martes, 9 de junio de 2015
El país en ninguna parte. La cicatriz del gentilio.
Hace unos días, un amigo chileno me envío una fotografía de su fiesta de cumpleaños: sentado en el suelo de su nuevo apartamento en Santiago de Chile, sonreía, rodeado de una silla vacía y una mesa. La imagen me desconcertó. Hace seis meses emigró desde Venezuela y esta es la primera fecha familiar que pasará a solas. Me pregunté si eso era lo quería mostrarme con la imagen o si se trataba de alguna metáfora más profundo.
— Es un poco Tierra arrasada — le comenté, incómoda. Sacudió la cabeza desde la pequeña pantalla del Skype. — Es el mejor día de mi vida. — ¿Por qué? — ¿Ves todas esas cosas allí? — le mostró la fotografía a la web cam. La había impreso y puesto en un pequeño autorretrato de metal — son fruto de mi trabajo. Lo logré en seis meses. Son mías. Ninguna ley vendrá a confiscármelas, expropiármelas. Ningún malandro vendrá a robármelas. Ningún resentido me insultará por tenerlas. Son mis cosas, ganadas con mi esfuerzo. Eso celebro.
Silencio. Conozco bien la historia de mi amigo: hace dos años, la empresa donde trabajaba fue expropiada por “interés mayor” del Gobierno Venezolano. Catorce meses después, fue asaltado y golpeado por dos desconocidos que robaron su portátil, teléfono y también su automóvil. Un mes antes de irse, una de sus vecinas, una ferviente militante chavista, le llamó “hijo de burgueses” en medio de una discusión corriente sobre gastos comunitarios y le arrojó agua caliente en la cara. Al día siguiente, cuando fui a visitarle, preocupada por su salud, me habló por primera vez de sus viajes de emigración. Hasta entonces, mi amigo había confiado — a medias y con cierta preocupación — en una posible mejoría de la situación política y económica del país. Pero esa tarde, con el rostro hinchado y una ampolla de aspecto doloroso en la mejilla derecha, dejó de hacerlo.
— ¿Pero a donde vas a ir? — le pregunté. Se encogió de hombros. — A un país normal.
Mi amigo dejó atrás un oferta de trabajo cuantiosa, sus padres e incluso a su novia de cuatro años, que decidió no acompañarle a la aventura. Llegó a Chile sólo con el titulo Universitario bajo el brazo, unos pocos ahorros y la promesa de amabilidad y solidaridad de unos cuantos compatriotas. Las primeras semanas, durmió en el sofá de uno de ellos y comió sólo dos veces al día — “hay que ahorrar” me comentó en nuestras breves conversaciones por entonces — y uso la misma ropa varias veces a la semana. Dos meses después, logró obtener una vacante en una pequeña oficina de la ciudad de Santiago. Cinco meses después, pudo mudarse a un apartamento propio.
— Comprar una silla y una mesa, no se te olvide eso cuando escribas sobre mi historia — me comenta entre risas. Se le ve más delgado, mucho adulto pero sobre todo, un hombre que recuperó la autoestima, la confianza en su capacidad para trabajar y creer en el futuro. No sé como responder a eso sin sentirme emotiva, frustrada, asustada, descorazonada. De pronto descubro que la vida en Venezuela, está muy lejos de esas pequeñas satisfacciones, de esas celebraciones cotidianas que dejaron de formar parte de lo corriente casi una década atrás.
A veces pienso que los Venezolanos que actualmente rozamos la treintena, somos la última generación que aspiró al futuro en el país. Fuimos quizás, los últimos que asumimos a Venezuela como una posibilidad a construir. Que pensamos en ahorros, en bienes y propiedades como elementos concretos de nuestras aspiraciones personales. Es un pensamiento que te hiere, que te deja a mitad de camino entre el temor y algo más amargo. Y es que cuando comprendes que gradualmente perdiste la capacidad para la esperanza, que el país donde naciste te la arrebató casi por completo, comienzas a cuestionarte sobre cómo sostener el gentilicio como bandera. Como idea esencial de ti mismo. Incluso como reflejo de lo que deseas y sueñas.
Unos días más tarde le comenté a Paula (no es su nombre real) sobre la anécdota de mi amigo Chileno. Le hablé sobre la sensación de desarraigo que me produjo la conversación y sobre todo, la profunda tristeza de asumir que la situación Venezolana aplasta cualquiera de mis aspiraciones o al menos, las manera como las comprendo e intento construirlas. Paula es psiquiatra y durante los últimos meses, dedicó buena parte de su tiempo al análisis sobre el efecto emocional que provoca la oleada de emigraciones en la psiquis Venezolana. Un tema confuso, complejo y que sobre todo, es imposible cuantificar de inmediato. Tal pareciera que el dolor de la perdida, el duelo y el apego están creando una herida nueva en el rostro de un país castigado por la desazón.
— Es normal que sólo entiendas el nivel de anormalidad de lo que se vive en Venezuela una vez que entras en comparaciones con otros lugares del mundo — me explica — el fenómeno que ocurre en Venezuela de normalización de la crisis suele ocurrir en momento muy álgidos en la historia de las sociedades y países. En el caso Venezolano, atravesamos una situación que se ha hecho progresivamente más dura e insoportable. Más cruda. Y nos hemos acostumbrado a ella en la misma medida. Soportamos cosas que antes nos parecían impensables. Y seguramente, seguiremos haciéndolo.
Tiene razón: durante los últimos quince años, la crisis no sólo se ha convertido en un espiral cada vez más intricando sino que además, ha hecho que la mayoría de los Venezolanos, asumamos que resistir es una manera de conservar cierta cuota de normalidad. Desde las restricciones de horario y movimiento fruto de la inseguridad hasta la escasez, la crisis se ha convertido en un estilo de vida, en una manera de elaborar ideas sobre nuestro cotidiano y la forma como asumimos el miedo. Poco a poco, asumimos la anormalidad como una estructura comprensible, nos amoldamos a ella, la matizamos con justificaciones y excusas. Nos resignamos quizás a lo inevitable del deterioro.
Mi amiga J. lo descubrió hace unos meses durante un viaje familiar a Canadá. Me cuenta que le sorprendía lo cotidiano, esa línea de lo común que en otros países se sostiene sobre el bienestar y la tranquilidad de los ciudadanos. Situaciones comunes como comprar en supermercados, caminar a altas horas de la noche, comprar un teléfono celular, le desconcertaron por el mero hecho de haberse hecho inaccesibles en Venezuela. Pero sobre todo, porque de alguna manera, llegó a asumir que ya no formaban parte de su día a día. El pensamiento la lastimó como pocas cosas lo había hecho en quince años de crisis política progresiva.
— ¿Sabes las fotos de Venezolanos en Supermercados? — me dijo después — me reí mucho de ellas, después me molestaron, por último me parecieron humillantes. Pero cuando te sorprende la prosperidad, la bonanza, cosas tan cotidianas, sabes que algo está ocurriendo. Que no se trata del país, se trata de ti mismo. Que lo asumiste, lo comprendiste como parte de tu vida. Eso es traumático.
Sin duda lo es. Paula, la psiquiatra, suele insistir que los cambios anímicos, psiquiátricos y emocionales del Venezolano están creando una generación mentalmente exhausta. Me habla sobre el hecho que la mayoría de los Venezolanos sufren de un cuadro clínico de estrés muy pernicioso. Desde la incapacidad para manejar la perdida, el terror, el miedo, la incertidumbre hasta el hecho que simplemente, no pueden lidiar con la desesperanza.
— El Venezolano se acostumbró al terror, al miedo y al vivir al día. Eso te produce una especie de cuadro perpetuo de angustia insuperable. Nada está seguro para ti. Ni lo que tienes ahora o lo que tendrás. Una idea que resulta insoportable, abrumadora. Directamente desmoralizante y al final destructora. El obstáculo llega, lo superas. Lo minimizas. Lo incorporas a tu vida. — Es una especie de ciclo que no termina ¿entonces? — le pregunto. Paula suspira. — No sólo no termina. Se hace cada vez más complicado, complejo y duro.
Lo pienso, mientras mi amigo Chileno me habla del lento proceso de readaptación que vive en Chile. Usa esa palabra para definirlo “readaptación”. Como si luego de sobrevivir por años a un conflicto que fue incapaz de comprender y atravesar, ahora atravesara el largo trayecto de recordar como aspirar a la normalidad. Me cuenta la sensación de sobresalto que aún le produce caminar por las calles una vez que anocheció, la sorpresa que le produce la variedad del abastecimiento en locales y establecimientos comerciales. La relativa calma y tranquilidad que forma parte de la vida cotidiana en la ciudad donde vive. Pero no se trata únicamente de lo cotidiano, sino de algo más complejo y profundo que solo advirtió una vez que comenzó a cuestionarse sobre lo que había vivido en Venezuela. Esa noción de comprenderse como un hombre útil y capaz, de asumir el valor de su trabajo y esfuerzo. E incluso, del mero hecho de considerarse libre.
— ¿Sabes lo que es saber que puedo hacer lo que quiera? ¿Decir lo que quiera? ¿Que la ley me ampara? ¿Que tengo los mismos derechos cualquiera sea mi pensamiento política? ¿Que de hecho NO tengo que opinar políticamente para nada? ¿Que puedo mirar a otra parte de mi vida sin tener que planteármela desde algún discurso ideológico, algún proceso político?
Sacude la cabeza desde la ventana del Skype. De pronto, parece preocupado, desconcertado. Pero después descubro que sólo se encuentra triste. Un tipo de dolor profundo y sin nombre que yo conozco muy bien.
— Me botaron de mi país a patadas. Ni siquiera sabía como me había afectado eso hasta que simplemente lo asumí. A patadas, porque no pude soportar el caos, el todos los días insostenible. Esa angustia que no cesa nunca.
Lo vivo a diario. Hace diez años, incluso un poco menos, me habría resultado impensable hacer una fila durante horas para comprar productos de primera necesidad. O incluso, el mero hecho de resignarme a no llevar a cabo un viaje por el simple hecho de resultarme inalcanzable. Pero hablemos de cosas incluso más simples, nada que tenga que ver con el estatus económico o aspiraciones de motilidad social. Hablemos de comprar un libro, comer la comida que me gusta, llevar la ropa que quiero. Incluso algo tan intimo como ejercer mi profesión como lo deseo y la manera que quiero. Comprar equipo tecnológico que me permita madurar como fotógrafo. Acceder al tipo de educación que sueño para llegar al nivel de expresión artística que siempre soñé. Cualquiera de esas posibilidades no existen en Venezuela, no son viables. Están reñidas con esa lucha directa con la Pirámide de Maslow que me deja exhausta y desgastada luego de quince años de enfrentarme a ella.
Pero más aún, la situación está en todos los ámbitos, en todas las situaciones. Hace poco alguien en mi Facebook incluyó una fotografía de una comida campestre: una parrillada al aire libre. Había todo tipo de cortes de carne, de bebidas alcohólicas, pan, frutas. Había un grupo de adultos de mi edad reunidos alrededor del fogón riendo. Y de pronto, me pregunté cuando era la última vez que yo había hecho algo semejante. Cuando había podido disfrutar de una ocasión semejante, sin preocuparme por la serie de pequeñas implicaciones que supone en Venezuela una situación cotidiana. Sin preocuparme por la escasez, la austeridad, la posibilidad de la inseguridad, la violencia. De reír simplemente entre amigos, disfrutando de una buena comida. Así de simple. Así de limitadas son las opciones que vive las consecuencias de una guerra que jamás sucedió, que no llegó a ocurrir en realidad pero de las cuales vivimos las consecuencias.
Porque hablamos de incertidumbre, en un país donde no hay nada seguro. Ni mi futuro, ni mi integridad física, mis aspiraciones, esperanzas, lo que deseo lograr, lo que hago diario. Hablamos de una situación que te arrebata todas las opciones, que te obliga a renunciar a tantas cosas como en una lenta caída de pequeñas máscaras que hasta entonces no sabías que llevabas puestas. Una y otra vez se trata de renuncias, de pequeñas batallas perdidas. De pequeñas aspiraciones rotas que no logras recuperar ni calzar en ningún lugar.
— Yo me negué a seguir asustado por lo que pudiera ocurrir después — me dice mi amigo en voz baja — quizás eso me haga un cobarde, un apátrida o simplemente, alguien que no maneja las mismas opciones de la mayoría. No pude más con Venezuela, no pude continuar justificándola. No pude continuar creyendo que podía renacer de sus cenizas.
Sacudo la cabeza, no sé que responder. Aprieto los labios mirando por la ventana de mi estudio. No es la primera vez que escucho esas palabras. Es una de las tantas frases sueltas que describen una situación insostenible. De las miles de formas que adopta la crisis económica, política e incluso social en Venezuela, de todos sus rostros. Porque ya no hablamos sobre el dolor de un país rojo, de la huida, de las puertas cerradas, de las limitadas opciones. Hablamos que Venezuela solo es un recuerdo, una historia que se narra. Una idea que ya no existe. Un país arrasado.
Continuo pensando en eso unas horas después. Despierta, en la oscuridad, no puedo dormir. Y de pronto, tengo la sensación que la realidad de Venezuela está en todas partes, que me agobia incluso cuando no lo admito, cuando no lo acepto. Que simplemente también soy una víctima, soy otro de los tantos Venezolanos que comienzan a mirarse como una pieza rota sin un lugar donde encajar. Y me pregunto, hasta cuando podré sobrevivir — así, llanamente, es lo que hago cada día — y si alguna vez, esa necesidad de sobrevivir dejará de ser suficiente.
C’est la vie.
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