martes, 10 de noviembre de 2015

El país sin rostro: Cuando el país es un arma que te agrede





Hace dos años, un hombre me apuntó con un arma a la cara. Escuché el pestillo del seguro abrirse con un sonoro clic y en un pensamiento vertiginoso, pensé que la bala que guardaba la recámara, llevaba mi nombre. No lo pensé así, claro está. Nadie tiene ideas tan claras y poéticas en mitad de una situación semejante. Pero si tuve la nítida sensación que estaba a punto de morir. Que no había escape, excusa o incluso, una capitulación final. Que ese hombre desconocido, de pie frente a mí, con el rostro sudoroso y los ojos desorbitados de furia, tenía la decisión final sobre mi vida. Que la tomaría y me mataría, sin recordar después por qué lo hizo. O incluso mi rostro. De manera que pensé “voy a morir”. Una imagen blanca e infinita que pareció extenderse por el mundo. Me quedé petrificada, con el miedo convertido en un nudo rojo en el pecho y esperé lo que vendría. Mirando el cañón con los ojos muy abiertos y asombrados. Porque la muerte te deja sin tus máscaras favoritas, sin nombre y sin edad. Sólo eres tú, en medio de un espacio de tiempo infinito, aguardando que ese minuto eterno acabe.

Pero el hombre no me disparó. Gruñó, me dio un empujón y siguió adelante. Gritando al resto de los pasajeros del transporte público en que me encontraba. Unos minutos después, el vehículo se detuvo y la multitud de pasajeros se derramó en la calle, gritando y llorando. No recuerdo haber tomado la decisión consciente de haber bajado también, de haberme unido al coro de risas, llantos y terrores de aquel grupo de sobrevivientes a la violencia cotidiana de mi ciudad. Pero me encontré corriendo, sollozando a gritos, con los dientes apretados. Y tan asustada. Tanto que dolía. Tanto que de pronto nada fue igual ni en mi mente ni en la manera como veo el mundo.

Pienso en esa sensación con frecuencia. En esa sensación dolor después de una tragedia que no llega a suceder. Lo hago, mientras intento comprender qué ocurre en mi vida, en mi mente, luego de una experiencia semejante. En cómo pudo afectarme esa comprensión completa y profunda de mi mortalidad y el hecho radical, que de hecho, moriré alguna vez. Son ideas en las que casi nadie piensa o no con tanta frecuencia como deberíamos. Mucho menos, desde la perspectiva que la muerte es quizá, la única circunstancia inevitable y definitiva a la que cualquiera puede enfrentarse.

¿Cómo sobrevives a esa conciencia de la muerte? Es una reflexión complicada. Sobre todo, cuando vives en el tercer país del mundo — quizá el segundo, ya — y sabes que definitivamente, el riesgo aumenta de manera exponencial a diario. Que existe, quizás, una bala con tu nombre. No es fácil asumir esa perspectiva, mucho menos digerir. Ya no hablemos de enfrentarla.

— Pocas veces se habla de la salud mental del venezolano y por lo tanto, casi nunca se analiza el cómo nos sentimos en medio de una crisis como la que soportamos — me dice J., psiquiatra que según me comenta, atiende al menos seis pacientes diarios afectados por la crisis coyuntural que padece Venezuela—, es una percepción borrosa. Lo asumes, te adaptas, sobrevives. Es lo que se espera que hagas. Pero, ¿qué ocurre cuando no es así? ¿Qué pasa con los cientos, quizás miles de venezolanos que atraviesan la situación que vivimos en un estado mental cada vez más caótico? Son las cifras mudas, de las que nadie habla y mucho menos, son objeto de análisis o reflexión. Y justamente, ese es el problema.

Somos un país traumatizado, eso nadie lo duda. Luego de casi veinte años de violencia callejera y un agresivo discurso ideológico, normalizamos la amenaza. La hicimos parte de nuestro paisaje mental, de los limites y fronteras de lo que consideramos habitual y cotidiano. Y que idea tan dura es esa, cuando asumes el peso de es hábito del miedo, del dolor que supone. Lo que pierdes y como te transforma, esa percepción de la agresión como parte de tu vida. El daño infringe comprender que la violencia forma parte de tu vida.
— No sólo la violencia, que ya es una situación lo suficientemente crítica como para resultar traumatizante — me explica J. cuando le digo lo anterior — sino todas las implicaciones de ese clima incesante de temor supone. ¿Cuántos de tus hábitos y costumbres se han modificado por la violencia? ¿Cuanto de cómo piensas y vives tiene un ingrediente de puro miedo? No es fácil analizarlo, colocar las piezas de lo que nos hizo el terror y la violencia en los lugares correctos de nuestra mente. Mucho menos aceptar que crecimos en un país programado para el terror como algo cotidiano.

J. también fue víctima de la violencia y quizá por eso, comprende tan bien sus alcances. Hace dos años, un desconocido lo asaltó y le golpeó hasta dejarlo inconsciente a dos cuadras de su casa. Sufrió ruptura del maxilar y de seis costillas. No recuerda que provocó el ataque del asaltante: el hombre simplemente se enfureció porque J. no llevaba otra cosa en los bolsillos que algunos billetes de baja denominación y un celular barato. Para J., lo inexplicable de la agresión, la indefensión que padeció no sólo al sufrirla sino debido a la impunidad que vino después — a pesar de la denuncia que realizó, jamás hubo detenidos — es el signo de la violencia en nuestro país. Una resignación colectiva hacia una cultura que no sólo genera la violencia sino que la asume necesaria.

— Pasa que en Venezuela ser violento es un tipo de gratificación social. La pobreza, la marginación, la exclusión a todo nivel, creó el caldo de cultivo ideal para una cultura basada en el hecho violento — me explica — en los barrios caraqueños matar, robar y violar son hechos que prometen el respeto de tus iguales, no un delito. Matas para obtener reconocimiento, robas y violas para demostrar puedes hacerlo. La violencia se percibe como un triunfo social. Un escalafón que alcanzar para demostrar tu valor, tu capacidad, incluso disputar el liderazgo. En Venezuela el problema es mucho más grave y viejo que la ausencia de políticas. Es un tema de aceptación del hecho violento como parte de tu vida.

Caminamos por una calle cercana a la clínica donde se encuentra su consultorio. La mayoría de los transeúntes que nos rodean, miran sobre el hombro con preocupación, se detienen con precaución cuando algún desconocido se acerca demasiado. ¿Lo estoy imaginando? Me pregunto cuando pasamos junto a un grupo de motorizados con casco y pechera de un llamativo color naranja. Uno de ellos me observa con descarada atención. Mira la cartera que me cuelga al hombro, el suéter con bolsillos anchos que llevo. Y de inmediato, siento miedo. Uno muy nítido y físico, que me hace enrojecer las orejas y envía un hilo de calor por mi espalda. Cuando el hombre voltea hacia otro lado y continúa una conversación voz alta con alguien más, me doy cuenta que camino inclinada, los brazos pegados al costado, el rostro tenso. Una postura que adopté sin darme cuenta y que no cambia, mientras J. y yo continuamos nuestro corto recorrido.

— Sufrimos una especie de estrés post traumático general — dice J., mirándome preocupado — incluso quienes no han sufrido la violencia directamente, lo padecen por asimilación. Todos somos víctimas, reales o potenciales. Una estadística flotante que poca gente entiende en todas sus implicaciones.
Hace dos años, un grupo de hombres irrumpió en un salón de una Universidad privada de Caracas y asaltó al grupo de estudiantes que aguardaban en el lugar. Una de las víctimas fue mi amiga Alicia (no es su nombre real), que poco después abandonó la licenciatura que cursaba en la institución. ¿La razón? No pudo soportar la sensación de angustia que le produjo el asalto. Literalmente, se encontró atrapada en la doble presión de la violencia que sufres y la que temes volver a sufrir.

— ¿Lo peor? Nadie lo entiende — me cuenta, sentada ambas en un café de la ciudad; Alicia está a punto de emigrar y tiene el aspecto cansado y un poco deprimido de todos los que atraviesan la experiencia—, cada vez que comentaba que no podía volver a sentarme en un pupitre pensando que alguien entraría por la puerta con una pistola en la mano, me insistían en que debía “superarlo”. Que ya era hora de “pasar la página”. Que “así están las cosas”. Incluso hubo alguien que me insistió que yo era una “débil mental” por no superar la experiencia.

Una vez escuché decir que en Venezuela la violencia se supera con la insistencia nacional del “menos mal”. Del “menos mal” sólo fue el teléfono lo que te robaron. Del “menos mal” sólo te golpearon y no te mataron. Como si el terror y la violencia tuviera infinitas graduaciones y siempre se pudiera normalizar, en un intento de evadir lo esencial: que una agresión siempre deja huellas. Que siempre producirá un daño irremediable.
— Al final, simplemente no pude — me cuenta—, no pude pasar cuatro horas de clase diarias mirando a la puerta, recordando lo que sentí cuando vi a los tipos allí, pistola en mano. Pensando “me van a matar”. No pude. Y quizá…pienso veces, que no quise obligarme a hacerlo. ¿Es de cobardes eso?

Comprendo lo que explica mejor de lo que me atrevo a admitir. Luego de mi asalto, me rehusé durante meses a volver a subir a un transporte público. Finalmente lo hice, convencida que el miedo era algo que debía aceptar, que podría dominar. No obstante, en Venezuela no se trata sólo del miedo, sino de la certeza que es probable, la violencia sea algo con lo que debas enfrentarte de nuevo. Que no habrá recuperación posible, que las cicatrices nunca cierran. Que siempre está al acecho. Que el miedo jamás acaba.
Más de una vez me pregunté si había hecho lo correcto. Si aceptar y asumir que el miedo es una parte de mi vida no fue otra pequeña derrota entre las tantas que el ciudadano venezolano sufre a diario. No lo sé, me digo con cierta impaciente. Y dudo que alguien lo sepa.

— Me voy del país porque soy un rehén — me dice Alicia, como un eco de mis pensamientos—, puertas y ventanas cerradas. Mi vida restringuida a un hilo mínimo de convivencia. Muy pequeño. Muy evidente. Muy limitad. Un toque de queda perpetuo. Quiero vivir sin pensar que el país donde nací es mi enemigo.

El médico austríaco Hans Selye describió el estrés como la expresión de reacciones emocionales incontrolables como el miedo, provocadas por nuestro intento de adaptarnos a situaciones peligrosas. Cuando esa reacción se hace desproporcionada e insostenible, entonces Selye sugiere que el individuo huye, se evade, intenta retraerse de la situación, manejarla desde la distancia. Pero de no lograrlo — y el estrés convertirse en una visión constante e inevitable — que el individuo debe enfrentar sin instrumentos psíquicos que le permitan sobrellevar y hacer tolerable la situación, entonces merma su capacidad de respuesta. Se convierte en un padecimiento crónico, que no sólo afecta el comportamiento de quien lo padece, sino su percepción sobre lo que le rodea. Una reacción violenta y dolorosa que convierte a la realidad y sus implicaciones en el peor de sus enemigos.

Pienso en ese concepto, mientras Alicia mira hacia la puerta del local con tanta frecuencia que me pregunto si lo hará en todos los lugares a donde va, en cualquier parte que se encuentre. Una mirada rápida, precavida, como de animal enjaulado. Mira y se asegura que no haya nadie que pueda provocarle un sobresalto. La mirada sigue hacia el pasillo que rodea el establecimiento. Las escaleras hacia la calle, la avenida. La mirada se detiene, intenta convencerse que no hay riesgos, que por ahora está a salvo. Pero para Alicia, ese pensamiento no parece ser suficiente. Una y otra vez, repite el ciclo como si lo necesitara para conservar cierta calma abrumada, quebradiza. Como si sólo así pudiera soportar el miedo.

Un tipo de miedo, que yo comprendo muy bien. Miedo que supongo que cualquier ciudadano de este país asume como real, inevitable. El miedo al caminar por la calle, subir al Metro, entrar en una tienda. Miedo al asalto, al atraco, al golpe, la agresión. Miedo al secuestro, la desaparición. La impunidad que ocultará todo. Miedo al futuro, a la incertidumbre de no saber que ocurrirá en medio de una situación social y política que se desploma a pedazos. Miedo, como parte de todos los aspectos de la cultura, en el fanatismo, en la medida comprensión de tragedia que sobrevivimos sin que haya ocurrido en realidad.
Sacudo la cabeza, me recorre un escalofrío. Alicia me mira, parpadeando, como descubriendo que estoy allí. Estaba mirando de nuevo sobre el hombro, asegurándose de encontrarse segura. Las manos apretadas sobre la mesa, los ojos muy abiertos y preocupados.

— A veces, creo que enloquecí — me dice entonces — que de verdad, un simple atraco me volvió loca. Pero entonces me pregunto si se trata enloquecí o es que simplemente, no volví a tener tranquilidad. Como si el país fuera una amenaza.

Hace unos años, el periodista Jon Lee Anderson, decía en su artículo “El poder y la Torre” que la cultura “malandra” había abandonado las cárceles para tomar las calles del país. Se refería por supuesto, a la idea de violencia como parte del esquema social, esa visión de lo ilegal como parte de lo aceptable. Anderson analizaba la reflexión desde el contexto de un país profundamente dividido por la marginalidad y la pobreza, dos extremos que convertía al país en un latente campo de batalla. En su artículo, además Lee teorizaba sobre el hecho que en Venezuela, la cultura de la cárcel, la violencia callejera y la noción del acto delictivo como prenda de valor se había extendido tanto como para resultar indistinguible de cierta normalidad aparente. Una idea temible pero quizás la única que permite analizar lo que ocurre en nuestro país con cierta propiedad.

Porque en Venezuela, la violencia dejó de condenarse. O al menos, la condena no es lo suficientemente significativa como para ser contundente. Y las implicaciones de ese pensamiento parecen estar a la orden del día: Vecinos de urbanizaciones que se organizan para linchar, reos en cárceles del Estado que negocian con Ministros y funcionarios gubernamentales, ritos callejeros de violencia donde niños armados buscan reivindicarse asesinando. Venezuela se ha convertido no sólo en un ghetto donde lo punitivo se transformó en un elemento abstracto, brumoso. Y mientras las cifras de asesinatos, asaltos, violaciones, secuestros aumentan de manera exponencial, la violencia se hace parte de lo cotidiano, de la identidad de un país herido por una cicatriz incurable y cada vez más dolorosa.

Pienso en esa idea mientras conduzco por una de las calles de Caracas. En medio del tráfico caótico, un motorizado se adelanta un poco y roza mi automóvil. Se acerca un poco más y veo que avanza en paralelo, hacia la ventanilla. Lo miro por el retrovisor y de pronto, el miedo me sofoca. ¿Lleva un arma?¿La esconde bajo el chaquetón de cuero que lleva puesta? Me inclino sobre la rueda del volante e intento acelerar entre los huecos de la multitud de coches que me rodean. No lo logro. Comienzo a recordar todas las historias sobre asaltos. Los disparos, el forcejeo. La violencia inevitable. Insisto en acelerar y finalmente lo logro: adelanto un par de metros y logro colarme en la siguiente fila de automóviles. El motorizado, a un par de metros, no se mueve. Lo veo después aumentar la velocidad y perderse entre el tumulto más allá.
Pero el miedo no se va, pienso con las manos sudorosas y la garganta cerrada por la angustia. El miedo nunca deja de atormentarte, de presionar y destruir cada aspecto de tu vida. ¿En que nos hemos convertido, luego de casi veinte años de luchar contra este terror mudo y constante? ¿Qué ocurre con un país donde cada ciudadano no sólo teme sino que está sometido a la esclavitud de comprender ese horror constante? No lo sé, me digo, con los ojos llenos de lágrimas que no puedo contener. Quizá en realidad, nunca lo sepa con claridad.

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