martes, 3 de marzo de 2015
Manual de uso de la locura cotidiana.
Soy malcriada. Al menos esa es la opinión de la mayoría de mis parientes y amigos. Lo cual quiere decir, palabras menos o palabras más, que nunca soy precisamente amable, que siempre tengo respuestas creativas y posiblemente agresivas a lo que me molesta. Que en esencia, me siento con toda la libertad de expresar mi opinión de la manera que mejor me parece siempre que puedo. También soy emocional, con estallidos de temperamento frecuentes, caprichosa y empecinada. Toda una mezcla que con el correr de los años se ha hecho incluso más efervescente y vital.
No siempre fui malcriada. O mejor dicho, no siempre lo asumí con tanta deportividad como lo hago ahora mismo. Por años, decidí que esa natural exhuberancia mía era cuando menos incómoda y decidí disimularla, contenerla y por último, ocultarla. Me obligué a callarme opiniones conflictivas, a sonreír cuando no deseaba hacerlo, a intentar ser amable sin tener el menor deseo de serlo. También, moderé en lo que pude — y no siempre lo logré — mi temperamento. Intenté no disgustarme, reprimí cualquier gesto de disgusto. Esta completamente convencida que un adulto no podía ser emocional y mucho menos, permitirse estallidos de temperamento. En realidad, llegué a estar por completo segura que necesitaba esconder cualquier muestra de vulnerabilidad y sobre todo, de espontaneidad en la medida de lo posible. Después de todo, un adulto no se encoleriza, un adulto no grita, un adulto no demuestra la cólera, un adulto jamás admite que pierde el control. O al menos esa era mi firme creencia.
Hasta que no pude soportarlo. Así de simple. No se trató de un proceso gradual ni mucho menos, una toma de consciencia que culminó en una apoteósica comprensión que necesitaba dejar de ocultar mis sentimientos y opiniones. Sólo ocurrió: un día estallé en lágrimas en público debido a una discusión y cuando me sentí profundamente avergonzada por hacerlo, me desconcertó el pensamiento que había sido una reacción natural. ¿Por qué tendría que parecerme exagerada, dramática o incluso directamente incorrecta? ¿Por qué expresar mis emociones tendría que parecerme humillante e incluso incómodo? Fue un momento desconcertante, asumir que durante décadas me había obligado a esconder mis sentimientos, a censurar mis opiniones e incluso, intentar contener mi temperamento por toda una serie de convenciones sociales que no comprendía y que en realidad, ya no deseaba aceptar. De manera que, dejé de hacerlo: me permití en placer de reír y llorar a todo pulmón, de disgustarme cuando lo considerada necesario y sin disculparme por eso, de manejar la frustración y la preocupación según mi punto de vista y no como se supone, debería hacerlo. Opiné en voz alta y no siempre con amabilidad, comencé a disfrutar de decir justamente lo que deseaba cuando lo deseaba y sin que me importara demasiado lo que los demás pudieran pensar sobre mi reacción. Así que me volví una “malcriada” o al menos lo que parece sugerir el término en general.
¿Y que he aprendido siendolo? parece irrisorio que alguien pueda obtener algún aprendizaje de un epíteto que la mayoría de las veces tienen una connotación peyorativa, pero yo lo he hecho. Aún más, he obtenido un inestimable aprendizaje al comprender que mi forma de ver el mundo no sólo un comportamiento sino un conjunto de visiones y referencias intimas. Eso me ha permitido asumir mi responsabilidad, pero también las ventajas de actuar como creo conveniente y sincero en todas las ocasiones posibles.
¿Cuales son esas pequeñas lecciones que la malcriadez me ha dejado? Las siguientes:
* No debo ocultar mis emociones:
Soy de naturaleza emocional: puedo llorar con enorme facilidad y disfruto riendo a todo pulmón. También me encolerizo de forma muy física. La tristeza suele afectarme más de lo que admito. En suma, mi manera de comprender mi propia percepción sensorial es muy intensa, incluso en ocasiones, agotadora. Por años, estuve convencida que expresar mis puntos de vista y sentimientos de esa manera era una irresponsabilidad e incluso, podía resultar directamente contraproducente. Y es que nuestra cultural, asume que las emociones deben ser controladas o en la medida de lo posible, expresadas con sutileza. Asume el desborde emocional o en todo caso, la percepción de las emociones como una forma de debilidad. Más aún, interpreta lo meramente sensorial como un rasgo infantil que debe ser contenido, amoldado y sobre todo, controlado en todas las ocasiones posibles.
Yo también lo creí. Muchas veces, estuve convencida que llorar en ocasiones emocionales, que reír en voz alta, que demostrar me encontraba disgustada, era una forma de debilidad. De hecho, me acostumbré tanto a ese control que llegó a parecerme natural, una forma de expresar mi madurez intelectual e incluso cronológica. Por supuesto que, la mayoría de las veces, el proceso era agotador: contener las emociones tiene un precio físico y mental que sólo descubres cuando dejas de hacerlo. Y es que asumir que expresar las emociones sólo es una muestra de vulnerabilidad, puede hacer mucho más daño del que parece a simple vista. Las emociones, son reacciones y expresiones naturales y coherentes a estímulos, a una particular comprensión sobre quien somos y como interpretamos la realidad y nuestras relaciones interpersonales. Así que contenerlas, es quizás la forma más dura de restringir nuestra libertad emocional y ese concepto tan sutil y que pocas veces comprendemos a cabalidad como es la libre expresión de nuestras ideas sensoriales.
De manera que, ahora doy rienda suelta a mis emociones siempre que lo necesito. No analizo si se trata de un momento idóneo o mucho menos, si puede resultar incómodo para alguien más. Si necesito llorar, lo hago. Si deseo reír, lo hago a carcajadas. Si estoy disgustada, no intento justificarlo, explicarlo o mucho menos, lo considero una idea reprobable. En su lugar, me permito analizar lo que me ocurre desde un punto de vista mucho más personal y manejar mi estallido emocional como una forma de curación, más que como una perdida de control. Y sobre todo, respeto esa percepción intima sobre el poder de mis sentimientos y mi forma de asumirlos como parte de mi interpretación sobre el mundo.
Claro está, que yo exprese mis emociones no implica que pueda agredir a alguien más o que no deba responsabilizarme por lo que implique hacerlo: lo que sí aprendí fue expresar mis emociones con franqueza es una experiencia por completo liberadora.
* No tolero situaciones que me hagan sentir incómoda:
Por mucho tiempo, asumí que las relaciones interpersonales era un delicado equilibrio entre lo que toleramos y sobre todo, admitimos como parte de las interrelaciones personales. Pocas veces, me atreví a expresar mi incomodidad, me resultaban desagradables e incluso, a detener situaciones que me provocaban una directa molestia. De hecho, toleré comportamientos que creí inadecuados e irritantes, convencida que parte de la dinámica en las relaciones entre dos personas era aceptar en la medida de lo posible, algún que otro comportamiento no siempre nos resultaría agradable. Un encomiable pensamiento que sin embargo puede ser el punto de partida para un tipo de tolerancia distorsionada sobre el comportamiento de los demás y sobre todo, como lo aceptamos y que tanto nos afecta.
Ahora no lo hago. Simplemente no tolero cualquier comportamiento que pueda resultar irritante, incómodo o molesto. Sé delimitar la frontera entre lo admisible y lo que no voy a aceptar y lo hago con toda responsabilidad, sin sentir esa ambigua culpabilidad que en ocasiones provoca tomar decisiones emocionales de ese tipo. No soporto situaciones tóxicas, no aliento relaciones dramáticas. No admito melodramas y mucho menos situaciones exageradas o directamente manipuladoras. En otras palabras, intento que todas las relaciones en mi vida sean saludables y mucho más aún, en términos de igualdad de condiciones y planteamientos.
* Lo emocional no implica ambigüedad, exageración, melodrama.
Hace poco, una amiga se quejó que me he vuelto “emocionalmente estéril” porque dejé de escuchar sus largas diatribas sobre sus variados tormentos emocionales. O mejor dicho, dejé de decirle mi punto de vista al respecto. Eso pareció ofenderle lo suficiente como para insistir en que nuestra amistad se había vuelto “incómoda” y que mi actitud era poco menos que egoísta. Cuando le pregunté si había tomado en consideración alguno de mis puntos de vista, consejos o incluso opiniones sobre lo que me contaba, me explicó que muchas veces es imposible escuchar “el ruido” que rodea cualquier conversación sobre temas tan sutiles como relaciones y emociones.
— Entonces ¿Por qué deseas saber mi opinión? — le preguntó. Pareció desconcertada cuando lo hice.
— Porque necesito que alguien me escuche con un punto de vista distinto. Necesito saber si estoy equivocada o en lo correcto.
— Y eso era lo que solía hacer, hasta que noté que sólo querías que escuchara sin opinión alguna. Es lo que hago ahora.
— No es suficiente — se quejó. La miré desconcertada.
— ¿Necesitas mi opinión? Nunca la escuchas.
— No importa. Necesito sentir que hay una conversación real sobre temas importantes, no sólo un monólogo.
Ese complicado punto de vista es muy común. Y suele ocurrir con más frecuencia de la que admitimos, sobre todo porque el término “Escuchar” suele confundirse con una serie de ideas ambiguas que incluyen una cierta necesidad de recibir apoyo moral sobre temas complicados, una cierta re afirmación sobre percepciones muy personales — y la mayoría de las veces, discutibles — y mucho más allá, la necesidad que todos tenemos de disculpar nuestros propios errores y equivocaciones. Por supuesto, es una idea que se hace mucho más incómoda, cuando está relacionada con toda una serie de sentimientos y percepciones de índole personal.
Por pura “malcriadez”, no aliento esa tendencia hacia la exageración emocional que usualmente llamamos “drama”, o lo que es lo mismo esa interpretación melodramática sobre nuestros puntos de vista. Aprendí, luego de años de encontrarme abrumada por discusiones y situaciones cada vez más irritantes y exageradas, que escuchar o brindar apoyo no debe ser necesariamente una situación estresante, sino un intercambio de opiniones o percepciones fructíferas. Sobre todo, aprendí a comprender que muchos de los que insisten necesitan ser escuchados o recibir un consejo, lo que en realidad necesitan es un interlocutor que pueda brindarles un tipo de apoyo moral muy concreto a conductas que saben que les resultan incómodas. Así que todo lo que rodea a esa simple visión de las cosas — desear ser escuchado y sobre todo, aceptado sin reparos — no debería verse rodeado y complicado a límites desconcertantes por exageraciones emocionales sin sentido y mucho menos utilidad.
¿Un planteamiento duro? Probablemente y sin embargo, ha sido la manera más saludable que he encontrado para no involucrarme en situaciones cada vez más complejas y desconcertantes. Y sobre todo, para evitar soportar circunstancias complicadas y sobre las que no tengo ningún control, sólo por empatia emocional.
* No es no:
Parece sencillo, pero decir “No” sin sentirme inmediatamente culpable es quizás una de las cosas más complicadas que he aprendido. Por años, intenté complacer, ser lo que consideraba era una buena amiga — compañera de estudios, pariente — y me encontré aceptando ideas, situaciones y comentarios que me irritaban por el sólo hecho que me parecía incorrecto negarme. Finalmente, la situación se hizo incluso más incómoda, cuando dije que sí a muchas cosas que habría deseado decir que no — trabajos e inclusos primeras citas — sólo por la idea no enfrentarme a discusiones o una situación potencialmente desagradables. Con el transcurrir del tiempo, esa “amabilidad” terminó afectándome emocionalmente más de lo que podía admitir y sobre todo, dejándome exhausta y confusa sobre lo que deseaba hacer o lo que no en realidad.
Gracias a mi malcriadez, aprendí que decir “no” es necesario. Incluso cuando cause molestias o de pie a situaciones francamente irritantes. Decir que no, de hecho, es mi manera de establecer limites directos sobre mi espacio personal y emocional y más aún, la forma como interpreto relaciones personales profundas. Poco a poco, decir que “No” me ha hecho más fuerte y me ha permitido sentirme mucho más satisfecha de la manera como asumo mis relaciones personales. Después de todo, si alguien no acepta un “No” por repuesta, debes cuestionarte si alguien con esa tendencia a la insistencia incómoda deba ser parte de tu vida.
* No soy culpable, soy responsable:
En más de una ocasión, me sentí culpable por cientos de pequeñas situaciones complejas que muchas veces no comprendía como podían provocarme un malestar semejante. Desde no acudir a un café con un grupo de amigas, negarme a prestar uno de mis libros a uno de mis conocidos hasta situaciones de considerable envergadura como analizar la manera como me planteo mi vida laboral y emocional, la culpa con frecuencia distorsionó mi percepción sobre lo que deseaba hacer o mejor dicho, mi nivel de implicación en lo que no hago. Es un concepto complejo que me llevó mucho tiempo desentrañar pero que finalmente, me brindó un tipo de tranquilidad mental que pocas veces había sentido. Y es que la culpa, entendida como un peso moral, puede ser destructiva y viciosa. Es por supuesto un sentimiento natural — psicologicamente la culpa nos permite comprender que hemos causado un tipo de daño especifico — pero el hecho de sentirla en todas las situaciones suele ser confuso y agotador. Sentir culpa por no cumplir las expectativas — tanto propias como de quienes forman parte de nuestra vida -, por la manera como comprendemos las relaciones sociales e incluso nuestro comportamiento natural puede ser una distorsión preocupante en nuestra manera de entendernos y sobre todo, admitir nuestros errores e identidad emocional.
Por ese motivo, evito sentirme culpable, aunque soy responsable de cada cosa que pienso, digo y hago. Considero de inestimable valor asumir las consecuencias de lo que sea que haga e intentar solventar mis pequeños traspiés de la mejor manera que puedo. Aún más, asumir que me equivocaré muchas otras veces y que siempre, seré capaz de asumir los errores como un aprendizaje adulto y profundo sobre mi misma. Una forma de comprender mi individualidad.
* No pedir disculpas por todo lo que hago:
Por muchos años, me disculpé siempre. Por estar cansada o triste, por soltar una carcajada estruendosa cuando se suponía no debía hacerlo, por no compartir opiniones, por no estar de acuerdo en determinados puntos de vista. Me disculpaba también por cosas tan privadas como mi tono de voz, mi manera de hablar, mi forma de trabajar. Con el tiempo, disculparme se convirtió en un hábito, una idea incesante que parecía muy relacionada con mi necesidad de aprobación y sobre todo, de ser aceptada por quienes me rodeaban. De manera que disculparme dejó de ser una admisión de responsabilidad sino en una manera de sugerir mi comportamiento podía parecer mucho más a lo que se supone era lo normal.
Ya no lo hago. Me disculpo cuando debo hacerlo, de manera educada y firme, pero no insisto sobre el particular ni me interesa hacerlo. Asumo la disculpa como una demostración que acepto la crítica, admito mis errores y tengo plena disposición para corregirlos. Pero jamás he vuelto a intentar justificar mis peculiaridades — ni a considerar necesitaba hacerlo — a través de la disculpa o de lo que la idea puede sugerir. En resumen, me disculpo por responsabilidad antes que por culpabilidad.
* Grito y a todo pulmón: El cuerpo es sabio y lo demuestra.
Sí, lo admito sin cortapisas. Mi tono de voz puede volverse muy agudo e irritante si me encuentro muy disgustada. Pasé mucho tiempo preocupada por esa pequeña característica mía, hablando en voz baja, intentando parecer civilizada, comedida y delicada. Hasta que dejé de hacerlo. O quizás, se debió simplemente a que acepté que mi agudo tono de voz era una de mis tantas singularidades. De inmediato, me sentí mucho más a gusto con la manera como me expreso y me comunico verbalmente. Y también la forma como construyo mi lenguaje personal.
También he aprendido el poder de gritar. A todo pulmón, con los brazos abiertos, sintiendo las emociones fluir como una ráfaga de sonido disonante. Por supuesto, no se trata de agredir ni tampoco dirimir cualquier enfrentamientos a gritos, pero si comprender que nuestro cuerpo expresa nuestras emociones de manera muy sincera y elocuente. Y que gritar es una de ellas.
Una lista corta y quizás desordenada de un aprendizaje emocional que me ha llevado años transitar. Y aún así, creo que resume lo esencial: esa necesidad de comprendernos y asumirnos desde una perspectiva libre y saludable en perpetua transformación.
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