sábado, 8 de agosto de 2015

De las palabras perdidas y otras historias de brujería.




En una ocasión, mi amiga Flor me preguntó muy afligida, si era cierto que las brujas "comían bebés". La idea me pareció tan escandalosa como repulsiva. Me llevó unos minutos aclarar las ideas, en medio del escándalo del patio de recreo del colegio, antes de responder.

- ¿Por qué se los comerían? - pregunté a su vez. Flor se encogió de hombros.
- Lo leí por allí.

Sacudí la cabeza. De vez en cuando me ocurría ese tipo de cosas y no sólo con Flor, que me quería lo suficiente como para preguntarmelo. Más de una vez, la cosa se convertía en un rumor, en miraditas suspicaces y cuando no, en risitas burlonas. Sobre todo a Gloria, la niña más popular de mi salón, siempre parecía encontrar muy gracioso hacerse eco de los rumores y tratar de avergonzarme con ellos. Le encanta reir a mis costillas y sobre todo, dejar bien claro, que yo le caía lo bastante mal como para señalarme con el dedo a la menor oportunidad. Aunque yo no sabía, por qué en realidad.

- Bueno, en mi casa nadie come otra cosa que comida - le dije, de mala gana. Flor asintió, aliviada y siguió comiendo su merienda.

¿De verdad tenía que aclararlo? me dije. No era la primera vez que me lo preguntaba. ¿De verdad era tan complicado que Flor, que almozaba una vez a la semana en mi casa, que había dormido en mi habitación, que le encantaba estar en la cocina de mi abuela, preguntara ese tipo de cosas? No lo entendía. En realidad, me irritaba muchísimo que de tanto en tanto, tuviera que responder no sólo esas preguntas, sino otras más retorcidas e incluso incómodas. ¿Tu familia está loca? ¿Tu abuela es malvada? Las preguntas solían abrumarme, no sólo porque no entendía el motivo por el cual me las hacian, sino por el hecho que ninguna respuesta parecía ser suficiente. Más de una vez me pregunté si Flor, con toda su candida buena voluntad, era tan melindrosa y maliciosa como Gloria, que me lanzaba puyas burlonas a la menor oportunidad. Después de todo, eran casi la misma cosa.

Pasé esa mañana malhumorada. Flor trató un par de veces de entablar conversación pero finalmente entendió que yo no estaba de animo. Así que inclinó la cabeza sobre su cuaderno y siguió haciendo la tarea, lanzandome miraditas culpables de vez en cuando. Cuando finalmente llegó la hora de la salida, se apresuró a alejarse a hacia el lugar donde la esperaba su madre, cabizbaja pero también, un poco envarada. Entonces ¿También estaba furiosa? me dije aturdida. Caramba, que no comprendía nada. O quizás sí, me dije caminando junto a mi abuela por la calle repleta de gente. Quizás todo se trataba que Flor, a pesar de su amabilidad y la amistad que nos unía, también desconfiaba como todo el mundo, de la palabra "brujería".

Mi abuela no me preguntó que me ocurría durante todo el trayecto a casa. Me dedicó una mirada larga y preocupada cuando arrojé el morral al sofá y me quedé allí, con un libro sobre las rodillas. Cuando me trajo el jugo de naranjas de la merienda, se sentó frente a mi, observandome por encima de sus anteojos de leer.

- ¿Y que te ocurre hija?

Me tomé unos sorbitos del jugo. Era dificil explicar que me sucedía. No sabía como encajar la cuestión y menos explicarselo de manera sencilla. Suspiré, preocupada, porque además sabía que ahora que abuela Celia había preguntado, debía responderle. Mi abuela insistía que siempre le gustaba complicar las cosas, hacerlas duras y complejas. Que era necesario cuestionarse y mirar las ideas a través de una serie de planteamientos era incómodos. Que de nada valía poner buena cara cuando se necesitaba analizar las cosas por el lado menos alegre. De manera que supuse que no podría quedarme en silencio sin más, aunque lo deseara. Tomé otro sorbito de jugo, antes de responder.

- ¿Por qué tenemos que decirle a la gente que somos brujas? ¿O que tu crees en la brujería? - dije entonces, con la voz temblandome de la verguenza. Pero era eso ¿No? sería mucho más simple no decir nada sobre el tema, no llevar el cabello trenzado ni el pentáculo al cuello. Que mi abuela se vistiera como todas las abuelas del mundo y no con sus largos vestidos floreados y sus sandalias de tiritas. Que llevara el cabello teñido de colores modernos y no, entrecano y trenzado sobre el hombro. Sería muy sencillo para mi, hablarle de mi abuela como la gran cocinera que era, de su biblioteca desordenada y asombrosa, de su jardín antipático. Pero sin hablar de creencias, sin recordarle a los demás que en mi casa, la palabra "bruja" era un motivo de orgullo y satisfacción y no, como para el resto de la gente, un insulto. ¿No podríamos hacer eso? pensé agitada y deprimida. ¿No podríamos simplemente...ser como todos los demás?

Abuela - la sabía, la bruja - me escuchó en silencio. No me interrumpió incluso cuando le conté de las machaconas preguntas de Flor, las burlas de Gloria, las miradas sobresaltadas de las maestras, las reprimendas de las brujas. Me dejó explayarme en detalles: como el día en Gloria dibujó lo que parecía un monstruo de enorme nariz retorcida y me lo arrojó gritando "¡Mira, un retrato de tu abuela!". O de la vez en que Flor estuvo convencida por semanas que haber comido una galleta de mi abuela la podría convertir en sapo, sólo porque lo leyó en alguno de sus cuentos preferidos. O cuando la Maestra Valentina me hizo venir a su escritorio y me pidió que por favor, por favor dejara de repetir que Dios era una mujer para no asustara a la clase. Le expliqué lo extraño de todo aquello, la sensación de siempre encontrarme en el lugar incorrecto. Y después me callé, sin mirarla. Ella no se movió, sentada en su sillón favorito, con las manos apoyadas sobre las rodillas.

- Entonces, ¿Te sientes así de incomoda? - dijo por último.
- Me siento diferente.
- ¿Y eso te duele?
- No...sí - me corregí de inmediato - no me gusta que me miren, que murmuren sobre mi. Que la gente se ria porque yo digo esto y aquello. A veces quisiera simplemente ser una niña como cualquiera.

Y lo era, por supuesto, me dije con una claridad adulta que incluso a mi misma me sorprendió. No era ni la mejor alumna, ni la peor. Quizás la más joven. No era ni la más fea ni la más bella. No era la más talentosa para bailar y cantar, pero tenía mi gracia. Pero el hecho era que en medio de esa normalidad, había un elemento disonante. O mejor dicho, como lo pensé con toda la angustia de mis diez años, había algo en mi que no encajaba lo suficiente en ese gran mosaico que formaban las niñas de mi edad. Algo que me hacia blanco de burlas y risitas. De palabras susurradas. De dedos extendidos. Y ese algo, era en lo que creía. En el hecho que para mi, lo Divino no era un símbolo sino una forma de pensar. Que lo religioso era una convicción más que un dogma. Que lo espiritual era una búsqueda más que una certeza. Pero con diez años, uno no piensa en esas cosas ni se las plantea de esa forma. Uno siente simplemente que es una piecita suelta, sin forma, medio flotando en la nada, como si no terminara de encajar. Y eso duele, me dije mirándome las manos. Eso angustia. Eso asusta.

- ¿Quieres ser normal? - dijo mi abuela, ladeando la cabeza. Me entusiasmé.
- ¡Eso! Quiero ser normal. ¿Podemos?

Abuela sonrío. No era su sonrisa feliz de siempre, sino una sonrisa tensa, cansada. Una especie de mueca que le hacia parecer un poco mayor de lo que era - o quizás mostrar su edad real cuando pocas veces lo hacia - y también, preocupada y reflexiva.

- ¿Que es ser normal, mi niña? Si me dices que puedo hacer por ti, lo haré. Pero primero tengo que saber qué deseas.

Vaya, ¿que tipo de pregunta era esa? Me rasqué la cabeza. Ser normal era...pues, ser normal. ¿Qué otra iba a ser? Ser normal era hacer las cosas como el resto de la gente, por los mismos motivos del resto de la gente, de la misma forma que el resto de la gente. Que pudieras hablar de las cosas que todo el mundo hablaba, leer lo mismo, mirar lo mismo. Suspiré...bueno, quizás no era eso. Ahora que lo pensaba, eso era casi tan incómodo como ser la niña rara. La mayoría de las cosas que me gustaban o disfrutaba, no le gustaban a mis compañeras. A nadie le gustaba leer, escuchar música bajito en el jardín de mi casa al atardecer, o caminar por entre la hierba mal cortada para mirar la montaña mientras cambiaba de color. O correr por los pasillos de la casa, golpeando fuerte los pisos de madera para disfrutar el eco. O los cuentos de terror que me contaba mis primas. O las películas raras en idiomas ininteligibles que mi mamá y yo veíamos. En realidad, yo no quería dejar de hacer eso. Porque era normal para mi, de la misma manera que mis compañeras tenían cosas que eran normales para ella. Sacudí la cabeza, confusa.

- Bueno, es que...normal es...lo que hacemos y no siempre son iguales - balbuceé incomoda. Caramba, que no había sido tan fácil la pregunta, después de todo - pero...eso de ser bruja...¿por qué tenemos que decirselo a todo el mundo?

- No es normal decirlo ¿No? - preguntó mi abuela. Asentí, mordiendome los labios.
- No, y a veces quisiera...
- ¿Qué?
- Que nadie lo supiera - admití - eso hace que la gente se haga preguntas, que me diga cosas. Preferiría...
- No decirselo a nadie y que pudieran pensar lo que más les gustara. Y que todo siguiera igual ¿Verdad?

El tono de mi abuela era amable y comprensivo, pero hubo algo en sus palabras que me irritó. No sé exactamente si fue el hecho de imaginar a Gloria murmurando sobre mi incluso aunque yo no lo supiera, que Flor no me hiciera las preguntas que me hacia, y que siguiera creyendo en esa serie de cosas sin sentido que a veces leía y escuchaba sobre mi. De pronto, la idea de no decir nada me pareció aún peor que decirlo. De la misma forma que ser normal me pareció incluso más incomodo que no serlo. Me llevé las manos a las orejas, moví la cabeza de un lado a otro. Ahora estaba un poco abrumada, fastidiada. Incluso muy molesta.

- Sólo quiero que la gente deje de pensar en esas cosas sobre mi y sobre nosotras - confesé en voz baja - sólo quiero dejar de preocuparme que...

Me levanté para caminar. Me dolían las rodillas pero también un lugar indefinible del pecho, como una punzada de vergüenza y humillación. Mi abuela me siguió con la mirada, atenta y siempre serena. Cuando me volví hacia ella, parpadeó.

- ¿Dejar de preocuparte por lo que puedan pensar sobre ti? - preguntó.
- Sí - admití.
- ¿Y por qué no lo haces?
- Porque lo están haciendo buela - me quejé con un suspiro casi dramático - porque hablan, dicen cosas. Se ríen...
- Pero me dijiste que quieres dejar de preocuparte, no que dejen de hacerlo - me insistió. Apreté los dientes.
- ¿No es lo mismo?
- No lo es - dijo mi abuela. Se levantó y de pronto me pareció muy alta, con su vestido blanco y verde, su cabello suelto sobre los hombros por una vez. Se veía hermosa y tranquila, como una mujer que sabe escuchar la voz del viento. Había leído esa frase días atrás en algún libro de las Sombras Familiar y sentí que mirándola, tenía más sentido que nunca - no lo es, porque el pensamiento que puedas obligar a alguien a hacer lo que no desea es una ilusión. Y esas niñas que se burlan de ti, quieren hacerlo. Y seguirán haciendolo, incluso si intentas pasar desapercibida. Si te contienes para no ser tu misma. Lo que las hace susurrar y chismear no eres tu, es el habito de como se comunican.

Se inclinó hacia mi, me tomó de las manos. Me reconfortó la calidez de sus dedos callosos y firmes. De mujer trabajadora y tenaz.

- Nadie puede controlar a otro. Eso es una ilusión. Pero si podemos aprender sobre como reaccionamos a eso. A comprender como nos hace sentir - me dijo. Sus ojos color miel brillaban - ¿Que es normal mi niña? ¿Qué no lo es? ¿Es normal tu manera de hablar o la de niña que se burla de ti? ¿Que hace que algo en ti esté mal o esté bien? Son ideas externas. No puedes cambiarlas, pero lo que hay en ti, sí. Lo que hay en ti, lo valioso, lo hermoso y lo profundo, sí. Y eso es mucho más valioso que una idea sobre lo normal.
- ¿Entonces lo normal no existe?
- Existe lo que eres, nada más que eso.

Ojalá todo fuera tan sencillo, pensé con desánimo. Mi abuela pareció notarle y me dedicó uno de sus guiños maliciosos que siempre me hacian reir. Aunque esta vez, sólo sonreí, con cierta tristeza.

- Ven - me dijo.

Caminamos hacia su biblioteca desordenada. Muchos años después, pensaría que esa habitación repleta de anaqueles rebosantes de libros, mesitas con fajos de papeles desparramados sobre ellas, alfombras polvorientas y su enorme ventana siempre entreabierta,  era mi lugar favorito en todo el mundo. Basicamente crecí allí, rodeada  de sus libros, leyendo lo que me apetecía y casi siempre lo que no debía, trasteando en la máquina de escribir de mi abuela por el mero placer de escuchar sus teclas sonar, escribiendo párrafos desordenados en hojas rotas. Poco a poco, comprendí que el mundo de las palabras era un Universo muy amplio y profundo y lo hice gracias a esa pequeña región caótica que mi abuela conservaba con especial cariño.

La miré mientras rebuscaba entre los anaqueles. No era algo sencillo: la mayoría de las veces, los libros de la casa no estaban ordenados de ninguna forma. Había grupos de Libros de las Sombras familiares confundidos entre  montones de viejas ediciones de las novelas favoritas de mi abuela, los queridos libros de filosofía de mi bisabuela, los pequeños poemarios de mi tia. Una pequeño paisaje de palabras polvoriento. Mi abuela solía decir que estaba bien fuera así. Que el esfuerzo de buscar, hacia que tu imaginación tropezara con incluso cosas que no sabía que buscaba.

Finalmente encontró lo necesitaba o eso supuse. Con una sonrisa, me mostró un pequeño libro de tapas verdes que me pareció había visto varias veces, aunque no sabía donde. Luego sentó en detrás de su enorme escritorio de madera. Aguardé, impaciente.

- Quiero que escuches esto - comenzó, abriendo el libro. Escuché el crujir de las páginas secas y amarillentas. Era un libro muy viejo, sin duda - yo lo leí hace mucho tiempo y me gustó tanto, que lo leo de vez en cuando. Tal vez te guste a ti también.

- Esta bien - dije asombrada e interesada. Mi abuela sonrío.
- A veces creemos que necesitamos no mirarnos en el reflejo de nuestros espejos privado - comenzó - que es necesario que nuestro reflejo se disuelva, se vuelva parte de una colección de luces y sombras. ¿Para que reconocernos? ¿Para que enfrentarnos a la diferencia? Podemos ser idénticos, desear las mismas cosas. Fluir hacia la corriente, avanzar hacia las ideas más amplias, las de aguas cálidas. Evitar las rocas que nos sacuden y que nos asustan. Navegar por el trayecto más transitado, disfrutar de un viaje plácido.

"Pero...¿A costa de qué? Me pregunto. Yo, que soy amante de las tormentas. Que disfruto la lluvia en el rostro, que siendo las sacudidas del mar en las venas. ¿Por qué seguir la línea de todas las cosas? ¿Por qué no crear una propia? ¿Por qué no aprender de la incomodidad? ¿Por qué no levantar mis velas y otear a la distancia, al mundo que sueño y no el que me muestran? ¿Por qué evadir lo que podría enseñarme? ¿Por qué insistir en sólo observar cuando puedo mirar? ¿Por qué continuar lo que otros han hecho si puedo crear un camino propio? ¿Por qué olvidar mi espíritu salvaje?

"Soy la noche y soy la Luna. Soy el cielo y soy el sol. Y creo, no olvido. Creo y tengo esperanzas. Porque quiero crear mi mundo. Porque deseo avanzar a través de mi propia desazón".

Mi abuela cerró el libro con un sonoro golpear de solapas. Me quedé inmovil, con los ojos muy abiertos, las manos apretadas sobre las rodillas. De pronto, me sentí muy pequeña y torpe, pero también viva. Extrañamente revitalizada, con una extraña sensación de alegría y lágrimas. Mi abuela ladeó la cabeza, sosteniendo el pequeño librito aún entre las manos.

- No sé quien escribió este libro o por qué lo hizo. Llegó a esta casa en alguna caja, olvidado entre cientos de cosas más - me contó - pero siempre que necesito recordar por qué es bueno continuar haciendo lo que quiero hacer y no lo que debo, hacer, lo leo. Imagino ese mar encrespado que quien sea que lo escribió, miró. Ese océano de dificultades que atravesó. Y pienso, sino será su mayor logro, sobrevivir en palabras. Sin nombre ni rostro. Pero sobrevivir en este mensaje. En esta percepción de lo que puedes ser y quien eres.

No supe que responder. Miré el librito, gastado, muy viejo. Con sus hojas amarillentas por los bordes. Insignificante en medio de los bellos libros empastados en la biblioteca de mi abuela. Sin duda, no lo habría visto jamás si mi abuela no me lo hubiese mostrado. Desapercibido, uno entre tantos. Pero llevaba escritas esas palabras, esa rarisima reflexión que de pronto, me sacudía y me hacía sentir mu viva y alerta. ¿Qué significaba eso? ¿Como podía lograr sus palabras eso?

- En Brujería, se dice que lo que los nos diferencia a uno de los otros, son el misterio de por qué somos fuertes en nuestra individualidad - me dijo mi abuela - puede ser ser distinto te parezca una idea dura, pero en realidad es un privilegio. Porque quien es distinto, es quizás el más sincero buscador de la verdad, el más osado. El que intenta encontrar sus propias certezas. Y eso, mi niña, es el mayor tesoro de todos. Nadie es igual a nadie. Y descubrirlo es quizás, un camino que se abre hacia todo un nuevo mundo dentro de ti mismo.

Sus palabras me sacudieron. No por qué las comprendiera por completo, sino porque tuve la sensación, extraña y privada, que había algo en mi despertó gracias a ellas. No se trataba quizás de algo tan poético como una revelación, pero sí, como una gradual sensación de asumir mi propio rostro en el espejo. Una mirada hacia mi misma, una cálida sensación de reconocimiento. Sonreí. Mi abuela lo hizo también.

- ¿Quieres ser normal? - preguntó de nuevo. Me encogí de hombros. De súbito, la respuesta no era nada sencilla, pero eso era bueno. O a mi me lo parecía.
- ¿Se puede ser normal? - pregunté a mi vez. Muchos años después, pensaría que esa era la primera pregunta adulta que hacia en mi vida. Mi abuela soltó una carcajada. Una de las de verdad, estruendosa y radiante, de las que tanto me gustaban.
- Eso es un misterio que sólo tu podrás saber.


***

De pie, en el patio de recreo, miro la luz del sol. Y recuerdo la manera como celebramos en casa el brillo del primer día de Julio. Los brazos sobre la cabeza, el rostro levantado hacia el azul interminable de Caracas. La sensación del viento golpeándome las mejillas. Y de pronto, tengo deseo de hacerlo. A pesar de las miraditas inquietas de mis compañeras de clases cuando me quedo de pie en mitad del patio de recreo, de la risita audible de Gloria que me señala con el dedo. De pronto me pregunto que necesito más, si ocultar el rostro entre las manos y huir del resplandor dorado y plata del sol o disfrutarlo. Si necesito huir de la voz burlona de Gloria o levantar los brazos al sol. La duda me sofoca, tengo mucho miedo. Tanta vergüenza. Pero también alegría, una diminuta y deliciosa alegría.

Así que levanto los brazos, con una sonrisa. Con los ojos muy abiertos para que el sol me deslumbre, para que el viento me abrace, para que el calor me recuerde que estoy viva. Lo hago, a pesar de la sensación de encontrarme expuesta y vulnerable, de la mirada crítica, del nerviosismo que no puedo evitar. Pero aqui está el sol para recibirme, para abrazarme con fuerza. Para recordarme que soy yo, antes y después, única y fuerte. Que soy una niña, pero también  un espíritu libre. Una bruja. Una historia, una sonrisa.

Y continúo allí, a pesar de las carcajadas maliciosas, de las bromas en voz alta. Sigo allí porque el Sol me recuerda un mar imaginario, una travesia solitaria, una aventura que apenas acaba de empezar. Y rio en voz alta, como si recordara que reir es la respuesta, que reír es la palabra justa. Como si el sol y el viento cargado de calor fueran un idioma que sólo yo reconozco. Un recuerdo a medio construir.

- ¡Allí va la loca de las escobas! - grita Gloria, regodeandose, cuando finalmente bajo los brazos. Aún me lastima el tono, la provocación, pero ya no tanto como para que me arrebate el sonrojo de sol de la cara o el calor amable de las manos. Cuando paso por su lado, ya no la miro. Pienso en el sol que me recordó mi nombre y el viento que me rodeó con un gesto cálido. Y pienso en que hay algo bello en ese silencio, en esa distancia. En esa mirada a lo profundo.

Pero tengo diez años y no lo pienso de manera tan compleja. Pero si, disfruto de esa sensación de pequeño poder, de celebración interior. De comprender que el camino que recorro siempre será mejor a cualquier otro. Porque me pertenece, porque forma parte de mi mundo. Porque quizás es el mundo como lo aspiro ver.

A veces recuerdo esa mañana en el patio de recreo y sigo sonriendo. Una sonrisa cómplice, de simple felicidad. Que  habría reconocido la niña que fui y que hoy disfruta y agradece la mujer en que me convertí. La bruja que disfruta del mar de su imaginación y de su corriente ininterrumpida, violenta y hermosa. El espíritu salvaje que sueña siempre crear y construir.


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