jueves, 19 de noviembre de 2015
Una puerta abierta: Los tres rostros de la Venezuela desconocida.
Alguien me comentó que últimamente sólo escribo sobre historias tristes y lamentables de Venezuela, lo cual es cierto, por supuesto. Lo hago con toda esa sensación de abrumadora preocupación que me produce la situación de mi país. De manera que voy, escucho conversaciones deprimentes, las incesantes quejas, lamentos, narraciones de pequeñas desgracias cotidianas y las cuento lo mejor que puedo. Pienso que en un país sin memoria, lo mejor es mantener los recuerdos frescos y muy claros. Lo mejor es detallar minuciosamente lo que va ocurriendo día a día, para cuando haya que contar, sepamos que ocurrió y a donde nos condujo.
Pero sí, es cierto, me aficioné a las historias tristes. Así que cuando mi amigo J. me dijo que si no me atrevía a contar tres buenas historias Venezolanas no supe que decir. Hablo de historias de amabilidad, solidaridad, cariño. Ese vinculo elemental entre compatriotas. Al principio la propuesta tuvo una propuesta sencilla.
— Eso no existe. No actualmente. — Claro que sí. — Cada quien escucha lo que quiere escuchar.
Eso es cierto. Pero a veces tengo la sensación que en Venezuela, sólo se escucha dolor, angustia, la constante sensación de miedo y desolación que acompaña a toda crisis. ¿Y que pasa con los todos nosotros? ¿Las víctimas? ¿Los que vamos de un lado a otro cabizbajos y aplastados por la pesadumbre? J. me dedicó una mirada maliciosa.
— Busca tres historias buenas. Sino, ¿Qué sentido tiene tu afán de memoria histórica?
Ahora me provocaba. Seguramente pensaba que caería en ese juego, en ese anzuelo simple de responder una pregunta que nadie ha hecho. Y claro que caí. Solté un suspiro.
— Tres son demasiadas.
— Las vas a encontrar.
— ¿Qué quieres demostrar?
J. sacudió la cabeza. Nos encontrábamos en nuestro café favorito, rodeados de sillas vacías, un par de ancianos que tomaban un refresco con evidente placer y un mesonero de rostro cansado y acalorado. Hacia poco, alguien me había comentado que el local, que llevaba más de veinte años de existencia cerraría. La noticia me había entristecido lo indecible y por ese motivo, le había insistido a J., quien en primer lugar me había llevado allí cuando ambos eramos adolescentes, que nos despidieramos del buen café, de las tazas de porcelana y las buenas tardes juveniles con una última tarde de conversación. Pero claro está, no esperaba que la conversación fuera esa. Ni necesitara que lo fuera.
— Estoy cansado de creerme víctima. Estoy cansado que todos se lamenten por los Venezolanos. Que todos lean cada historia que sale de aquí, inclinen la cabeza y digan “oh pobrecitos”. Que el país se venga abajo no sólo por la política, sino porque lo odiamos. Odio de verdad. Debe haber algo real que nos una a este país. Algo perdurable y duradero.
Me tomé un sorbo de café. Estaba muy bueno: amargo, con mucha azúcar y con un poco de vainilla. Tal y como me gusta. Nicolás, el que lo sirve, por años me ha servido el mismo café y además, una polvorosa en una servilleta de tela inmaculada. Me sacudió la idea que sería la última vez que tomaría aquel café y bebería la polvorosa. Pero no se lo dije a J., que parecía tan alterado y nervioso.
— Y tu quieres que yo encuentre ese algo. — Eres la preguntona. — ¿Y si no lo logro? — Allá tu y tu conciencia de cuenta cuentos.
Ah, pero que bonito, pensé con cierto resentimiento. Invocar mi identidad definitiva, mi nombre secreto para obligarme a aquello. Bueno, que más da, pensé con cierto cansancio. Tres historias bonitas. Por algún lado encontraré una. Le di el último mordisco a la polvorosa. Y miré a J. con los ojos muy abiertos.
— Sólo tres. — Tres. — Es un trato.
No me gustan los tratos. Me gustan las promesas. Pero son cosas que no le diría a J., que me conoce desde niña y sabe que soy quisquillosa y neurótica. Aún así, cuando le di la mano, pensé que era una promesa más que un trato. Una promesa para mi misma.
Mi vecina me miró con los ojos muy abiertos. Me quedé de pie, incomoda, balanceando el peso del cuerpo de un pie a otro.
— ¿Una historia buena? — repitió — ¿Una buena noticia en este país? — Sí. Incluso una pequeñita. — Eso suena a publicidad de banco.
No me reí, aunque quise hacerlo. Hace unos cuantos meses, un comercial de un Banco Venezolano había puesto en boca de todos la amabilidad. Pero por alguna razón, la idea pareció molestar y lastimar a esa gran conglomerado cínico que es ahora Venezuela. No, nada de amabilidad. Estamos cansados, preocupados, rotos, afligidos. Y no queremos hablar de otra cosa. Me aguanté las ganas de regresar a mi casa, de decirle a la vecina se trataba de una broma elaborada. Continué allí, mientras ella me miraba desconfiada. No obstante, yo sabía que mi vecina podría ser una de esas personas que atesoran cierto optimismo a pesar de todo. Es de las pocas en la comunidad que nunca olvida desear los Buenos días, que ayuda con paquetes pesados, abre y cierra puertas. Una mujer amable. Así que aguardo, confiada. Ella no me decepciona.
— Bueno…creo que hay algo que puedo contarte. Pasa y siéntate.
Me sirvió limonada muy fría y con una conchita de Limón flotando entre el hielo. Después se sentó a mi lado. Mi vecina, que debe tener unos cincuenta muy bien vividos o unos sesenta muy juveniles, me dedicó una mirada amable cuando me tomé el primer sorbo.
— ¿Muy ácido? — Esta perfecto — mentí. Estaba realmente ácido -¿Cual es la buena historia?
Ella sonrío. Y de pronto, me pareció muy joven, con sus cincuenta muy usados o sus sesenta recién estrenados. Una mujer sin edad, con el cabello despeinado y corto, la piel un poco enrojecida y bonitas arrugas alrededor de los ojos.
— No es exactamente mi historia, es sobre mi mamá.
Eugenia, la madre de mi vecina es una mujer casi centenaria. Y sufre de Alzheimer. Un caso muy grave que la convirtió en una figura pálida y cristalina que suele sentarse en silencio en la terraza del edificio, con una enfermera al lado. Es un poco triste su imagen, aunque hay algo de plácido en ella. Como si esa plácidez del silencio en su mente pudiera interpretarse como algo más. Una idea más sustanciosa. O quizás me lo estaba imaginando todo, quien sabe.
El caso es que en una ocasión, hace más de una década, Eugenia se levantó de su silla de mimbre y se perdió. Nadie supo como: la enfermera se aterrorizó y juró que sólo había ido un momento al baño y al regresar, Eugenia simplemente no estaba. Insistió en que probablemente se coló por la puerta entreabierta que alguien no se ocupó de cerrar y simplemente caminó entre la multitud que cruzaba la avenida. Supongo que debió ser más complicado que eso, pero lo cierto es que muy pronto corrió la voz entre todos los vecinos que la anciana estaba perdida. Que sufría de un grave caso de Alzheimer, que ese día apenas había comido. Que muy probablemente no tenía idea de donde se encontraba o que incluso, estaba perdida. Para mi Vecina, fue una especie de pesadilla.
— Cuando un anciano se pierde en esas condiciones, es incluso peor que un niño — me contó mi vecina — Un niño puede gritar y llorar. Llama la atención. Un niño puede que se acerque a un policía, pida ayuda. Pero alguien con Alzheimer simplemente avanzará por la calle, seguirá hasta que esté tan débil que caiga al suelo.
Mi vecina llamó de inmediato a la policía, que para su sorpresa, le explicó que en casos así, es poco lo que pueden hacer. Quizás enviar a un funcionario a tomar la denuncia. “Pero es mejor que usted venga mañana” le explicó la voz al teléfono. “Hoy no vamos a poder hacer nada”. Tampoco recibió ayuda de los bomberos. “Si tiene menos de una hora perdida no podemos hacer mucho”. Mi vecina me cuenta que no podía creer que nadie comprendiera la gravedad del asunto. Lo realmente peligroso que podía ser la situación de Eugenia. De manera que su marido y ella decidieron hacer lo que al parecer ninguna autoridad se animaba: recorrer las calles en busca de la anciana.
— Aquí empieza la buena historia — me dice.
Mi vecina me cuenta que no conoce demasiado al resto de nuestros vecinos. Salvo una que otra contada excepción, son rostros anónimos con los que tropieza de vez en cuando e intercambia un saludo ocasional. Por eso le sorprendió encontrar a casi una docena de ellos, esperándola en el pasillo frente a la puerta de su casa.
— Nos enteramos de lo de su mamá — explicó el vecino del cinco, un jubilado que no le simpatiza especialmente a nadie — Díganos como la ayudamos.
Alguien más explicó que tenía el automóvil encendido, que podían dar vueltas por la calle. Una mujer con la que nunca había cruzado palabra, insistió en que quizás la anciana simplemente había entrado en uno de las numerosas calles ciegas de la urbanización y que tal vez convenía ir a pie a echar una ojeada. De inmediato, un pequeño pelotón de bien intencionados acompañó a mi vecina a la calle.
— Uno lo cuenta y parece algo normal. Incluso, algo como de todos los días. Peor, algo que uno exagera — me dice — pero no lo es. Porque en ese momento en que estás tan desesperado, que tienes tanto miedo…y pasa algo así, lo agradeces más que nunca. Lo agradeces porque no lo esperas. Porque lo necesitas. Y lo agradeces de corazón.
Eran tiempos antes del poder inmediato de las redes sociales, de los celulares en manos de todo. Tal vez por ese motivo, es mucho más significativa la mano extendida, el grupo de vecinos que de inmediato se ofreció a recorrer la Urbanización y las calles aledañas por horas. Que hizo preguntas, que mostró fotografías. Pero la ciudad suele ser desconfiada, cansada y muy cínica. Y quizás por ese motivo, no fue una experiencia sencilla ni tampoco muy fructifera. Casi al atardecer de un día muy largo, Eugenia seguía sin aparecer.
— Entonces, el grupo de vecinos se hizo más numeroso. Vinieron otros para ponerse a la orden. Para traer comida, para ofrecerme el carro, el teléfono. Y no te lo crees ¿sabes? — me cuenta con una sonrisa — no te crees que esta gente sea tan amable, que de verdad tenga tantas buenas intenciones.
Era casi medianoche cuando finalmente, encontraron a Eugenia. Tal y como había temido su hija, había caminado cuadras enteras hasta que simplemente, había caído exhausta en plena calle. Una pareja le había ayudado a llegar a un dispensario cercano y finalmente, la noticia que alguien buscaba a una anciana semejante llegó a oidos de unos de los médicos.
— Y la trajo hasta aquí — me dice — no es que vengan y busquen a la señora. Es que me preocupo por traerla. Ese tipo de cosas que no puedes creer. Que te sorprenden.
Unas horas después, Eugenia dormía finalmente en su casa,sin recordar — o tener incluso noción — todo lo que había padecido su hija. Y mucho menos, la inmediata reacción de todos quienes se preocuparon por ella, que de alguna u otra forma, estuvieron allí aunque nadie pudiera explicar muy bien por qué. Incluso para mi vecina la ayuda que recibió resultó un misterio, una de esas pequeñas anécdotas que a la distancia, carecen de explicación.
— Uno dice “gracias” pero no sólo por lo de mi mamá, sino por haber estado allí sin que nadie se lo pidiera — me dice — y piensas: Están aquí, aunque nadie les diga nada. Eso te deja pensando en algunas cosas.
Pienso en esa imagen, en esa sorpresa colectiva que parece provocar la solidaridad. Hace pocos días, escribí un artículo sobre el mito del Venezolano amable. Sobre esa insistencia en el ciudadano todo empatía y buenas intenciones que últimamente se idealiza. Y me pregunto si esa idealización no es más que esa poca comprensión de lo que realmente es la solidaridad a diario, en una ciudad arisca y árida como la nuestra. No se trata de una mano tendida siempre. Se trata de esa noción que a pesar de todo, de vez en cuando algo realmente valioso, sucede.
— No es que nos volvimos amigos para siempre, lo vecinos y yo — reflexiona por último mi vecina, con cierto aire cansado — al final, sólo somos desconocidos. Y lo seguimos siendo. Pero desconocidos o no, ya sé que están allí.
Cuando salgo de la casa de la vecina, me encuentro con Eugenia, aún sentada en su silla. Un poco más anciana de como la imaginé durante el relato, igual de plácida y remota. Pero quizás, no tan sola, me digo, en un arranque de inesperado optimismo. O no al menos, como podría estarlo.
Al señor Pepe ( es su nombre real y me pidió lo utilizara) lo conozco desde niña. Es el dueño de la panadería donde desayuno casi cada mañana desde que soy una adolescente. Él mismo prepara el pan Gallego que como cada vez que puedo y también, se encarga personalmente de atender en el mostrador. Y sé que el tiene buenas historias que contarme. Ya me ha contado algunas. Sonríe cuando se lo recuerdo.
— Ahora vas a escribir buenas cosas. — Para variar.
Pepe es Español pero ama a Venezuela como si fuera su tierra. Por ese motivo se levanta cada madrugada para trabajar o eso me asegura. “Lo hago por amor” me dice “por un amor inmenso. Porque cuando uno lo adoptan, uno quiere más. Uno agradece. Así que yo quiero a Venezuela así, por ser la tierra de mis hijos y por quererme a mi”. Suena romántico y cursi. Cuando se lo digo se ríe.
— Es cursi, pero es verdad. ¿No puede uno decir algo que sea lo mismo dos veces?
Entonces, Pepe ama a Venezuela. La ama a pesar que ahora mismo, su querida Panaderia tiene que cerrar de vez en cuando. Que los anaqueles están vacíos. Que más de una vez, le han acusado de acaparador, de hambreador. Hace unos años, alguien forzó la reja de entrada y se llevó la mitad del mobiliario. “Recién comprado” puntualiza “nuevecito” y hace poco, un desconocido le amenazó con una pistola a la cara.
— ¿No piensas en irte? — le pregunto. Pepe sonríe, le pasa un paño seco al cristal pulido de la repisa de los dulces. — Uno no deja a la madre cuando se enferma. — Pero esto es distinto. — No lo es.
Pepe nació en las Islas Canarias y tal vez por ese motivo, no tiene acento español. Pero aún así le llaman “el gallego” y él se ríe, con su barba frondosa, sus dientes amarillentos de fumador. Se rie cuando llegan los clientes de toda la vida a llevarse “su bolsa de pan de siempre” o cuando saca de un rincón privilegiado “el pancito dulce que tanto te gusta”. Como el mio, que lleva pasitas y que vengo comiendo desde que tengo catorce años. Él se rie cuando se lo recuerdo.
— Eras una niña feísima — me dice — toda pelo y dientes. Menos mal te pusiste bonita.
Como buen Español, a Pepe le gusta el futbol. Y tanto que le gusta: tiene un viejo televisor siempre sintonizado en un canal de deportes Europeo donde siempre hay futbol. Y allí se reunen los parroquianos, los viejos de siempre. Como Manuel, que viene todas las tardes justo a las tres en punto, para ver lo que sea que estén pasando en televisión y gritar por el equipo que sea. Y también para comerse su pan caliente.
— Manuel la está pasando mal — me explica Pepe en voz baja — no es fácil ser viejo en este país. Y para él, menos. Fue obrero de construcción por años. Pero ahora no tiene la fuerza. Tu sabes como es eso. Uno se rompe la crisma…
Sacude la cabeza. Miro con disimulo a Manuel: le grita improperios al televisor. Los ancianos que el rodean, señalan a los jugadores con el dedo y los nombran en voz alta. Después todos aplauden, gritan, sacuden la mesa.
— No se ofende a un hombre dandole dinero — me dice Pepe en voz muy bajita. Tengo que estirar el cuello para escucharlo entre la algarabia — entonces le doy…pan. Mi pan. El mejor pan del Paraíso.
Así de simple. Cada vez que Manuel viene a ver el juego (cualquier juego) Pepe se acerca a la mesa con un buen pan español, crujiente y recién hecho. Y quizás una tacita de café negro. Se sienta junto al grupo e insultan al jugador torpe, celebran al bueno. Y Manuel come el buen pan de Pepe, lo saborea con gusto. También toma café. Como lo ha hecho cada tarde por más de cinco años. Pide que lo anote “en la libretica” y Pepe lo hace. O finge hacerlo. La libretica no existe. Y la lista de panes, tampoco.
— Uno no ofende a un hombre prestandole dinero que no puede pagar — insiste Pepe — uno tiene que saber como ayudar.
Otra ráfaga de aplausos. Manuel se golpea la rodilla, riendo a carcajadas. Tiene un trozo de pan recién hecho en la mano. Sonrío y Pepe también, que me sirve otro vasito de café con leche. Lo levanto y el también levanta el suyo. Cómplices en un pequeño secreto.
La tercera buena historia es mía. Bueno, en realidad supongo podría pertenecer a cualquiera en Caracas, a tantos caraqueños que han sido golpeados, maltratos e incluso heridos en cualquier calle violenta. Porque es una ciudad violenta la mía, una que donde el miedo te persigue a todas partes. Una ciudad que a veces odias y no puedes evitarlo.
Hace casi un año, asaltaron el transporte público en el que me encontraba. Un desconocido me apuntó a la cara y estuvo a punto de disparar. No sé por qué no lo hizo. Cuando todo acabó, paralizada y aturdida, bajé del vehículo a ciegas, tambaleandome. No recuerdo mucho de ese momento. Sólo sé que pocas veces en mi vida me había sentido tan vulnerable, tan malherida sin estarlo. Abandonada, rota toda esperanza. Una víctima, otra vez.
Caminé por la calle, sin sabe a donde me dirigía. O sí. En realidad sabía que quería llegar a mi casa. Pero no estaba segura si caminaba en esa dirección. Pero en medio de esa sensación confusa, pensé que sólo podía caminar, seguir avanzando, huir del miedo. Así que caminé, llorando, temblando. Sin dejar de recordar la pistola en la cara, el rostro jovencísimo del muchacho que la sostenía. Pude estar muerta pero no lo estaba.
Y de pronto, llegó una mujer. Alta y fornida, con jeans gastados, el cabello teñido de un llamativo color rojo, la piel oscura. La escuché hablar antes de saber que me decía.
— Mija, no vaya solita. ¿Para donde va a usted?
Seguí llorando. No sabía como explicarle que iba a mi casa. Que sólo quería llegar a mi casa. Que sólo necesitaba llegar a mi casa. Pero ella pareció entenderlo. Siguió caminando conmigo, hablándome siempre, aunque yo no entendía la mitad de las cosas que decía. Hablándome de la ciudad inclemente, que había que cuidarse. Que ella tenía una hija por la que siempre temía. “Yo se lo digo a mi muchacha, cuidese en la calle que uno nunca sabe”. Siguió hablando, caminando a mi lado. Hablando aunque creo que sabía, que yo no la escuchaba. Me tomó del brazo cuando tropecé y estuve a punto de caer. Me ayudó a cruzar la calle. Cuando finalmente pude comenzar a pensar correctamente, le expliqué que faltaban muchas cuadras para llegar a la casa y que de ningún modo, me subiría otra vez a un autobús. Ella sacudió la cabeza, comprendiendo todo.
— Usté siga caminando Mija, yo la ayudo.
Seguimos caminando. Atravesamos las cuadras. Finalmente, me explicó que no podía continuar acompañándome. Me dio un abrazo cálido, fuerte, cuando nos despedimos. Un abrazo maternal, pensé después. Y que contraste fue ese, luego de un arma en la cara, del temor de morir, de esa sensación de fragilidad insoportable. Un abrazo, fuerte, de dos brazos, firme. El mundo pareció recomponerse un poco, hacerse más claro.
A veces, cuando recuerdo ese día — y trato de no hacerlo — no recuerdo el miedo. La cabeza gacha contra el asiento del plástico del autobus. Los gritos de terror. Recuerdo ese abrazo y nada más. Como si en medio de lo amargo y lo doloroso, siempre hubiese un pequeño espacio para la bondad.
— Y fueron tres.
J. sonríe, se toma un poco de su jugo de naranja. De vuelta al café de siempre. Resultó que no lo cerraron. Que por algún portento desconocido, siguió ofreciendo las mesas al aire, el sabor de la polvorosa, el dolor de los geranios junto al matero de la entrada. Y el viejo Nicolás, que te sirve café en taza de loza vieja, aún en la puerta, viendo a las muchachas de Santa Mónica pasar.
— Tu dijiste sólo tres. — Pensé que no encontrarías tres. — Pero soy una cuenta cuentos.
Chocamos la tazas de loza. Tengo esa sensación extrañamente simple de sentirme feliz. No es algo común, no es algo que ocurre todos los días. Pero a veces, Caracas te lo permite. A veces, esta ciudad con sus cielos azules y su montaña solitaria, puede ser el hogar.
C’est la vie.
Para Ari, que seguramente se sabe muchas más historias.
1 comentarios:
Excelente. Aunque mi favorita sigue siendo Historias de brujería. Es bueno pensar que no todo esté perdido. Saludos
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