miércoles, 4 de febrero de 2015

La Venezuela trágica: ¿Quienes somos los sobrevivientes a la violencia?








No tengo recuerdos sobre el cuatro de febrero. Quizás algunas escenas aisladas, la sensación de peligro. La nítida sensación de la amenaza. Era muy pequeña para comprender exactamente que ocurría. En muchas ocasiones, me han asegurado que es lo mejor: parientes, profesores, incluso algún que otro testigo involuntario. Todos parecen coincidir es que quizás lo mejor que pudo ocurrir es que lo único que recuerde realmente, sea un silencio como de pesadilla, el traqueteo de vehículos cruzando a toda velocidad por la calle desierta. El amanecer tembloroso y violento. El rostro aterrorizado de mi abuela mirando a través de la ventana. Sin embargo, lamento no tenerlos. Después de todo, la fecha marco un límite entre dos países distintos, la frontera entre la Venezuela que parecía sostenerse sobre una visión de si misma cada vez más incierta y lo que es aún más preocupante, esa percepción fragmentada sobre la historia reciente que suele carece de verdadero sentido. Como si se tratara de un país distinto al que resurgió luego de amenecer de golpe.

De manera que, careciendo de recuerdos propios, cada cuatro de Febrero hago preguntas. A los testigos, a los observadores, a los que sintieron miedo, a lo que sintieron alivio. A quienes celebraron la asonada militar, a los que comprendieron de inmediato que podía significar. Los escucho para comprender la trascendencia de esa historia que aún nos afecta, para crear una percepción real de una fecha que viví a medias, que forma parte de la historia del país que vivo y sobre todo, del que heredé entre las promesas de la Violencia que reivindica y aún peor, esa interpretación tan Venezolana del puño que golpea con cierta justicia desconocida. Porque una y otra vez, el cuatro de Febrero nos recuerda, que Venezuela siempre ha intentado sobrevivir así misma, a su obsesión por el poder encarnado por la bala y la opresión.

M. tenía catorce años cuando ocurrió la asonada militar del cuatro de Febrero de 1992. Es una de mis vecinas del edificio donde vivo: como yo, ha vivido casi toda su vida rodeada del ambiente militar, de esa visión extrañamente restringida y primitiva de militarismo. Cuando le pregunto sobre lo primero que recuerda de la fecha, sonríe. Lo hace con cierta tristeza, una abrumadora sensación de inocencia perdida.

— Recuerdo a mi mamá levantándose de la cama y gritando ¡Por fin alguien lo hizo! — me dice — es la imagen más clara que tengo: ella de pie, mirando hacia la calle por la ventana, todavía llevando la bata de dormir. No entendí que pasaba. Mi padre estaba de pie en la puerta de mi cuarto. La cerró con un gesto rápido, mirándome con cara de preocupación. “No salgas hasta que yo te avise”.

Como cualquier otro Venezolano de la década, para M. los golpes de estado eran fragmentos de una historia desconocida, reminiscencias de una Venezuela que no habían conocido pero que parientes y amigos solían glorificar. A menos su madre, convencida que el país necesitaba “mano dura”. En más de una ocasión, la madre de M. le había insistido que Venezuela necesitaba “un uniforme”, un hombre que “pusiera en cintura el relajo”. Cuando comenzó a comprender que ocurría ese 4 de Febrero atípico, violento y desconocido para su generación, M. tuvo sintió temor por el entusiasmo de su madre.

— Discutimos varias veces. Ella estaba feliz porque un “macho” hubiese dado la cara por Venezuela — se ríe. Se encoge de hombros — yo no entendía muy bien que quería decir. Sólo escuchaba los disparos al aire, me asustaba con la tensa calma en las calles, las retransmisiones de noticias que hablaban de “enfrentamientos callejeros”. De “rebeldes” con boina roja que atacaban Miraflores.

Sacude la cabeza. Me muestra los recortes de períodico que coleccionó, que guarda con enorme esmero. Veintrés años después, M. es historiadora y suele insistirme en que tiene la impresión de haber vivido un momento histórico único que se recordará por décadas, incluso a pesar de las interpretaciones que pueda darsele. Para M. la idea del golpe de Estado en Venezuela forma parte de los procesos sociales y culturales casi desde la fundación de la República. La idea del poder que se disputa, el que se logra a través de la armas y la fuerza. La noción del hombre fuerte que se enfrenta directamente al orden establecido por conveniencia y aparente necesidad.

— A veces te sorprende que lo que construye la historia puedan ser momentos aparentemente sutiles — me dice. Me muestra un recorte de periódico que recopila los nombres de las victimas mortales del Cuatro de Febrero. A diferencia de los titulares que muestran a un Chavez aparentemente estoico responsabilizandose por la asonada militar, la noticia de las muertes es diminuta en comparación. Una incidencia, una nota marginal en la historia — nadie podría decir en el momento que Venezuela había llegado al momento más duro de una serie de cambios y movimientos políticos que llevaban más de cuatro décadas creándose a la sombra, perfilándose. El golpe de Estado es una mera consecuencia.


Lo mismo piensa P., quien apoyó abiertamente el golpe de Estado y de hecho, por algún temió prefirió ocultarse por temor a lo que sus opiniones políticas pudieran provocar. Izquierdista tradicional, crítico y según sus palabras “adversario insistente” de la democracia bipartidista. De hecho, para P. la asonada militar no sólo fue necesario sino imprescindible para redefinir a lo que llama “La Venezuela huerfana” fruto de cuarenta años de maltrato clientelar y burocrático. La Venezuela excluida. La Venezuela rota en dos fragmentos por completo distintos de planteamiento social y cultural, incapaz de reconciliarse y aún sin conciencia real de su existencia. Me cuenta que cuando despertó el cuatro de Febrero de 1992 y escuchó las primeras noticias sobre el golpe de Estado, sintió que finalmente había ocurrido la fractura histórica que por décadas había esperado.

— La gente cree que el 4 de Febrero fue una especie de hecho aislado. Un grupo de locos que se aventuraron contra Carlos Andrés Perez o en el mejor de los casos, lucharon contra la crisis económica que se vivía en el momento — me explica — eso es miopía histórica. Un golpe de Estado comienza mucho antes de los primeros síntomas. Comienza en el momento en que el militar asume el poder que tiene y asimila el papel histórico que puede tener. Allí nace el Golpe de Estado.

Para P., Venezuela es militarista, nos guste reconocerlo o no. Un país acostumbrado a la visión de militar como reivindicatoria, a la jerarquía vertical como una forma de política. Me insiste que en nuestra historia, los sucesivos golpes de Estado han simbolizado no sólo momentos de ruptura, sino además de asumir el poder como parte de una intricada visión sobre el hecho político y lo que parece ser más desconcertante, la identidad social del país. En Venezuela no se acede al poder, se toma. Se arrebata.

— Es una costumbre asumida. Y Venezuela tenía ya casi dos décadas sufriendo las consecuencias de la Venezuela Saudita — me dice. Caminamos por la calle a unas cuantas cuadras de su casa. Una pancarta de Chavez llevando Uniforme militar recuerda al transeúnte que el “Comandante eterno” aún permanece en el imaginario popular, forma parte del paisaje cotidiano. Le dedico una mirada rápida, preocupada: El militar como símbolo de la historia malograda del país — Venezuela comenzó a transitar un camino complicado: un polo de riqueza y de corrupción política en contraposición a la pobreza, cada vez más evidente. El resentimiento. Cuando el Golpe ocurrió, todo eso se mezcló en una especie de esperanza turbia.

P. me cuenta que nada más escuchar las noticias sobre el golpe de Estado, corrió a la calle, bandera en mano, cantando el himno Nacional. Por entonces era un joven universitario, entusiasta del socialismo teórico y romántico, del comunismo utópico. De pie, en mitad de la zona residencial donde vivía, recibió algunos insultos y unos cuantos aplausos. Finalmente un polícia, “con cara de susto”, le agarró del brazo y lo empujó hacia el interior del edificio unos metros más allá. “Callese la boca, muchacho pendejo” le gritó. “Usté ni sabe que es esto”.

P. admite que no lo sabía. Pero aún así, apoyó con un entusiasmo cercano a la euforia al militar de rostro cansado pero firme que afirmó comandar la asonada y que anunció que “por ahora” los objetivos no estaban cumplidos. Despreció al político que encarnaba los peores vicios de una Cúpula bipardistia clientelar al escucharlo gritar “Muerte a los golpistas” y supo, que el Golpe había recibido más apoyo del esperado. En las calles, se respiraba un espíritu combativo, una visión de la lucha callejera renovada.

— Venezuela es inocente, el Venezolano es un muchacho — me dice P. mientras caminamos entre las aceras llenas de basura. Patea con desgano una botella vacia, que rueda hasta la esquina en un recorrido serpeteante. La zona, una de las más chavistas de toda Caracas, respira un aire de abandono cansado, agrio — Venezuela despertó el cuatro de Febrero a un día que ya había vivido muchas veces, que ya había conocido pero se le había olvidado muy pronto. Y cometió los mismos errores.



Por supuesto, a P. le llevó casi quince años desencantarse de la Revolución que vio nacer. Deslastrarse de la idea heroíca de la violencia, de la visión idealista de lo que fue una variante de la Venezuela militarista tradicional. Hace dos años, discutimos en voz alta sobre Maduro. Me insistió en votaría por el “el elegido por el Comandante” porque era necesario para la supervivencia de la Revolución. Ya por entonces, comenzaba a dudar del método y la forma, del hecho mismo de una revolución basada en un lider muerto que no se preocupó por crear una sucesión sólida. No obstante, tendría que sufrir la Venezuela en escombros, la Venezuela en tragedia, para asumir la estafa histórica.

— Somos un país muchacho y yo era un muchacho que se creyó el mismo cuento que a conquistado a todas las generaciones del país — comenta en voz baja. Miramos la calle descuidada, un autobus destartalado que atraviesa la avenida traqueteando. Los pequeños puestos de buhoneros donde una multitud nerviosa intenta comprar algunos productos de primera necesidad — y probablemente me lo volvería a creer. La historia en Venezuela es así: te hace convencerte que siempre hay algo nuevo bajo el sol.

El Chavez de la Pancarta nos mira, con su gesto que intenta ser digno pero que la intemperie ha hecho simplemente caricaturesco. Un líder sin voz para una Revolución rota.


María Gabriela tampoco recuerda el 4 de febrero y no tendría por qué hacerlo: sólo tenía un año cuando ocurrió. Pero si recuerda y con mayor detalle incluso que cualquiera que lo vivió, la consecuencia inmediata a una asonada militar que buena parte de los Venezolanos apoyaron de manera silenciosa e incluso directa. Con veinticuatro años cumplidos, socióloga y sobre todo, víctima tangencial de la asonada militar de ‘92, María Gabriela se llama así misma “de la generación de sobrevivientes” a un golpe fallido y sus inmediatas consecuencias.

El Padre de María Gabriela se encontraba en la puerta de su edificio, a seis cuadras de Miraflores, cuando alguien disparó una ráfaga de metralla y le hirió. Cayó al suelo herido y luego, dos militares que nadie pudo identificar después, le golpearon y le robaron. Una hora después, su familia recibió una llamada anónima “Busquen a Ruben en el Vargas”. Para cuando su esposa y su madre le encontraron, el padre de María Gabriela llevaba varias horas muerto.

— Nadie supo que ocurrió en realidad ni nadie tuvo el interés de averiguarlo, tampoco — me cuenta María Gabriela, mirando la fotografía de su padre. Un hombre alto y fornido sosteniendo una niña pequeña de cabello rizado — Mi mamá intentó que alguien nos ayudara, abogados, polícias, fiscales. Pero nadie quiso “meterse en algo turbio”. Las secuelas del golpe eran muy recientes y a nadie le importaba las victimas sin uniforme, las que murieron en las calles en medio del desorden, del caos. Era una especie de evento previsible, esas muertes anónimas. Y nadie les prestó atención.

La madre de María Gabriela insistió. Se le convirtió en una obsesión. Acudió una y otra vez a las autoridades que creía competente, envío cartas a organismos de defensa de los Derechos Humanos. Se unió a las pequeñas organizaciones de victimas que intentaban obtener justicia. Casi una década después del golpe, no había recibido una sola respuesta. La muerte del Padre de María Gabriela fue archivada junto con otras tantas, sin rostro, un nombre en una estadística incómoda.

— ¿Lo peor? tener que asumir que el país perdonó la violencia con enorme facilidad — me dice. Deja la fotografía de su padre sobre la mesita que continúa ocupando a pesar del tiempo transcurrido — tener que ver en todas partes el rostros de los responsables y tener que aceptar que para Venezuela, ese entusiasmo sin sentido de la violencia es mucho más importante que la realidad, que las pequeñas fracturas sobre un heroismo barato.

María Gabriela se llama así misma opositora, aunque no comulga con ninguna corriente política ni apoya ningún líder de la tendencia. Lo es, me dice, porque conoce el rostro de la Violencia, porque sabe lo que provoca, porque está consciente de la herida que queda abierta. Me muestra la única pancarta que suele levantar en las múltiples manifestaciones a la que asiste, en las que camina vestida de negro, junto a su madre. “La violencia no es la respuesta. La violencia sólo es una cicatriz” se lee, en sobrias letras oscuras. Ella sonríe, agotada, abrumada.

— Somos un país que no recuerda sus peores errores — me comenta. Mira de nuevo la fotografía de su padre, a quien no conoció pero cuya ausencia lleva a cuestas como una historia abrumadora — y los repite, a pesar de las víctimas, a pesar de las piezas rotas. A pesar de las pequeñas tragedias que nadie cuenta cuando hace del recuento. Somos los deudos invisibles.

Pienso en sus palabras después, mientras camino por esta Caracas devastada, árida y violenta. Me pregunto si seremos alguna vez consciente de nuestra responsabilidad histórica, de lo que asumimos como necesario sin comprender sus alcances. Y no lo sé, me digo con desánimo, con el cansancio de haber crecido en un país en escombros, a medio construir. Tal vez, no tener la respuesta sea lo peor de todo.

C’est la vie.

0 comentarios:

Publicar un comentario