jueves, 24 de septiembre de 2015
De las pequeñas historias privadas: decisiones incómodas que debemos tomar de vez en cuando.
Hace un año, decidí que dejaría de prestar dinero a una de mis amigas más queridas de la infancia. Fue una decisión complicada: ella atravesaba uno difícil momento financiero y también, uno personal bastante complicado. A medio camino entre el divorcio y la soltería, se encontró no sólo que no tenía el suficiente dinero para sufragar los gastos que ocasiona el proceso jurídico sino que además, estaba sufriendo la aguda crisis económica de mi país en formas nuevas y sobre todo, preocupantes. La primera vez que me pidió un poco de dinero en préstamo para cubrir sus gastos personales a final de mes, lo hice de inmediato y sin hacerle preguntas incómodas. No llegó a pagármelo. Un mes después, me pidió volviera a echarle una mano.
— Se trata del divorcio, es por completo incontrolable — me insistió — pero te aseguro que te pagaré lo que te debo en cuanto pueda.
Le creí. No tenía por qué no hacerlo. Durante años habíamos sido amigas cercanas y gozaba de toda mi confianza. Por tanto, no tuve dudas que se trataba simplemente un acto de buena fe en un momento difícil. No las tuve al menos, hasta que un día la encontré en una carísima tienda de Zapatos en un Centro Comercial de la ciudad. Llevaba un par de bolsas colgadas al brazo.
— Sólo es para subirme el ánimo — me dijo con cierto nerviosismo — realmente no se trata de un gasto innecesario. Después podré venderlos.
Eran zapatos muy costosos, que yo no podría haber comprado incluso de desearlos. No supe que responder. No quería parecer la presionaba ni mucho menos que tenía algún derecho a opinar sobre su modo de vida, sólo por haberle prestado dinero. Así que me limité a fingir que le comprendía y a despedirme lo más rápido que pude. Unas semanas después, recibí un mensaje de texto suyo, pidiéndome reunirnos.
“Las cosas van mal y necesito apoyo moral”.
Resultó que además de apoyo moral, también necesitaba dinero. Esta vez me negué, con toda la educación que pude. Ella me dedicó una mirada de ojos muy abiertos y brillantes por la preocupación.
— ¡No me puedes hacer esto! ¡Tengo las tarjetas de crédito al borde! — me reclamó — ¡Te juro te pagaré cuando pueda!
Apreté los labios y contra mi buen sentido, terminé extendiéndole un cheque por una suma de dinero considerable. Nada más ponérselo en la mano, me sentí culpable e incómoda. Se trataba de un gasto considerable en mi incómodo presupuesto. Pero me obligué a continuar confiando, por esas razones sin sentido y la mayoría de las veces sin lógica con que se suele justificar la torpeza. Ella dobló el papel con el rostro sonrojado de agradecimiento.
— Te lo pagaré apenas pueda — me insistió de nuevo.
No volví a tener noticias suyas por semanas. Recibí un pequeño — y casi simbólico pago — y unos cuantos mensajes de textos apresurados y monosílabos que dejé de responder. Poco después, supe por amigos en común que la rutina de pedir un poco de dinero “para llegar al fin de mes” no sólo me incluía a mi, sino a varios más de nuestro grupo de conocidos. Y también, la mayoría de ellos, se la había tropezado haciendo compras de “ansiedad”, comiendo en restaurantes de considerable costo e incluso, costeándose un corto viaje de vacaciones. Una de las amigas con quien conversé sobre el tema y a quien también le debía dinero, me insistió que quizás se trataba de una conducta compulsiva casi inexplicable.
— Pienso que es un tema de ansiedad, preocupación y algo parecido a la angustia — me dijo — está gastando más de lo que puede pagar para consolar el vacío del divorcio. Ahora tiene más problemas de los que puede manejar. Está haciendo un tipo de rutina compulsiva para consolarse lo mejor que puede.
Me mordí los labios para contener la respuesta mal sonante que se me ocurrió. Mi amiga sacudió la cabeza.
— A veces hay que tomar decisiones por la gente, antes que se haga más daño — dijo — por mi parte, no habrá más dinero.
Tampoco del mio. La siguiente ocasión en que me telefoneó — disculpándose por el olvido y de nuevo, insistiendo en que necesitaba apoyo “moral” — me adelanté a cualquier insinuación y le dejé claro que no volvería a prestarle dinero por ninguna razón. Se quedó callada al otro lado de la bocina.
— Pero…en serio ahora si es una emergencia — me respondió al cabo con voz temblorosa — en serio que no tengo dinero para… — No te quiero escuchar — le interrumpí. Y decirle aquello me dolió muchísimo — hablamos después.
No respondí ninguna de sus llamadas ni correo electrónicos, aunque siguió insistiendo durante días casi con desesperación. Finalmente dejó de hacerlo. Y aunque me preocupó que podía estar ocurriendo, me sentí aliviada y un poco desconcertada por la situación. Unos pocos días, recibí una llamada de nuestra amiga en común.
— También me pidió dinero pero no se lo di — me comentó — creo que ahora tendrá que enfrentarse a sus problemas como un adulto.
Pasarían algunos meses hasta descubrir que efectivamente, lo había hecho. Sofocada por las deudas y problemas económicos, mi amiga tuvo que comenzar a desandar el camino que hasta entonces había recorrido. Y mientras el divorcio avanzaba con dificultad — había algunos bienes que dirimir y también, toda una serie de conflictos legales a medio completar — mi amiga se vio en la obligación de afrontar la realidad. Recortó gastos, comenzó a preocuparse lo mejor que pudo de la forma como utilizaba su dinero, vendió un montón de objetos y artículos que había comprado por puro descuido. Finalmente comenzó a recibir ayuda terapéutica para sobrellevar su crisis personal y emocional. De alguna u otra forma, encontró un precario equilibrio en medio del caos.
— No creo que podría haberlo hecho si hubiésemos continuado prestándole dinero — dijo nuestra amiga en común cuando nos encontramos unos meses después — supongo que no tuvo otra opción que tomar decisiones firmes.
— ¿Fue sólo por lo que hicimos? — le pregunté francamente desconcertada. Ella se encogió de hombros.
— Una combinación de cosas seguramente, pero eso tuvo su influencia.
Por semanas pensé en el tema. Y comencé a preguntarme con toda seriedad en la importancia de las decisiones que tomamos con respecto a nuestras relaciones personales y cuanta influencia tiene lo que hacemos o no, en el comportamiento de quienes les rodean. Encontré entonces que la mayoría de las veces, no eramos del todo conscientes de la influencia de nuestra conducta en la de quienes nos rodean y que de alguna manera, somos fuente de reacción de todo tipo de consecuencias y situaciones nuevas. Así que comencé a preguntarme cuantas de mis decisiones han permitido que alguien más actúe en consecuencia y en cuanto les ha beneficiado. Y encontré algunas ideas interesantes que analizar, como las siguientes:
* Dejar de ser el sostén moral de comportamientos inaceptables y/o peligrosos:
Una de mis amigas más queridas, pasó por un período muy turbulento. Luego de un divorcio complicado y una emigración forzada, cayó en una especie de ciclo extravagante que comenzó a afectarle emocional y físicamente. No sólo se trató del necesario período de adaptación en un país y trabajo nuevo, sino el hecho de caer a la deriva en un errático comportamiento personal debido al dolor emocional y mental de una separación muy dura. Comenzó a beber exceso, consumir de manera social estupefacientes e incluso, hacerse daño físico por descuidos y comportamiento irresponsable.
Por horas, me contaba sobre lo que vivía. Eran largas y extrañas conversaciones agónicas, donde escuchaba sus tropelías sin atreverme a hacer otra cosa que aconsejarle con cierta timidez sobre lo peligroso de comportamiento. Pero por supuesto, no sólo jamás escuchó ninguno de mis bien intencionados consejos, sino que continúo comportándose de la misma manera y cayendo en un inevitable ciclo auto destructivo que bien pronto se hizo incontrolable. Cuando intenté hacerle entrar en razón, me insistió que “no podía evitar vivir como lo hacia y que necesitaba atravesar esa etapa de auto conocimiento”.
Recuerdo que escuché su respuesta con una cierta sensación de alarma y también de tristeza. Pensé en que muy probablemente, su conducta se haría más y más errática, a pesar de cualquier consejo. Que insistiría no sólo en continuar corriendo riesgos sino además, en hacerlo por esa noción un poco desconcertada que era la manera más rápida de encontrar consuelo en medio de una situación personal muy complicada. Y seguiría contándomelo, claro, no sólo como confidente, porque era una forma de convalidar su comportamiento y también de asumir que aún alguien de su antigua vida, como solía decir, estaba allí para consolarla cuando lo necesitara.
Fue una decisión muy amarga la de no volver a contestar sus llamadas o correos electrónico y no obstante, no encontré otra manera de hacerle comprender que tarde o temprano, lo que estaba ocurriendo le haría un daño real y probablemente irreparable. Le escribí un último correo, incluyendo una serie de teléfonos de ayuda para casos como el suyo en el país donde estaba residiendo, algunos artículos que podían interesarle y explicándole que no podía seguir observando lo que ocurría sin hacer otra cosa que escucharla. Fue un momento confuso y dolorosísimo, sobre todo, porque a pensar de su comportamiento, seguía siendo una amiga muy querida. Tuve la sensación que la estaba traicionando y sobre todo, la estaba hiriendo de una manera muy mezquina.
Pero no me retracté, a pesar de que continué recibiendo correos suyos donde me contaba todo lo que ocurría en su vida, detallando cada una de las locuras que cometía. No respondí, a pesar de la preocupación, de la sensación que amiga se deslizaba hacia el desastre. La sensación era la de ser espectador de una situación cada vez más confusa en la que no podía intervenir. Finalmente, dejó de escribirme. Y lo hizo, enviándome un último correo donde me contaba que su vida se estaba viniendo abajo y necesitaba de mi consejo. Una de las decisiones más duras de mi vida fue el no responder.
Transcurrieron varios meses hasta que volvía a tener noticias suyas. No sólo comenzó a trabajar en un nuevo trabajo sino que a pesar de todo lo ocurrido en su vida durante los últimos meses, logró obtener la custodia de sus niños, en disputa con su ex esposo durante meses. Y de alguna forma, en un proceso lento pero fructífero, logró recuperar su equilibrio. Hacerlo, no sólo a través de su esfuerzo, sino perdonándose el difícil camino que había recorrido hacia cierto equilibrio emocional. Numerosos amigos en común me hablaron que finalmente había recuperado parte de su tranquilidad mental y que comenzaba a recuperar cierta estabilidad.
Por supuesto, no creo que el sólo hecho de haber tomado la decisión de dejar de ser su confidente le brindara un nuevo impulso a su forma de vivir. Probablemente no, pero al menos, dejó de ser la válvula de escape a través del cual su comportamiento podía justificarse o excusarse. Como diría un amigo psiquiatra a quien consulté sobre el tema, muchas veces la conducta auto destructiva necesita de espectadores o si no, carece de impacto e importancia para quien la comete.
De la experiencia aprendí, que en ocasiones, la mejor muestra de amistad es quizás un paso atrás discreto pero decidido que sea un mensaje en sí mismo.
* Decir lo que piensas aunque parezca que no deberías:
Por años fui muy cercana a una fotógrafa que básicamente, contradecía con su trabajo todo lo que creo y propugno como profesora de fotografía, un análisis muy subjetivo que jamás discutimos en realidad. En lo personal, el tema no me molestaba en lo más mínimo — cada quien asume la profesión que ejerce desde su propia visión personal — pero llegado cierto punto, me encontré con la complicada decisión de decir lo que pensaba sobre trabajos semejantes al suyo, a pesar de lo que pudiera pensar. No sólo se trataba de una decisión que me ponía en la incómoda decisión de debatir un tema que no consideraba realmente importante en nuestra amistad, pero que sin duda podría provocar algún que otro altercado sino además, analizar la idea desde un punto de vista objetivo. Más de una vez, me pregunté si mi opinión — personal y sobre todo, argumentable — podría provocar una situación y llegué a la conclusión que no, por el mero hecho que se trataba solamente de un parcial y sobre todo, privado punto de vista.
Por supuesto, ocurrió exactamente lo contrario: cuando comencé a analizar en varios artículos mi punto de vista sobre la fotografía, encontré que la mayoría de ellos parecían no sólo molestarle sino además, provocarle una verdadera irritación. Intenté entonces que mis artículos se hicieran más técnicos y académicos, pero seguían chocando frontalmente con algunos de sus puntos de vista particulares: desde la forma como asumía el hecho fotográfico e incluso, su manera de aprender. Preocupada, me pregunté si debía modificar el objetivo de mis investigaciones, suavizarlos o incluso, simplemente censurar algunos puntos de vistas en favor de expresarlo de alguna otra forma, que pudiera parecer menos directos.
Decidí no hacerlo, no sólo por el hecho que se tratan de puntos de vista perfectamente válidos y que podían propiciar una sana discusión, sino porque además, estaba convencida que mis reflexiones sobre fotografía estaban dirigidas a una idea muy amplia que no era posible personalizar. No obstante, mi amiga no sólo lo personalizó sino que llegó a convencerse que se trataba de un ataque solapado hacia no sólo su forma de fotografiar sino su estilo de vida. Finalmente, el enfrentamiento fue inevitable y una relación cordial de años terminó de una manera poco menos que incómoda.
Después de eso, me he preguntado muchas veces si debí dejar de reflexionar en voz alta y vía Redes Sociales sobre mi punto de vista. Si de alguna manera debí analizar mi punto de vista sobre el tema fotográfico intentando no tocar temas álgidos que pudieran resultar ofensivos si llegasen a ser malinterpretados. Es una disyuntiva compleja pero sobre todo dolorosa: se trata de decidir entre la idea básica sobre lo que se sostiene nuestra opinión y sobre el hecho de como puede repercutir como idea mucho más amplia.
Todavía no estoy segura si hice lo correcto en expresar mis opiniones como lo hice. No obstante, sigo creyendo que también descubrí que la auto censura — o lo que podría haber sido autocensura — es una idea que no sólo implica lo que asumimos nuestra responsabilidad como expresarnos sino también, la forma como interpretamos nuestro punto de vista.
* Cuando debes decidir hasta que punto permitirás la situación que te rodea te afecte de manera personal:
Durante años he estado obsesionada con la situación política de mi país, lo que ha provocado que buena parte de mi trabajo como articulista y también como fotógrafa esté muy relacionado con mi punto de vista político. No sólo me he implicado en las nociones políticas básicas de lo que ocurre en Venezuela sino en el hecho real de cuanto puede afectarme. Pero en algún momento, ese interés natural por las implicaciones de lo que ocurre en mi país se hizo no sólo desmedida sino que comenzó a provocarme un daño real. No sólo se trataba de mi preocupación por lo que ocurría sino algo mucho más obsesivo, agresivo y doloroso. Una perenne sensación de no poder desvincularme de la idea general sobre la crisis que atraviesa Venezuela y mi manera de asumir sus consecuencias como parte de mi vida cotidiana.
No fue fácil decidir desvincularme a medias de la situación Venezolana, lo que implicó no sólo dejar de compartir mis opiniones políticas sino comenzar a analizar mi vida y su circunstancia como una idea independiente a todo lo demás. No resultó sencillo sobre todo, comenzar a disfrutar de los pequeños momentos de paz y tranquilidad — que pueden existir a pesar de todo — y decidirme a conservar mi salud mental en medio de una situación tan caótica como la que padece el país donde vivo. Pero lo hice — a medias y de manera muy torpe — en la medida que comencé a hacerme preguntas directas sobre hasta que punto había perdido el control en cómo me afectaba la crisis política y cultural de país y cuanto permitía me afectara. Se trata de una idea complicada de digerir: ¿Como puedes sustraerte de lo que ocurre a tu alrededor? ¿Se trata de un tipo de evasión o una manera de sobrevivir? O incluso, algo más enrevesado ¿Realmente es posible sustraerse por completo de lo que ocurre a tu alrededor? ¿De los hechos y elementos que pueden afectar tu vida?
Poco a poco, comencé a esforzarme por no sólo analizar mi punto de vista con cierta distancia de la situación que vivo, sino también a intentar construir un espacio privado donde pudiera recuperar cierta paz mental. Lo hice de la mejor manera que puedo hacerlo: a través de las artes, la creación, el trabajo personal sobre ideas que me apasionan, la percepción de la idea país como un pensamiento del que puedo desvincularme en ocasiones. Poco a poco, comencé a construir lo que suelo llamar una red de seguridad a mi alrededor y sobre todo, una percepción mucho más flexible y saludable sobre mi misma y la circunstancia que vivo. ¿Es efectivo? no siempre. ¿Es necesario? definitivamente lo es.
En ocasiones, me siento egoísta e irresponsable por mantenerme al margen de una serie de ideas con las que por mucho tiempo me obsesioné. Pero, a pesar de eso, continúo pensando que no sólo necesitaba hacerlo, sino que además, fue una decisión que me permitió no sólo recuperar el aliento quizás para volver a involucrarme a fondo más adelante, sino para comprender mejor la situación en que vivo.
Hace unas semanas, acepté tomarme un café con mi amiga, quien finalmente logró remontar la cuesta del difícil divorcio que atravesó. Luego de una incómoda y torpe conversación, me extendió un cheque y lo dejó sobre la mesa, en un gesto tímido que me desconcertó.
— Es casi todo lo que te debo. Espero terminar de pagartelo pronto — me dijo. No supe que decir — muy cerca estuve de no aceptarlo — pero finalmente decidí que había algo de simbólico en el hecho de que quisiera pagarmelo. Tomé el cheque y lo guardé con un gesto casi solemne.
— ¿Te sientes mejor? — le pregunté. Ella se encogió de hombros. — No es fácil hablar de mejor o peor cuando tu vida cambia tan rápido — dijo en voz baja — pero si, creo que de alguna forma me estoy liberando de ciertas cosas que por mucho tiempo me dolieron y me molestaron.
Pensé en lo que había dicho nuestra amiga en común, de la compulsión que consuela el vacío y la idea de olvidar los dolores con cosas triviales. Y pensé en esa soledad simple de los adultos, en esa noción un poco confusa de la identidad. Guardé el cheque, pensando en las metáforas en cada una de nuestras acciones, en la manera como nos comportamos y nos comprendemos.
¿Nuestro comportamiento puede influir en otros? No siempre, por supuesto, pero en ocasiones me pregunto si somos consciente del peso de lo que hacemos, pensamos e incluso simplemente decidimos y cuando influye en nuestra vida y en la de los demás.
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