jueves, 27 de agosto de 2015
Todos los rostros de un país en fragmentos: De la ideología del odio a la tierra arrasada
Hace poco, alguien me insistió que yo no tenía ninguna representatividad en el país porque soy blanca, hija de Europeos, una profesional Universitaria que trabaja en lo que ama. Que en resumidas cuentas, no sólo no tengo “permiso” para aspirar a un país más justo, menos corrupto, pero sobre todo menos violento y caótico, por el mero hecho de ser “una sifrina”, término que se utiliza en Venezuela para definir a las “niñas bien”, de “recursos” según como la imaginación popular concibe el estereotipo. La idea completa me asustó, no sólo por sus implicaciones sino porque además resume a la perfección la nueva noción sobre la lucha de clases que el chavismo impuso en Venezuela y que de hecho, la mayoría de la población asimila tan bien, que lo toma por hecho cierto. Y es que para gran parte de los venezolanos, la única manera de ser un ciudadano es justificar “el hecho de la humildad”, para llegar a esa “expresión del pueblo llano” y poder, entonces tener la posibilidad de opinar y justificar su opinión en su propio suelo.
Cuando se analiza así, es una idea que perturba pero sobre todo, síntoma de la extraña ruptura histórica que vivimos. No se trata sólo del subtexto que yace en el hecho que la idea del chavismo sobre la lucha de clase se haya impuesto de manera tan sencilla, sino que forme parte constitutiva de la cultura chavista. Sí, utilizo la palabra “cultura” con toda intención. Porque el Chavismo, asimilado, mezclado, entronizado en la manera de comprendernos y asumirnos como ciudadano se ha convertido no sólo en un rasgo social sino también, en una cultura muy concreta. En una manera de interpretar el mundo y quienes somos muy específica. Y eso, por supuesto, apoyado en la ideología y en el fanatismo casi religioso de un gobierno que manipula desde la promesas populista, resulta grave. Más aún, peligroso.
Pero volvamos a la conversación con mi amigo. Luego de escucharle insistir una y otra vez que “en Venezuela mandan los pobres y a eso había que acostumbrarse”, aguardé a que agotara el argumento y finalmente nos quedáramos en un incómodo silencio. Me dedicó una mirada inquieta.
— Sabes que lo que digo es cierto — me insiste — ahora si tienes plata, nadie te para bolas. Aquí tienes son los pobres los que marcan la pauta.
— ¿A qué pobres te refieres? — Ya sabes, la plataforma del Gobierno. Los que votan una y otra vez por el chavismo. Esos son los que tienen el poder.
El comentario me hace recordar a Oswaldo, el conserje del lugar donde vivo. Un hombre amable que trabaja con enorme decoro y responsabilidad en las áreas comunes del lugar donde vivo. Lo hace desde hace cuatro años y que yo recuerde, jamás le he visto el dedo manchado de azul. Ni siquiera en el usualmente deprimente lunes luego del domingo electoral. Oswaldo, taciturno y un poco encorvado ya, no parece muy interesado en nada de lo que pasa el país. Y así me lo dejó claro en la ocasión en que le pregunté.
— No mija, eso de política es pa’ otros — me contestó, con el azadón del jardín al hombro y secándose el sudor con el dorso de la mano — yo estoy viejo y naiden me hace caso. Tengo años que no voto.
No se trata sólo de Oswaldo. Es hijo de cinco y abuelo de doce. Nadie en su numerosa familia vota. Incluso, uno de los hijos ni siquiera tiene cédula. Una vez me contó que les simpatizaba Chavez, pero que se aburría con sus cadenas. “Uno llega muy cansao del trabajo pa’ ver a ese señor chacharear”.
Oswaldo no es el único caso supongo. Tampoco lo es su familia. A veces, sobre todo durante las frecuentes campañas electorales de mi país, imagino a los cientos de hombres y mujeres que como Oswaldo, simplemente me dan un paso atrás al momento de inmiscuirse en la política. Que disfrutan misiones y también todo tipo de beneficios del Gobierno de turno — como antes lo hicieron de todos los anteriores — pero que en realidad, la política les interesa bien poco. Porque en su barrio, en su casa, en todos los lugares del país, la política es cosa de adinerados, de la gente de “allá”, de los tipos con traje y corbata que se aparecen cada cierto tiempo para pedirles el voto. Es probable que convenzan a más de uno, pero la mayoría continuará a la periferia, al margen de las decisiones generales. Un elemento ciego en medio de un destructor y cada vez más agresivo mapa político.
— ¿Crees que las bases del chavismo sólo son pobres y desesperados? — le pregunto — ¿que votan porque no tienen otro remedio?
— ¿Y quien más puede votar por esta mierda? — me pregunta inquieto — ¡Por eso tienen poder! ¡Son el arma del Chavismo!
Hace dos años, me hice buena amiga de una vecina de Antimano. Nos conocimos por casualidad y desde entonces, sostenemos una especie de larga conversación a tropezones y en ocasiones incómoda sobre lo que ocurre en el país. Porque “Gladys” (no es su nombre real) es chavista y además, lo continúa siendo a pesar de la crisis que atraviesa el país. Lo es por una serie de ideas tan complejas que en ocasiones, a ella misma le lleva esfuerzo explicar y definir. Pero el hecho cierto es que Gladys vota por el chavismo y continuará haciéndolo, no obstante criticar con mucha sensatez al Gobierno de Nicolas Maduro y quejarse sobre muchas de las políticas que implementa.
— Nadie del gobierno me da nada, pero son la gente con que me identifico. El Comandante hablaba para que yo le entendiera, no como los adecos y copeyanos — me dijo en una oportunidad—. No es que el Comandante fuera el mejor presidente, pero era mi presidente. Y votaré por su proyecto hasta que pueda.
Gladys vive en una populosa barriada caraqueña pero realmente no es pobre, no al menos como amigo concibe al Chavista tradicional. Tiene una casa que construyó su difunto esposo, su hija estudia en la Universidad y el mayor es gerente de un banco de Caracas. Gladys misma se dedica a la costura y eso le permite “costearse sus cositas”, a pesar de lo costosa que se ha puesto la tela y los hilos, si es que los consigue. Pero para Gladys, como para su familia, el Chavismo no es solamente una opción, sino un modo de vida. Es una identidad que tiene mucho que ver con el lugar donde vive, con el hecho de considerar a Chavez una mezcla de padre y algo tan brumoso como un líder popular. Gladys no me odia — al menos, no creo que lo hace — ni yo tampoco siento una especial preocupación por el hecho que yo viva en un edificio residencial y ella no. Pero es chavista y lo es al extremo, de guardar un preocupado silencio cuando la interpelo sobre el hecho que las políticas de Maduro sumieron al país en un desastre económico de proporciones preocupantes. No me responde, cuando le insisto sobre su opinión sobre la inseguridad, sobre la noción de un país tan peligroso que resulta agobiante. Sobre la inflación de tres dígitos que también le golpea como a mí. Pero la lealtad de Gladys es implacable y continuará siéndolo. Y claro está, Gladys vota.
¿Pero Gladys tiene poder? ¿Tiene la capacidad de exigir cambios y transformaciones? ¿De interpelar a cualquier líder del turno y reclamar la responsabilidad política que le brindó su voto? Claro está, no soy ingenua. Sé a que tipo de poder se refiere mi amigo: el poder de ser una herramienta electoral visible de un gobierno arraigado en mayorías muy concretas. Pero no todo es tan sencillo, no todo es tan obvio. Porque no se trata de pobreza, tampoco de un tipo de convicción ideológica. La militancia del chavismo lo es por un vinculo emocional, definitivo e incontestable. Por un resentimiento añejo y concreto contra quienes le gobernaron. E incluso, vayamos a un punto menos abstracto. A una idea muy específica: el chavista vota por el Chavismo por la identificación social y cultural es tan obvia, que cualquier alternativa le parece impensable. No se trata de pobreza, tampoco ignorancia ni mucho estupidez. Es una idea completa que incluye identidad y también algo más profundo: una manera de comprenderse.
— ¿Por qué votas por los partidos de oposición? — le pregunto a mi amigo — Por que como yo eres profesional, ¿tienes automóvil propio? ¿Qué ocurre contigo? ¿Es tu título Universitario lo que te hace votar por la oposición, sea quien sea y quien la represente?
— No te entiendo. — ¿Qué te hace votar en contra de Chavismo? ¿Qué te hace apoyar a la oposición? — ¿Y lo tienes que preguntar?
— Piénsalo.
Hará unos siete años, mi amigo celebró, junto a muchísima gente que conozco, la eliminación por parte del Gobierno de las cuotas de intereses llamadas “Balón”, que presionaban el historial crediticio de la clase media venezolana. También aprovechó las ventajosas condiciones de los créditos de la banca pública e incluso, llegó a viajar gracias a los sistemas de Venetur. Obviamente, se trata de beneficios de los que cualquier ciudadano venezolano puede presumir pero que esencialmente, representan las escasas mejoras que el Chavismo dedicó a la clase profesional de mediana edad del país. Pero mi amigo jamás consideró votar por Chavez ni lo hizo jamás. Tampoco se ha sentido identificado, mucho menos comprendido por un tipo de ideología que promociona la lucha de clases como parte de toda una idea sobre la pobreza justificada y sostenida en el enfrentamiento social. Mi amigo, como yo, jamás contempló al chavismo como opción. Y no sólo por la disparidad política, sino por el hecho que jamás nos identificamos con la propuesta Chavista, ni como idea redentora ni como Gobierno de mayorías.
— Porque este gobierno es hambreador y piensa que la igualdad es hacia abajo. Que tener plata y trabajo es una ofensa. Que progresar es una conspiración. Este es un gobierno mezquino y violento — me responde — y jamás me identifiqué con ninguna mierda que dijo Chavez. Jamás lo haré con nada que diga un partidario suyo. Soy un tipo educado, criado con buenas costumbres en su casa. Jamás apoyaré a este grupo de malandros.
Mi amigo Pedro es un antropólogo con varios postgrados a cuestas. Es un hombre educadísimo, un adorable padre de familia, uno de las personas más gentiles que conozco. Y también es Chavista. Y lo es porque la identificación política con las ramificaciones de izquierda del Chavismo le son más comprensibles que cualquier otro planteamiento político. Porque la mayor parte de su vida, fue educado para asumir que el Socialismo es una idea concreta y realizable, que insiste que el trayecto confuso y duro que atraviesa Venezuela es parte de una transformación “necesaria”. Pedro me ha repetido más de una vez, que jamás votaría por ningún líder de oposición por el mero hecho que representan las razones de la existencia de Chavez, de la necesidad de un caudillo carismático que engendre una ruptura política. Que jamás votaría por un hombre que no tuviera entre sus prioridades la comprensión de la pobreza como una variable en discusión constante y cuestión esencial de un altercado ideológico. No importa que le insista sobre el hecho que el Chavismo sea un grupo político sin otra ideología que la pugnacidad. No importa el comportamiento violento y soez que Hugo Chavez Frías tuvo en vida o la insultante y preocupante irresponsabilidad de su sucesor, Nicolas Maduro. Para Pedro, el Chavismo es una corriente histórica necesaria, que engendró cambios y que se perfeccionará a medida que las primeras opciones de transformaciones sean válidas. Y es que desde la perspectiva de Pedro, un gobierno que no sea Chavista no sólo es impensable sino directamente peligroso.
— Lo que provocó el nacimiento del chavismo y lo que sustenta la oposición no es tan fácil de analizar como el hecho que se contradigan una a la otra — le insisto — . Se trata de un proceso de identificación, de una idea congruente con la que comulgas. Y en algún nivel, esa idea hace que continues apoyando la tendencia que sea, no importa cuanto te decepcione. Los extremos son dos fuerzas de choque, pero también, dos visiones de país opuestas. Y cada partidario cree real y válida.
— ¡Esa mierda podías aplicarla antes de Maduro! — me dice, muy alterado — pero es imposible ahora, con el país en el suelo, a punto de un colapso económico. Quienes apoyan al chavismo es por conveniencia, por estupidez y por necesidad.
— No todo es tan sencillo.
— Claro que lo es. Venezuela está en rota en dos por una visión política sin ningún sentido ni lógica. Y quien la apoya es tan mierda como el Gobierno mismo. Así estamos. Eso es todo.
Pienso en Gladys y en Pedro. Pienso en los actividades de camiseta roja que he visto en Plazas y calles del país. En el hombre que hace dos semanas, me extendió un panfleto con las ventajas del proyecto Chavista. Pienso en la ancianita solitaria en mi edificio, que suele rezar el rosario por “el alma del Comandante”. Pienso en la esposa de un buen amigo, que admite apesadumbrada que el Chavismo y la oposición son casi lo mismo. Pienso en mi angustia por carecer de opción a un gobierno terrible y violento, en la sensación que la oposición no sólo absorbió los peores vicios del Chavismo, sino que también los hizo parte de su propuesta. Pienso en la sensación que Venezuela va a la deriva en medio de un paisaje desolado y roto. Pienso en el hecho que en realidad, el Chavismo cumplió una especie de reto histórico: el de transformar a Venezuela en una especie de idea brumosa y sin sustento. Una propuesta que no existe, basada en el enfrentamiento. ¿Qué podemos esperar más allá de eso?
Hace poco, el chef Sumito Estévez publicó un corto artículo en la página web ProDaVinci titulado “¿Por qué yo no podría votar por el chavismo?”, en el que analiza las razones por las cuales, a pesar de identificarse con el izquierdismo histórico del continente, no comulga con el Chavismo. Entre una serie de interesantes reflexiones, Estévez concluye que votó por el chavismo — o mejor dicho por Chavez por una aspiración de cambio pero no puede, ni antes ni después, convalidar la situación que actualmente padecemos. En un análisis personal sobre las causas que llevaron a Chavez al poder, Estévez se mira así mismo como testigo histórico y también, como parte de esa opinión general que Chavez simbólizo un nuevo tipo de noción sobre Venezuela. No obstante, después añade:
“Voté por Chávez en 1998 porque sentí que los que hasta ese momento habían gobernado seguirían haciendo las cosas igual. Voté por él porque era el diferente. Pero ya el chavismo demostró que tenemos la misma desigualdad, los mismos corruptos y, además, todo aquello que servía ha sido destruido.
Yo no voto por la MUD porque dejé de ser de izquierda. Votaré por la MUD porque sigo siendo de izquierda. Y porque, además, sé que si voto por el chavismo todo esto seguirá igual”
Cuando compartí el artículo en Facebook, una de mis más queridas amigas dejó su opinión al respecto y me sorprendió lo mucho que coincidió no sólo con la opinión de Estévez sino con el hecho simple que la crisis política de Venezuela no es de fácil lectura ni mucho menos, un análisis simple. Para mi amiga, el Chavismo no representa a la izquierda ni tampoco las legítimas aspiraciones de reivindicación que dice representar, no importa el color de tu piel o el origen social del que provengas: “[…] No sabes todas las veces que me han dicho: ¿cómo es que tú siendo de un pueblo, de familia pobre y negra, no eres chavista? ¿No eres de izquierda? Y yo tener que responder: yo si soy de izquierda pero no soy chavista porque este gobierno no es de izquierda, este gobierno es de una cuerda de malandros, es una farsa. Siempre seré de izquierda, siempre estaré del lado de los pobres, por eso nunca sería chavista.”
La conversación con mi amigo culminó con un incómodo silencio. Pienso en ella mientras regreso a mi casa, rodeada del rostro de Chavez que me mira desde todas las paredes, de los incontables afiches de las múltiples elecciones que se han llevado a cabo durante diecisiete durísimos años. Y pienso en que a pesar de las casi dos décadas de Gobierno Chavista, seguimos sin comprender al país, sin asumir el costo político de la situación que enfrentamos y aún peor, sin comprender quizás las infinitas implicaciones de una idea política basada en el resentimiento pero también en brumosos ideales de izquierda. Me pregunto que espera a Venezuela más adelante, que ocurrirá cuando el desgaste del chavismo sea imparable y se muestre la raíz misma de la idea política Venezolana: una percepción del poder desmedido y de un ciudadano anónimo incapaz de contenerlo.
Me asusta no tener las respuestas a eso. Me preocupa que no sé si las tendré.
C’est la vie.
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