sábado, 18 de abril de 2015

Destellos de intima belleza y otras historias de brujería.



A los seis años, descubrí que los vecinos llamaban a la casa de mi abuela "El solar de la bruja". No lo hacian con mala intención o al menos eso afirmaban, pero a mi me sorprendió el pomposo titulo. Por supuesto que, no era un secreto para nadie que mi abuela era una bruja o que afirmaba serlo, pero a pesar de eso, la idea provocaba cierta inquietud en nuestra calle. O eso me pareció cuando Juan, que vivía en la casa de la esquina, me dijo que su madre le tenía prohibido visitarnos.

- Dice que uno nunca sabe que va a encontrar en el "solar de la bruja" - me explicó con tono conspirador.
- ¿El solar de la bruja?
- Así le llama mi mamá  a tu casa.
- ¿Por qué?

Juan siguió masticando el pedacito de chocolate que había compartido con él, imagino que tratando de recordar por qué su madre había nombrado así la casa de mi abuela. Cuando no lo recordó, se encogió de hombros y se lamió el dedo pulgar, manchado de cacao fresco.

- No sé, pero ella dice que es una casa...rara.
- No lo es.
- Lo dices porque vives allí - insistió Juan - Mi mamá dice que las brujas guardan cosas misteriosas en su jardín y que pueden pasar cosas raras donde menos te imaginas.

Volví la cabeza para mirar la casa de mi abuela, unos metros más allá. A la distancia, tenía un aspecto de lo más común, con su techo lleno de tejas mohosas, las rejas que rodeaban el jardin repleta de hojitas y telarañas, los árboles extiendo las ramas hacia la calle. Quizás se veía un poco vencida por los años, como si las largas décadas que habían transcurrido desde que había sido construida le pesaran un poco. La pared de la fachada, que alguna vez había sido blanca y airosa, ahora tenía un aspecto un poco cobrizo, como manchado de tierra. Las puertas de madera carecían de brillo y nadie podría decir que el jardín antipático no necesitara algunos cuidados. Pero aún así, sólo era una casa con enormes y bonitas ventanas, llena de sonidos y gemidos, que siempre parecía llena de luz y calor.

Entonces, recordé algo. Me tragué el último trozo de chocolate y me puse de pie.

- Juan, tu nunca has venido a mi casa.

Juan me miró bizco bajo la luz del sol y las gotas de sudor que le caían por la frente. Ahora parecía muy ofendido. Después de todo eramos GRANDES amigos - así, en mayúscula - y nos habíamos jurado apoyarnos y defendernos para SIEMPRE (también en mayúsculas). Había sido una ceremonia corta pero muy importante para ambos: él había escupido en una servilleta y como a mi me provocaba repulsión, sólo me había cortado un mechón de cabello, para unirlo a su saliva. Luego habíamos retorcido la hojita y atado con una cinta verde - para las sonrisas - y la habíamos enterrado junto al columpio de su casa. Ni siquiera Flor, mi amiga del colegio, tenía un compromiso tan importante conmigo. De manera que para Juan, era más que una ofensa lo que acababa de decir.

- Claro que sí. Fui en tu cumpleaños - protestó - y cuando tu bisabuela...se fue - no quiso decir la palabra "morir" y se lo agradecí - y también cuando tu abuela hizo galletas de mango. Claro que he ido.
- Eso no es "ir" - dije con cierto retintin - sólo caminaste por el jardin, te encarmaste en el árbol grande, te subiste a la muralla, te sentaste en la cocina. Eso no es ir.
- ¿Y entonces qué lo es? - me desafió malhumorado. Juan tenía unos grandes ojos marrones, expresivos y cálidos. Siempre podías decir si estaba feliz o tenía sueño, estaba triste o entusiasmado. Pues bien, ese día sabía que estaba enfurecido - contra mí, claro - y que probablemente discutiríamos a gritos, levantando los brazos sobre la cabeza y arrojandonos tierra a la cara. Había que hacer algo antes que eso sucediera.
- Ven y te enseño.

Corrimos por la calle. Juan era más rápido que yo, pero solía esperarme porque sabía me costaba un poco cualquier ejercicio después que había estado muy enferma un año atrás. De manera que corría con cierta elegancia, aplastando las hojas secas con un sonoro chac chac chac. De hecho, Juan me había enseñado a correr, a respirar por la nariz, a mantener los brazos cerca del pecho y subir las rodillas. Era atlético y fuerte y le gustaban esas cosas. A cambio, yo le había regalado un libro del Señor Cortazar que nunca se molestó en leer y una imagen de los cuadros de Leonardo Da Vinci, el hombre volador. Se había impresionado mucho al ver el dibujo del artista y eso me había hecho que Juan me agradara aún más.

Abrí la reja de la casa de un tirón y pasé como un vendaval hacia el corredor de las margaritas polvorientas. Me colgué de la manilla de la puerta principal. Juan me miró unos pasos más atrás, con la boca entreabierta y el ceño fruncido.

- Oye...
- Bueno ¿No quieres entrar?
- Nadie me ha invitado.
- Que tonterías. ¿Yo que estoy haciendo?ç
- La casa no es tuya, es de tu abuela.
- La casa es de todas.

Empujé la puerta. Se abrió como un chirrido. La casa cálida y brillante pareció sobresaltarnos al escucharnos o eso me imaginé. La vi con los ojos de mi mente parpadear, dejar de mirar la montaña verde y preguntarse quien hacia tanto ruido. ¿Quién está allí? pareció preguntar con una serie de pequeños crujidos y suspiros de madera. Solté una risita.

- ¡Soy yo! ¡Traje a Juancho!

Juancho parpadeó y miró a su alrededor. Seguro que se estaba preguntando a quien le hablaba yo. La casa parecía vacía, con los corredores iluminados por las ventanas abiertas y las escaleras bien barridas y brillantes. Pero vacía: el salón lleno de revistas y cojines. La biblioteca con la puerta entreabierta. Imaginé que Abuela y abuelo habían ido a su paseo de las tardes, mis tias estaban al fondo del jardín tomando limonada y mis primas, aún en el colegio y la Universidad. De manera que por una vez, la casa era mía. Para hablar y cantar, para acogerme en su calor con olor a madera fresca, a especias mezcladas entre sí. A recuerdos medio olvidados. El olor de una casa viva, una casa que sonreía.

La casa de una bruja.

- Ven - le dije a Juan, jalandole de la muñeca - que te enseño la biblioteca.

Caminamos por el salón. Los muebles de madera tenían un aspecto ajado y muy raspado. Juan se detuvo a mirarlos, como si el brillo de cera y el olor de la madera le cautivasen. Esperé, junto a la puerta.

- Todos los muebles son viejos - me dijo, como si constatara un hecho. Me encogí de hombros.
- Los heredamos.
- ¿De quien?
- De mucha gente. Cuando alguien se va de viaje, se cambia de casa o se casa, le obsequian sus muebles a mi abuela. A ella le gusta hacerlo. Lo disfruta - le expliqué. Juan apoyó la mano en el respaldar del sillón de orejas de mi abuela. Estaba tapizado con retazos multicolores y tenía un aspecto combado muy cómodo. Y sabía que olía a yerbabuena. Un olor bonito, sano, dulce.
- ¿Por qué no compran muebles nuevos?
- Las brujas cuidan la historia - le expliqué - nos gusta tener objetos que puedan decirte algo. Que tengan sonrisas guardadas, que tengan olores y sabores. Es bonito saber que ese mueble fue donde tu abuela se sentó a tejer. O donde tu mamá aprendió a leer.

Juan asintió y pasó los dedos en la mesita con el centro de cristal relleno de flores, el feo anaquel torcido lleno de platos de cerámica. La poltrona enorme y mullida. Me miró sonriendo.

- Es una idea bonita.
- Lo es. Ven.

Entramos a la biblioteca. Que como siempre, estaba muy desordenada, con libros abiertos aquí y allá, hojas de papel en blanco o escritas en el suelo, boligrafos y objetos de dudosa utilidad llenando las mesas y escritorios. Era un lugar atestado de cosas, de muchas historias. Y sin duda, mi favorito de la casa. Juan se acercó con los ojos muy abiertos a la destartalada bilioteca, llena hasta el tope de libros en diferente estado de deterioro. Habían textos universitarios, viejas colecciones, montones de diccionarios, mis libros de la escuela y los que me gustaba leer, los favoritos de mis abuelas, los muy queridos de mi mamá, que no había querido llevar a su nuevo y moderno apartamento. Cientos de libros apilados en un equilibrio frágil y hermoso que a mi solía hipnotizarme por horas.

- ¡Pero son muchos libro! - dijo Juan - ¡Nadie los puede leer!
- Yo los leo. Mi abuela dice que todas las brujas leen mucho. Que les gusta aprender y llenarse la cabeza de historias - giré sobre mi misma, con los brazos levantados, feliz - es como que todas las palabras del mundo te cuentan cosas. ¡Y quieres verlas! ¡Quieres soñar!

Juan me miró como si estuviera loca. Luego soltó una carcajada. Extendió la mano y acarició uno que no tenía nombre en la solapa. Tenía tapa de cuero y un árbol taraceado en la portada. Me acerqué a él y le tomé del codo con delicadeza.

- Ese no. Es el Libro de las Sombras de mi abuela.
- ¿El qué?
- Donde escribe las cosas que aprende como brujas.

Juan dejó caer la mano y retrocedió un paso. Le hice un guiño amistoso.

- No pasa nada. Son cosas bonitas.
- ¿Tu también tienes uno?
- Tendré uno.

Salimos hacia el pasillo radiante. La escalera tenía un aspecto pacifico, como si la casa bostezara. Subí a la carrera, con Juan pisandome los talones no muy convencido.

- Aquí estan los cuartos - le señalé una vez arriba - el grande es de abuela y abuelo. El de allá es el de tia E., y este bonito de tia M. Los dos grandes de allá son de mi prima M. y Bisabuela...o era su habitación.  El otro, junto al jardín, es el mio. Era de mi tio L., que se fue a estudiar a otro país.

Me quedé de pie en el pasillo. La casa pareció suspirar, guarecerme de la tristeza con sus brazos invisibles. Miré las paredes llenas de fotografías. De rostros que reconocía, otros que sólo conocía de nombre. Juan también miró, paseando de un cuadro a otro con una sonrisa un poco desconcertada.

- ¿Por qué tus tias viven aquí? ¿No tienen casa?
- Esta es su casa.
- Pero ¿por qué no tienen una propia?
- Porque les gusta vivir aquí - le expliqué - mi tia E. se quedó solita cuando su esposo...
- ¿Murió?
- Sí, eso - todavía me costaba decir la palabra, luego de la muerte de mi bisabuela - y entonces vino a vivir aquí con mi prima. Cuando llegó, vivía aquí tia M., que es la tia de mi abuela.

Juan no me respondió, como si toda aquella colección de nombres le aburrieran un poco. O puede que simplemente estuviera distraído, mirando las fotografías, la máscara de yeso en la pared que mi abuela coleccionaba - me pregunté si tenía que explicarle que eran de diferentes tribus y creencias del mundo -, los feos adornos hechos por mi mamá en la niñez, los recuerdos de muchas partes del mundo. No había un sólo espacio en las paredes que no tuviera un recuerdo que atesorar, cuidar. Como si la casa estuviera hecha de historia, de una magia tan vieja y antigua que resultaba dificil de comprender.

- Y todas son brujas.
- Sí.
- Y viven aquí.
- Sí - dije. Miré el largo pasillo, el jardin más allá. Distinguí las siluetas de mis tias, riendo y caminando por el jardin y sentí un profundo amor por ellas, por su cercanía, por su dulzura. De pronto, pensé que la casa eran ellas y yo era la casa. Que cada pequeño recuerdo, cada pequeña idea que compartiamos creaba aquel hogar calido, extraño. Un poco extravagante. La idea me hizo sonreír. Juan me observó con sus grandes ojos muy serios.
- Es una idea...bien bonita.
- ¿Cual?
- Que vivan juntas, con sus cosas queridas. Las brujas - me explicó - ¿No es bonito eso? Que cada cosa sea algo que sea no sólo tuyo, sino del que vino antes. Del que lo colgó en la pared. Del que puso el mueble donde está ahora.

Pensé en sus palabras. Me moví con lentitud hacia la ventana. Juan me siguió. Escuché sus pasos, mezclados entre las risas y las carcajadas de mis tias y de pronto pensé, que ahora, Juan también era parte de las cosas bonitas de la casa. De la magia de los silencios de las esquinas sonnolientas. De las ventanas abiertas hacia el sol. Juan que había reído y caminado entre el pasillo, ese día entre todos los días. Un día para recordar. Juan, que me había visitado. Me volví para mirarlo. Tenía un aspecto saludable y muy tierno, con las mejillas sornosadas y el cabello despeinado cayendole sobre la frente. Pensé en lo mucho que lo quería. Y en lo mucho que me importaba estuviera allí.

- Mi abuela dice que para las brujas, el hogar es el sitio que guarda lo realmente importante, lo que llevas a toda partes, lo que te hace reir y llorar. Que el hogar de las cosas, es un reflejo del hogar que llevas aquí - me toqué el pecho - que es algo enorme, importante y brillante. Porque siempre puedes regresar a ese Hogar que llevas contigo. Siempre puedes recordarlo. Siempre puedes pensar que es tuyo y de nadie más. La casa donde vives refleja eso. Pero la verdadera casa de las brujas está en el corazón.

Juan me escuchó muy atento. Después sonrío. Una sonrisa con todos los dientes, como las que a mi me gustaban. Me tomó de la mano y me dio un apretón juguetón.

- Las brujas entonces, llevan las casas a todas partes. ¿Como los caracoles?
- ¡No digas eso!
- ¡Niña babosa!

Corrimos por las escaleras riendo y gritando. Que delicia esas carcajadas dulces, que se quedarían a vivir para siempre en mis paredes - la de verdad y la de mi espiritu -, los ojos brillantes de Juan, el sonido de mis pasos al bajar la escalera. Los ojos brillantes de mi abuela, cuando abrió la puerta y nos encontró corroteando en el salón. Y es que la magia, está en todas partes, pensé mientras Juan le contaba a mi abuela lo mucho que le gustaba la biblioteca y el salón. Pero sobre todo, está en ti.

***

Rio, escucho la voz al otro lado del teléfono. Juan, el hombre también ríe.

- Oye ¿Todavía te acuerdas de esas cosas? Que memoria.
- Soy una babosa con memoria.
- Llegas el hogar a cuestas mujer - me dice. Y reímos juntos. Me tocó el pecho otra vez. La ciudad más allá de mi ventana, la de antes, la de siempre, parece sonreír.
- Siempre conmigo.
- Cosa de brujas.
- Cosa de magia.

Reímos juntos otra vez.

C'est la vie.

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