y yo lo rompí - dije. Se me cerró la garganta de verguenza. Tomé una bocanada de aire - porque entré a su jardin, de verdad que yo...
- Lo hizo mi esposo.
- ¿Qué?
- El caballo. Todas las demás figuras. Lo hizo mi esposo.
- ¿El que murió?
Me arrepentí de haber dicho eso de inmediato. Ella se volvió a mirarme, con los labios apretados y los ojos brillantes de furia.
- Sí, mi esposo ¡El que murió! - gritó - ¡Él hizo cada una de esas figuritas! las hizo con sus manos, una a una, desde que nos conocimos. Ahora tu rompiste esa y es...
Sacudió la cabeza. Volvió a acercarse al teléfono, discó el número. Lloraba sin rebozo, enfurecida y vulnerable. Apreté los trozos de porcelana de nuevo, como si el dolor de los pinchazos fuera de una manera de castigarme. De pronto, pensé en el hombre que lo había construído. En el hombre que había pintado esas pequeñas alitas, los ojos grandes y dorados del caballo. Todo lo que tanto me gustaba y que no volvería a hacer. Sacudí la cabeza, con los labios temblandome. De pronto me sentí más avergonzada que nunca en mi vida.
Mi abuela no me dedicó ni una mirada cuando vino a buscarme. Tampoco lo hizo mientras me curaba las heridas de las manos. Tenía una expresión sería y dura que pocas veces me había dedicado. No supe como disculparme y cuando intenté hacerlo, sacudió la cabeza.
- No sabes ni por qué te disculpas...
- Por haber roto el caballo. Yo...
- No, no deberías disculparte por eso. Eso es lo menos importante de lo que hiciste.
No supe que quería decirme. Ella levantó los ojos y me dedicó una mirada lenta y severa.
- ¿Recuerda lo que te dije sobre el motivo por el cual las personas atesoran algunas cosas?
- Sí, por lo que significan.
Abuela suspiró, con los labios apretados en una fila línea pálida. Que yo recordara, nunca la había visto tan disgustada o mejor dicho, tan distante, como si yo no pudiera alcanzarla. Eso me angustió y me dolió más que cualquier otra cosa. Me obligué a recordar palabra por palabra lo que me había dicho sobre los objetos. "Todos lo que poseemos es el símbolo de algo más poderoso e intimo de lo que parece a simple vista". Recordé a la vecina llorando, sus manos frágiles y callosas apretadas contra las caderas. "Mi marido hizo todas las esculturas" había dicho, con la voz rota y temblorosa. Sacudí la cabeza, abrumada.
- Rompí algo que significaba para ella algo que recordar ¿verdad? - murmuré - algo que...era para ella muchas cosas a la vez.
- Incluso las cosas más sencillas que tenemos, forman parte de nuestra historia - dijo mi abuela entonces - ¿Sabes por qué en brujería le heredamos a nuestros hijos y nietos todo lo que consideramos valioso? para perpetuar la historia, para crear un vinculo entre el pasado y el futuro. En brujería creemos que hay un tipo de trascedencia muy especial en los objetos que amamos y atesoramos. Para la vecina, las figuras de su esposo representan una época que quiere conservar, algo bello y dulce que desearía recordar todos los momentos. Ahora tu lo rompiste. Por eso deberías lamentarlo.
No voy a llorar, no voy a llorar, me dije mirándome los dedos llenos de rasguños. Mi abuela sacudió la cabeza con tristeza y hundió las manos en su sueter de lana. Comenzaba a hacer frío, un noviembre nítido de cielos azules e interminables. Me pareció joven y fuerte. De pronto, la imaginé en el futuro, dentro de muchos años, ancianita y frágil. Quizás llevando el mismo sueter. Con el olor de este día, de esta conversación en la cocina. ¿No querría yo quizás recordar ese día? Quizás no ese, pensé con un sacudón de cabeza. Quizás muchos otros días, en que ella llevaría ese sueter, con los bolsillos llenos de ramitas y hojas de papel a medio a escribir. Donde escondía sus libros favoritos, sus pequeños trozos de recuerdos. Y pensé como sería perderlo. Perderla a ella con el recuerdo. El corazón me dio un salto doloroso. Apreté el ala del caballo que aún conservaba con dedos nerviosos.
- No sabía...- balbuceé. Abuela asintió.
- Ahora lo sabes. Piensa en eso.
Lo hice. Durante días. Lo hice cada vez que intenté encontrar en mi habitación algo tan valioso como el caballo. Algo tan preciado como para la vecina eran sus figuras de porcelana. Algo tan hermoso como un recuerdo atesorado. Lo busqué y lo busqué, rebusqué entre mis cosas. Finalmente encontré el primer libro que me había obsequiado mi abuela, mi Rayuela del Señor Cortazar. Lo sostuve entre las manos. Estaba lleno de pétalos de flores, de hojas con dibujos, de pinturas de cronopios, de fotografías. Más que un libro era una parte de mi vida. Lo acaricié con la yema de los dedos. Era mi Rayuela, mi sueño, mi fragmento de mundo. Y era tan valioso como para...
- ¿Ahora que quieres? - dijo la vecina, con un gesto duro, de pie en la puerta de su casa. Le extendí el paquete envuelto con torpeza en papel de regalo.
- Le quiero obsequiar esto.
Ella no dijo nada. Lo miró con desconfianza y por último lo tomó, con dedos torpes. Lo sostuvo como si se tratara de algo frágil y potencialmente peligroso.
- ¿Y esto?
- Como perdí un recuerdo suyo, le obsequio uno mio.
Parpadeó, como deslumbrada por el sol. Las bonitas mejillas regordetas se colorearon de una emoción que no comprendí bien. Luego abrió el paquete, rasgando el papel con un gesto rápido. Rayuela le sonrío, con su habitual ternura, con su fragilidad eterna y preciada. Ella miró el libro desconcertada.
- ¿Un libro?
- Mi libro favorito. El que amo más. Ahora es suyo. Por lo del caballo.
Ella me miró otra vez. Los grandes ojos iluminados por el resplandor de la luz del sol. La imaginé joven, antes de la ropa remendada, antes de la tristeza. Una mujer que soñaba con caballos voladores, con un esposo que había creado uno para ella. No llores, me dije. No lo hagas.
- Pero...
- Lamento haber roto su caballito. No haber tenido todo el cuidado. No haberlo cuidado como debía - dije entonces - lamento no haberlo respetado. Las brujas como mi abuela dicen que todos tenemos pequeños tesoros. Y yo rompí el suyo.
- Tu abuela es una mujer muy sabia - dijo la vecina. Sonreí.
- Sí, lo es.
Sostuvo el libro contra el pecho. Lo apretó con cariño. Sentí dolor, una angustia pasajera y dócil por perder mi Rayuela. Pero sabía que estaría bien. Estaría allí para contarle historias a la vecina, para cuidarla al dormir, como me había cuidado a mi. Eso era bonito. Y era una forma de hacer nuevos recuerdos.
- ¿Te gusta leer no? - dijo la vecina. Asentí, tragandome las lágrimas otra vez.
- Muchísimo.
- Cuidaré mucho a tu libro.
- Gracias.
Sólo lloré en mi habitación, acurrucada en mi cama. No sabía por qué lo hacia. Quizás era de tristeza, por el caballo perdido y el libro que ya no estaría para contarme cosas. O de alegría, por la sonrisa de la vecina, por sus bonitos ojos iluminados de alegría. No supe como explicarselo a mi abuela, cuando vino a mi habitación y me abrazó, de nuevo cercana y cálida. Me dejó llorar contra al almohada, en silencio, acariciandome el cabello.
- No sé por qué lloro - murmuré. Ella sonrío, toda sabiduría y dulzura.
- A veces no hace falta saberlo. También eso es un tesoro.
A veces recuerdo sus palabras. Cuando sonrío a mis recuerdos, cuando miro mis pequeños tesoros. Y pienso que el corazón y el espiritu no sólo guardan imágenes sino también algo más valioso, duro y hermoso: esa metáfora profunda de creer y confiar. De soñar y construir. De mirar el mundo para aspirar a la esperanza.
C'est la vie.
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