sábado, 17 de octubre de 2015
Del dolor y otros asombros: Historias de brujería.
En una ocasión, decidí que deseaba explorar lo que había detrás de la Capilla del colegio de Monjas bigotonas donde me eduqué. De manera que tomé mi linterna con forro de estrellas, mi morral escolar y unas pocas bolsas de chucherías para llevar a cabo mi "gran aventura". Con diez años, no necesitaba otra cosa para enfrentar el mundo.
- Las monjas te van a matar - dijo mi amiga Flor, que no estaba muy de acuerdo en todo aquello. La miré ofendida.
- Todo te da miedo.
- A ti también, no te la hagas de valiente.
Flor tenía razón allí: la verdad era que yo también era muy miedosa y nerviosa, pero desde que me había mudado a casa de mi abuela, había aprendido que el miedo, sólo era una idea que podía vencerse con un esfuerzo de imaginación. O así lo pensaba muchas veces, después de todo. Era sencillo imaginarlo así, sentada en la enorme biblioteca de mi abuela, rodeada de libros y bastante convencida que lo que me asustaba podía mirarse desde lejos, como algo que no me pertenecía en realidad. Una idea distante que bien podía modificar a mi antojo.
- Bueno, sí. Pero al menos no me quedo mirando a mi alrededor temblando - me burlé. Flor era de naturaleza inquieta y sensible y siempre parecía a punto de estallar en emociones que a mi me llevaba tiempo comprender. Me dedicó una mirada dura.
- El miedo no te hace débil.
- Te hace que no quieras hacer cosas - insistí - no sé por qué no lo ves.
Más que eso, me asombraba mi propia valentía. No sabía exactamente qué estaba tan empecinada en treparme a la barda de la Iglesia y recorrer el feo pasillo lleno de basura y trastos que se extendía detrás. En realidad, no había nada llamativo allí. O mejor dicho, nada que pudiera llamar mi atención. Y no obstante, quería hacerlo. Me lo imaginaba a diario: sentada en el salón de clase, me veía con los ojos de la imaginación caminando por el pasillo gris de yeso, con la linterna en la mano, intentando descubrir por qué las monjas se empeñaban en prohibirnos el paso e incluso nos amenazaban con castigarnos por el mero hecho de intentarlo. Había algo de desafío, una idea definitivamente relacionada con el hecho que mi pequeña travesura podía disgustar a las monjas en toda mi necesidad de hacerlo. Y no me avergonzaba saberlo.
Desde el primer día clases, había sentido una profunda y directa antipatía por las monjas francesas que dirigían el colegio donde estudiaba. Me molestaba su severidad, su rostro adusto, esa rigidez casi hiriente que yo no podía entender. Me asombraba que jamás sonrieran, esa sequedad de trato y palabra que parecía mantenerlas a distancia del mundo del resto de las personas. Pero sobre todo, me irritaba el hecho que para ellas, todo estuviera prohibido. El mundo del colegio era larga serie de interminables reglas que nunca se sabía bien cuando podrías transgredir: era como si cada aspecto del colegio estuviera bien sujeto en las manos secas de uñas cortas de las maestras de hábito. Y eso me desesperaba. Era como una barrera infranqueable, que convertía al colegio en un pequeño reino despótico.
A veces, tenía la impresión que las monjas me vigilaban a toda hora. No sólo porque era la niña nueva del colegio sino porque había dejado muy en claro y a viva voz, que era una bruja. Lo había hecho el primer día de clases, de pie frente al resto de las alumnas, que me dedicaron miradas de ojos muy abiertos y asombrados.
- ¿Una bruja? - dijo la hermana Elizabeth con su extraño acento sobre las consonantes. Cuadré los hombros, y la miré de frente.
- Como mi abuelita y mis tías.
La monja me miró con los ojos entrecerrados. Era una mujer de un aspecto singular, con el cutis áspero, ojos glaucos y una rara sombra de bozo sobre el labio. Además, era la religiosa de peor carácter y además, especialmente consciente del poder que ejercía en la Escuela. Todas las alumnas le tenían miedo e incluso, la más revoltosas. Pero de esto me enteraría después. Ese primer día sólo sabía que no me gustaba su mirada, sus hombros encorvados, su boca convertida en una línea blanca y tensa por la furia.
- Esa es una horrible palabra para definir a tu familia, muchacha - me respondió. Me atraganté. Intenté explicarle que no, que de hecho "bruja" era la manera más directa de explicar el carácter y la manera como pensaban las mujeres de mi familia, pero la hermana Elizabeth no parecía para nada interesada en escucharme. Extendió la mano, me señaló y me hizo callar con un gesto adusto - eso, aquí, es una grosería. ¿Nos vamos entendiendo?
- Pero no lo es - balbuceé. Sentí que la angustia me quemaba la garganta - es que...
- No quiero escucharla, Damita - me cortó. Y me asombró que la voz de esa mujer tuviera el mismo efecto que un manotón - no quiero escucharle de nuevo con cuentos de fantasía para darse importancia. O habrá castigo.
Me hizo una seña impaciente para que me sentara en el pupitre. No lo hice. Permanecí de pie, con las manos apretadas sobre la falda. Tenía la impresión que era tremendamente importante lo hiciera, aunque no supiera por qué.
- No es una grosería - insistí en voz muy bajita. La hermana Elizabeth se inclinó sobre el pupitre y abrió mucho los ojos. Me asombró su fealdad, aunque tuviera que ver muy poco con su aspecto. Era algo más profundo y movedizo.
- Yo digo que lo es y lo será. Y usted, Damita, se ganó un premio por insistir.
El "premio" por supuesto, se trató de irme castigada a dirección. Cuando mi abuela vino a recogerme por la tarde, se asombró de la queja de la directora sobre mi comportamiento.
- Pero es ¡Dijo que era una grosería! - insistí mientras ambas caminábamos hacia casa - dijo que llamarse bruja era una...
No me atrevía a repetir aquello. Mi abuela - la bruja, la sabía - me tomó de la mano sacudiendo la cabeza.
- Bueno, tu sabes que no lo es.
- Pero ella no.
- Pero ella tiene años creyendo que sí - dijo mi abuela - y dudo que cambie de opinión sólo porque tu se lo digas. Además, escoge bien tus batallas.
La frase me desconcertó. Levanté la cabeza para mirar a mi abuela, que tenía una expresión seria y un poco cansada.
- ¿Las batallas?
- Una de las virtudes de todo luchador, es saber bien en qué utiliza sus fuerzas, cuando y como - me explicó, aunque claro está, no entendí nada de momento - Así que aprende a escoger bien tus batallas. Imagina el lugar donde puedes ganar, como puedes hacerlo. La vida no es un enfrentamiento, es un paisaje de la imaginación.
Seguí sin entender, aunque me gustó mucho la frase. Esa noche la copié en mi cuaderno favorito y me quedé pensando en cómo podía enfrentarme a la Hermana Elizabeth, con sus duros ojos de avellana y su sonrisa torcida. Tenía que demostrarle que no sólo la palabra "bruja" no era un insulto, sino que era una manera de celebrar algo que quizás ella ni siquiera podía ser parte suya. Me quedé pensando en cómo le sentaría a una mujer tan dura lo que mi bisabuela siempre decía "en toda mujer hay una bruja". Seguramente se le torcería el gesto, el rostro convertido en una máscara de furia. Y diría que no, que...
No sé cuando me quedé dormida. Pero soñé que corría por el colegio hacia el callejón que se extendía detrás de la Iglesia. Que entraba por allí y lo atravesaba por completo, riendome a lo lejos de los regaños de la Hermana Elizabeth. Que le demostraba que una bruja tenía un corazón fuerte, invencible. Y que era una buena palabra.
Abrí los ojos en la oscuridad. El corazón me latía muy rápido. Y de pronto, sonreí.
***
Por supuesto, tenía diez años. Y mi concepto del bien y del mal, lo peligroso y lo que no lo era, tenía mucho que ver con mi estado de ánimo. De manera que el día en que decidí que recorrería el callejón detrás de la Iglesia, estaba convencida que la valentía y lo bueno - lo que sea que eso pudiera significar - tenían mucho que ver con la desobediencia. Lo pensé, mientras tomaba a escondidas un par de paquetes de caramelos de la cocina y la linterna de mi prima mayor. Tenía que demostrarle a la hermana Elizabeth, que había mucho de valor en el corazón de una mujer que se llamaba así misma bruja.
No lo pensé de esa manera tan compleja, claro. Sólo quería contradecir la severidad de la Hermana Elizabeth, que se pasaba por el colegio dedicando miradas enfurecidas a todas las alumnas, estuvieran o no comportándose bien. En ocasiones la miraba pasar, con su habito impecable y su llavero de maestra entre las manos y me preguntaba como alguien podía evitar con tanto cuidado sonreír, disfrutar del sol, mirar el mundo con asombro. Y es que mi antipatía hacia la Hermana Elizabeth tenía un elemento de puro desconcierto: no podía entender por qué alguien parecía tan completamente decidida a ser irritante y malvada. O así me lo parecía.
Pero esas no eran razones suficientes para desobedecerla. O al menos, eso pensaba mi amiga Flor, que estaba bastante aterrorizada de mi impulso de llevarle la contraria a la monja más colérica del colegio. Retorciendo las manos de angustia, me siguió hasta la puerta sellada que daba al callejón prohibido, intentando convencerme que enfurecer a la Hermana Elizabeth no era una de mis ideas más brillantes.
- Te va a expulsar del colegio, ya vas a ver - dijo entre tartamudeos - Tu abuela se pondrá disgustadisima. Ya vas a ver.
- Que me expulse - declaré. Me eché el morral a los hombros. Lo de mi abuela disgustada me preocupaba más, pero ya vería que hacer - pero hay cosas que deben hacerse.
Lo dije con la voz que me imaginaba debían tener las grandes heroínas de los libros. Flor, que no le gustaba leer y era mucho menos dada a la fantasía que yo me dedicó una mirada preocupada.
- Agla...
- Nos vemos en un rato.
Comencé a treparme por la reja con cuidado. Los mocasines de la escuela se me resbalaron por el metal y estuve a punto de caer dos veces al suelo, pero de alguna forma logré encararme, pasar la pierna por la orilla y volver a descender del otro lado. Flor me miraba boquiabierta.
- ¡Ten mucho cuidado! - me gritó, como si nos encontráramos a kilómetros de distancia. Pero en realidad sólo se trataba de unos cuanto centimetros. Con gesto heroico, la salude y tragándome el miedo - que por supuesto, sentía - comencé a caminar por el callejón.
No era más que un callejón, por supuesto. Era una simple bocacalle que rodeaba la parte más vieja de la Escuela, abandonado luego que los edificios más nuevos lo sustituyeran. Pero en mi imaginación, eran una pared interminable hacia el cielo y la basura, formas que me miraban con ojos codiciosos. Encendí la linterna. El olor de la basura me rodeó como si la luz lo atrajera.
Me volví a mirar justo a tiempo para ver a Flor correr despavorida por el camino de piedritas hacia la Iglesia. Seguramente seguía aterrorizada por la idea que la castigaran, pensé. Y de pronto, tuve la sensación que la Escuela, Flor, su miedo e incluso la Hermana Elizabeth, se encontraban a una enorme distancia de donde me encontraba de pie, con la linterna de estrellitas encendida. Era como si de pronto, me encontrara no sólo fuera del colegio, sino de todas las cosas que la formaban. Y esa idea - borrosa e imprecisa - me asustó, aunque no entendí por qué.
Pero ya estaba allí, así que debí caminar. Mi idea era recorrer el callejón y volver otra vez. Probablemente antes que el recreo acabara. Y con toda seguridad antes que Hermana Elizabeth lo notara. La imaginaba dando la clases de francés, sin sospechar que yo, que sonreír al fondo, la había desobedecido. La había contrariado. ¿No sería un gran triunfo? ¿Una batalla ganada?
En mi mente, todo eso sonaba muy bien. Ahora, caminando por el callejón, escuchando el agua de la calle caer en el canalón, medio consciente de la hierba hedionda y llena de insectos que cubría la pared, no me parecía tanto. De hecho, mientras caminaba avanzando entre la basura que caía desde las otras calles acumulandose al fondo, sentí una rarísima sensación de estupidez que me cortó la respiración con mucho más fuerza que el olor a la basura. ¿Qué estaba haciendo realmente? me dije y la voz en mi mente sonó muy adulta. ¿Qué esperaba sucediera?
Miré hacia atrás. Tenía unos diez minutos caminando y ya avanzaba entre la basura, que me llegaba a los tobillos. La reja estaba cubierta de arriba abajo por una planta trepadora muy tupida y el campanario chato de la Iglesia de la Escuela parecía muy lejano. Aún no había sonado. Y de hecho, tuve la impresión que el tiempo se había detenido. Que tontería, me dije aferrándome a la linterna y a su luz. Ya estás aquí. ¿Qué harás ahora?
Seguí avanzado. Escuché el crujido de lo desperdicios bajo mis zapatos. Cuando miré, el asco se me subió como una nausea gris y amarga a la garganta: tenía todo el uniforme lleno de manchas de basura, lamparones repugnante que me subían por la falda y la camiseta hasta tocarme la nariz. Y aun quedaba un largo trecho, pensé avanzado un poco más rápido. Tenía que cruzar y después tocar la pared para volver y demostrar.
Entonces me caí.
No fue una caída aparatosa. En realidad, coloqué el pie en medio de un lecho de hojas y botellas podridas y fui a dar al piso con todo mi peso. Aterrorizada y asqueada extendí la mano...y sentí como me desplomaba sobre el codo derecho. Confusamente escuché un ligero crack y después...todo fue dolor.
Nunca había sentido nada semejante. Era dolor de piel, rojo y brillante, que me subía por el hombro hacia la garganta. Dolor en el brazo, dolor en el cuello. Dolor en cada parte de mi cuerpo. Me quedé aturdida, con el brazo apretado contra el pecho y el mundo girando a mi alrededor. El dolor subió, bajó. Se encrespó. Me cerró la garganta. Volvió a subir y a bajar. Y de pronto. Todo el mundo fue sólo ese dolor.
No tenía idea que había sucedido. De hecho, no había espacio en mi mente para otra cosa que dolor. Un dolor profundísimo, paralizante. Quise gritar, pero el dolor me tenía bien sujeta, con la garganta cerrada. El olor de la basura me rodeaba, me apretaba la traquea, me sacudía. Era como si el olor nauseabundo se cebara en mi dolor, se alimentara de él. Y no sabía que hacer: No tenía idea de qué ocurriría a continuación.
Entonces escuché las campanas de la Iglesia sonar e imaginé a todas mis compañeras regresando a clase. Incluso Flor, que seguramente ya se había olvidado a donde había ido. Y yo continuaba allí, despatarrada sobre la basura, con un dolor insoportable palpitando en el cuerpo como jamás lo había sentido. De pronto, me sentí muy sola. Aislada en ese dolor espantoso, en la sensación de soledad que lo envolvía. Y es que como nunca en mi vida, me sentía sola, golpeada. Y claro está, asustada. Como jamás había pensado en estarlo. Como jamás creí nadie pudiera estarlo. Comencé a llorar.
Intenté levantarme pero no lo logré. Me caí sentada de nuevo y el brazo me dolió aún más, si eso era posible. Dolor. Dolor. Dolor. Un ramalazo sujetándome la garganta, abriéndose paso a través de mi cuerpo como una línea caliente. El tiempo de transcurrir y de pronto, me encontré pensando que quizás nadie sabía donde estaba. Que incluso si Flor vencía su miedo y le decía a alguien lo que yo había hecho - algo que dudaba - había avanzado tanto que no era visible desde la reja. Estaba allí sola, herida y probablemente me quedaría allí para siempre. Como uno de los fantasmas abandonados de los cuentos, como una muñeca rota que nadie recuerda donde está.
Creo que grité, lloré a gritos. Pero el sonido de la calle pareció tragarse mis sollozos. De modo que pensé, apretando el brazo, que si, no había duda, me quedaría allí para siempre. Entonces, escuché un crujido. Un leve correr de metal contra metal. Me aterroricé aún más.
El sonido venía de la reja, casi justo por donde había entrado. De pronto, en medio de la basura, vi a alguien acercarse, una forma corpulenta que a la distancia me pareció gigante. ¿Abuela? pensé aturdida. ¿De alguna manera me había escuchado llorar?
- Quédate allí Damita, no te muevas para nada - el rostro de la hermana Elizabeth emergió entre las sombras. Sus ojos duros mirándome con preocupación. Se inclinó, me miró a los ojos - creo que te hiciste daño. Te voy a levantar de aquí, no tengas miedo.
Lo dijo todo muy rápido. Tanto, que me pregunté si realmente le había escuchado decir eso. Pero seguramente así era, porque lo siguiente que hizo fue pasar un brazo por mi espalda y levantarme con mucha facilidad. El brazo me dolió aún más y lloré contra su hombro con los dientes apretados.
- Oh, no no chiquita, ya vamos a enfermería. No tengas miedo. De verdad, nada de miedo - dijo con su acento francés que tanto me molestaba. ¿Estaba delirando? me pregunté mientras ella avanzaba por el callejón hasta alcanzar la reja limpia. Me sorprendió ver la portezuela abierta, dando hacia la escuela. Y recordé que la hermana Elizabeth era la encargada de llevar las llaves de todas las puertas. ¿Ella me había venido a buscar?
Fuera, había una confusa multitud. Gente murmurando. Escuché a Flor gritar "¿se cayó verdad?" y la hermana Elizabeth mandando a callar con su habitual tono impaciente. Pero me llevaba cargada, con una enorme firmeza y amabilidad que no podía comprender. ¿Era real esto?
Me llevó a la enfermería. El dolor era tan terrible, que en algún momento, simplemente me deslicé fuera de él, fuera de mi conciencia, fuera de todo. Cuando volví a abrir los ojos, la enfermera de la Escuela me miraba con preocupación.
- Te fracturaste el brazo - dijo en voz baja - ya te lo vamos a curar. ¡Pero mira si eres loca!
La hermana Elizabeth esperaba en una esquina, con los brazos en jarra y el rostro serio. Pero no estaba disgustada. De hecho, se veía preocupada. Tanto como para hacerme una seña tranquilizadora e indicarme siguiera recostada. Lo hice, abrumada y confusa.
- Tendrás que llevar un yeso - dijo la enfermera - y te va a doler un poco cuando te lo componga.
Dolió. Tanto, que volví a llorar y a gritar. Y allí estuvo la mano de la hermana Elizabeth para sostener la mía, para recomendar calma. Cuando mi abuela llegó, la encontró allí.
- Oh, se debió creer vivia la gran aventura subiéndose a la reja - le escuché explicar a mi abuela - usted sabe... los niños son así.
Mi abuela sacudió la cabeza. La hermana se disculpó en voz alta por su "descuido". Mi abuela volvió a agradecerle buscarme y ayudarme. Sentada en la camilla, con el cuerpo pesado y dolorido, sentí que la vergüenza me subía a la cara.
- Ahora, a casa y duerme hasta mañana - dijo la hermana Elizabeth. Me acarició con torpeza la mejilla - ¡Mira que eres loca Damita! ¡Loca por completo!
Mi abuela no dijo nada mientras mi abuelo nos llevaba en automóvil hacia la casa. Tenía la boca apretada y el rostro adusto. Estaba disgustada. Vaya que lo estaba, me dije tragando grueso. Cuando finalmente llegamos a mi habitación, estalló.
- ¿Me puedes explicar en qué estabas pensando? - dijo en voz alta y severa. Me ayudó a quitarme la camisa y la falda - ¿Como pudiste arriesgarte asi?
- Quería demostrarle a la Hermana Elizabeth que "bruja" no es una mala palabra - le expliqué en voz bajita. Mi abuela sacudió la cabeza.
- Hija, no se trata de lo que crees o lo que ella cree sobre una palabra o nuestra manera de comprender la fe. Se trata de admitir que somos diferentes y eso está bien - se impacientó - ¿No lo ves? Ella podrá creer lo que sea, pero fue a ayudarte y te cuidó. No todo son extremos. No todo es una única línea. La hermana Elizabeth tiene sus creencias que no son las tuyas. Pero eso en absoluto, hace que debas darle una lección o incluso, demostrarle que "esta equivocada". Porque no lo está, porque la verdad no existe. Porque cada uno de nosotros tiene una.
Me ayudó a entrar en la ducha. Envolvió mi flamante brazo enyesado en una bolsa de plástico. La miré compungida.
- Pero abuela...
- Hija, ser bruja es una condición de tu mente. Es una manera de ver el mundo. Pero no la única, la más importante - me dedicó una mirada preocupada - en Brujería creemos que la verdad es como al aire: está en todas partes y cada uno de nosotros lo toma como puede. Lento y rápido. Profundo y a bocanadas. La verdad sólo es un aspecto de la vida. Todos y cada uno de nosotros tenemos derecho a ser quienes somos y como deseamos serlo. Y eso incluye nuestra opinión.
Una vez limpia e impecable, me enfunde en mi pijama. Mi abuela me ayudó a recostarme en la cama. La miré con ojos llorosos.
- Pensé en darle la batalla -admití por último. Mi abuela suspiró y sonrío.
- Ah mi niña...la Hermana Elizabeth triunfo sin hacer nada. Lo hizo demostrando que a pesar de no pensar de la misma manera, todos somos parte de una misma idea de bondad.
La idea me dejó desconcertada, abrumada, afligida. Pero también confundida. Mi abuela me hizo uno de sus guiños maliciosos.
- Bruja para ti, mujer fuerte para otros. Grosería para la hermana Elizabeth, bella palabra para tu familia. Y para cada quien, es la verdad. ¿Lo entiendes?
La verdad era que no, pero no deseaba admitirlo. Me encogí de hombros. Abuela río y se inclinó para besarme en la frente.
- Recuerda algo: Una bruja busca la verdad. La encuentra al comprender que toda verdad es personal, parte de tu mundo interior. Y no por eso menos válida. Pero tampoco más importante. Esa es la verdadera batalla. Y se libra a diario.
Se levantó. Caminó hacia la puerta. Se volvió a mirarme.
- Todos seremos diferentes alguna vez. Todos seremos la opinión contraria. El truco está en saber comprenderlo y agradecer que así sea. Un lenguaje Universal.
Salió de la habitación. Me quedé en la cama, pensando en sus palabras. No lo logré. Aún así de pronto, tuve la impresión que el brazo dolía menos. Y quizás también el corazón.
***
La hermana Elizabeth me señaló el pupitre de castigados. Me senté en él con resignación. Ella tomó mi morral y me ayudó a colocarlo bien.
- ¡Y ya sabe Damita! ¡Estará aquí por seis días! - me dijo con su habitual tono duro. Asentí con un gesto leve y respetuoso. Ella me dejó sobre el pupitre el cuaderno y el lápiz - si necesita algo, llameme que vengo. Y manténgase derechita aquí.
La vi alejarse, con su paso rápido y casi marcial. Flor se volvió para mirarme, unos pupitres más allá y me sonrío. Cuando tomé el lápiz para tomar dictado, yo también sonreía. Una pequeña comprensión del mundo, un trozo de verdad en mi mente, a punto de encajar en mi espíritu y mi corazón.
A veces recuerdo esa escena y sonrío. Por la sensación de comprender un secreto elemental que nunca olvidé, por esa visión tan amplia de la naturaleza humana. Y es que en realidad me digo, mirando mi fotografía de escolar junto a la hermana Elizabeth y el resto de mis compañeras, somos fruto de la diferencia y la contradicción.
C'est la vie.
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