domingo, 12 de abril de 2015
La danza de las sonrisas y otras historias de brujería.
Cuando tenía ocho años, decidí que quería aprender a volar. Lo decidí de esa manera absurda y por completo libre de la infancia. Y sobre todo, con la certeza profunda que podría lograrlo, que no había nada imposible en aquella minima empresa demencial, en esa aspiración sin sentido. Pero la infancia, la frontera del temor es muy pequeña, apenas perceptible. Una línea movediza entre lo que sueñas y deseas alcanzar.
Y yo deseaba volar. Lo deseaba más que cualquier cosa. Me imaginaba abriendo los brazos y remontando vuelo, quizás entre sábanas brillantes como Remedios, la bella o con la rápidez de un pájaro de alas enormes surcando el horizonte. Imaginaba el sabor del viento entre los labios, el olor de las nubes enredado en mi cabello. Las manos abiertas hacia las estrellas. Más alto, cada vez más alto. La madre Luna abriéndose sobre el horizonte. El brillo interminable de la noche recibiéndome con los brazos abiertos.
- Te vas a matar - dijo Flor con su habitual practicidad cuando le conté aquello. La miré ofendida.
- Superman vuela.
- Superman no es de verdad.
- Pero alguien dibujo a Superman volando. Debió pensar que podía hacerse.
- Pero aunque así fuese, Superman es de otro mundo. Es como ET, sólo que no tan feo - opinó sabiamente Flor - o sea que puede volar porque en su planeta lo hacen. Aquí no lo hacemos.
- Los aviones vuelan.
- Eso es otra cosa.
- Pues yo quiero llegar a esa otra cosa.
- Ya vas a ver. Te vas a matar.
Lo mismo parecía pensar mi tia M. cuando le conté de mis futuros planes de remontar rauda y veloz el cielo. Me miró con los ojos muy abiertos y espantados, con esa inocencia suya festiva que tanto me gustaba. Con sus mejillas sonrojadas y regordetas, la sonrisa color rosa y las manos delicadas, era como una niña muy crecida, una mujer que jamás había dejado la infancia por completo. Comenzó a sacudir la cabeza nada más comencé a explicarle mis sueños de hacerme un par de alas y sí, salir volando por el tejado de la casa.
- ¡Ni se te ocurra hacer algo parecido niña! - me gritó. Me reí de ella con disimulo. Me encantaba su miedo - te puedes hacer papilla en las baldosas del jardín.
- Pero Leonardo Da Vinci creyó que podía volar - insistí. Había investigado todo lo que había podido sobre el asunto y me encontré que el legendario pintor había dibujado un bello aparato para volar. Como Icaro, pensé fascinada, aunque no con tanta torpeza como el muchacho mitologico. Después de todo, Leonardo era completamente genial y jamás se le ocurría la tonteria de acercarse al sol. Seguramente había volado por el horizonte, aleteando con inocencia con sus enormes alas de cuero. Mirando con ojos arrobados el atardecer.
- El Señor Da Vinci estaba loco de remate - dijo mi tia muy alterada - y no logró hacerlo, por cierto.
- Pero quizás yo si podría...
- ¡No te atrevas!
Pero claro que pensaba atreverme. Hice una lista de todas las cosas que necesitaría: cartón para mis alas a lo Da Vinci, tela para recubrirlas y plumas blancas, que no estaba muy segura de como podría conseguir. Flor opinó que quizás tener plumas era el elemento más importante para volar, siendo que todo el que lo hacía lo tenía.
- Menos Superman, le recordé - Flor puso los ojos en blanco.
- ¡Que no es de este planeta! No necesita alas - me explicó. Asentí muy convencida por su explicación. Así que tenía que encontrar plumas.
Me dediqué un par de días a recortar las enormes alas que pensaba llevar en los hombros. Tia me encontró en el salón, rodeada de trozos de cartón y papel, tela rota y algunas plumas sueltas de color gris y plata que había encontrado en el jardin. Y como es natural se horrorizó, suponiendo que era lo que estaba haciendo en medio de aquel desorden artesanal.
- ¿Vas a seguir con esa idea demente? - me gritó. Comenzó a reunir todos los trozos de tela, cartón y plumas que encontró mientras yo intentaba quitarselo de las manos.
- ¡Es mio!
- ¡Pues nada de eso! ¡No te voy a permitir!
Entre chillidos, intenté evitar me quitara mis alas a medio construir. Grité hasta ponerme roja, zapateando y levantando puños, mientras mi tia insistía en recoger el estropicio a su alrededor. Finalmente mi abuela apareció por el hueco de la puerta de la biblioteca, con expresión fastidiada.
- ¿Me va a explicar alguien que escandalo es este?
- ¡Tia me quitó mis alas! - grité a todo pulmón. Tia me dedicó una mirada furiosa y explicó en voz remilgada que yo andaba emburrullada en algun tipo de locura. Muy decidida a construirme unas alas de cartón y subirme al tejado para volar.
- ¡Como Leonardo Da Vinci, ha dicho! - me acusó - ¡Se puede matar!
Abuela - la sabia, la bruja - se acercó con paso lento. La miré desafiante, con la respiración agitada por el esfuerzo de recuperar mis alas de las manos de mi tia y sobre todo, por la verguenza. Una cosa era contarle mis planes a Flor y a tia y otra, a la abuela. Intenté sostener su mirada color miel, llena de una extraña severidad. No pude. De manera que me dediqué a mirarme las rodillas y los agujeritos en el pantalon.
- ¿Quieres volar entonces?
Levanté la cabeza, sobresaltada. No se estaba burlando ni tampoco, parecía disgustada. Realmente me lo estaba preguntando. Sentí que un hilo de miedo y entusiasmo me recorría la espalda, como si todas mis fantasías de las últimas semanas de pronto tuvieran un lugar en mi vida, un sentido real y sobre todo, posible. Comprendí que hasta ese momento, no había pensado en que pudiera llegar a volar, sino que disfrutaba de la mera posibilidad y la expectativa de la idea. Pero al parecer, mi abuela hablaba bastante en serio.
- Me encantaría hacerlo, pero no sé si se pueda - dije con toda sinceridad. Tia soltó un resoplido impaciente.
- A esta niña se le metió en la cabeza que quiere volar como los pájaros ¡Imaginate! - comentó muy ofendida - y se ha pasado todos estos días obsesionada con el tema. Te lo digo, se va a terminar haciendo daño. Es lo bastante atrevida como para...
Abuela sacudió la cabeza impaciente y mi tia guardó silencio, con un gesto casi compungido. Aguardé entre ellas, mirando a una y a otra con impaciencia. Quería explicarles a ambas la manera como había imaginado sería volar, esa lenta sensación de ingravidez y luego, el cielo abierto interminable. La libertad absoluta de recorrer un paisaje sin límites sin frontera. ¡Podía verlo tan claro en mi mente! El azul que de tan radiante quemaba, el olor del viento golpeandome el rostro con fuerza. Los brazos abiertos sobre mi cabeza. Y ese silencio, interminable y apacible. Otro mundo.
- Volar es una idea, más que un hecho - dijo mi abuela - y no se necesita alas. Lo sabes ¿No?
Parpadeé. La verdad no tenía de qué me hablaba. Me revolví nerviosa sobre las puntas de mi pies. Lo que yo había soñado sobre volar, tenía mucho que ver con el acto físico de elevarme, de comprender lo que los pájaros - y bueno, está bien: Superman y Remedios, la bella - sentían. Esa extraordinaria capacidad para remontar el mundo real y alcanzar ese otro, al límite de las estrellas.
- No, no lo sabía - admití. Abuela asintió con un gesto lento.
- Me lo imaginé.
- Pero...¿se puede volar entonces? - pregunté - ¿Se puede? ¿Como...?
Tia miró a mi abuela boquiabierta. Y pareció a punto de decir algo, apretando contra el pecho los trozos de papel, cartón y plumas. Mi abuela levantó la mano, pidiendole paciencia.
- Sí, pero tu tienes que estar preparada para hacerlo.
- ¡Lo estoy!
- ¿Te parece?
- Bueno...lo estaré cuando mi tia me deje coser mis alas - dije apresuradamente. De pronto, la sorpresa festiva de la conversación se transformó en pura expectativa. De manera que sí, podría volar. Que había una posibilidad real de remontar vuelo, de abarcar el mundo con los brazos. ¡Yo lo sabía! Y es que si la abuela lo decía, debía ser verdad. No había otra posibilidad.
- No las necesitas.
- ¿Como que no? - pregunté abrumada.
- Te mostraré como lo hago yo.
Me hizo una seña que la siguiera a la biblioteca. La tia me siguió con una mirada petulante que tenía mucho de infantil. Tuve el deseo de sacarle la lengua por puro capricho pero imaginé el escándalo que se armaría, así que no lo hice. Lo que realmente deseaba es que la abuela me explicara aquello de volar. Lo demás importaba muy poco.
Me senté en la silla frente al escritorio de mi abuela. Me encantaba la biblioteca de la casa: tenía el aspecto que yo suponía debían tener todas las bibliotecas del mundo, con su enorme anaquel repleto de un sinfín de libros en diferentes grados de deterioro, más libros abiertos en todas partes, hojas de papel a medio escribir, fotografías enmarcadas, figuras de porcelana y arcilla de aspecto extraño sobre los muebles de madera. Lo miré todo con interés, mientras mi abuela se preparaba una taza de café oloroso en la cafetera que solía tener en la habitación.
- La aspiración a volar es una idea muy vieja, hija - comentó entonecs - todo el mundo ha querido hacerlo antes o después. Por infinitas razones y por cientos de pequeñas ideas que tienen mucho que ver con la libertad de las ideas. Lo sabes ¿No?
La verdad no lo sabía. Yo quería volar...porque bueno, quería hacerlo. No sabía como explicarlo mejor. Quería desafiar esa idea de la gravedad con lentitud, comprender ese misterio que hacia que el mundo más allá de la tierra fuera por completo distinto. Quería escuchar el sonido de las estrellas, el susurro del sol, la voz del viento entre mis dedos. ¿Esas eran buenas razones para hacerlo? No lo sabía. Tampoco, como explicar algo tan simple a mi abuela. Me encogí de hombros.
- Quiero volar, sólo eso. Quiero... - moví los brazos sobre mi cabeza. Un gesto lento y dulce - quiero ser...todas las cosas con que sueño.
Abuela continuó mirándome con seriedad. Al menos no se había reído de lo que había dicho y eso era bueno, pensé ofuscada. Pero no solamente no se había reído, sino que además, me miraba con una enorme y profunda atención. Me pregunté en que estaría pensando. ¿Eran verdad las leyendas de las brujas que volaban en escobas? ¿Había algo de cierto en la imagen de la bruja llevando un sombrero puntiagudo cruzando rauda el cielo nocturno? Me entusiasmé. Miré a mi alrededor, segura que por algún lugar de la biblioteca, habría una escoba. Una muy distinta a cualquiera de las que había en la casa. Una que...
- Volar es una forma de comprender el mundo - dijo mi abuela, interrumpiendo mis disparatados pensamientos - más que un hecho, es una idea. Y todo lo que eres y lo que aspiras, todo lo que hay en cada cosa que haces y deseas construir, comienza por un sueño. Por un pensamiento que se crea así mismo. Por una idea nueva.
Me quedé un poco desconcertada por lo que decía. En realidad, no estaba entendiendo del todo lo que me decía, pero algo en mi interior pulsó con calidez, con si una parte de mi mente reconociera las palabras de mi abuela. Recordé la primera vez que había soñado en volar: había estado leyendo el libro Cien años de Soledad y Remedios, la Bella, había ascendido en cuerpo y alma al cielo, rodeada de sábanas brillantes, desde las páginas del libro. La imaginé, extraordinariamente bella, sacudiendo la mano como una niña muy grande, despidiendose del mundo de las cosas y de los pequeños pesares. Había sido una imagen muy vívida, muy poderosa. Que me había hecho latir el corazón. Y había querido volar. Así, como si tal cosa. Volar como Remedios, para mirar el mundo desde esa distancia, para comprender esa plenitud del aire nuevo de una experiencia impensable. ¿A eso se refería mi abuela?
- Antaño, se decía que las brujas volaban - me explicó - se decía que cualquier bruja podía abrir los brazos y vencer la resistencia del viento para elevarse hacia las estrellas. En realidad, una bruja es un espíritu curioso, una mente creativa que asume el poder de construir ideas como una forma de comprenderse así misma. Siglos atrás, las brujas miraban el mundo desde la esperanza y no el miedo, desde la necesidad de aprender y no sólo, la de aceptar por buenas las lecciones del pasado. Y más allá, las brujas se esforzaban siempre en rebasar ese límite invisible del temor para asumir un poder más profundo sobre su mente y su espíritu. Esa idea profunda, esa idea perenne, se llamaba volar.
Me sentí levemente defraudada. Así que no habría escoba, pensé hundiendome en la silla, un poco. Abuela me dedicó una mirada traviesa y noté que le temblaba las comisuras de los labios, como siempre ocurría cuando estaba a punto de reir. Pero entonces se inclinó sobre el escritorio y me hizo un guiño.
- Pero yo sé volar de otra forma.
- ¿Con una escoba? - salté de inmediato. Mi abuela soltó una carcajada.
- No.
- ¿Como Superman?
- Me gusta la ropa interior en su lugar.
Reímos juntas. Se levantó de la silla y me hizo un gesto firme.
- Ven conmigo.
La seguí. Mientras subiamos la escaleras de la casa hacia la terraza, el corazón me latia muy rápido. ¿Habría algún secreto allí? ¿Algo realmente portentoso que lograría que volara como Remedios, La bella? De pronto, tuve una imagen de mi tia M., tan regordeta y torpe, volando. Y me reí en voz baja. Mi abuela volvió la cabeza sobre el hombro para mirarme.
- Guarda la risa. La vas a necesitar.
Contuve la respiración. Caramba, algo realmente iba a suceder, me dije emocionada. Me limpié las palmas de las manos, húmedas de sudor, sobre el jean del pantalón. ¿No necesitaría alguna cosa para lo que iba a suceder? Pensé con cierta irritación en mis alas a medio construir, llena de pedacitos de telas y plumitas. Tal vez no eran tan bonitas como la de los pájaros, pero bueno...si ibamos a volar tal vez la necesaria, feas y todo como eran ¿No?
La terraza era el lugar más extraño de la casa, o a mi me lo parecía. El techo de tejas tenía un aspecto interminable, como si aquel paisaje ondulante y rojo se extendiera en todas direcciones. La montaña se veía tan cercana que era una línea verde abriéndose directamente desde el suelo, y la ciudad un resplandor plateado al fondo. El aire allí siempre era nuevo, recién hecho. Como si naciera justo en el verde imposible del Ávila y en azul eterno del cielo azul Caracas.
No subía mucho por allí. La puerta permanecía cerrada siempre - me pregunté apresuradamente si para evitar que alguna bruja volara ¡Que idea divertida! - y además, era peligroso. Eso lo sabíamos todas. Ya era parte de las leyendas de la casa, la ocasión en que tio L. había resbalado al pisar una teja equivocada intentando atravesar el techo hacia el árbol de mango y había caído al suelo. Se había roto el tobillo derecho y había tenido que soportar la regañina de abuelo y abuela por meses. Y claro, tampoco se había comido los mangos que le obsesionaban, claro. De manera que nadie subía a la terraza. O al menos eso yo creía hasta ese día.
Caminamos con cuidado junto a la pared de yeso. Mi abuela me sostuvo de la mano con fuerza, indicándome donde pisar. Llegamos finalmente al lado más abierto, el que daba a la montaña. De pronto, el mundo sólo era el Ávila y el cielo. Solo verde y azul bruñido. Un paisaje de verano eterno. Lo admiré todo con los ojos muy abiertos. ¿Qué sucedería a continuación?
- Volar es una idea, mi amor - dijo mi abuela entonces. Se inclinó, me rodeó por la cintura y me levantó con facilidad. Me tambaleé asustada y de pronto, la distancia de la orilla del techo me pareció muy cercana y el abismo más allá muy alto. Bueno ¿No querías volar? dijo una voz impertinente en mi mente, muy parecida a la de mi tia M. Me abracé al cuello de mi abuela, temblando.
- ¿Vamos...a volar en serio?
- Todos tenemos el poder de ser más grande que nuestros miedos, limitaciones y frustraciones. Todos somos seres alados en nuestra mente. Todos somos poderosos en el valor de creer.
Me apretó entre sus brazos. Tuve la impresión que el viento soplaba más fuerte. El Ávila era una curva interminable, en el lento suspiro de los árboles que no podía distinguir a la distancia. El cielo no tenía principio ni fin. Era pura belleza, tan nítido que tenía la impresión no iba a terminar jamás, una cúpula de pura luz que se abría en arco sobre nuestras cabezas.
- Piensa en todas las cosas más bonitas que puedas. Y abre los brazos. Sueña, que vamos a mirar el mundo a la distancia.
Le obedecí. Con los ojos apretados, comencé a pensar en cada cosa que me gustaba. En esa sensación de sobresalto emocionado que me provocaba leer la primera línea de un libro. En lo que me asombraba el primer rayo de luz del amanecer, que desaparecía las sombras y creaba los colores y las cosas. En el sabor del chocolate recién hecho, la voz de mi mamá. Los rituales de Luna Llena, el cosquilleo de mi cabello sobre los hombros cuando corría. En el vuelo de los colibrí en el jardin. En todos los pequeños fragmentos de belleza que se elevaban a mi alededor a diario. En todas las cosas buenas que celebraba en mi espiritu, que le daban forma a la voz de mi mente. Un resplandor de sol interior.
Y el viento comenzó a acariciarme los cabellos. Las manos extendidas. A sacudirnos a ambas, allí, de pie sobre el techo de la vieja casa, como si nos recibiera en un abrazo cálido. La abuela y la nieta, con los brazos abiertos hacia el sol, hacia el amanecer eterno, hacia todas las cosas interminables, espléndidas. Hacia el presente construido en silencios, hacia el futuro, palpitando en la punta de mis dedos. Y comencé a reir, a carcajadas, sin saber por qué, mientras el viento era cada vez más fuerte, atronador. Sacudiendonos a ambas, dejándonos sin aliento. El viento que era verde y azul, el viento que era todo. El viento que estaba arriba en el cielo interminable y en la montaña paciente. Y todo fue verde, azul y viento. Fue un mundo nuevo, una visión más allá de lo evidente. Un dolor muy pequeño en medio de una felicidad muy pura e inocente.
Abrí los ojos. Tuve la impresión había recorrido kilómetros de distancia. Pero seguía allí, firmemente abrazada al cuello de mi abuela, mirando ambas al horizonte. Ella me dio un beso en la frente, un breve parpadeo de dulzura que casi me hizo llorar.
- Volar es un sueño. La única cosa que puede elevarte por encima de cualquier temor.
Sonrío cuando recuerdo sus palabras. Cuando me inclinó sobre la página llena de palabras. Con los ojos llenos de sueños. Con la cámara entre las manos. Lo que sueño, lo que creo, lo que aspiro, lo que me llena de esperanza. Lo que necesito, lo construyo a diario. Y de pronto el mundo es verde y viento, azul y sueños. Y yo, sólo una niña pequeña con deseos de alzar los brazos y elevarme hacia el sol.
Vamos a volar, me dijo, cuando comienzo a leer, a fotografiar, a escribir. Vamos a extender los brazos y soñar.
C'est la vie.
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