jueves, 23 de julio de 2015
El patito feo y otras historias rotas: Cuando la belleza hiere.
Tenía diez años cuando comenzó a preocuparme ser “fea”. No era un pensamiento concreto, era la sensación de no encajar en cierto molde físico que se me exigía, aunque no supiera quién o el motivo por el cual lo hacia. Pero a pesar de eso, era una idea recurrente. La veía en la televisión, con las actrices de melenas sedosas y rostros muy maquillados, delgadísimas, encarnando un tipo de ideal que suponía nunca podría alcanzar, aunque lo deseara. En las portadas de las revistas, donde más que nunca, la belleza era algo concreto, una manera de mirarse, de comprenderse y sobre todo, una apariencia muy específica. Y por supuesto, la escuchaba en el colegio, donde todas las niñas parecían realmente obsesionadas con cómo se veían: con llevar el peinado de moda, la falda a la altura correcta, tener la piel perfecta. Era una especie de competencia desigual, abrumadora, que yo no sabía como enfrentar o siquiera si debía unirme. Pero allí estaba: como te veías era importante. Y más que eso, era esencial.
Y por supuesto, yo no me veía como se suponía debía hacerlo una niña “bella”. Tenía el cabello rizado, abundante y desordenado, piel pálida y pecosa, rodillas nudosas, manos pequeñas de uñas romas y mordisqueadas. Una niña normal, reflexiono a la distancia, pero en ese momento de mi vida, ese no era un pensamiento agradable. Porque quería ser hermosa, por supuesto. Verme como esas imágenes de ensueño de chicas con rostros tersos, sonrosados. De brazos redondeados y delicadísimos. El cabello largo y sedoso. Me desesperaba la idea que al mirarme al espejo, no había nada de esa apariencia lozana, delicadísima. Tenía granitos, cejas pobladas. Mi cabello jamás lucia bien peinado aunque lo intentara y la ropa, era sólo eso: tela sobre mi cuerpo. Nada de lo que tenía me daba esa apariencia etérea que se suponía yo debía tener y claro está, no tenía. Más de una vez, me pregunté que podía hacer para verme bella, para no ser simplemente una niña pálida y torpe. No lo sabía.
Además, crecí en un país donde la belleza es muy importante. Supongo que es igual en otras partes del mundo, pero en Venezuela, ser bella es esencial. Es una obligación que comienzas a cumplir desde muy pequeñita: con la cabeza llena de lacitos y vestidos rosas, el “no hagas eso porque no es cosa de niñas bonitas”, el “vamos a peinarte para que te veas como una Miss”, la “Debes ser linda, como puedas y siempre que puedas”. Es duro crecer en una sociedad positivamente obsesionada con la apariencia física. Te acostumbras a que como te ves nunca será suficiente, que siempre habrá kilos de más, la piel un poco imperfecta, el cabello alborotado. Se te hace “normal” que la mayor aspiración de tu generación sea una cirugía estética, un escote voluptuoso. Porque en Venezuela, te educan para gustar y no para gustarte. Para verte de determinada manera aunque eso implica debas violentar tu aspecto físico. Te dicen como lucir impecable, pero jamás como sostener tu autoestima a la serie implacable de ataques a tu aspecto físico que recibes todos los días. En el país de las bellas, nunca se es demasiado delgada, ni bien maquillada. En el país con más coronas en concursos de belleza, lo hermoso no es un atributo, es un requisito. Un titulo pomposo que llevas sobre la piel, que te define antes de saberlo. En un país con más peluquerías que librerías, ser bella es una esperanza. Una que muy pocas veces llega a cumplirse y a tener verdadera importancia.
Así que hacerte adulta en un país con tantas exigencias estéticas, no es sencillo. Aunque intentes ignorar los cánones, a pesar de que no admitas te pongan una etiqueta. Pero la tienes, claro está. La llevas, como un lastre pesado, cuando la cultura donde naces te presiona, te aplasta, te abruma, te ordena. Cuando eres tan dolorosamente consciente de tu aspecto físico, que comienzas a pensar si no eres otra cosa que esa idea que tienes sobre ti misma. Todo esto, mientras creces. Mientras te haces una adolescente de caderas anchas y pechos pequeños. Cuando continúas siendo muy pálida, de cabello rizado, de ojos muy grandes. Cuando te abruma la sensación de no ser y no estar. De intentar no admitir la presión pero en ocasiones, no tener más remedio que aceptarla. Entonces, deambulas de un lado a otro. A los extremos: Te rebelas. Ya no me peino, ya no me importa mi peso ni la ropa que llevo. Ignoro mi aspecto físico. Me defiendo contra él, me debato por esa idea perenne que me acompaña a todas partes. Porque soy más que cómo me veo. O al menos, quiero serlo.
Cuando tenía dieciséis , comencé a trabajar como asistente de oficina de un cirujano plástico. Un trabajo fácil y sencillo para vacaciones. El médico en cuestión era un viejo amigo de mi madre y un hombre muy paciente y también muy crítico como el concepto nacional de la belleza. Cuando le hablé de mis dudas, preguntas y angustias, de inmediato me invitó a venir a su oficina.
— Debes aprender a pensar en algunas cosas con mucha más profundidad que sólo lo que la sociedad te hace creer es real — me dijo. Una frase que me pareció un enorme cliché. Pero no se lo dije. La idea me pareció semejante, así que acepté.
Tenía razón. Fue como ir al origen del dolor, al centro mismo del problema de la mujer Venezolana. Un pensamiento que tuve, desde el primer día en que me senté detrás del pequeño escritorio y miré a la larga fila de pacientes, sentadas con las cabezas vendadas en capullos de ventas, moreteadas y doloridas, con los párpados llenos de puntadas, los labios enormes y deformados. Las miré y me aterroricé. Pero también, las miré y comencé a comprender la necesidad del país por asumir la belleza como identidad desde otro punto de vista. Uno mucho más significativo, profundo y sin duda, doloroso.
— Tenía unas arrugas horribles, aquí y aquí . No me podía ver en el espejo. Me volvía loca ver esa piel agrietada, a la vieja saliendo en mi rostro. Vine y le dije al doctor “Quitamelas todas” y lo hizo — me contó Micaela cuando la conocí. Tenía cuarenta y cinco años, dos hijos mayores, un esposo que llamaba distraído. Era alta, delgada y elegante. Y también estaba muy preocupada porque comenzaba a envejecer muy rápido. Se había sometido a una dolorísima operación para “borrar” las arrugas, para hacer los labios “más deseables”, para recuperar la juventud. La escuché sin saber que decir, sosteniendo para ella un vaso de jugo de melón que tomaba a sorbitos. — A mi me pareces muy bella — le dije. Y era la verdad. La había visto en una de las fotografías post operatorias. Una mujer delicada, elegante, de rasgos regulares, con el cuello elegante y porte distinguido. Ella sacudió la cabeza. El montón de vendas osciló sobre su rostro, manchado de ungento con olor a medicina y unas manchitas de sangre. — Nada de eso. Ya estoy poniendome bella. Y eso, en este país es un pecado — me dijo — No es simple envejecer en un país donde ya todos te dan por muerta a los cuarenta. Imaginate tu, que se te vean las arrugas.
Siguió tomando sorbitos del jugo de melón. Esperé, ayudandole con el vaso, preocupada por su expresión de dolor.
— Pero eran pocas arrugas — insistí — ¿Merece la pena esto?
De haberme escuchado algún miembro del personal del consultorio, me habría reprendido. Todos solían insistir que a las pacientes, no había que hacerle preguntas. Que había que ayudarlas, hacerle la espera cómoda, escuchar sus devarios. Pero nunca, preguntas. Mucho menos, una hiriente como la que acababa de hacer. Y sin embargo, no pude contenerme. Me quedé esperando, mientras ella fruncía con esfuerzo los labios para saborear el liquido que aguantaba en la boca.
— A tu edad, te debe parecer imposible pensar en ti misma vieja y cansada — dijo entonces — eres tan jovencita que das la belleza que tienes por supuesto. La asumes porque es tuya, es parte de tu edad. Pero a la mia…- soltó una risita dolorosa — a la mía, mija, la vejez es un estigma. Algo que duele, escuece. Que te quita las cosas mejores de ti misma. Así que buscas como quitartela. Como volver a ser la mujer que eras.
No dije nada. Me asombraron sus palabras, la forma triste como la describían. También me sorprendió que ella me considerara bonita. De hecho, muy pocas veces había pensado en mi misma de esa manera. ¿Me considera bella sólo por ser joven? ¿O por el contrario había una idea de la belleza que yo no había comprendido bien? La idea me molestó por días.
Por entonces, ya me autorretrataba. Lo hacia de los once años, pero una vez que entré en la adolescencia, el hábito se hizo desesperado, insistente. Ordenaba las piezas de mi identidad mediante la fotografía, intentaba encontrarles un sentido. Mi rostro, repetido de cien maneras distintas. Una y otra, abierto a interpretación. Los ojos grandes y asombrados. Las mejillas rellenas. Los labios redondeados. ¿Quién era yo entre todas esas características? ¿Cual de todos esos accidentes físicos me brindaba real consistencia? ¿Había algun vinculo entre como me veía y como me sentía? Mirarme en las fotografías siempre era desconcertante, un poco hiriente. Encontraba ángulos de mi rostro que no reconocía. O algunos que de tantos mirarlos me resultaban insoportables. Una y otra vez, me miré en ese juego de espejos indirecto, medio quebradizo. Y continué haciendome preguntas.
El verano en la oficina del amigo de mi madre fue muy largo. O al menos, así me lo pareció. Dejaron de asombrarme las heridas, las cicatrices, la piel hinchada y cerosa. Y comencé a preocuparme por la decisión que llevaba a todas esas mujeres a someterse a una operación de envergadura para recuperar un ideal abstracto de belleza. Como la chica que era alérgica a la anestecia y lloró por horas cuando supo que no podía afinarse el tabique de su nariz, levemente desviado. Lo acariciaba con la yema de los dedos, como si el mero contacto le resultara insoportable. “No puedo seguir viviendo así”, balbuceó, mientras la enfermera le extendía un vaso de agua y yo la miraba preocupada. El médico sacudió la cabeza.
— Sólo se trata de un pequeñísimo desvío — insistió -no es visible. Y el riesgo que correrás es muy peligroso.
- ¡No me importa! — lloraba a gritos, tan abrumada y angustiada como pocas veces había visto a alguien — no quiero verme así siempre.
¿Así cómo? me pregunté pero no lo dije. Era una chica preciosa, con una figura estupenda, el cabello largo y sedoso que yo siempre quise tener y un rostro delgado y anguloso. Pero para ella, su nariz “era insoportable”. Su “fea” nariz larga y levemente desviada, como se encargó de recalcar, señalándola con los dedos abiertos, con los ojos llenos de lágrimas. Pero yo sólo vi una nariz — quizás un poco más larga de lo que debía ser — y que a pesar de eso, continuaba siendo bella.
También hubo el caso de la mujer que odiaba sus pechos. Dolorida, con una sonda saliendole bajo la ropa, respirando con dificultad, me dijo que era mucho más feliz de lo que jamás había esperado ser. Me señalo la parte su pecho erguido y amplio, el nuevo busto que había soñado por casi dos décadas.
— ¿Te imaginas crecer sin tetas en un país donde todo es tetas? — dijo con los ojos muy abiertos y asombrados — donde todo es como te queda la ropa, como te ves de bonita. Y yo, plana como una tabla. Sin tetas cuando necesiariamente debería tenerlas.
Me cubrí disimuladamente mi pecho plano. Pensé en todas las veces que me había sentido humillada y avergonzada por no tener las medidas que se suponía debia tener. Como la vez en la playa que llevé un bikino y un desconocido se rió de lo que llamó “mis limoncitos”. O cuando llevaba una blusa un poco ajustada y un desconocido me gritó en la calle “tablita”. Pensé en la furia que me había sentido. Después la tristeza.
Llegué a habituarme a todas las historias. A las mujeres divorciadas que intentaban recuperar la belleza perdida que suponían había provocado su soledad. La de las chicas muy jovenes, asustadas por no verse “hermosas”, por las caderas gordas, por los kilos de más en la cintura. La de las madres con estrias, la de las que sufrían por una serie de defectos fisicos invisibles que sólo ellas podían ver. Una y otra vez, las historias de dolor. Las historias apesadumbradas. Las historias tristes de como me miran y como me quiero ver.
Unos días antes de volver a la Universidad y por tanto, finalizada mi temporada por el consultorio, volvió Micaela. Se veía deslumbrante, con la piel lozana, el cabello más brillante que nunca, delgada y esbelta. Pero también muy sola. El marido distraído la había abandonado meses atrás, a pesar de la cirugía, a pesar de su intento desesperado por remendar una relación rota. A pesar del nuevo rostro rejuvenecido.
— Ya yo sabía que me venía — comentó. El doctor había cerrado el consultorio y allí estabamos, la secretaria, la enfermera, Micaela y yo, tomando cerveza caliente y lamentando cabizcabajos lo que nos contaba -pero…había que intentarlo. Había que…¡Coño si la nueva mujercita tiene veintitres! Una pendeja que ni había nacido cuando nos casamos. Así estamos.
Tomó un sorbo de cerveza. Arrugó la cara. Pero no lloró. El doctor suspiró y se quedó mirándola, con tristeza. Recordé que una vez me había comentado que aunque no quisiera, conservaba un cierto vinculo con sus pacientes. Supongo que no es sencillo olvidar que alguien te confía tu vida.
— ¿Y ahora que harás? — preguntó. Micaela se encogió de hombros. — Guapear. Bonita y guapeando.
Todos rieron. Yo no. En el país de las bonitas, la belleza nunca es un chiste, recuerdo que pensé a continuación. Tampoco una definición sencilla de lo que deseamos creer y construir. Pero no dije nada, quizás no había nada que decir. Como el sorbo de cerveza tibia en la boca, la realidad a veces carece de sentido y matiz.
Me acordé de Micaela muchas veces en el futuro. Cuando yo misma me hice preguntas sobre cuanto influía la manera como me veía en cómo me percibían. La recordé con su expresión triste, el rostro hermoso. Y esa soledad. Y me pregunté cuantas veces, nuestra cultura vende estética como respuesta, belleza por consuelo, alivio por simple perfección estética. Lo pensé cuando adelgacé tanto que casi me hice daño físico y todos a mi alrededor estaban encantados por mi delgadez. Lo pensé en todas las veces que apreté los labios para no comer, aunque sintiera un hambre atroz. Y la recordé cuando finalmente me liberé de todo eso, cuando asumi que soy la combinación de mis defectos y mis virtudes, que la belleza es una mezcla de como me comprendo y más allá, como me miro. Y en medio de esa imagen, esa idea sobre lo bello que cambia, se transforma, se hace dolorosa y liberadora. Y finalmente, una parte de como asumes el poder crear y construir tu propia historia.
Un pensamiento extraño, ese. Me deleito pensandolo, mientras miro el libro Images of Woman (publicado en 1997) y que recopila parte de la obra del fotógrafo alemán Peter Lindbergh. En la portada, la modelo Beri Smither me mira con los ojos muy grandes y asombrados, con la piel pecosa, con algunos lunares. Una piel de verdad, llena de imperfecciones. Una piel con pequeños poritos. Una piel hermosa por la historia que cuenta. Cuando hojeo el libro, sonrío. Linda Evangelista se ve llorosa, angustiada, cansada. Y también Kristen McMenamy, riendo con una enorme carcajada espontána. Y pienso en todas las mujeres que de pronto, se miran al espejo para reconocerse. Que de pronto aprecían sus pecas, sus pequeños defectos. Pienso en las mujeres que se rebelan contra el estereotipo, que lo hacen a diario. Que sufren de la voz que denigra y de la mirada que juzga. Pero que al final, sonríen. Lo hacen a pesar de la cultura que aplasta, de la mirada acusadora. La del cuerpo ancho, la del cabello rizado, la de la piel oscura o muy pálida. Todas las que abandonan el estereotipo para deambular por la historia del mundo a cuenta propia.
Una vez leí que la belleza es todo lo que podemos interpretar como un símbolo de lo que deseamos ser. Pienso en todas las Micaelas del mundo, las que luchan contra la edad, las arrugas y la desazón. Y me pregunto, cómo nos interpreta la cultura, que desea que seamos, en medio de esa insistencia sobre lo que debemos ser. No lo sé, me digo, mirando mi reflejo en el aparador de una tienda. La figura delgadísima del maniquí con mucho busto se refleja a mi lado, de la chica con curvas y cabello revuelto que aún se mira así misma con atención. Lo que si sé es que la belleza se construye a cada paso, se elabora en cada espacio y más allá, en cada deseo de lo que queremos ser. Y eso — suspiro, echo a caminar de nuevo — es quizás la mejor lección que podemos aspirar a comprender.
C’est la vie.
1 comentarios:
Hola, Agla! Yo también crecí sintiéndome feísima. Quizás después de los 20 empecé a reconciliarme con mi apariencia, aunque todavía hoy pueda asombrarme un piropo o una mirada cargada de deseo... porque estoy muy consciente de que soy la antítesis de una miss. Pero aquí voy, contenta como veo a los 40 y pocos, solo decidiendo de qué color me pintaré el pelo a los 50 o cuándo me dejaré, por fin, el pelo blanco. un abrazo!
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