martes, 17 de marzo de 2015

El espejo deforme: ¿Quienes somos más allá de nuestros temores?





Hace unas cuantas semanas, una serie de fotografías donde el rostro de la cantante no había sido retocado aún por algún programa de edición digital levantó revuelo en las redes sociales. Las imágenes, que mostraban a Beyonce con pequeñas arrugas, la piel aspera y con alguna que otra imperfección cutánea, desconcertó al público, acostumbrada a la perfección ideal de una figura pública especialmente obsesionada con su imagen. Aún más, cuando las imágenes se compararon con las que fueron publicadas posteriormente y donde Beyonce tiene una apariencia de belleza por completo irreal.  Los comentaros mal intencionados y quejas de fanáticos recorrieron la red: a la cantante se le acusó de "engañar" a su público e incluso, la compañía de cosméticos de la que es imagen - y que presumiblemente, había retocado las fotografías originales en primer lugar - de transformar la belleza en un producto de consumo masivo. Nada nuevo bajo el sol, se quejó la mayoría de los usuarios de redes usuarios e incluso reputados articulistas que analizaron el caso desde varios periódicos y páginas web. Pero más allá de eso, la cuestión siguió siendo una idea preocupante: ¿Qué exige la cultura al ideal estético?


Porque la serie de imágenes de Beyonce luciendo como una mujer normal, dejó en claro que la percepción de lo que se considera hermoso - como elemento cultural y social - sigue siendo una idea cuando menos restrictivo y preocupante. Se trató de un episodio extremo de la exigencia del ojo público con respecto a los ideales estética: A la cantante se le reclamó utilizar los progresos de la época digital para ocultar las arrugas, imperfecciones y pequeños marcas de edad que toda mujer sufre alguna vez. Pero más allá de eso, a Beyonce se le acusó - de manera sutil y entre líneas - de ser parte de la industria que intenta concebir la belleza como una formula mecánica que puede aplicarse y obtenerse por medio de un esquema. La cantante - que ya había sido acusada de retocar sus imágenes privadas, incluso las que comparte a través de la red Social Instagram - demostró de nuevo que en el mundo del espectáculo, la juventud y lo que se considera es un requisito inexcusable - una obligación insistente - del que nadie está exento.

Por supuesto, lo ocurrido con Beyonce - y la ridícula discusión pública que ocasionó la serie de fotografías,  en la que se debatió desde los cosméticos que utiliza hasta el hecho de proclamarse un ideal irreal estético - no es un caso único ni mucho menos excepcional. Semanas antes, Uma Thurman protagonizó un incidente similar, esta vez debido a una supuesta cirugía estética que había "deformado" los rasgos de la actriz.  La polémica estalló de inmediato luego que la actriz se presentara ante las cámaras con un aspecto completamente nuevo y que las redes sociales insistieran en que Uma "ya no se parecía así misma".

En la fotografía, Uma Thurman parece incómoda. Se inclina, con el cuello rigido y los hombros un poco inclinados, el rostro levemente ladeados, los ojos entreabiertos. Los labios apretados. De pie, junto al resto de los actores y actrices que le acompañan, tiene un aspecto severo, con su traje negro a dos piezas y la postura desgarbada que todos conocemos de ella. Un fotógrafo se inclina, la fotografía. Un retrato muy simple que horas después recorrerá al mundo y mostrará su rostro con todo detalle, los labios maquillados con un rojo bermellón muy profundo, los ojos extrañamente desnudos. Y es que Uma Thurman, sin pronunciar una palabra, se convirtió en la noticia más comentada de un mundo obsesionado con la estética, la belleza y sobre todo la imagen como un hecho mercadeable, como una mercancía consumible y sobre todo, un estigma obligatorio y elemental que se impone a diario. Una idea inquietante que sin embargo parece formar parte de esa interpretación cotidiana de la identidad contemporánea.

De inmediato, Uma Thurman recibió cientos de críticas e insultos. Las más conservadoras, insistían en reclamarle haber atentado contra “su belleza” y haberse convertido “en una mujer normal y corriente”. La desconcertante percepción incluso llegó más allá, acusándola de “simplemente perder lo que la hacía única”. Poco a poco, la interminable conversación de las Redes Sociales convirtió a la actriz en un símbolo burlón de esa mirada distorsionada de la época sobre la belleza. Uma, con su rostro estático, las manos apretadas contra los costados, los labios tensos en una sonrisa neutral, era el nuevo blanco de las críticas de una cultura que premia la belleza pero también parece castigar a quienes intentan obtenerla, cumplir el supremo mandamiento de Bella y joven para siempre. Una contradicción que parece empujar y cercar a la mujer en la búsqueda de la imagen ideal que difícilmente podrá llegar a tener. Una agresión constante, sutil e insistente contra esa identidad femenina, manipulada y aplastada por lo que la sociedad de consumo espera de ella.

Por supuesto, que Uma — su rostro — no es la primera victima en una larga lista de nombres que han sido sometidas al escarnio público y al maltrato emocional por el mero hecho de subvertir lo que se considera bello. Pero el caso de Uma resulta incluso más desconcertante, porque la queja insistente, el señalamiento que se repitió una y otra vez en las redes era casi idéntico “¿por qué Uma se sometió a una cirugía semejante?”. El reclamo incluso parecía airado, una acusación directa al descuido de Uma, a esa notoria imperfección de un rostro admirado. Nadie parecía preocuparse demasiado por el hecho que Uma Thurman, en plena cuarta década de su vida, extraordinaria actriz, con una estupenda carrera a cuestas, comience a desaparecer lentamente de las pantallas de cine, que los guiones lleguen con menos frecuencia a su puerta o que de pronto, deje de ser considerada actriz para llevar con cierta cansacio el remoquete de “carácter”· Y es que Hollywood, meca del espectáculo y reflejo de la cultura inmediata y de lo fácilmente consumible, parece convencida que envejecer es una afrenta a esa necesidad recurrente de crear la belleza a la medida del mercadeo. Porque ¿Que otra cosa es lo bello — o lo que consideramos hermoso — sino una opinión popular y coincidente sobre lo que consideramos atractivo? ¿Y que es esa opinión unánime sobre lo que nos atrae sino una manera de comprender nuestra cultura y época? La belleza, como cualquier otro elemento cultural, es relativa. Y aún así, esa relatividad últimamente parece rozar un absoluto absurdo, una idea inquietante si lo analizamos desde el cariz que lo bello por necesidad es ambiguo e interpretativo. No es otra cosa que una percepción intima. Una opinión.

Pero para nuestra época, la belleza es mucho más que eso. Es un dogma, una línea de obediencia muy concreta que parece sugerir que lo bello debe atenerse a determinados cánones. Y todos somos más o menos conscientes sobre la idea, la asumimos como parte de esa cultura que mira tan fijamente, esa sociedad comercial desbordada en imágenes e hipercomunicada. ¿Qué es lo hermoso entonces? Uma, de pie, con el rostro vuelto levemente hacia la cámara, sin parecerse realmente a ella misma, parece contradecir una idea muy básica, esencial sobre lo que se considera actualmente. Lo bello es lo que deseo lo sea, lo que aspiro lo sea, lo que necesito sea. Lo bello representa un ideal, una esperanza distorsionada sobre quienes podemos ser y como podemos ser percibidos. Pero ¿Eso es suficiente? ¿Hasta que punto la hipocresía del punto y la comprensión de la idea se abre en todas dimensiones, en todos las opiniones posibles para crear una única perspectiva? Uma, solitaria, de pie frente a la cámara, los ojos entreabiertos, las mejillas sonrojadas de maquillaje, parece representar esa disonancia, esa idea insistente sobre un tema que nadie comprende demasiado pero lo asume con un único bocado. Ser bella es imperativo en una cultura que aspira a la perfección sin asumir que es perfectible.

Porque hablamos de perfección ¿No es así? Lo pienso mientras miro a Uma — como antes miré a Renée Zeelweger, atacada y critica por su “cambio de rostro” — preguntándome hasta que punto sintió la obligación de ser bella. A pesar de serlo, no obstante ser uno de los rostros más admirados de la pantalla grande. Eso debió ser suficiente ¿No es así? me digo, mirando una serie de fotografías de Uma. Una muy joven, con los labios gruesos entreabiertos, mirando con atención a la cámara. Más adelante, sonriendo ampliamente, el cabello rubio cayéndole alrededor del rostro. Y finalmente su imagen más reciente, el cabello dejando al descubierto un rostro maduro, singular. ¿Que estamos mirando cuando criticamos a Uma? me pregunto con cierta preocupación. ¿Criticamos a Uma por tomar una decisión que no podemos comprender o al hecho que lo haga porque cedió a la presión, a la insistencia, a la visión de la cultura y de ese espectador universal que le exige ser permanentemente una imagen de la belleza idealizada? No lo sé. Uma Thurman es uno de tantos rostros en medio de una batalla silenciosa, diaria. Una visión sobre lo que se exige, lo que se mira como una necesidad social. Ser bella como una demostración de un principio común y sin sentido de un ficticio deber ser.

Y es que todos los sabemos: a las celebrities se le es exige la belleza, como si se tratara de algo más que un atributo físico. Una idea concreta que parece construir un planteamiento sobre lo que se espera de ellas. No obstante, esa obligatoriedad de lo bello, de lo atractivo y lo seductor no parece resumirse a los actores y actrices sino convertirse en un elemento cultural que se desborda, forma parte de lo que asumimos cotidiano. Lo estético como un planteamiento necesario, una necesidad notoria que se comprende a pesar — o quizás, gracias a — nuestra insatisfacción personal.

En una ocasión, la actriz Michelle Pfeiffer comentó que cuando comenzó a notar las primeras huellas de la edad en su rostro se aterró. Eso, a pesar de que era aún relativamente joven para los estándares de Hollywood — unos treinta años — y disfrutar de un considerable éxito en su carrera. Aún así, supo que esas primeras arrugas, esa apariencia natural era quizás el anuncio que su prometedor futuro como actriz estaba en riesgo. Un pensamiento que puede parecer desconcertante, pero que en realidad, describe a la perfección esa cultura que consume la belleza como una idea atemporal, estricta y permanentemente idealizada. La actriz cuenta que su dermatólogo le ordenó tirar el espejo de aumento que tenía en el baño; “el mejor consejo que nadie me dio” insiste. Y lo hizo, con una sensación de confusión que explica, la acompañó por años. “No se trata sólo de no mirarse al espejo como un objeto, sino comprender que la vejez es real” cuenta Pfeiffer, que actualmente actúa en pocas ocasiones y que ha sido relegada a ese espacio un poco turbio y anónimo de las actrices “maduras”. Y es que como diría la actriz de 56 años, la imagen y lo que se considera hermoso “es tan fundamental que puede causar estragos en la psique”. Para Pfeiffer, la cosa incluso tiene un claro componente de auto aceptación, asumir que no necesitas cumplir con un patrón de belleza, a pesar de la presión “Hay menos presión cuando lo reconoces. Ya estoy más cerca de los 60 que de los 50 y creo que, para mi edad, estoy bien”, comentó en una reciente entrevista que incluye la edición Web del periódico el país. “Quizás la edad, más que un número es una conclusión amable sobre quien eres”.

Podría concluirse que toda esta discusión se encuentra limitada únicamente al estrellato, a ese mundo ilusorio y distante que en ocasiones sólo parece existir en las portadas de revistas y pantallas de cine. No obstante, el alcance de esa tenaz lucha por la belleza como ideal, de la belleza irreal como aspiración máxima está en todas partes. Y sobre todo, afecta a mujeres — y también hombres, por supuesto — de toda edad, nacionalidad y condición. Porque la tiranía de la belleza, parece más allá que un supuesto abstracto, una idea que se repite y se insiste, una puerta abierta hacia una percepción a medias, siempre incompleta, sobre la identidad individual. Ser hermoso, a la medida de la exigencia. Ser atractivo, según dicta el canon.

Hace un par de años, la ciudad de Nueva York se inundó con carteles que proclamaban la necesidad inmediata de fomentar la autoestima en las niñas, una percepción por completo nueva sobre la idea de la belleza como necesidad y sobre todo, como exigencia. El NYC Girls Project, una iniciativa del por entonces alcalde Mike Bloomberg, en rechazo a la presión estética sobre niñas y adolescentes, luego que un estudio revelara que el 80% de las niñas de diez años tienen miedo de engordar o ser consideradas directamente feas. La campaña no obstante, levanto revuelo por su planteamiento basado en el slogan “Soy una niña, soy guapa tal como soy” que parecía insistir en el hecho en relacionar directamente la seguridad en si misma que una niña debería tener con su aspecto físico. Peor aún, la campaña parecía no sólo celebrar la necesidad de adecuarse a una idea de belleza específica y comprenderse a través de ella. El eterno juego de lo bello y lo feo, lo atractivo y lo que no lo es, que parece mirarse así misma como un reflejo elemental de quienes somos.

Una idea inquietante que parece no sólo afectar a personalidades públicas y rostros reconocidos, sino a millones de mujeres y hombres alrededor del mundo. La psicóloga Noelia Sancho explica el planteamiento, intentado analizar la idea de la belleza como una idea concreta que se asume necesaria: “La autoestima se forma a partir del autoconcepto (lo que pensamos de nosotros mismos) y las valoraciones que hacen los demás. La primera impresión y lo primero que vemos en los demás es su aspecto, aunque después valoremos otros factores. Además las mujeres históricamente han estado más evaluadas por el aspecto y la belleza, más que por su personalidad y valores. Por tanto ambos elementos (lo que veo en mí y lo que me devuelven los demás) están también filtrados por el aspecto y la imagen”. Una idea que parece formar parte sólo de la percepción general que tenemos sobre quienes somos sino además cómo juzgamos a los demás. Aún más preocupante, esa idea parece provenir no sólo de una muy profunda percepción sobre nuestra identidad. El estudio ‘La persistencia del ideal de la belleza femenina en los cuentos de hadas infantiles’, lo analiza desde un punto de vista incluso más desconcertante: la forma como los cuentos de Hadas pueden influir en nuestra comprensión sobre lo bello y el deber ser estético. La investigación, realizada, realizada por la Fundación sobre Género y Sociedad, sugiere que “los cuentos de hadas ponen el énfasis en la belleza femenina como garantía de supervivencia y felicidad”. Según el estudio, la idea de la belleza como búsqueda esencial, se demuestra en la noción que las historias crean intricadas percepciones sobre la belleza que trascienden a la niñez. Para el estudio el hecho que “La Bella Durmiente o Blancanieves estarían muertas si su belleza no hubiera llamado la atención del príncipe” construye un mensaje aterrador que queda afianzado en el subconsciente de las niñas. Otro tanto ocurre con las versiones audiovisuales de la historia y sobre todo, la concepción acerca de lo que la belleza puede ser en el contexto social. En un estudio realizado por el Instituto Tecnológico de Monterrey sobre las princesas Disney , se pregunó a un grupo de niñas entre los 10 y 14 años de edad, cual era el valor más importante para ella en cualquiera de las películas. Un abrumador 80% respondió que ser “buenas y guapas”, una idea que además se extiende hacia la percepción que sólo siéndolo, podrán ser aceptadas, queridas y admiradas. “El valor estético de la princesa toma gran fuerza en la percepción de las niñas, ya que la mayoría de las niñas tienen la imagen de las princesas como mujeres bonitas, con bonitos vestidos y bonito pelo, lo que conlleva a una sociedad consumista en donde lo estético es lo más importante”, concluye el estudio.

Sin embargo, la discusión sobre la belleza no parece tener fin o quizás, no llegar a una idea conclusiva sobre lo que aceptamos — comprendemos — serlo y cuanto nos importa serlo. Mientras tanto, el planteamiento de lo estético continúa siendo una esencial y dolorosa para millones de mujeres y hombres alrededor del mundo. Y es que después de todo, la belleza parece ser un tesoro cultural, pero aún más, una muestra de la despótica opinión cultural de una época obsesionada por la imagen.

Ya lo decía la escritora Susan Sontag “No está mal ser bella, lo que está mal es la obligación de serlo”. Uma Thurman parece estar de acuerdo con la idea: dos días después de su polémica fotografía, se presentó en el programa Today de la NBC, en la televisión estadounidense y desmintió la supuesta cirugía estética a la que había sometido. Luciendo exactamente igual a las cientos de la fotografías que alababan su belleza, sonrío y se sorprendió de la reacción que causó lo que llamó “una mala decisión de maquillaje”. Sorprendida por la reacción del público, se limitó a encogerse de hombros y asumir las criticas e incluso insultos que recibió como parte del “trabajo” y a aceptar que sin duda, siempre estará al borde de la especulación por el mero hecho de coincidir con el canon de belleza.

“Llevo haciendo esto años y años. A veces la gente me dice cosas bonitas, otras veces más crueles. Así que… me da igual”, respondió Uma, quien volvía a ser ella misma — lo que sea que eso signifique — y parecía un poco desconcertada aunque no precisamente asombrada por la súbita atención pública “Cada uno tiene que decidir si se queda con lo bueno o con lo malo de este trabajo”. Con estas tres frases y su rostro hermoso intacto Uma Thurman ha despachado el tema. A pesar de eso, más allá del regreso de Uma el debate sobre la belleza y su peso como estigma social continúa siendo más actual que nunca. Más doloroso quizás, en medio de un mundo que no sólo esgrime su opinión como un deber sino que construye una visión a partir de ella. El quienes somos a través del filtro — limitado e inmediato — de lo que deseamos ser.

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