domingo, 4 de octubre de 2015
La sonrisa misteriosa y otras historias de brujería.
El jardín de mi abuela era como yo suponía, debían ser todos los jardines de las brujas. Era desordenado, repleto de plantas de aspecto descuidado, pero lleno de texturas y de olores. Desigual, con la tierra húmeda, las ramas del enorme árbol de mango en su centro meciéndose de un lado a otro. Me encantaba la sensación de encontrarme en el Centro mismo de la vida, de rodearme de voces e ideas que de otra forma no habría tenido.
Mi abuela - la bruja, la sabia - le daba una enorme importancia a su jardín, por supuesto. Tanto, como para pasarse horas plantando semillas, podando y cuidando las plantas que lo habitaban y sobre todo, disfrutando de su existencia frutal. En una ocasión me dijo, que para todo creyente de la magia - e incluso, para quienes no lo eran -, la naturaleza era la demostración del poder de la imaginación. De esa energía profunda y extraña que nos une a todos. La escuché, con las manos llenas de barro, inclinada en un pozuelo lleno de nenúfares y líquenes, sin comprender que me decía.
- ¿Como es eso buelita? ¿La naturaleza es mágica? - pregunté, con toda la petulancia de mis diez años. Abuela caminó hacia sus tomateras de hojas verde brillante, sacudiendo la cabeza.
- Lo dices como si no pudiera serlo.
- Bueno...
Me miré las manos llena de tierra y fango, las rodillas raspadas, el short de franela manchado de mango. Las piedritas que había reunido para jugar. Todo aquello me parecía perfectamente vulgar y corriente, ¿qué podía tener de mágico eso?
Al menos, me dije, como imaginaba la magia. Con la imaginación desbordante de mi infancia, tenía la sensación que todo lo referente a brujería, debía ser algo increíble, misterioso y por necesidad poderoso. Aunque todavía no tenía mucha idea de lo que era ser bruja, me entusiasmaba la idea de serlo y sobre todo, de aprender magia. Que tampoco sabía que era pero que formaba parte de esa noción muy general sobre lo maravilloso y lo fantástico. Lo imaginaba como en las películas: un tipo d poder que brotaba de alguna parte profunda de mi misma, que era capaz de estallar desde mis dedos y elevarse a mi alrededor para demostrar un conocimiento antiguo y misterioso. Vamos, que no lo pensé así, tan complejo. Pero si sabía que una bruja era alguien de cuidado. Y la magia algo misterioso. Entre ambas cosas, estaba mi familia.
- Todo es magia, mi niña. Todo lo que puede cambiar lo que piensas y lo que concibes como real, es mágico - me dijo - y la naturaleza, es quizás la fuente de consuelo más infinita que exista. El mayor misterio. Por eso la creemos una fuente de infinita sabiduría.
Miré a mi alrededor. El jardín, con su hierba mal cortada, sus piedras enormes y brillantes al sol, me devolvió la mirada malhumorado. No le caía muy bien, pensaba a veces. Y es que no debía ser muy cómodo tener a una niña de diez años correteando de un lado a otro a diario. Saltando y gritando, con los puños sobre la cabeza. Seguro el jardín tenía sus opiniones sobre eso y sobre mi. Y no todas precisamente buenas.
- ¿Pero sabiduría cómo? ¿Como lo entiendes? - insistí. Me levanté, para seguir a mi abuela, que caminaba hacia el árbol de mango del jardín. Era enorme y sin duda el árbol más viejo de la urbanización donde vivíamos. Una vez, mi vecina había dicho que ya estaba plantado cuando la primera casa se construyó, hacia noventa o cien años atrás. ¡Eso era una eternidad! pensé asombrada. ¡El árbol era eterno!
Mi abuela se sentó a sus pies. Yo preferí seguir correteando bajo el sol, fascinada por la sensación del barro bajo mis pies, de las piedras livianas, del viento en mi rostro. Me imaginé al jardin refunfuñando y mirándome entre las ramas del árbol. Desconfiado, un poco violento.
- Las cosas más importantes, en ocasiones no se comprenden con palabras - me explicó - cada cosa a nuestro alrededor, te enseña algo. La naturaleza te abraza, te consuela, te hiere, te asusta. Te hace sonreir. Cada una de esas cosas, es una forma de aprendizaje. Somos parte de ella, es algo más grande que nosotros mismos. Un hilo que nos une con firmeza.
Pensé en lo mucho que me divertía encaramandome en el árbol de mango. Trepandome con toda la fuerza de mis piernas flacas hasta las ramas más altas. O como me encantaba perseguir libélulas en el pozo de atrás, donde las tortugas de mi tia E. tomaban sol panza arriba. Era divertido, bonito. Me entusiasma hacerlo. Pero ¿Que me enseñaba eso?
- No todo es tan simple - dijo mi abuela - piensa ¿No hay nada que hayas aprendido de las cosas que haces aquí?
Me dejé caer en la hierba para pensar. ¿De qué hablaba la abuela? Pensé en la ocasión en que me había subido al árbol de mango para huir del perro de mi abuela que me perseguía. Había saltado con un gesto desordenado, aferrándome a las ramas más bajas como podía. Lo había hecho cien veces, siempre idéntico. Pero en esa ocasión, había resbalado...y había caído al suelo de nuevo. Me quedé allí, con Capitán el perro ladrandome a la oreja por haber ganado el juego de perseguidos, sin saber por qué me había caído. Por qué en esta ocasión el árbol no me había sostenido.
Aquello me había irritado días enteros. De manera que volví para subirme en el árbol y descubrí, que las ramas más bajas eran también las más frágiles, las que no podrían sostenerme. Pero también, que si me apoyaba en ellas sólo un poco y me impulsaba hacia arriba podía alcanzar las más fuertes. Y llegar a la copa. Había aprendido también sobre la fortaleza de mi cuerpo y algo incluso sobre la gravedad, que tantos problemas me había dado en la clase de ciencias de la Escuela. ¿A eso se refería mi abuela?
- Si y no, mi niña. La sabiduría de la naturaleza puede ser eso y mucho más - dijo - se trata de crear y construir ideas a partir de ti misma. Sobre lo que eres y quieres ser. Y a naturaleza es una buena fuente de conocimientos. Provienes de ella. Al morir, te sublimarás para volver a ella. Tu cuerpo es suyo. ¿No es una manera hermosa de aprender sobre ti?
Pues la verdad, no lo creía, me dije con cierta arrogancia. En realidad, era algo más: no me explicaba como la naturaleza, enorme y extrañamente furiosa, podía enseñarme cualquier cosa a mi, una niñita respondona y fastidiosa que se aburría muy pronto. Lo pensé, mientras mi abuela y yo volvíamos al interior de la casa. Eché una mirada sobre el hombro: El atardecer caía sobre la montaña y el brillo carmesí de la última luz de la tarde brillaba sobre el árbol y las altísimas ramas. Un viento fresco de verano eterno lo llenaba todo de un olor cálido y seco. El sol vivo, a pesar de la noche.
¿Qué me tienes que enseñar? pensé con cierta impaciencia ¿Lo harás alguna vez?
El viento me golpeó las mejillas. Me alborotó el cabello. Eché a correr detrás de mi abuela, un poco sobresaltada. ¿Era eso una respuesta?
***
Cuando muere una bruja, las mujeres de su familia visten de blanco. Lo hacen como homenaje, una forma de celebrar su vida y no su muerte. Para mi era una costumbre muy rara y cuando mi abuela me enfundó en un vestido blanco cosido en casa para el funeral de una prima a la que no conocía, me sacudí incomoda.
- ¿Pero no se tiene uno que vestir de negro?
- En brujería saludamos a la luz, no despedimos la vida.
La abuela parecía muy triste pero serena. Llevaba el cabello trenzado en un rodete sobre la nuca y flores blancas en las sienes. Me comenzó a trenzar el cabello con dedos firmes.
- ¿Y por qué no lloramos? Prima J. murió ¿no?
Me parecía no estaba entendiendo muy bien todo aquello. Miré por la ventana. El día soplaba tranquilo, una de esas tardes radiantes y luminosas de Octubre en Caracas. Había algo apacible, lento y cálido en esas últimas horas del día.
- El cuerpo muere, el recuerdo permanece - dijo mi abuela, que jamás mentía y por mucho que doliera, siempre decía la verdad - no sé que ocurrirá después con quien fue prima, pero su cuerpo regresa a la Tierra y su recuerdo se queda con nosotras. Por eso vestimos de blanco.
Salí con la abuela al Jardín. Mi abuelo nos esperaba en el automóvil, al otro lado de la calle. Cuando comencé a caminar por la tierra húmeda con mis sandalias nuevas, pensé en lo que mi abuela había dicho: que eramos parte de algo más grande y hermoso. De un hilo que nos unía a todos, invisible y firme. Pensé en prima, que había muerto muy ancianita, rodeada de su esposo e hijos. Pensé en que hoy, ella estaba viva porque había quien hablaba en su nombre y recordaba su rostro. Como la Tierra, que nos une, que nos sostiene y guarda historias. O al menos, así lo creía la brujería. Y mi abuela y mis tias, también.
- ¿Prima J. se va a la Tierra o al cielo buelita? - pregunté, ya en el auto. La tarde comenzaba a convertirse en noche y había algo intangible y precioso en los últimos rayos de luz que flotaban en el aire - ¿Nos vamos...a la luz o...?
- El cuerpo de prima regresa a donde pertenece. Y su espíritu, a donde fue creado. Quien fue, es nuestro ahora. En brujería creemos que todo completa un ciclo.
La luz de la tarde pareció combarse sobre el cristal de la ventanilla del coche. Un resplandor fugaz que me sorprendió. La miré, enredada entre mis dedos, brillandome en el cabello y pensé en prima J. que ahora era luz. Que ahora estaba en todas partes. ¿Y que era todas partes? Un pensamiento, un recuerdo, el dolor de la perdida, la alegría de su nombre. La belleza de todas las cosas.
Caminé por el jardín de la casa de prima sosteniendo una vela blanca y pensando en esas cosas. Iba junto a todas las mujeres de mi familia, avanzando en silencio en la oscuridad. Pensando en la vida pequeña, en la luz enorme. En todas las cosas que existen y que son reales, en todas las ideas que existen en lo que somos y soñamos. Pensé en cada una de las velitas que llenaban el jardín, en el sonido del llanto contenido, en esa celebración silenciosa y dulce. Y en la vida, eterna, poderosa. La vida que había hecho que prima fuera querida y ahora recordada. En sus hijos, que se abrazaban entre llantos y risas. En el cielo azul interminable y perenne. En todas las cosas espléndidas que somos, asumimos reales y las que soñamos todos los días.
La naturaleza como fuente de sabiduría.
- Buelita, ¿Por qué las velas?
Me estaba quedando dormida en el regazo de mi abuela, mientras volviamos a casa. Ella me acarició el cabello y en medio del sueño, sentí que flotaba, me hacia enorme. Me perdía más allá del suave vaivén del automovil.
- Porque caminamos como estrellas muertas hacia el futuro. Somos fugaces pero nuestro recuerdo, permanece.
Estrellas muertas, pensé. Miré por la ventanilla. Las estrellas - que no existían ya - titilaron en el cristal. Todos existimos para ser recordados en la belleza, pensé confusamente. Y luego me dormí.
***
La lápida de mi abuela tiene una única frase tallada: "Somos luz de estrellas muertas". A veces voy a sentarme junto a ella, sólo para leerla. En silencio, escuchando el viento bajar desde la montaña que rodea el cementerio. Un murmullo lento y brumoso parecido a un pensamiento.
- A veces sueño que estás aquí - le digo a veces. Saco mi cámara y tomo fotografias al cielo. Jamás a la lápida. Sólo al cielo - como un árbol estoico, enorme, interminable. Pero también invisible. Que eres piedra, que eres Luna. Que eres parte de mi misma, como yo fui de ti. Eso me lo enseñó el jardín ¿Te acuerdas?
El viento responde. Un bramido dulce, cada vez más fuerte. La respiración de un animal fabuloso escondido entre las nubes. Lo escucho, lo siento bajar, como una caricia rápida y monumental, por la ladera de la montaña, hacia donde me encuentro. El cabello me flota alrededor del rostro, las mejillas se me enrojecen por el roce del calor del día vivo. Y pienso en las pequeñas lecciones. En la belleza simple de la sabiduría infinita de las cosas que no podemos ver.
La tumba junto a la de mi abuela, es la de un padre cuyos hijos le dejan hermosos ramos de flores cada semana. En esta ocasión, son rosas rojas. Enormes, de pétalos deformes y un poco estrambóticos. Me recuerdan a las que había en el jardin de la vieja casa, que mi abuela amaba tanto. ¿Que solía decir abuela sobre ellas? Que eran hermosas en su rareza, en su fuerza, en su necesidad de vivir.
Como la luz de estrellas muertas, que atraviesan eones de tiempo para hacernos sonreír. Sin saberlo, sin sentido. En medio del caos. Un pequeño prodigio ciego.
Como la naturaleza.
***
El día en que el doctor me dijo que el pequeño nódulo en mi seno era benigno, llovió. Un aguacero torrencial, dorado y fragante, como suelen ser los de Caracas. Empezó a llover justo cuando abandoné el consultorio. Una lluvia exultante, feliz. Una lluvia con mensajes, con palabras. Todas las que yo quisiera darle. Una lluvia radiante, pétalos de luz.
Y corro, por la calle. Saludable y aliviada. Estuve tan asustada, pienso aún aprentando las manos contra el pecho. Tan aterrorizada. Tan herida. Pensé en la muerte - en el recuerdo apacible - pero yo quería vivir. Vivir a pesar del miedo, de la posibilidad de la muerte. Y entonces, ahora está la lluvia, para recordarme que cada pieza de la naturaleza tiene un sentido profundo y bello. Que es eterna, que es elemental. Que estamos unidos por un hilo eterno. Que somos parte de una historia incompleta.
Y río, bajo la lluvia. Pensando en la vida, en la luz de los recuerdos, en las velas que se encienden por los muertos. En lo bello, lo doloroso, lo triste y lo sublime. En la naturaleza que habla, en los sueños que se olvidan. En el poder que permanece. En la belleza frágil de lo fugaz. La vida es esto, me digo. La vida es espléndida. La vida es un sueño, la vida es una forma de crear. La vida es mía, es pequeña. Un trozo. Es todo y es nada. Es invisible. Es un portento.
Luz de estrellas muertas.
***
Despierto en la Oscuridad. La Luna flota más allá de la ventana, sobre la ciudad. Y sonrío, porque Ella me mira. Esa noción que el tiempo transcurre para recordarme quien soy, quien seré. Un hilo que me une a infinitas historias incompletas, en medio del viento que canta y el Universo que escucha. Una danza de luz en medio de recuerdos. Sobreviviente a mi misma. Una pieza en cientos de historias. Una luz para el recuerdo. La vida y la muerte como una lección a punto de descubrir.
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