Dice que La Biblia que cuando Eva mordió la Manzana de la tentación y se la dio a comer a Adán, ambos descubrieron que estaban desnudos, en medio de los paisajes fabulosos de inenarrable belleza del Paraíso Mítico. La belleza de la carne, la realidad de lo erótico, contradiciendo la pureza intocada de una geografía que el Dios bíblico, temperamental y furioso, había creado para ellos. La imagen, plasmada en cientos de variaciones y reconstruidas con cientos de matices a través de la historia, siempre es la misma: Una Eva de rostro núbil y malicioso sosteniendo la manzana, con un Adán encorvado de miedo a su lado. El castigo Divino tan cerca, pero aún sin llegar, a la pareja en gloriosa desnudez. Pecaminosos por la misma noción de curiosidad e inocentes por su incapacidad para comprender la ruptura del orden establecido. Quizás entonces, brindando sentido al primer ritual de paso que se conoce en la historia. A la primera imagen sobre la perdida de la inocencia - esa caída en desgracia que muchos asumen como la primera afrenta de la humanidad contra Dios - en una alegoría muy clara. Porque una vez mordida la manzana, Adán y Eva, notaron su desnudez. La disfrutaron sin duda. Y atravesaron ese estado de plenitud beatífica hacia el placer de la carne.
De manera que quizás, la mítica mordida primordial de Eva, que condenó a la humanidad entera al sufrimiento de la mortalidad no es otra cosa que la suprema revelación erótica. Esa perdida de la Virginidad hacia esa noción del placer como dilema. Para el médico y escritor Georg Groddeck, considerado el pionero de la medicina psicosomática, la cosa está clara: En su libro," El buscador de almas" sugiere que la escena muestra la caída de la Gracia hacia el erotismo. La serpiente que simboliza el órgano sexual masculino; que en numerosas culturas representa la excitación de la mujer por el hombre. Para el escritor, no había duda que incluso la inocente manzana era una metáfora deliberadamente erótica: el fruto que representa la lujuria Adán por los pechos y nalgas de la Eva inocente y más allá, el descubrimiento que el Paraíso terrenal podía tener una connotación mucho más carnal de la que hasta entonces había supuesto.
Quizás por ese motivo, la Virginidad - de la mujer, por supuesto. La del hombre se concibe de una manera totalmente distinta - se haya convertido en un tema crucial y un debate histórico tan relacionado al valor de la mujer que suele confundirse con su identidad. En un ritual de paso que define a la mujer como deseable - o no - o incluso, como valiosa - o no - a los ojos de la cultura a la que pertenece. A principios del siglo XX, el antropólogo Arnol Van Gennep recopiló ritos de paso a lo largo y ancho del mundo y encontró, que el nacimiento de la sexualidad era quizás el más extendido a través del mundo, de la historia y de cualquier sociedad conocida. Y es que esa percepción de la primera relación sexual como una manera de concebir a la mujer, de asumirla como parte de las posesiones de la cultura masculina. Desde el imperio Romano, a la mujer se le consideraba propiedad de la Familia - y no miembro, un ligero matiz de enorme importancia - por lo que su vida sexual y capacidad reproductiva, se encontraba bajo la decisión del padre y después del marido. Era el hombre quien decidía cuando o por qué la mujer podía disponer de su placer y era el hombre quien adjudicaba un significado a la mujer según el disfrute de esa sexualidad. Una idea que imperó por siglos y convirtió la Virginidad no sólo en un elemento indispensable para la celebración de lo femenino sino en la castración definitiva de la primitiva Diosa voluptuosa en la Dama etérea que más tarde sería la única concepción de la mujer.
La Virginidad entonces, se convirtió en un símbolo, tan portentoso como el de la manzana mordida por una Eva concupiscente. Para el Doctor en Antropología Social Óscar Guasch, "la virginidad es un producto social [...] que se edifica sobre una realidad corporal". Un concepto que se relacionaba directamente con el control de la mujer y sobre todo su descendencia. "La virginidad surgió para controlar el cuerpo de la mujer y para garantizar que la descendencia es realmente" del primer varón que tiene relaciones con la mujer virgen" insiste Gausch. Una visión que sometía a la mujer a esa mirada desconfiada del padre, del marido y la religión. Porque la mujer siempre era sospechosa, pecaminosa, a punto de repetir su lamentable proeza en el Jardín del Edén. Y es quizás la Virginidad, la manera más inmediata de asegurarse que la tentación estuviera bajo el control divino. ¿Que más hay más allá de esa sumisión? La condena y la marginación.
En el libro "La Celestina" - la quizás primera obra erótica de la literatura Española - se muestra de una manera curiosa la enorme importancia de esa virginidad, la pureza de la mujer. La necesidad del llamado Virgo Intacto que para entonces, era requisito indispensable para cualquier mujer que aspirara a un lugar bajo el sol. En la novela, uno de los personajes más curiosos tenía un misterioso oficio: el de remendar Hímenes. Porque la virginidad de la Mujer, ya no era un asunto intimo - ¿alguna vez lo fue? una noción borrosa sobre la sexualidad femenina, sino un asunto legal y cultural tan importante como para provocar verdaderos desvelos. Porque para entonces, cualquier mujer - y por tanto su familia - que deseara aspirar a un buen partido, un hombre que la representara, una dote considerable, debía ser pura. Un requisito que a pesar de la estricta moral de la época, pocas cumplían. De manera que la "remendadora" se encarga de suturar el entuerto, de asegurar la discreción, de ocultar la mordida de Eva, de la mejor manera que podía. De hecho, la figura de la vieja "remendadora" pareció formar parte de esa idea de la virginidad como necesaria - aunque no siempre deseable - y la sexualidad como irreprimible - pero siempre oculta - que incluso perduró bien entrada nuestra época.
A través de la historia, a la mujer se le disputo incluso el privilegio de decidir a quien llevaba a la cama por primera vez. Desde el derecho de pernada - esa oprobiosa noción medieval donde el señor feudal podía desvirgar a la esposa de su vasallo - hasta la imposición del matrimonio, la mujer se convirtió en victima de su primera vez. La metáfora parece evidente: La Eva sobreviviente en todas las mujeres, sufriendo el castigo bíblico por haber desobedecido al Dios iracundo del Antiguo Testamento, ese Dios portentoso que condenó su curiosidad - y quizás lujuría - y la obligó a ser siempre, inocente y aterrada, bajo el falo masculino. La serpiente que castiga y el Adán que reinvidica su torpeza en el lecho nupcial.
Le llevó siglos a la Mujer recuperar el Paraíso: el poder sobre su sexualidad que la liberó a medias y siempre de manera incompleta - de esa noción de su sexo - y su sexualidad - como prenda de valor en disputa. Ya en lo albores del siglo XX, la virginidad dejó de tener el poder de someter a la mujer a la vergüenza y la humillación: por primera vez se concibió como una expresión de deseo y no un instinto pecador. La mujer "caída en desgracia" continuó siendo marginada - el inevitable castigo social - pero no a condenarse al ostracismo cultural de otras épocas. Aún así, todavía tendría que llegar la liberación sexual, esa época de milagros eróticos y de admisión del poder carnal, para liberarla por completo. La virginidad continuó siendo un ritual de paso, pero ahora, privado, intimo y probablemente sometido a la discrecionalidad de la lujuria.
Suele decirse que en lo tocante a la liberación sexual, los últimos treinta años han sido mucho más revolucionarios que toda la evolución sucedida durante cinco siglos. Aún así, queda un largo trecho que recorrer, desde esa noción del sexo como pecado primigenio y la mujer como principal perpetradora. Y es que quizás, la Virginidad, con toda su carga simbólica, esa percepción de lo orgiástico como celebración de la libertad y el deseo como pecador, devuelvan a Eva no sólo su lugar en el Paraíso sino además, reivindiquen su triunfo sobre la simbología que la condenó a la mortalidad, a esa pequeña muerte que heredó al resto de la humanidad. Una mirada hacia la historia personal que celebre la identidad. Ya lo decía Oscar Wilde, el libre pensador por excelencia y quizás reflejo de su tiempo: “Me gustan las mujeres con mucho pasado y los hombres con mucho futuro.”
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