No participé en la manifestación del doce de Febrero del 2014. Un funcionario militar me detuvo mientras a dos cuadras de mi casa levantando el arma de reglamento. “La calle está cerrada” dijo, sin explicar el motivo de la prohibición o por cuanto tiempo sería válida. Cuando quise protestar, se irguió en toda la potestad verde oliva de su Uniforme y me dedicó una mirada dura. “Por lo que se necesite”.
Regresé a mi casa con el corazón latiéndome muy rápido de pura frustración. A pesar de haber crecido en un país con una preocupante predilección por lo militar, no logro acostumbrarme — espero nunca hacerlo -a esa disciplina vertical, irrespetuosa y ofensiva militarista que el gobierno Chavista desea imponer por la fuerza. Tuve una nítida sensación que de nuevo, el gobierno intentaba atestar un golpe al derecho a la opinión y la protesta, esa necesidad de expresar el descontento de un país en crisis a través de la simple expresión popular. Por supuesto, no podría predecir lo que vendría a continuación, la magnitud de la agresión y mucho menos las consecuencias que tendría.
Mucho después me preguntaría si no participar en una manifestación que de alguna manera representó una herida que aún no cicatriza en la Libertad de opinión, me convirtió en simple observadora de un suceso histórico de una magnitud aún desconocida. Un antes y un después en la manera como la protesta se comprened en mi país y sobre todo, en esa percepción de la opinión política como un delito castigado por el poder y la ideología. Me pregunto también, si el 12 de Febrero marcó el inicio de un proceso de rápida destrucción de la identidad ciudadana y hasta donde somos conscientes de esa ruptura entre lo que consideramos expresión de los derechos y la represión directa y armada que el gobierno ejerce sobre el disenso.
Supe sobre la muerte de Bassil Da Costa a través de las redes sociales: un rumor aterrorizado entre los participantes de la marcha que intentaron informar sobre lo que ocurría, una fotografía borrosa que mostraba su cuerpo tendido en la calle, desvalido y frágil. De nuevo, la violencia en todas partes, un agresión inaudita hacia el ciudadano común. Una agresión sin rostro. Nadie sabía muy bien que había ocurrido. Alguien hablaba de un grupo de funcionarios armados disparando al grupo de manifestantes que habían alcanzado la fachada de la Fiscalía Nacional en el Centro de Caracas. Del ataque de un grupo de desconocidos con armas de alto calibre. Bassil aún era un rostro anónimo, una victima entre otras tantas en un país de victimas. Una estadistica en un país de números rojos.
Recuerdo que me pareció muy joven cuando vi su fotografía por primera vez: un muchacho Venezolano de rostro amable, simpático. Parte de esa muchachada entusiasta que desborda este país adolescente. Un Venezolano que marchaba por primera vez, que un día antes había insistido con un candor conmovedor que “marcharía para defender a su patria”. Ahora, ese rostro ingenuo, ese fervor simple de quien asume el país como propio, era el de otro de los tantas victimas de un país herido, de la violencia inaudita de la represión del poder que asume la opinión como delito y lo castiga con la muerte.
Porque la muerte de Bassil Da Costa, representó no sólo el asesinato de un hombre Venezolano sino también, sino una agresión directa contra esa noción de libertad que Venezuela aspira alcanzar. Más allá de la idea abstracta sobre la defensa de los ideales, de la interpretación del país limitada y sesgada a través de extremos políticos, su muerte simbolizó esa comprensión peligrosa y preocupante que en Venezuela la disidencia es un riesgo, una amenaza que la ideología no admite y mucho asume como necesaria. El asesinato de Bassil Da Costa, desarmado, herido por un disparo a la cabeza por un arma oficial, es una demostración de esa impunidad que exacerba y celebra un discurso basado en el resentimiento, en el enfrentamiento antes que en el argumento, en la imposición de la doctrina antes que el debate de las ideas.
Bassil de Costa murió y también lo hizo esa candorosa percepción del Venezolano sobre su propia capacidad para la protesta, una herida mortal hacia la identidad del ciudadano común, su comprensión sobre los limites del poder. La muerte de esa inocencia simple sobre la restricción de nuestros deberes y la comprensión de quien somos frente a la agresión ideológica del Gobierno. Una visión sobre la Venezuela sometida a un tipo de terrorismo amparado por el poder que transformó al Estado Venezolano no sólo en juez sino verdugo de la capacidad ciudadana para la protesta.
Hace poco, caminé por las calles donde Bassil Da Costa fue asesinado. Lo hice en una especie de peregrinaje a ciegas por esa geografia de la Violencia en Venezuela que no deseo olvidar. Porque le temo a la memoria corta de nuestra historia, a ese anonimato perenne e insistente sobre esas cicatrices en el rostro de nuestra pequeña tragedia diaria que temo pierdan importancia, dejen de metaforizar esa destrucción de la identidad del ciudadano Venezolano.
Me asombró esa apariencia de normalidad frágil, a fragmentos de la Avenida Sur 11 de la Candelaria. Tiene ese aspecto de la Caracas cotidiana, de la que recuerdo y ya no existe. La Caracas de a pie, árida y arrasada, con el concreto roto, las esquinas llenas de basura. Resulta inquietante caminar por esta Caracas cotidiana y recordar a la otra, a la afligida, la es escenario de asesinatos, de esa batalla campal entre el poder que arremete y el ciudadano que se le enfrenta. Caminando por sus calles angostas, intenté imaginar el sonido de los disparos, los gritos de la multitud corriendo de un lado a otro, tratando de escapar de la muerte, de lo impensable. Los locales a nivel de la calle, abiertos. Los transeuntes caminando en una multitud escandalosa en todas direcciones. Pero yo sólo podía ver ese silencio enorme, esa grieta entre la Venezuela que aprendió a temer y el país que lleva el duelo por las victimas bajo una frágil patina de dolor. Me detuve en la esquina de Tracabordo, justo donde Bassil Da Costa fue asesinado y me desconcertó esa sensación del país perdido, roto, sometido a una batalla sin cuartel que nadie parece entender muy bien. Un país que sufre y padece el terror insistente de encontrarse al borde de un conflicto que no existe, pero que se anuncia, cuyo límite parece construirse a diario sin que nadie sepa muy bien las implicaciones que pueda tener. La puerta abierta hacia el caos.
Pero la esquina de Trocabordo no sabe nada sobre eso. O no parece saberlo. Un lugar bullicioso, rodeado de los olores y sabores de la Caracas huerfana. Un punto anónimo en medio de ese paisaje urbano desconcertante, agrietado, sin rostro. Imaginé a Bassil, de 23 años, enarbolando su bandera, convencido que esa caminata a ciegas en medio de la violencia que se disimula bajo la patina de la normalidad, tendría algún sentido. Imaginé con meticulosa claridad el calor de la tarde, el sabor del miedo en la boca. El sonido de los pasos, al muchacho corriendo, escapando del sonido de las balas que quizás muy pronto aprendió a reconocer. Y luego, el instante blanco, la desconexión absoluta. El fogonazo de fuego y dolor. Bassil se desploma, blando y hueco, destrozado por la realidad de un país abrumado por su tragedia sin nombre, por una historia insistente de violencia e impunidad.
Y Bassil cayó al suelo y pude haber sido yo, pienso con un sobresalto. Pude haber sido yo, que no marché por una prohibición arbitraria pero que como él, deseaba hacerlo. Que llevaba en las manos una bandera sucia, que decidí recorrer la ciudad de nuevo para proclamar mi deseo de aspirar a un país que pueda considerar mio, de una manera de comprender a Venezuela más allá de la diatriba política. Bassil murió pero pudo haber sido cualquiera de los que recorremos Caracas, convencidos de la importancia de continuar insistiendo en esa idea sobre la Venezuela posible, de levantar la esperanza como único símbolo de lucha. Murió Bassil pero pudo haber sido cualquier ciudadano que cometiera el error de enfrentarse con profunda inocencia a un poder que esgrime la violencia, que la utiliza como arma una y otra vez.
Un escalofrío me recorre. La fotografía del cuerpo de Bassil — la primera que ví sobre su muerte, la primera de cientos de pequeños retazos de realidad que luego contaron lo que había ocurrido al momento de su muerte — le muestra tendido aquí, justo donde estoy de pie, pienso. Aquí, desvalido y solitario, otro Venezolano que perdió la batalla contra el terror. Otro Venezolano que fue golpeado por esa necesidad del poder de imponer la historia a convenciencia, la versión oficial. Aquí murió Bassil, me digo y contengo las ganas de llorar, cuando me inclino para mirar el concreto. Apoyar las manos en la suciedad. Aquí murió otra pequeña esperanza de un país real, de un país normal, de un país joven. Aquí murió la inocencia.
Un hombre me mira y sacude la cabeza. Se acerca, me dice que “es peligroso estar aquí, asaltan mija”. Y me señala más allá el monumento que los vecinos de la zona le obsquiaron a la memoria de Bassil. “Seguro lo van a destrozar otra vez, pero lo volvemos a montar al día siguiente” me cuenta, mientras caminamos hacia la pequeña lápida, hacia los grupos de flores y pequeñas notas pegadas a la vieja pared de yeso. ¿Cómo sería mi tumba? me pregunto con la garganta cerrada por un muro amargo. ¿Quién me recordaría de haber sido yo y no Bassil la victima? ¿Quién me miraría? ¿Quién me comprendería? ¿Que pensarían al mirarme?
Bassil me mira desde la pared. Su rostro dibujado a la carrera, las pequeñas notas de papel que cuentan su historia. “Estudiante caído” se lee en la pared. Un recuadro pequeño, rodeado de las trazas grises de un fuego reciente. “Siempre vienen y destrozan todo” me cuenta el vecino, con un gesto de tristeza. “Siempre lo volvemos a limpiar. A ese muchacho se le recuerda con cariño” me dice este hombre que seguramente no conoció a Bassil, que como yo, sólo conoce su nombre, su rostro inocente. La fotografía de su cuerpo roto en mitad de la calle. Y cuando miro el monumento, abrumada por el olor de la calle sucia, de las velas que se encienden cada noche, de la cera derretida, ahora sí, lloro. Lo hago con los labios apretados, indignada, enfurecida, frustrada, cansada. Por Bassil que fue asesinado por lo que yo no hice, por esa esperanza que enarboló como bandera y que aún me pregunto si tengo. Por este altar, pequeño pero aún así digno, que manos anónimas vuelven a construir a pesar de la violencia. Por el hombre que me acompaña, que se persigna, sacude la cabeza y eleva una oración de labios entreabiertos por un muchacho que no conoció, pero es de todos. Que somos todos. Que es la muerte de esa pequeña y fragil visión del país, de lo que somos, de lo que queremos ser.
Me inclino, saco un pedazo de papel. Escribo una sola palabra para Bassil, que será joven eternamente en una trascendencia triste, mellada, de bordes chatos. “Gracias por luchar, lamento que hayas tenido que morir. Eres una parte de todos nosotros”. Leo las palabras y me siento hipócrita, cansada, una anciana en medio de esa juventud de piedras rotas y ciudad doliente. Dejo mi papel escondido entre las velas. El rostro de Bassil me mira desde la fotografía entre la pared, los ojos tristes. Un niño que lo será para siempre.
Cuando me despido de la esquina de Trocabordo, Caracas parece aplastarme. O más bien, esa sensación de perdida, de caminar sin rumbo, de no comprender al país donde nací, la Venezuela que no reconozco. De pronto, todo parece sin sentido, poco importante, en medio de la ciudad víctima. Y es que nada parece ser suficiente para consolar esa muerte que lentamente se une a cientos de otras, que parece recordarme a cada paso mi propia fragilidad, ese terror de ser una victima en un país de Luto. Y es que Bassil murió, pero pude haber sido yo, que no marché pero creía en sus mismos ideales. O pudo ser cualquier rostro de esta ciudad afligida y exhausta, en este país quebrantado y cada vez más abrumado por la violencia y la agresión.
¿Quién llora la muerte de Bassil un año después? me pregunto. Miro al país que me rodea, al país de los indiferentes. Al país que continúa su trajín diario. Al país que olvida muy rápido. Pero yo no quiero olvidar, me digo mirándome las manos sucias por la tumba de Bassil, con la imagen de su rostro eternamente joven inquietándome aún. Quiero recordar cada día que cada victima de este país a fragmentos es mía, lo será para siempre. Lo será mientras exista un motivo para comprender a Venezuela, para tener un fragmento de esperanza, para quizás luchar.
Sacudo la cabeza, Bassil parece mirarme desde todos los rostros. Sobre todo, el mio. Una muerte entre todas las muertes. Una metáfora de la desazón.
C’est la vie.
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