sábado, 4 de julio de 2015
Danza entre silencios y otras historias de Brujería.
En una ocasión, una amiga a quien le tengo mucho afecto, me preguntó si yo era una bruja buena o una maligna. Me quedé un poco desconcertada, sosteniendo la taza de café que bebía sin saber cómo contestar a eso. Finalmente, tomé una bocanada de aire y traté de mantener la calma. Me pregunté si lo lograría.
- ¿A que te refieres con una buena bruja o una maligna? - le pregunté. Ella se encogió de hombros.
- A que si haces algunas cosas reprobables con lo que hace, como se supone lo hace una bruja o eres de las buenas, de las que saben que no deben herir ni dañar a nadie.
No es la primera vez que me hacen una pregunta semejante, por supuesto. Desde la infancia, me he tenido que enfrentar al estereotipo de las brujas con tanta frecuencia que en algún punto, comenzó a irritarme en lugar de preocuparme. Y no se trata sólo de la imagen popular de la mujer de piel verde, espalda jorobada, nariz retorcida y rostro cubierto de verrugas, sino sobre los conceptos sobre el bien y sobre el mal que parecen ser parte de esa concepción y que tienen muchísima relación con toda una serie de ideas sin mucho sentido que por siglos se le achacaron a la figura de la bruja. Pero a pesar de eso, no deja de resultar incómodo e incluso, inquietante, el hecho que la idea sobre una mujer sabía o mejor dicho, libre y con conocimientos continué siendo desvirtuada de la manera en que se hace. Una figura inquietante, a mitad de camino entre los prejuicios culturales y algo más complicado de definir.
Mi abuela solía decir que la Bruja actual es la sobreviviente a la violencia de ideas a la que sometió la figura de la antigua por casi seis siglos. Lo decía, mientras sentada en su biblioteca desordenada, intentaba explicarme como se asumía la figura de la bruja antes que el Medioevo la transformara en una criatura mitológica temible. Para ella, era muy importante que yo comprendiera que más allá de las visiones contemporáneas, la bruja siempre había sido parte del saber popular, de las ideas más tradicionales sobre el conocimiento y la sabiduría tribal.
- Cada tribu y aldea antigua celebraba la presencia de la bruja como parte no sólo de la sabiduría que compartían sino también, de esa percepción del conocimiento como algo creativo - me explicó en cierta ocasión. Me mostró un viejísimo grabado donde una mujer de cabello desgreñado llevando un vestido blanco bailaba alrededor del fuego de una enorme hoguera - una bruja, era quien recibía a los niños al nacer. La que sostenía a los enfermos. La que curaba las heridas. Una bruja conocía todas las canciones de la historia de la tribu. Una bruja era la memoria viva de su pueblo. Era el símbolo de su historia, de lo que se atesoraba como parte de la vida de todos. Una forma de conocimiento.
Me gustaba imaginar a esa mujer misteriosa y antigua, que caminaba entre las casas rudimentarias, para acariciar los rostros de los niños, oler el cocido del fogón, obsequiar plantas y hojas curativas. Me la imaginaba maciza y formidable, con el cabello blanco cayéndole sobre los hombros, las manos callosas y enrojecidas por años de trabajo duro. Una mujer que podía pertenecer a cualquier época y a cualquier lugar. Una mujer que era todas las mujeres, las jóvenes doncellas, las robustas madres, las frágiles ancianas. Un símbolo del poder de lo femenino, de la fuerza de esa historia compartida.
La primera vez que escuché sobre las brujas malignas, tenía once años y me lo dijo mi amiga Flor. Para ella era muy importante saber si las brujas de mi familia "eran las mujeres que sonrían o las que asustaban". Pensé en mi abuela, con su sonrisa traviesa y sus grandes ojos color miel. Y también en mi bisabuela, con su risa maliciosa y su inteligencia audaz. ¿Que era maldad y bondad? ¿Que definía de lo que podía o no ser una mujer sabía y como utilizaba su conocimiento? Me encogí de hombros.
- Pueden sonreír y también pueden asustarte - le respondí a Flor, que me escuchó entre escandalizada y fascinada - Todos podemos hacerlo de hecho.
A Flor aquella respuesta la aterrorizó. Por días, me insistió en que uno era bueno o no lo era y que en eso, no había medias tintas. Tanto insistió que una tarde, llegué a casa de mi abuela y entré como una tromba a la cocina, donde preparaba sus exquisitas galletas de avena.
- ¿Existe las brujas malignas? - grité. No encontré una mejor manera de decirlo sin arrepentirme. Me quedé con el corazón latiendo muy rápido, entre la luz dorada de la cocina y el olor dulzón del horno. Abuela me contempló con la cabeza ladeada, reprimiendo una de sus sonrisas traviesas.
- ¿Por qué te preocupa eso?
Porque tenía...que preocuparme, pensé rapidamente. Recordé la mirada asustada de Flor y también...la sensación que me había provocado la mera idea que pudiera existir una bruja capaz de hacer daño, comerse niños o todas esas cosas terribles que los cuentos que solía leer acusaban a las brujas. No podía ser cierto, no podía ser posible que...Tragué saliva y aguardé que mi abuela me sacara de dudas.
- Porque...creo que...debemos ser buenas ¿No?
Abuela suspiró y se volvió hacia su enorme cafetera de bronce. Estaba abollada y rota por un borde y de vez en cuando se volvía opaca por el calor, pero a mi me encantaba. Sirvió dos tazas de café - el mio diluido el leche en consideración a mi edad - y lo colocó sobre la mesa de madera de la cocina. Me hizo una seña para que me sentara junto a ella. Lo hice.
- Nadie es bueno o maligno en realidad, mi niña - me dijo entonces con voz baja. Abrí la boca para decir algo pero ella levantó la mano y me hizo una seña para que guardara paciencia - cualquiera de esas ideas, depende del cristal que se le mire. Y existen sólo desde una perspectiva.
- ¿O sea que si existen brujas malignas?
- Existen mujeres que toman decisiones - dijo mi abuela con enorme convicción - mujeres que deciden actuar de una manera u otra. Y dependiendo de a quien favorezca y perjudique, será una buena o una terrible decisión. ¿Me entiendes?
- No - admití - O se es una cosa o se es otra.
Mi abuela río y ahora, a la distancia, me asombra su paciencia con aquella preguntona irritante de ojos muy abiertos que la escuchaba con atención. Me pregunto, que tan importante era para ella comprendiera conceptos tan complejos como la percepción moral de nuestras acciones. Y después pienso, que quizás, era esa paciencia suya una muestra de lo importante que es el conocimiento para ella entonces y lo es para mi ahora. Y también sonrío, claro, agradecida.
- Lo que consideramos bueno o maligno es sólo una parte de la verdad, una noción a medias, una historia que no se cuenta completa. Incluso en las cosas más duras y terribles, sobre hay algo más que saber para comprender por qué ocurrió - me comentó - ¿Las brujas son malignas? ¿que es la maldad para el tiempo que las condenó? ¿que es lo inconcebible para esa idea sobre lo que podemos hacer o lo que se puede respetar que las llamó así? Si lo piensas, en cada una de las historias sobre brujas, siempre hay dolor y siempre hay belleza.
Pensé en la Madre de Blancanieves, que era bruja - al menos en algunos cuentos - y le odiaba por su belleza. O en la bruja del Bosque de Hansel y Gretel que había intentado comer a los niños aparentemente por capricho. Pero después, recordé a las brujas de tantas leyendas antiguas, que llevaban mensajes, bendencian bebés, bailaban bajo la luna. Magnificas mujeres de brazos abiertos al infinito que agradecian el poder de crear y de pensar. ¿Cual era la imagen real?
- Cuando el cristianismo llevó su credo por Europa, la visión de una Diosa femenina contradecía el suyo: La Diosa, como la entendían las viejas tribus, era extraordinaria, cruel, hermosa y también creativa. Una Diosa de la naturaleza, que conocía el poder del amor y también el de la muerte. Que bendecía el amor del cuerpo y de la mente. Que conocía los dolores de la guerra y de la sangre. El Dios Cristiano era una concepción por completo diferente, contradictoria. Y por supuesto, fue considerado el real por quienes profesaban su fe.
Mi abuela suspiró. Tomó otro sorbo de café. La imité, aunque el mio comenzaba a enfriarse un poco. La cocina de la casa, tenía una aroma peculiar, mezcla de las decenas de plantas medicinales colgadas en el techo y el olor de las galletas. También había algo más sutil, algo que siempre relacioné con la madera antigua, el yeso enhomecido y los sonidos de la casa. Historia antigua.
- Cuando el Cristianismo finalmente conquistó todas las ciudades y pueblos, de pronto hubo una sola verdad - prosigió mi abuela - una única forma de comprender lo que ocurría y como podíamos pensar. Y lo que no encajaba con esa verdad, se consideró maligno. Una herejía. Y fue castigado.
- ¡Pero eso no es justo! - salté de inmediato, asombrada. Abuela sonrío con tristeza.
- Pero en ese momento, era lo "bueno". Para un cristiano, llevar la palabra de su Dios, era algo bueno, incluso si eso significaba luchar y aplastar otras creencias. ¿Me entiendes?
A veces, tengo la impresión que para mi abuela era muy importante que yo comprendiera esa noción sobre la necesidad de comprender al mundo de muchas maneras. Recuerdo esa escena en la cocina y otras tantas que sucedieron después y todas podrían resumirse en esa búsqueda del equilibrio, del poder de aprender y confiar. De la necesidad de comprender las ideas más allá de quienes somos y como percibimos el mundo. Que también es una forma de magia.
- ¿O sea que se puede ser bueno o maligno...a la vez? - dije muy inquieta.
- Somos muchas cosas a la vez, mi niña - me respondió mi abuela - y eso es extraordinario, complejo, duro de comprender. Pero también poderoso. Porque todas las diferencias son extraordinarias. Todos somos mundos por descubrir.
Pensé en esa conversación mientras mi amiga me dedicaba una larga mirada curiosa. ¿Qué pensaba ella sobre mi? Me conocía desde hacia más de quince años, había conocido a mis abuelas y tias. Y aún, hacia esa pregunta. Aún necesitaba comprender y reafirmar la idea sobre la bondad y lo maligno de las brujas que continua persistiendo a pesar de los siglos transcurridos. De la idea que se crea así misma, de las miles de implicaciones y reflexiones sobre la justicia y la verdad que llenan el mundo moderno. Y más allá de eso, me dije saboreando el café que compartíamos, pensando en la niña que fui y en la mujer que me convertí, había una idea que parecía sobrevivir a todo eso: una búsqueda insistente de la identidad de esa mujer poderosa y salvaje que sobrevivía a su propio estigma. Recordé los rituales de Luna Llena en casa - la imagen de mis tias y primas danzando con los brazos levantados hacia el cielo -, las pequeñas ideas que parecían conservar una sabiduría antiquísima. Y sentí felicidad. Y también una profunda necesidad de comprenderme a mi misma a través de ellas. De lo que somos, lo que podemos ser. La imagen que tenemos sobre nosotras mismas.
- Sí, una bruja puede ser buena y maligna - respondí por último. Mi amiga parpadeó sorprendida - de la misma manera que todos podemos ser buenos y malignos en alguna oportunidad. Injustos y justos. Amables y bruscos. La verdad no es una sola, ni tampoco la forma como la comprendemos. Más allá de eso, hay una visión sobre lo que consideras sagrado y no lo que no es. Lo que consideras sagrado y lo que puede serlo. Una expresión de nuestra opinión sobre la identidad cultural que heredamos. Sobre quienes somos y deseamos ser.
Mi amiga sacudió la cabeza, avergonzada y quizás desbordada por aquella visión compleja que quizás poco o nada tenía que ver con una pregunta aparentemente sencilla. Luego sonrío, con cierta inquietud que no supe a que atribuir.
- Cuando eramos niña, pensaba que toda tu familia estaba loca. Lo creía de verdad y eso me daba miedo - comentó. Y reímos juntas. Lo recordaba: por años me había atormentado en el colegio llamándome "la loca de las escobas" hasta que finalmente y casi por accidente, habíamos terminando siendo buenas amigas - después descubrí que había algo más profundo y bello en todo eso. Y ahora...
- ¿Ahora que? - pregunté. Ella se encogió de hombros. Me hizo un guiño amable.
- Sé que las brujas son lo que son.
¿Y que es una bruja? me pregunto a veces. Lo hago mientras danzo desnuda, con los brazos levantados sobre la cabeza, bajo la luz de la Luna. Lo hago mientras río a carcajadas, con el cabello trenzado rozándome las mejillas y los hombros. Lo hago mientras extiendo las manos hacia las estrellas y tengo la impresión que puedo volar. Y entonces el mundo parece detenerse a mi alrededor, acunarme lentamente. El mundo como un silencio a dos voces. El viento contándome historias, el infinito parpadeando más allá.
La bruja es el reflejo de una historia. Una muy antigua. Que comienza y continúa en ella. Que es una herencia secreta. Una manera de soñar.
Una Bruja es un espíritu de fuego eterno. Una sobreviviente a sus propias búsquedas. Una mujer que aspira a crear.
Una sobreviviente así misma, quizá.
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