sábado, 1 de agosto de 2015

La frágil grieta de la memoria y otras historias de brujería.



En una ocasión, una de las maestras del colegio de Monjas bigotonas en el que estudie siendo niña, intentó contarme el cabello. Lo hizo animada por una intención bastante utilitaria - había una epidemia de piojos entre las alumnas - pero a mi me pareció una idea aterradora. Insoportable. Me aferré a mi gruesa trenza de cabello rizado y retrocedí, con los ojos muy abiertos. Ella me contempló sorprendida, con el estilista que la directora había hecho llevar al colegio para la ocasión de pie a su lado un poco incómodo.

- ¡No me lo voy a dejar cortar! - grité - ¡Nunca, nunca, nunca!

Me retorcí la trenza en la muñeca. Me preparé para patear, gritar y escupir. La maestra soltó un suspiro incrédulo y levantó las manos, al parecer sin saber como manejar muy bien aquella reacción mía.

- No lo haremos si no lo quieres. Sólo era una sugerencia.

El estilista, un sujeto atildado y con cara de asco, se encogió de hombros y salió de la habitación. La maestra se quedó de pie, con las manos apretadas sobre la falda. Se le veía un poco inquieta por mis lloros y gritos, pero sobre todo, preocupada.

- No pensaba cortartelo todo. Además, vuelve a crecer - dijo a modo de disculpa. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano.
- Para una bruja es muy importante el cabello largo.
- ¿Como es eso?
- Como le digo.
- ¿Me lo explicas?

Esa era la razón por la que la mera idea que pasar por las tijeras del estilista de cara refunfuñona me había asustado tanto. Por años, había escuchado a abuela y a mis tías insistir una y otra vez, sobre el hecho que para una bruja, el cabello largo es un lenguaje. Es una manera de contar la historia de tu vida, de comprender el paso del tiempo. Una mirada a todas las escenas grandes y pequeñas que forman parte de tu cuerpo, de tu identidad. Y llevarlo trenzado, es un homenaje. A la alegría de celebrar que tu historia pertenece a tus dedos y decisiones. De consolar la tristeza, para que el dolor quedara atrapado entre los cabellos, bien guardado, para que no pudiera llegar al resto del cabello. Además, mi cabello era muchas cosas, que poco o nada tenían que ver con la tradición de mi familia, o quizás sí, pero yo aún no lo sabía. Era mi refugio, la frontera entre mis ojos y el mundo, el lugar intimo donde ocultarme o retozar. Era un pequeño jardín privado.

Claro que, no podía decirle nada de eso a mi maestra, aunque de todas las del colegio, era la que más simpática me caía. Era mucho más joven que el resto, curiosa y siempre sonreía, a pesar que las monjas se aseguraban siempre que podían que pusiera la misma cara de gente seria que para las religiosas, era la única posible para cualquiera que quisiera enseñar. Pero Rosalinda, con su cabello corto, sus pecas y sus jeans impecables, era alguien distinto. Una niña mujer que solía escuchar a su clase con cariño, que le gustaba inclinarse sobre tu hombro para mirar tu tarea y acariciarte las mejillas con afecto. Rosalinda, que solía decir que enseñar a una inquieta clase de segundo grado, era lo "mejor de todas las cosas buenas que celebrar". Rosalinda que era maestra, pero también una amante lectora, como yo. Una mujer singular en medio de la pléyade de hábitos y severidad de la escuela.

Además, me encantaban sus clases: enseñaba literatura y a diferencia de la mayoría de las maestras del colegio, parecía realmente entusiasmada y apasionada por lo que hacia. No solamente se trataba de enseñarlos la lección que debíamos aprender sino que además, hacerla divertida e inolvidable. O al menos, eso era lo que yo pensaba. Ya por entonces muy aficionada a la lectura, me encantaba que Rosalinda realmente disfrutara leyendo y escribiendo, que nos contagiara con esa fascinación suya por los mundos que podían esconder las solapas de un libro. Era como encontrar un lugar donde no era tan extraño que yo prefiriera leer antes de jugar. Donde mi pasión por las historias que me contaban los libros fuera una virtud antes que un defecto. Un lugar para crear.

Pero algo tenía que decirle, pensé incomoda y balanceándome sobre mis pies. Me estaba mirando con cierta impaciencia y además, no parecía muy feliz con lo que seguramente pensaba, había sido un vulgar berrinche. Y no lo había sido, pensé con cierta dignidad herida. Tenía razones muy importantes para no dejarme cortar el cabello, para sentirme muy orgullosa de la trenza que mi abuela me había tejido con sus dedos plácidos y delicados esa misma mañana. Tomé una bocanada de aire y la miré por debajo de las pestañas, entre avergonzada y prohibida.

- Para una bruja, llevar el cabello largo es símbolo de cosas buenas. De pensamientos bonitos y cosas que le gusta recordar - le solté como lo había memorizado de algún libro de las Sombras familiar - una bruja lleva el cabello largo para no olvidar que cada uno de nosotros, lleva su historia en su cuerpo, entre sus manos y en cabeza. Como si cada cosa que haces, formara parte de algo más grande que tu misma.

Debió escucharse muy impresionante esa parrafada tan docta de labios de una niña de nueve años paliducha y pecosa. O al menos, a Rosalinda debió parecerle. Me escuchó con los ojos muy abiertos y brillantes por la sorpresa, lo que le daba a su rostro un aspecto muy inocente. Y eso me gustó: su falta de malicia y de reproche, que no se impacientara por lo que le decía - como el resto de las maestras - ni que tampoco se enfureciera - como las monjas - porque yo insistiera en decir la palabra bruja en voz alta y con cierta petulancia. Al contrario, entre la sorpresa y la curiosidad, Rosalinda tenía todo el aspecto de estar haciendose unas cuentas preguntas en silencio.

- Y entonces ¿jamás te se lo cortan? ¿Las brujas? - me preguntó, como si tal cosa. Sin recordarme que las brujas eran malvadas o que en el colegio, ese tipo de "supercherias" no encajaban. Sin insistir en que no debía decir aquellas "locuras" o contar historias rídiculas como esa. La miré asombrada y agradecida.
- Sólo en ocasiones especiales, muy importantes o que signifiquen algo muy bueno o muy triste - le expliqué - en momentos que quieras recordar o llevar contigo a todas partes. Te lo cortas y recuerdas que muchas cosas importantes, ocurren en toda tu vida, que se construyen a través del tiempo. Que puedes atesorarlas o también olvidarlas, pero que siempre se transformarán en algo nuevo.


Rosalinda asintió, mirándome con la cabeza ladeada. Tenía la mano apoyada en la nuca y sólo entonces noté que tenía el cabello muy corto, cortado a la nuca. Una melena pequeñita y preciosa de rizos oscuros que le rozaba las mejillas y se encrespaba sobre sus orejas. Le daba el aspecto de una mujer muy antigua y también, de alguien realmente apasionado y feliz. Me recordó una fotografía que había visto en un libro: una mujer de muchas décadas atrás, llevando un vestido de encajes y las manos apoyadas en las caderas, muy desenfadada. La mujer libre, se leía abajo de la imagen. Y yo lo había leído en voz alta. Pasando los dedos sobre las letras. Ese era el aspecto de Rosalinda en ese momento: libre de la pesada losa de la severidad, de toda esa obligatoria dureza que se suponía, debía tener como profesora. ¿Por eso se había cortado el cabello? A mis ojos, era sólo una muchacha muy joven, con los ojos llenos de chispeante vitalidad.

- Que palabras tan preciosas - comentó. Me erguí orgullosa. Luego recordé que no eran mías, sino de uno de los Libros de mi casa y me encorvé un poco. Pero no tanto, la verdad - ¿Crees en lo que me cuentas?

Esa era una pregunta rara. Una pregunta bastante extraña que nunca me había hecho. Parpadeé, como si los rayos de sol que entraba por las ventanas del salón vacío me deslumbrara. Había algo radiante, en esa luz pendular, que atravesaba los cristales polvorientos para dotar de belleza a los viejos pupitres del salón donde nos encontrábamos. Y de pronto, me pregunté si creer era como abrir las ventanas de mi mente, a ideas que iluminaban o creaban sombras. De pequeños destellos de conocimiento o incluso de algo más profundo que no sabia como llamar, que se enredaban entre ese silencio que a veces, habita entre las ideas. ¿Que era creer? me pregunté acariciándome el cabello con la punta de los dedos. ¿Creía en lo que me habían enseñado en casa? ¿Creía que mi cabello era un pequeño jardín misterioso en el cual podía esconderme para recordar? Sonreí, cunado recordé a mi abuela trenzandome el cabello. De la manera como trenzaba el suyo a la nuca, sujetándolo con viejos pasadores de plata que habían pertenecido a su madre. O como lo llevaba mi prima, pequeñas trenzas que le caían alrededor de las mejillas sonrojadas. Pensé en lo feliz que me hacia sentir mirarlas, en lo importante que era para mi, formar parte de esa imagen tan hermosa y familiar.

- Sí creo - le dije a Rosalinda en un estallido de felicidad exuberante - lo creo porque lo siento real.
- Entonces, es real.

Sonreí. Una sonrisa con todos los dientes, de puro entusiasmo infantil. Rosalinda soltó una carcajada, una pequeña y de pronto, en su risa, escuché el barullo de las niñas corriendo en el patio, jugando entre gritos y canciones. Como si fuera una ráfaga de extraña felicidad. Pensé entonces que había extrañas maneras de conversar, de comprenderse. Y pensé otra vez en lo que mi abuela solía decir sobre el cabello de la bruja: "La forma de contar el tiempo que transcurre en tu corazón, que puede ser muy distinto al que pasa en los días y en las horas".  Una manera de sonreír.

Más tarde, recordaría esa sensación mientras le contaba a mi abuela lo que había sucedido. Mi abuela soltó una carcajada, mientras me cepillaba el cabello con mano firme, también preocupada por la epidemia de piojos escolar, de la cual aún no me había contagiado. Mi abuela encontró muy singular mi conversación con la maestra.

- Le gustó que le hablara sobre lo que las brujas creemos sobre el cabello - le conté - ¡Y no se disgustó! ¡No me mandó a rezar ni nada!

Abuela no dijo nada y continuó peinandome con cuidado. Luego, con dedos habiles, me tejió dos trenzas que anudó con delicadeza en la parte superior de la cabeza. Me miré en el espejo: Juntas, en el reflejo. Mi abuela con su rostro lleno de bellas arrugas diminutas y yo, una niña pálida y de ojos muy curiosos que miraba todo con atención. Su cabello y el mio, creando una imagen que parecía unirnos a ambas. Me pareció una idea preciosa, profunda. Como esos grabados de los libros, que parecían resumir toda la belleza de las palabras en lineas de luz y sombra.

- Cada mujer es una bruja, aunque no lo sepa - me dijo entonces mi abuela. Apretó mi hombro cariñosamente y me besó en la mejilla - un espíritu libre, indomable, poderoso. Un espíritu que crea, que aspira, que lucha, que se enfrenta. Una percepción muy fuerte sobre su capacidad para aspirar y tener esperanza. Quizás tu maestra lo sabe o lo intuye. O simplemente, cree que la palabra tiene el don de construir una idea. Y por eso le gustó nuestra historia.

Me acaricié con la punta de los dedos las trenzas que me rodeaban la cabeza. Pensé en Rosalinda con el cabello corto y encrespado alrededor de las mejillas. Y tuve la impresión que en medio de ambas imágenes en mi mente, había algo significativo que aprender, aunque no supe qué. El pensamiento me intrigó un poco, pero después, lo olvidé.

***

Nunca le pregunté a Rosalinda por qué llevaba el cabello tan corto. De hecho, nunca pensé que fuera necesario preguntarselo, a pesar que después de esa ocasión, ella solía recibirme en su salón de clases durante el recreo para conversar. Me mostraba sus libros favoritos, me hablaba sobre escritores que yo no conocía, leía de vez en cuando los cuentos torpes que intentaba escribir en mi recién descubierto entusiasmo por la escritura. Rosalinda, que era la maestra de Literatura, encontraba muy curioso mi afición por contar historias.

- Eres muy pequeña para eso - solía comentar.
- Escucho muchas en mi casa.
- De las brujas.
- De mi familia.

Rosalinda siempre reía. Me gusta su risa: un brillante golgorio de alegría. Mi amiga Flor solía decir que era la única maestra de la Escuela que parecía feliz y quizás por ese motivo, los días en que faltaba, su ausencia era muy notoria. Solía pasar de vez en cuando: entrábamos al salón y en lugar del rostro juvenil y lleno de vida de Rosalinda, estaba el duro y severo de alguna monja de habito. Eran días muy tristes, que transcurrían con una enorme y desigual monotonía. Recuerdo que solía pensar que era como si alguien cerrara un poco las ventanas del salón y nos quedáramos a oscuras

- Oye ¿y por qué falta tanto? - preguntó con cierta suspicacia una de mis compañeras de salón.
- Quizás de clases en otra parte - comentó otra - y ya no quiera venir.
- No creo - me apresuré a opinar, un poco inquieta por esa idea - quizás sea que...no puede. No creo que sea porque no quiere.
- ¿Y por qué no? - saltó una de las niñas del fondo, que siempre estaba muy nerviosa y parecía siempre a punto de estallar de pura impaciencia - ¿por qué no querra venir? ¿Nos habrá dejado de querer?

Esa idea me pareció escandalosa y también muy triste. Me quedé sentada en el pupitre, con las manos abiertas sobre la madera, preguntándome en silencio si realmente, Rosalinda había dejado de disfrutar de nuestras voces y risas, de esa pequeña complicidad que la unía con todas sus alumnas. Quizás, me dije mientras Sor Eulalia nos leía en tono monocorde la lección del día, se trataba que después de todo, una clase de segundo grado no era lo suficiente para el entusiasmo de Rosalinda, su despierta inteligencia. La imaginé leyendo en voz alta, acariciando con la voz las palabras que llenaban las páginas de los libros, riendo y haciendo comentarios ingeniosos, logrando que leer un libro fuera sobre todo, una experiencia para asombrarse y disfrutar, más allá de la tarea y el deber escolar. Me entristeció mucho el pensamiento que tal vez no volveríamos a disfrutar de sus clases y sobre todo, de esa brillante percepción suya sobre las cosas. Una paciencia y amabilidad suya que había convertido sus clases en mi momento favorito del día.

Ese mes de Mayo, Rosalinda faltó más que en cualquier otro momento del año. De la inquietud un poco vaga que había sentido al principio, comencé a preocuparme realmente que mi maestra favorita no regresara de nuevo a su lugar detrás del escritorio de la clase de literatura. Mi abuela me escuchó con ojos tristes cuando se lo conté. Era un viernes y Rosalinda había faltado durante toda la semana. Ya no era una novedad encontrar a Sor Eulalia con su rostro severo y sus fríos ojos grises, sosteniendo un libro como si se tratara de un objeto que le provocara malestar. Como siempre, se negó a responder a nuestras preguntas sobre Rosalinda e incluso me amenazó con dejarme sin recreo cuando me puse muy insistente. La miré con cierto rencor cuando me senté detrás del pupitre, furiosa y angustiada.

- Pero no sé por qué ya no volvió a regresar - le dije a mi abuela, con la cabeza inclinada sobre su escritorio en su biblioteca desordenada - fue como si dejara de querernos. Como si simplemente, ya no fueramos parte de nada de su vida.

Suspiré. Esa idea me venía preocupando desde que las ausencias de Rosalinda se habían hecho más frecuentes. No se trataba sólo que dejara de ir a la clase sino imaginar, que otra clase, otros niños, estaban disfrutando de su entusiasmo, de su amabilidad y sentido del humor. Me pregunté que había de mal en nosotras para que Rosalinda hubiese tomado esa decisión. Que le había irritado tanto de mi clase cómo para no regresar de nuevo. Mi abuela me dedicó una de sus miradas apreciativas.

- Dudo que las haya abandonado. Cuando haces lo que amas, rara vez renuncias a disfrutarlo - me explicó. Sacudió la cabeza - ya sabremos que pasó. O quizás, tengamos una idea más clara de por qué se comporta de esa manera. Ningún ciclo continúa incompleto por demasiado tiempo: todo tiende a tener un final.

Tenía razón. Unos días después, La hermana Rosa, directora del colegio, nos anunció a la clase de segundo grado que la maestra Rosalinda, no volvería a darnos clases y que Sor Eulalia la sustituiría por el resto del año. Hubo quejas y protestas en voz alta, algún gemido de impaciencia e incluso risitas. Yo me quedé muy quieta en el pupitre, mirando la madera opaca, con una sensación de tristeza que pocas veces había sentido hasta entonces. La hermana Rosa movió las manos impaciente, tratando de sofocar el escándalo.

 - Creo que la maestra Rosalinda necesita de su tiempo, para cuidar a su mamá que está muy enferma - explicó con su acostumbrado tono seco y un poco brusco - así que vamos a rezar todas para que reciba fuerza y consuelo del Altísimo.

Junté las manos como el resto de la clase pero no recé. En vez de eso, me quedé pensando muy sorprendida y desconcertada, que durante todo aquel tiempo, Rosalinda había estado muy triste por su madre y nadie lo había sabido. Siempre había sonreído, enseñando con el mismo cariño que hasta entonces, nos había dedicado. Me pregunté como podía hacerlo, como era capaz de no mostrar su preocupación y su angustia. De pronto, comprendí que Rosalinda, además de mi maestra, era también alguien más, la hija, la hermana, quizás la esposa, de una familia. Parte de un mundo que sobrepasaba a la escuela, que se perdía en los límites del complejo mundo adulto. Alguien que sufría y derramaba lágrimas que yo nunca había visto, a pesar de su sonrosa. Esa idea me abrumó. La recordé con el cabello corto, joven y vivaz, escribiendo en la pizarra los nombres de libros y autores, recitando en voz alta su poesía favorita. Disfrutando de esos pequeños momentos de alegría a pesar de todo.

Entonces Rosalinda me pareció más libre que nunca, exactamente como lo mostraba su cabello corto y rizado. Una mujer que se había liberado de la tristeza para creer que la esperanza era posible, que se había liberado del peso de la melancolía. Recordé que una vez, había leído en los Libros de las Sombras de la casa, que una bruja sólo se cortaba el cabello tan corto cuando quería comenzar de nuevo a recorrer los caminos de su vida, volver a nacer en sus aspiraciones y deseo. Y Rosalinda, que se había esforzado por sonreír a pesar del dolor, era la viva imagen de esa idea. Del poder de crear a pesar de los pequeños y grandes dolores. De mirar hacia el infinito desde la libertad de su propio espíritu.

Recé entonces, no con las palabras que me insistían las monjas, ni tampoco con las que había aprendido durante el catecismo. Recé con los ojos cerrados como sabia hacerlo: imaginando a Rosalinda creando y atravesando el dolor como sólo ella sabía hacerlo: con una sonrisa, la esperanza y alto y la sinceridad de creer y confiar para soñar.

***

Unos pocos días antes del final del año escolar, Rosalinda volvió para recoger las cosas que había dejado en su salón y en la oficina de los maestros en la Escuela. Habían pasado muchos meses ya desde su partida y la mayoría de las alumnas la habían olvidado, pero yo no. Había conservado el hábito de sonreír mientras leía que ella me había enseñado, como si cada página fuera un secreto a medio descubrir. Cuando Flor me lo dijo, corrí como un vendaval hacia la sala de profesores, con el corazón latiendome muy rápido.

Me sorprendió verla tan delgada y con las mejillas pálidas, pero sonrió cuando toqué la puerta y asomé la cabeza, entre nerviosa e insegura. Se apresuró a acercarse y cuando me abrazó, lo hizo con toda su habitual energía. Me sacudió de aquí para allá, me dijo que el sol de Junio me había puesto morena y que estaba creciendo muy rápido. La miré sin saber que decir o cómo hacerle las preguntas que deseaba. Rosalinda pareció intuirlo y soltó un suspiro largo y pesaroso.

- Ella ya está mejor - me dijo simplemente - ya puede descansar en paz.

Se refería a su madre, claro está y me sorprendió que lo hiciera con tanta amabilidad, incluso con una pequeña sonrisa. Me quedé de pie frente a ella, incomoda y afligida, sin saber como consolarla o si incluso si debía hacerlo. Entonces, noté que llevaba su cabello rizado bien recogido en una diminuta cola de caballo. Y que se había hecho una pequeña trenza que le cruzaba la frente con delicadeza hasta perderse entre su cabello. Parpadeé asombrada, preguntándome...pero entonces Rosalinda se llevó la mano a la cabeza y ladeó la cabeza, de nuevo sonriendo. Otra vez, era la niña mujer que solía recitar los poemas en voz alta, que decía que un libro podía ser un buen lugar para vivir.

- Estaba muy triste - comenzó a explicarme - y un día, de pronto, recordé lo que me habías dicho. Sobre el cabello y las brujas, las tristezas y el dolor. Recordé tu trenza y de pronto me pregunté si yo también, podría llevar una...
- Mi abuela dice que todas las mujeres son brujas - balbuceé - que...
- Quizás es por eso - río - o quizás que todos necesitamos consuelo. Como sea, me tejí una pequeñita trenza, y me recordé que era una manera muy hermosa de recordar las buenas historias.

Levanté los dedos, toqué la trenza que me caía sobre los hombros. De pronto recordé el día en que le había contado sobre el cabello de las brujas, la manera como me había escuchado. La mirada amable, cálida. Recordé también las clases donde todas reíamos, sus palabras creando imágenes de los libros. Y todo estaba allí, en ese pequeño gesto de sostener mi trenza, como ella acariciaba la suya. Quizás conversábamos de nuevo, en un idioma misterioso. Desde el corazón.

- Una manera de siempre sonreír, a pesar de todo - dijo por último - una manera de mirar al futuro.

***

Sentada en el regazo de mi abuela, miré nuestro reflejo mientras me peinaba. Mechón a mechón, trenza a trenza. Y pensé en Rosalinda, como la había visto ese día, joven y triste, con su cabello aún muy corto, las mejillas pálidas pero sonriendo. Consciente de ese poder secreto de aprender de nuestra propia historia. No lo pensé de manera tan compleja por supuesto, pero si recordé su dedos apretando la trenza. Ese símbolo del eterno renacimiento, de la creación a partir de la belleza.

- ¿Estará bien? - le pregunté a mi abuela. La escuché suspirar.
- Todos sobrevivimos a nuestras propias batallas - me dijo entonces - y nuestros pequeños tesoros son todo lo que logramos aprender y crear. Ese aprendizaje que obtenemos poco a poco. La experiencia y el poder de soñar.

Para una bruja, el cabello es una medida del tiempo. Una sonrisa que se recuerda, una lágrima que se enjuaga. Es el poder de todo lo que aprendemos, de todas nuestras lecciones, el trayecto en nuestro camino personal. Un símbolo de lo bello y lo divino, de lo poderoso y lo esencial. De cada fragmento de tiempo que deseamos atesorar.

Sonrío al recordarlo, como la niña que fui y la mujer en que me convertí. Acaricio mi cabello trenzado sobre el hombro y pienso en el poder de soñar, ese que aún conservo y que espero siempre poder alcanzar. Una mirada hacia el futuro y hacia mi propia capacidad para crear.



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