sábado, 25 de abril de 2015

La voz del tiempo y otras historias de brujería.





Cuando cumplí once años, mi abuela me obsequió un cuaderno en blanco. Uno muy bonito, por cierto. Pero vamos, se trataba de sólo un cuaderno. Le di vueltas en las manos, intentando disimular lo muy decepcionada que me sentía. Mi abuela espero, conteniendo la risa.

- Un cuaderno - dije por último.
- Uno en blanco.
- Ah, bueno.

Lo levanté para mirarlo a la luz del sol: era un cuaderno de una raya Caribe, con su portada de cartón corriente, muy parecido a los que usaba en el colegio. Y este incluso era más sencillo: a los del colegio, mi mamá se preocupaba por forrarlos con papel de colores muy vivos y hermosos. En una ocasión, hasta lo había hecho con hojas fotocopiadas de mis caricaturas favoritas. Pero este era sólo un cuaderno, sin más. Solté un largo e intencionado suspiro.

- ¿Qué ocurre? - preguntó mi abuela.
- Nada...Es decir...

Me encogí de hombros. La verdad, es que había esperado el día de mi cumpleaños número once con muchísima impaciencia. Sabía que a partir de entonces, podría comenzar a leer los libros de las Sombras de la familia para aprender de ellos y recorrer lo que las mujeres de mi familia llamaban "la Senda del Arte". En realidad, tenía ideas muy confusas con respecto a que ocurriría una vez que comenzaba mi aprendizaje en la tradición familiar. No sabía si sería algo formal como el colegio o al contrario, algo más misterioso, como suponía yo debía ser todo en brujería. Tenía ideas muy fantasiosas, que acariciaba día y noche en ensoñaciones interminables. ¿Mi abuela me mostraría fabulosos tesoros acumulados durante generaciones y guardados en su casa? ¿Me hablaría sobre enigmáticos rituales? ¿Sobre poderes ocultos? No sabía bien que ocurriría, pero sabía que sería algo. E importante. De manera que sostener aquel vulgar cuaderno en blanco me dejó no sólo entristecida sino también, directamente confundida.

- Te lo regalé para que desde hoy, escribas tu historia - dijo entonces mi abuela. Parpadeé, aturdida.
- ¿Mi...qué? ¿Qué historia?
- Tu historia. La de todos los días. La que después contarás a la bruja que vendrá después de ti.

Mire el cuaderno. El cartón tenía un tacto suave y cálido, como si hubiese estado bajo el sol. El dibujo del Indio - lineas azules y blancas sobre la portada simple - parecía dedicarme una seria mirada de soslayo. Abrí el cuaderno. Las hojas tenían un olor impecable, recién nacido. Me incliné un poco para olfatearla. Una llanura de hojas blancas me saludó desde la periferia.

Pero aún seguía sin comprender que quería decir mi abuela. La verdad, tenía poco que contar. Tenía diez años - ¡Once! -, era estudiante de primaria, tenía pocos amigos, apenas salía de casa. No hacia otra cosa que leer, escuchar conversaciones de los mayores e imaginar mundos extraordinarios, gracias a los libros con los que estaba obsesionada. No tenía mucha idea sobre qué podría escribir o qué podría decirle a esa hipotética bruja del futuro que quisiera leer algo de lo que podría poner en el cuaderno Caribe. Pero mi abuela parecía muy convencida que sí, que de hecho, tenía infinitas cosas que contar y que los once años era un buen momento para comenzar a hacerlo.

- Una bruja es una narradora, una cronista. Una recopiladora de historia. Las mira, las contempla. La guarda entre las manos. Las esconde en el bolsillo para pensarlas después...y las escribe. Las escribe como puede, como quiere y como las sueña - me explicó - hay una idea profunda en casa cosa que escribes. Porque la palabra es poder, es recuerdo, es escena. Es todas las cosas que viviste, vives y sueñas. Es la vida más allá de ti misma y la que ocurre en el preciso instante en que lo vives.

La miré boquiabierta. Nos encontrábamos en su biblioteca - mi lugar favorito de la casa, sin duda - y de pronto, los lomos de cuero de los centenares de libros en los anaqueles, tuvieron otro significado. Los contemplé con una mirada sobresaltada y comprendí que no sólo eran páginas, eran palabras. Y eran palabras escritas por alguien más. Palabras capturadas del aire, construidas, amoldadas, delineadas por los dedos y los pensamientos de un escritor, de un soñador. De un hombre o una mujer audaz que había decidido traducir el mundo a su manera, de reconstruirlo parte a parte, párrafo a párrafo para legarlo a alguien más. Me quedé con mi cuaderno entre las manos y tuve la sensación que algo definido ocurría con el aire dorado de la tarde. Que una ligera vibración  me envolvía cálida y sutil. Los libros cuentan historias. Las historias crean el mundo. El mundo es un libro abierto. Y un libro abierto que creamos a nuestra medida y capacidad para soñar y crear.

- ¿Empiezo hoy? - pregunté entonces. Lo hice en voz bajita, como si temiera que los libros - y las personas contenidas en ellos - pudieran escucharme. Los anaqueles repletos de libros parecían combarse, inclinarse peligrosamente hacia la realidad. Mi abuela me dedicó una de sus miradas perspicaces, doradas y brillantes, inolvidables.
- Cuando quieras, mi niña.

Empecé justo ese día, por supuesto. Conté como había sido la celebración de cumpleaños.  El ritual de luces y rosas donde todas las mujeres de mi familia me trenzaron el cabello y luego, me lo aseguraron con viejos pasadores de cobre en la nuca. Había sido un momento muy emocionante, aunque no pudiera decir por qué: me había sentado en medio de un circulo de velas caseras y cada una de mis mis tías y primas, me hicieron una trenza pequeñita en el cabello. Mechón a mechón, mi cabello rebelde se había transformado en un intricado tapiz de un aspecto brillante y extrañamente antiguo. Por último, mi abuela las había tomado todas y las había peinado sobre mi nuca, en un apretado rodete. Mientras lo hacia, cantaba muy bajito una vieja canción italiana sobre la Luna y las Estrellas: "Cada noche, el Infinito te recibe con las manos abiertas. Somos sueños de estrellas, manos abiertas hacia la oscuridad satinada. Somos las Mujeres de la Luna y el Mar. Somos las brujas de la viejas historias olvidadas".

Escribir sobre la escena y lo que vino después - la cena en familia, las risas y chistes, dormir en medio del jardín, en un almohadón bordado mientras mis primas reían a mi alrededor - le dio un nuevo brillo. Lo hizo más bello, profundo. Le brindó un nuevo sentido. Me sorprendió la forma como las palabras redondearon las pequeñas cosas, las palabras, como si tuvieran un peso nuevo, una belleza desconocida. Cuando terminé de hacerlo, pensé otra vez en los libros de la biblioteca. En todos los que antes que yo habían descubierto esa magia secreta. Y me emocioné, casi hasta las lágrimas. Que raro privilegio ese de redescubrir el mundo una y otra vez, de vivir cientos de veces a la manera de los sueños. En la capacidad de construir una idea brillante que crecería y se haría poderosa - quizás para siempre - en mi imaginación.

Me acostumbré a escribir a toda hora, por todos los motivos, por todas las razones. Me entusiasmé con la idea de llevar aquel pequeño y desordenado registro de lo que me ocurría cada día. Incluso cuando a veces estaba tan cansada, que las palabras parecían escapar por voluntad propia de mis dedos. De zigzaguear en una dirección y otra, chocando y bamboleando entre sí. Palabras que nacían y crecían en un súbito deseo de contar, de recordar. Incluso de imaginar. Un confidente al alcance de la mano, un sueño a punto de construirse así mismo. Cien maneras nuevas de crear.

Llevaba mi cuaderno a todas partes. Unos meses después que había empezado a escribir, ya lucia manoseado, roto y sucio. Pero yo lo adoraba. Me encantaba esa sensación de conversar conmigo misma, como si las palabras me devolvieran un reflejo desconocido de la niña que era por entonces. Era una emoción curiosa, esa de inclinarme sobre las raíces del árbol más grande del jardín de la Escuela o en el patio del colegio, para escribir. Para abstraerme de todo, para construir pensamientos elementales o que yo consideraba así. Para reflexionar a solas, sobre cosas que hasta entonces no había hecho. Era una puerta secreta en mi mente. Un camino inexplorado hacia una región desconocida de mi espiritu.

- ¡La loca de las escobas está escribiendo!

El grito de Gloria me sobresaltó. Era la niña más popular de mi clase y por alguna razón que nunca entendí muy bien, me detestaba. Tanto, como para burlarse de mi a la menor oportunidad o simplemente, dedicar su malévola atención hacia cualquier cosa que hacia. Habíamos tenido encontronazos en el pasado - y en una ocasión, tan graves como para terminar ambas castigadas en dirección - pero ella parecía no cansarse nunca de meterme puyas. De perseguirme de un lado a otro con su mirada burlona, irritada. Y es que para Gloria, yo parecía ser la síntesis de todas las cosas que las niñas no debían ser: con mi cabello rizado, mi rostro pálido y pecoso, mi habito por leer.

La miré acercarse, acompañada como siempre por dos de las niñitas que le seguían a todas partes. Siempre eran distintas y en esta ocasión, eran dos alumnas de sexto grado que sólo había visto en una ocasión. Ambas me señalaban con el dedo y se reían en voz alta. Me levanté de un salto. Apreté los puños, enfurecida.

- ¡Yo no soy la loca de las Escobas! - Grité. Gloria soltó una risotada.
- Claro que lo eres. Tu familia es de locos y tu eres una loca.

Quise echarmele encima y jalarle del cabello hasta hacerla gritar, pero me contuve. La última vez que lo hice, había terminado castigada en la dirección sin que ninguna de las Monjas quisieran escuchar el motivo por el cual me había peleado con Gloria. Así que esta vez me prometí aguantar. Me quedé de pie, con el corazón latiendo muy rápido, mientras ella sacudía la cabeza con aire de suficiencia.

- Una loca que ahora escribe - añadió - ¿Qué estas escribiendo?

Me recorrió un escalofrío. Había dejado el cuaderno Caribe junto a la piedra donde había estado sentada. Bien visible y sobre todo, al alcance de la mano de  Gloria o de sus amigas. Pensé en todo lo que había escrito en el cuaderno, en mis pensamientos privados, en las palabras de mi abuela o mis tias que había atesorado con tanto cuidado. Y pensé en Gloria leyendolas. Burlandose. Arrancadole la belleza con sus risotadas, con sus dedos de uñas impecables de chica popular. Sentí que el miedo me cerraba la garganta y algo más duro y amargo. Una sensación inevitable de desastre.

- ¡Nada que te importe! ¡Lo que yo escribo no lo entenderá una niña estupida como tu! - chillé. Esperaba que se sintiera tan ofendida que prefiriera pelearse conmigo que tocar el cuaderno. Pero claro está, ocurrió exactamente lo contrario. Gloria me lanzó una mirada brillante y rencorosa. Una mirada adulta, pensé años después. Esa conciencia de que puedes hacer daño con un gesto pequeño y que sin duda, lo harás. Y es que Gloria, popular, mimada y admirada por el resto de la clase, tenía esa certeza del fuerte que puede aplastar al débil sin recibir castigo. O imagino que eso fue lo que pensó, cuando me empujó y se abalanzó sobre el cuaderno y lo tomó entre las manos. Sentí un dolor físico cuando lo hizo.

- ¡La loca ahora escribe! - gritó - ¿Qué puede escribir una loca que le importe a nadie?

Todo pareció ocurrir muy rápido. Creí que Gloria abriría el cuaderno y empezaría a leer en voz alta lo que había dentro. Que descubriría ante toda la asombrada y divertida concurrencia de niñas que nos rodeaban, mis temores a la oscuridad, mi amor por el olor de la Montaña, mi admiración por el Señor Cortazar. Que descubriría ante todos mi dolor secreto y angustiado por la muerte de mi amigo L., de mis largas noches de insomnio. Era como estar desnuda, pensé atropelladamente. Era como perder un trozo de ti misma, arrojado al suelo del patio del colegio. Los ojos se me llenaron de lágrimas de angustia.

Pero Gloria no lo hizo. En su lugar, levantó el cuaderno y con el puño cerrado, comenzó a romper las hojas.

El sonido del papel al romperse me dejó sin aliento. Tuvo la misma potencia y fuerza como que si alguien me golpeara en pleno rostro. Me escuché gritando antes de comprender que era yo, levantándome del suelo, gritando hasta quedarme sin aliento. Pero Gloria seguía rompiendo las hojas, en una rápida y caótica sucesión. Escuché otros gritos a mi alrededor, suspiros y sollozos. También risas. Y el dolor creció, me sofocó, me dejó a ciegas. Me zarandeó tan fuerte que tuve la impresión, las hojas rotas eran partes de mi misma, destrozadas y sucias en la tierra del patio de la Escuela.

Me encontré golpeando a Gloria antes de recordar por qué lo hacia o asumir que de hecho, no era una imagen de mi imaginación. Golpeandola como jamás había golpeado a nadie, queriendo herirla, herirla, herirla. La escuché gritar, golpearme también. Pero eso no importaba. Eramos una confusión de brazos y piernas que se encogían y se alargaban con violencia. Llorabamos y gritábamos ambas, pero yo sólo seguía escuchando mi llanto, el sonido de las hojas al romperse. Y seguí golpeando, con los puños cerrados, a ciegas, hasta que alguien me tomó de la cintura y me levantó.

- ¡Basta! - era Sor M., la monja más joven y fuerte del Colegio. Me sostenía como un fardo izquierdo, que la sacudía de aquí para allá - ¡He dicho que basta!

- ¡Ella comenzó! - gritó Flor, desde el suelo. Tenía el uniforme lleno de tierra y la cara tiznada de sangre y lágrimas - ¡Se me vino encima como la loca que es y me empezó a pegar!

Un coro de voces se alzó a mi alrededor. De pronto, alguien levantaba una hoja rota.  Una hoja arrancada de mi cuaderno. Mi amiga Flor mostraba las hojas como trozos de algo pequeño y poco importante, destrozado para siempre. Sor M. le dedicó una mirada y luego me dejó en el suelo. Me tambaleé, aturdida y sin poder dejar de llorar. Me miró desde las alturas de su severidad de ojos grises y labios pálidos.

- ¡A calmarse todas! ¡Y ustedes dos! ¡Vengan conmigo!

La seguí, sin saber a donde iba. La realidad se había vuelto confusa a mi alrededor. Sabía que Gloria caminaba a unos pasos, llorando y quejándose, señanalandome con el dedo. Alguien me había puesto el cuaderno roto entre los brazos y yo lo sostenía como si se tratara de algo frágil, irreparable. Lloré con más fuerza, aunque ya no sabía porque lo hacia. O quizás sí, pero no había una manera más franca de expresar esa angustia, esa total sensación de encontrarme indefensa, que a lágrima viva. Así que seguí llorando, sin ocultarlo y sin vergüenza, sentada en el pupitre del salón de castigo, con el cuaderno entre las manos.

Escuché a Sor M. hablar en voz alta, acusar, castigar. No entendí que decía. Era como si mis palabras se hubiesen quedado en las hojas rotas. Cuando se inclinó hacia mí, me sorprendió que fuera real. Sus enormes ojos grises me miraban cansados. Estábamos solas en el enorme salón de castigo.

- ¿Estás bien?

Era una pregunta sincera, pragmática. Recordé que a Sor M. se le daban mejor los deportes que la lectura y que las niñas se burlaban de ella en secreto porque ser tan alta y fornida. Pero a mi me agradaba, con su cabello corto y castaño, sus ojos luminosos y sobre todo, su rara manera de hablar.  Tal vez por ese motivo, me consoló escucharla.

- No. Sí - me encogí de hombros - ¿Estoy castigada?
- Si me explicas que pasó y me dices la verdad, no.

No supe que decir. Miré el cuaderno roto entre las manos. Ya no parecía tan importante. Un cuaderno barato y sucio, destrozado. Lo acaricié con los dedos. Intenté contener las lágrimas. Y le conté a Sor M. como Gloria lo había roto. Le conté que había sido mi regalo de once años, que había guardado en él muchas historias que ahora...todas se habían ido. Me pregunté si un adulto podría comprender la magnitud de esa pequeña tragedia, el enorme dolor joven de haber visto todas mis historias volverse simplemente páginas rotas.

Sor M. me escuchó sin interrumpirme. Luego me callé, temblorosa y cansada. Después vino un silencio muy largo. Dos veces, otras monjas tocaron a la puerta, pidiendo explicaciones sobre lo que había ocurrido en el patio. Le vi intercambiar susurros con ellas. Por último, se inclinó frente a mi pupitre, toda ojos de expresión severa.

- Golpeaste a Gloria.
- Sí. Lo hice.
- ¿Por qué rompió tu diario?
- No es mi diario...es - Yo tampoco sabía que era. Sacudí la cabeza - sí, le di puñetazos.
- Eso está prohibido en el colegio.
- Si, Sor M. eso lo sé - suspiré, cansada, dolorida - Pero no...pude evitarlo.
- Pero ella rompió tu cuaderno.
- Sí - parpadeé. Sor M. seguía mirándome con atención - lo rompió...no sé por qué lo hizo.
- Lo hizo porque a mucha gente le irrita lo que no entiende - comentó, como para sí misma - y escribir es una de esas cosas. Está mal que la hayas golpeado, pero ella te golpeó antes. Y de una manera mezquina. Peor que los puños.

No supe que responder. Ella se levantó, alta y esbelta y me pareció más rara que nunca, con su cabello corto y su rostro pálido. Una mujer a la que no entendía mucho pero que igualmente me intrigaba, con su extraño acento europeo, sus modales bruscos, su sonrisa diáfana. Espero, de pie, como si pensara en las palabras que acababa de decir.

- Vas a estar castigada porque aquí, en este colegio, nadie usa los puños - me dijo - pero también Gloria lo estará, porque aquí, en este colegio, queremos enseñar a respetar. A que hay cosas más duras y dolorosas que un bofetón. Hay pensamientos más fuertes que los puños que golpean ¿Entiendes lo que quiero decir?

La verdad es que no...aunque tenía la impresión que tenía que ver con algo de lo que me había hecho escribir incansablemente en mi diario. Ese poder de las palabras, ese significado oculto en lo que cuentas, en lo que creas y conservas. Pero la verdad, no sabía si me estaba imaginando aquello o si de verdad, Sor M. podía entender lo que había significado para mí perder...mi primer Libro de las Sombras. Porque eso era ¿Verdad? me dije con un nudo en la garganta. Magia pura transformada en palabras. El poder de las ideas.

- No - admití por último - pero creo que puedo entenderlo. Más adelante. En mi casa. O...no lo sé. Cuando pueda...
- Escribirlo.
- ¿Cómo lo sabe? - pregunté sorprendida.

Ella no respondió. Después puso sobre el pupitre una pequeña bolsa de plástico que había sostenido con todo el rato. Hizo un crujido lento cuando la sostuve. Papel, me dije con un sobresalto. A través del plástico transparente distinguí las hojas de papel rota. Miré a Sor M. sin saber que decir. Ella continuaba de pie, rigida y atlética. Un poco inquietante.

- Tu amiga Flor lo recogió y me lo dio - me explicó - llévatelo. Botalas tu misma.
- No las voy a botar - dije de inmediato. Ella asintió.
- Son tuyas.

Salió del salón. Me quedé en silencio, apretando la bolsa con las hojas dentro. Estaban vivas, a pesar de todo, pensé atropelladamente. Mis palabras seguían allí. Quizás su poder es más indestructible de lo que había supuesto. Quizás, vivirían incluso luego de ser rotas y maltratadas, de simplemente aplastadas por el puño de una niña malcriada. Una idea más fuerte que cualquier cosa. El pensamiento me hizo sonreír, otra vez.

***

Mi abuela me ayudó a pegar las hojas del cuaderno. Lo hizo con una paciencia infinita, engomando cada parte rasgada hasta que encajara con el resto. Estábamos las dos juntas, sentadas en su escritorio, cabeza con cabeza, concentradas en aquella rara labor privada.

- Entonces Sor M. me dijo que sólo me quedaría sin recreo dos semanas - le conté a mi abuela - y que Gloria, sería expulsada tres días. No me lo podía creer. Pero cuando fui al salón, Gloria estaba recogiendo sus cosas, llorando como loca. Y todas las demás niñitas consolandola.

Mi abuela no contesto. Aunque me había reñido por golpear a otra niña en el colegio, sabía que estaba irritada por el cuaderno roto tanto como yo lo estaba. Pero me imaginaba que era algo de adultos, eso de guardarse su opinión. En vez de eso, me estaba ayudando a pegar el cuaderno. Era otra forma de expresar lo que realmente pensaba, supuse.

- ¿Y ahora que harás? ¿Dejarás de llevarte el cuaderno a la escuela? - preguntó entonces a cabo de un rato. Se inclinó y colocó un trocito de hoja sobre otro más grande. Apretó los dedos. Espero que se adhiriera a la hoja. Miré todo el proceso pensando en su pregunta, sintiendo un calor nítido y fuerte en la garganta.
- No, seguiré escribiendo. Y llevando el cuaderno.

Abuela sonrío. Una sonrisa misteriosa y medio disimulada. Tomó una hoja de papel. Encoló. Pegó.

- ¿Hasta cuando?
- Hasta Siempre.

Esta vez sonreí yo, porque sabía era cierto.

Y lo sé aún, mientras las palabras brotan a raudales de mi dedos. Mientras me inclino sobre la hoja de papel para soñar, para crear, para volar. Para construir una idea. Pura magia antigua.

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