jueves, 14 de mayo de 2015

Una historia rota: El país de los sobrevivientes.





Cuando Hugo Chavez Frías se postuló como presidente por primera vez, yo apenas era una adolescente y sabía muy poco de política. O mejor dicho, me importaba muy poco como para que considerar valía la pena investigar o involucrarme en lo que ocurría en la calle. Hasta entonces “política” era una palabra ajena, una circunstancia que ocurría más allá de las puertas de mi casa. Una idea que no sólo no formaba parte de mi vida sino que no tenía ninguna influencia en mis decisiones y mis aspiraciones a futuro. Era algo que ocurría en la pantalla del televisor, en los mitines callejeros con militantes bulliciosos. Nada que pudiera importarme.

Lo que si conocía de cerca, era la violencia con tintes políticos. Con apenas diecisiete años cumplidos , había sido testigo de los enfrentamientos callejeros del 27 y 28 de Febrero y también de dos golpes de Estado. Me había aterrorizado con el sonido de los disparos en la calle y con el lento traqueteo de un vehículo militar que atravesó la misma avenida donde quedaba el colegio donde había estudiado por años. Fue una imagen que nunca olvidé: la enorme tanqueta verde, deteniéndose frente a la fachada blanca y quedándose allí días enteros, para demostrar que en Venezuela, la inocencia se había perdido para siempre. O eso entendí, durante las semanas de zozobra que vinieron después, viviendo en un país maltrecho y a pedazos que intentaba recuperarse de sus heridas. Nunca lo hizo, en realidad.

Luis (no es su nombre real) era mi vecino dos apartamentos más allá. Y también padeció el miedo de los saqueos y después, de los militares armados corriendo por las calles donde días antes, jugábamos. Fue Luis, ed hecho, quien me obsequió una gastada edición de “El mago de la cara de vidrio” de Eduardo Liendo y me dijo que lo leyera cada vez que me asustara el sonido de los disparos, los gritos, el silencio pesado y con olor a pólvora que para mi era el toque de queda. Y lo hice: durante ese interminable febrero del 89 y después, en Febrero y noviembre del 92, leía a Eduardo Liendo, cuando escuché otra vez las balas en la calle. Ese sonido metálico y sin eco que aprendí a reconocer muy pronto. Lo leía, con los ojos llenos de lágrimas, aterrorizada. Y Juan también lo hacía, insistiendo en que nada podía contra las palabras y una historia bien contada. Que el mundo no era sólo sobre la violencia y el miedo, aunque lo pareciera.

Tal vez por ese motivo, no comprendí que quisiera votar por el Hugo Chavez político. Nos habíamos convertidos en Venezolanos sobrevivientes, en parte de una generación de hombres y mujeres que crecían en medio de la incertidumbre. Cuando me dijo que había decidido brindarle un voto de confianza al ex militar, que a pesar de sus intentos de tomar por la fuerza el poder, le consideraba un hombre respetable, me sorprendí.

— Tu estuviste allí — le dije, escandalizada — tu sufriste el golpe de Estado.
 — A veces hay cosas que deben suceder para que comprendamos que necesitamos — me dijo. Y lo hizo con la convicción de la juventud, esa idea ardiente y devota que nadie entiende muy bien después — y el Golpe de Estado es eso: una cosa que tenía que pasar. Iba a pasar, con Chavez o sin Chavez. Pasó y ahora tenemos la oportunidad de decidir que hacer.
 — No creo que sea un hombre que crea en la democracia — le dije. En realidad, no tenía mucha idea sobre Chavez, pero sí, que había tomado la opción de la violencia antes de la política. ¿Eso no significaba algo contundente acerca de su manera de comprender el país? Juan pareció incómodo. 
— No siempre todas las ideas empiezan de manera pacífica. Fue un error, lo reconoció y ahora lo enmendará.

No supe que decir a eso. Sabía muy poco sobre lo que estaba sucediendo en la arena política de país: desde la candidatura de la ex Reina de Belleza Irene Saez hasta su más cercano contendor, Henrique Salas Romer, el panorama parecía moverse lentamente hacia una pugna encarnizada por el poder. Como Universitaria, sabía que la opinión del país estaba dividida y sobre todo, desconcertada por una sensación de desamparo con respecto a una propuesta viable. Y quizás por ese motivo, tuve la sensación que la aparición de Chavez — que al principio se percibió como una curiosidad cultural — era algo más que una simple candidatura. Chavez estaba convencido — o así me lo parecía — que cualquier logro político tenía como meta la refundación del país. Una promesa entre líneas que sugería que Chavez, como político, sólo aspiraba a utilizar los recursos del poder para implantar lo que por la fuerza no había logrado. Pero ¿Qué sabía yo al respecto? me dije más de una vez. En realidad, Venezuela entera se sacudía bajo la aspiración del cambio. Pero del cambio comprendido como una necesidad inmediata de resultados. Como le ocurría a Juan.

— El país tiene que enrumbarse — me insistió y me sorprendió que repitiera las mismas palabras que Chavez en la histórica y breve elocución que lo había hecho una figura pública — uno no puede esperar que pasen procesos. Hay que empujar lo que ocurra para lograr un país nuevo.

Pero yo no estaba tan segura. Continué resistiéndome a las promesas de Chavez, a esa entusiasmo nacional que rápidamente le nombró salvador y más que eso, que creó alrededor suyo todo un mito popular barato. Más allá, los intelectuales Venezolanos también parecían subyugados por esa promesa inofensiva de la izquierda de Caviar. Uno de mis profesores solía decir por aquellos años que el gran triunfo de Chavez fue emocionar a los desengañados comunistas que tomaban café con leche intentando recordar por qué no habían subido a la montaña fusil en mano.

— Venezuela siempre ha sido medio izquierdosa o mejor dicho, esa percepción de la izquierda tan caribeña nuestra — me comentó — toda una parafernalia de anti Imperialismo, ideales, el puño alzado. Chavez agarró todo eso y lo enarboló como bandera. Pero lo hizo comestible, digerible. Nada de los barbudos recorriendo calles y fusilando. Lo de Chavez es puro Marketing.

A veces, pensaba que el cinismo de mi profesor estaba más que justificado. En otras ocasiones, pensaba que se quedaba corto. Sobre todo, cuando miraba los afiches de Chavez que llenaban la calle: torpes engendros fotográficos donde parecía la re edición de ese Comunismo acérrimo que admiraba tanto. Puño levantado, camisa roja, el “pueblo rodeándolo”. Además, había algo más en toda su propuesta. Un dejo de enfrentamiento que aparecía en todas partes: en su promesa de “freir las cabezas” de sus contendientes políticos. En el discurso agresivo que era obvio intentaba suavizar. Pero eso era lo que necesitaba el país, lo que reclamaba. Y Juan lo creía así.

— Mira, es simple: lo que viene es una reconstrucción de Venezuela. Los adecos y copeyanos pueden colaborar, pero si no, hay que poner mano dura — me comentó ufano. Tenía apenas dieciocho y ya era un militante convencido de Chavez. Un proto chavista, como más de una vez pensé años después. Y es que Juan como otra tanta gente, encontró en Chavez una respuesta, una idea concreta que quizás, consolaba la ausencia de cualquier otra alternativa.

Chavez triunfó montado en una ola de popularidad sin precedentes. La tímida oposición — disminuida y vituperada por la reacción popular — solo contribuyó a realzar esa idea del hombre invencible. Y mucho más aún, cuando el discurso arropó a los excluidos y marginados no desde la distancia política — error clásico del bipartidismo Venezolano — sino desde la cercanía. El Chavez padre, el hijo. El Chavez risueño. El Chavez revirón, tan Venezolano como para jugar pelota, para gritar groserías. El mecanismo de identificación creo un símbolo que Venezuela asumió como propio, que elaboró como un reflejo de los rasgos del Venezolano común. Y Chavez supo utilizarlo, mezclándolo con los mitos de la izquierda latinoamericana, con un bien medido melodrama comunicacional y una dosis de populismo necesario. El resultado fue un monstruo político, creado a la medida de las deudas morales y éticas, de todos lo que comenzaron a vincularse a la idea chavista desde la lealtad y la convicción que era la mejor opción en un país sin opciones. Al menos, para Juan, esa era la razón principal.

— La oposición no existe — me dijo en una oportunidad — no existe porque el descontento siempre está en un gobierno. Pero la oposición no tiene plan, no tiene proyecto, no tiene sustento. Se queja y se queja de nosotros. ¿Pero ofrece algo? ¿Propone algo?

Vaya, “nosotros”pensé con un sobresalto. Para entonces Juan trabajaba en un organismo público y era miembro del partido de Gobierno. Habían transcurrido seis años desde la elección de Chavez, el golpe de estado del 11 de abril de 2002 y finalmente, el país parecía quebrantado en dos bandos irreconciliables. Una revolución que amenaza con radicalizarse y la oposición, reducida a la queja, al miedo, a la crítica sin efecto. Para Juan, era poco menos que irrisorio mi insistencia por marchar, levantar pancarta, firmar contra decretos, leyes y decisiones gubernamentales. “Perdida de tiempo” lo llamó más de una vez.

— La oposición es una opinión sobre lo que está ocurriendo en el país y debería ser respetada — le insistí — ¿No te parece que puedo quejarme?

— La oposición se queja porque las decisiones revolucionarias tocan sus intereses — me respondió con una prepotencia casi infantil — nosotros, somos socialistas y nos atenemos a las mayorías. No a los caprichos de grupos de poder.

Cuando era niño, Juan solía decir que quería ser presidente. Teníamos un juego sobre eso incluso: se terciaba desde el hombro un pedazo de tela y escribía en una pizarra de madera las cosas que deberían hacerse. “Poner el agua”, “arreglar las carreteras” esas ideas infantiles sobre la competencia del poder. Lo que escuchaba en su casa, supongo: porque Juan provenía de una familia promedio de la clase media donde no se hablaba de política. Tampoco le importó mucho durante su muy corriente adolescencia, donde se obsesionó con el rock metal y por meses, soñó con convertirse en una estrella sobre el escenario. ¿Que era el socialismo para él? ¿La teoría aprendida en la Universidad? ¿Un discurso que satisfacía ciertas ideas sobre lo que el poder debía o no hacer? ¿Un grupo de identificación? Juan había estudiado en una de las Universidades privadas del país. Por un par de años había trabajado en un lujoso bufete de abogados. Pero ahora llevaba boina roja y proclamaba los valores del socialismo que de hecho jamás había practicado. Lo miré como quien mira un extraño.

— ¿Yo soy un grupo de poder? — le pregunté. Juan sacudió la cabeza. — Obedeces a la oligarquía. Te quejas de la re distribución de la riqueza, de… — Me quejo de la inseguridad, de que el Gobierno no me reconozca — le interrumpí — me quejo que el presidente me insulta. Que me amenaza. Me quejo del ventajismo electoral. De eso me quejo. Es una cosa simple Juan: si el país funcionara bien todos fuéramos chavistas.

Juan torció el gesto. Se levantó de la mesa donde ambos tomábamos café. De pronto, entendí que ya no era el muchacho que había conocido y que probablemente no lo había sido en mucho tiempo. Que simplemente ambos mirábamos un país en direcciones distintas, dos percepciones por completo contrarias de lo que pensábamos era el futuro. Me pregunté en cuantas familias había ocurrido algo semejante, entre cuantos amigos. Entre desconocidos que ahora se consideraban enemigos. Y la posible respuesta me aterrorizó.

— Todo cambio necesita sacrificios. Y te sometes y ayudas, o te quejas y te excluyen, así es el mundo. Y así es Venezuela.

Lo miré alejarse, orgulloso en su camiseta y gorra roja. Sabía que Juan daba encendidos discursos en Ministerios y barrios, que insistía era un “trabajador social” feliz y aguerrido. Más de una vez, me había mostrado las fotografías de sus alumnos en las misiones en que participaba. Niños con franelas con frases alusivas a Chavez estampadas. Niños llevando ropas militares. Niños que copiaban frases “revolucionarias” en su cuaderno. Pensé en esa generación que comenzaba a nacer. Pensé en nosotros, adultos criados bajo el puño de poder. Y el miedo que había sentido antes se convirtió en algo muy parecido a la amargura.

***

No volví a hablar con Juan después de eso. Los amigos en común dejaron de mencionarlo y de hecho, pareció desaparecer, cómo suele suceder de vez en cuando con los amigos de la infancia. Algunas veces, escuchaba comentarios que seguía escalando jerarquía en algún ministerio, que formaba parte de la alguna comitiva de un personaje importante. En una ocasión, leí un artículo suyo en una página pro gobierno, defendiendo como podía la decisión de Chavez de lanzarse al ruedo electoral a pesar de los rumores que se encontraba gravemente enfermo. “La Revolución es más que un hombre, es todos los hombres” escribió y la frase me pareció hueca, contradictoria e hipócrita. Cuando Chavez murió, lo leí de nuevo, lamentándose por la perdida pero recordando que aún había mucho trecho que recorrer para “combatir al enemigo”. Me pregunté a que enemigo se refería, contra qué contrincante imaginario luchaba, en un país en crisis, descorazonado y resignado en medio de una estafa histórica.

El país siguió empeorando, como si la muerte de Chavez hubiese dejado a la revolución desnuda. Y así fue: no sólo se trató que reveló el talante autoritario de un Gobierno débil sino que dejó muy claro, que el sistema socialista, la tan caracareada tercera vía, había empujado a Venezuela a una grieta económica de imprevisibles consecuencias. En menos de dos años, Venezuela comenzó a padecer los rigores de una crisis sin precedentes, de enormes implicaciones sociales y culturales. La cúpula del poder cerró filas alrededor de una ideología caduca y que apenas logró sobrevivir a su lider. La agonía del Chavismo parecía ser tan larga, dolorosa y necesariamente mortal como lo había sido la de Hugo Chavez.

Cuando supe de la muerte del hermano de Juan, me conmoví. Apenas lo recordaba: había sido un niño flacucho e irritante que jamás jugaba con nosotros y que al crecer, apenas se hablaba con Juan debido a sus simpatías políticas. Después de eso, apenas había tenido noticias suyas hasta ahora, que conocía su muerte como víctima de un asalto en una calle de la ciudad. Tuve una nítida sensación de angustia, de desconcierto. De, otra vez, tropezarme con la realidad de un país incierto y siempre la borde del desastre.

En el velorio, Juan no me saludó. De hecho, me ignoró la mayor parte del tiempo. Cuando finalmente se acercó a donde me encontraba, se dejó caer en la silla junto a la mía con un gesto cansado. Tenía el rostro tenso, con la piel llena de finas arrugas y la boca retorcida por una amargura. Parecía muy viejo, distante. Irreconocible.

— Lo habían secuestrado dos veces ya — me contó, sin rodeos. Sin intentar disimular su angustia — y había decidido irse del país. Me dijo que tenía miedo de morir aquí.

No dije nada. ¿Qué se puede decir a eso? Permanecí callada, un poco asqueada con el olor de los cristantemos y con los nervios a flor de piel. Juan tampoco esperaba que lo hiciera, retorcido sobre la silla, con las manos escondidas en los bolsillos.

— Me dijo que este país era culpa mía — siguió — Cuando nos vimos por última vez en el cumpleaños de la vieja, me dijo que todo esto era culpa mía y de la gente como yo. Por irresponsables, por resentidos. Me preguntó quien coño me había jodido tanto en la vida como para atacar al país de esta manera. Y me reí de él: le dije ¡No volverán!. Se lo dije levantando la cerveza, sin pararle mucha bola. Lo dije como un chiste.

Miró a su alrededor. Un gesto lento y vulnerable que me conmovió. Quise decirle que lo lamentaba, que me dolía muchísimo aquel dolor espantoso que nadie se merecía. Que todos habíamos sido muy inocentes. Que todos eramos simples víctimas de ideales y reflexiones sobre un país que jamás había existido. Pero no lo hice. Permanecí callada, mirando a la multitud vestida de negro que murmuraba con las cabezas muy juntas. Sentí el miedo otra vez, tan cerca que me sofocó.

— Entonces vienen y lo matan. ¿Tu sabes como fue? — sacudí la cabeza -No tenía un teléfono caro. Un vecino dice que el malandro se lo reclamó. Que le gritó porque no tenía un teléfono caro para robar. Y le disparó. Dos veces. Porque una no es suficiente.

Sacudió la cabeza. Y se quedó allí, como un niño muy grande, con los hombros caídos y la boca entreabierta. ¿Cuando nos había pasado esto? ¿Cuando habíamos llegado a este limite de todas las cosas? No lo sabía. Quizás era como Juan decía, que todos eramos inocentes. O quizás quisimos pensar que lo eramos.

Se levantó, sin mirarme otra vez y se fue. Yo también lo hice y volví a mi casa con la sensación que Venezuela me resulta irreconocible, que no existe sino en lo que recuerdo de ella, en lo aspiré alguna vez podría ser. Lo pienso, mirando esta ciudad silenciosa y vacía, temerosa y árida. Lo temo cuando recorro las calles repletas de basura, donde un Chavez mudo y lejano, ya sin rostro, convertido en un símbolo de lo que nunca fuimos, vigila todo. Y me pregunto que ocurrirá después, como podremos soportar eternamente la perdida de la inocencia.

Y no tengo respuesta. Quizás no exista una.

C’est la vie.

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