domingo, 13 de diciembre de 2015

Palabras perdidas y otras historias de brujería.




Sentada en medio del círculo de velas, levanto los brazos a la Luna. El resplandor plateado brillando entre mis dedos. La sensación portentosa e íntima de vincularme a algo más profundo y extraño. Una idea tan antigua como dolorosa. Tan profunda como personal.

Mi tia M. solía decir que celebrar la Luna llena era reconociliarte con los mundos que gravitaban en tu mente. De manera que cuando murió mi tío, su esposo, dejó de hacerlo. Se recluyó no sólo en el duelo del vestido blanco sino también, el de abandonar toda práctica que le procurara un poco de paz. Eso me sorprendió y me conmovió.

- Tia ¿pero no te haría bien...ofrecer tu dolor a la Luna? - le pregunté, sentada a sus pies en la cama. Ella hundió la cabeza en la almohada, pálida y desgreñada.
- No me importa darle mi dolor a nada.
- Pero tio no hubiese querido que...
- No sabes que habría querido tu tío, porque está muerto.

La frase me dejó abatida y un poco aplastada. Continué acariciando las arrugas de su fina sábana de lino.

- Tía, pero...¿No quieres sentirte mejor?
- No hay forma que nadie se sienta mejor en la muerte.

La entendía. Cuando abuela - la sabia, la bruja - había muerto, dos años atrás, me había negado a cualquier consuelo. No sólo se trataba que no lo admitía - con una rebeldía ciega que no comprendía muy bien - sino que además me parecía inútil, como si nada pudiera consolar la herida abierta y profunda. Deambulé de un lado a otro de mi vida, desorientada y enfurecida, sin atreverme a pensar en que debía dar un paso adelante del dolor. Como si el sufrimiento fuera lo último que me recordara a mi abuela. La última pieza en un largo proceso de angustia que apenas podía a superar.

Así que no sabía muy bien como sugerirle a la tía, que comenzara a aceptar su vida sin el tio. Habían estado juntos durante casi treinta años e incluso, durante la lenta y dura agonía que le llevó a la muerte, siempre había existido una profunda complicidad entre ambos. Una amistad mezclada con amor devoto que me sorprendía por su sencillez. Eran jóvenes en ese amor de sonrisas, coqueteos y manos apretadas. Eran adultos y casi ancianos, en ese silencioso pesaroso. Cuando tio murió, tia pareció dejar de existir un poco, como si se cuarteara su angustia en piezas sueltas de una historia incompleta.

 Me quedé con ella varias noches. Ordené su casa, cuidé que comiera. Pero tia parecia indiferente a todo intento por sobrevivir al pánico lento que simbolizaba la ausencia. Mi prima M., su hija, me escuchó preocupada cuando se lo conté.

- Se enfermará si continúa así - me comentó en voz baja. Suspiré, apretando la bocina del teléfono contra la oreja.
- Quizás sea lo que ella quiera - opiné. El dolor tiene formas extrañas de manifestarse, pensé.
- Sé algo así es lo que está pensando - respondió al cabo de un rato mi prima. La tristeza en su voz era densa y dura - creo que es la única manera en que cree no traicionarlo.

Era un pensamiento retorcido y extraño que la tia había expresado varias veces en voz alta. Le dolía profundamente haber sobrevivido al tio, mirar su lado vacío de la cama, no poder acompañarlo a este último viaje sin destino. La noche siguiente a su sepelio, despertó a medianoche y la encontré llorando a solas sobre un montón de camisas del tio que yo había doblado y apilado para guardar después.

- Que yo esté aquí y él no, es la mayor injusticia - me reprochó cuando me senté junto a ella e intenté consolarla. El dolor le convertía la voz en un chillido, el rostro en un grupo de sombras que se deslizaban de un lado a otro entre lágrimas - si aceptas pasar tu vida con alguien, también desearás estar con él en la muerte.

No me atreví a decir nada. Pensé en que el dolor tiene formas extrañas de manifestarse, que es una manera extravagante de mostrar lo más inquietante de nuestra mente. Me quedé a su lado, escuchandola llorar.

- Pero estás viva - me atreví a decir por fin - no creo que el tio habría querido murieses.
- Habría querido estar conmigo.
- ¿Te parece que la muerte lograría eso?

Me arrepentí de decir eso de inmediato. Ella me miró con los ojos hinchados y enrojecidos. Y percibí su dolor más cerca que nunca de la superficie. Más feroz e hiriente que nunca.

- No me importa lo que creas, sé que él jamás querría estar separado de mi.
- Pero querría verte sana.
- ¡Fuera!

Me señaló la puerta con un gesto imperioso, pero su mano temblaba tanto que lamenté no poder desobedecerla. Cerré la puerta y me quedé a solas en su pequeño salón, donde aún era notorio el olor del perfume del tio. Esa noche, cuando mi prima telefoneó desde España, la escuché llorar a través de la línea.

- ¡No es justo que ahora quiera morir! ¡Como si yo no existiera! - me gritó. Me sorprendió la desesperación en su voz, su angustia - ¿Pretende dejarme sin madre también?
- El dolor le hace decir locuras, no creo que quiera morir - dije. Aunque no estaba muy convencida de eso - ¿Cuando podrás viajar?
- Aún no - me respondió agobiaba - sigo sin encontrar quien cuide a mis peques. Pero intentaré que sea lo más pronto posible.

La escuché suspirar, abatida y cansada. Imaginé el sufrimiento inimaginable de la distancia, la abrumadora sensación de perdida en el silencio. Y no supe como consolarla.

- ¿La cuidarás?
- Lo mejor que pueda - le aseguré. Escuché a mi prima suspirar aliviada.
- Siempre olvido que ya no eres una mocosa - dijo entonces y casi pude ver su sonrisa maliciosa de adolescente petulante - sino toda una bruja de su hogar.

Reímos juntas, como niñas. Como siempre.

***

Cuando era pequeña, tia me enseñó todo lo que sé sobre rituales de Luna Llena y de Sol. Recuerdo que le impacientaba mi tendencia a distraerme y sobre todo, mi necesidad de cambiar las palabras de las viejas invocaciones para hacerlas mias. Más de una vez, me reclamó en voz alta por hacerlo.

- Una invocación es un juego de palabras pensada para ser poderosa - me reclamó en una ocasión, enfurecida - ¿Por qué dices lo que se te viene en gana?

Me encontraba sentada en el centro de un circulo de velas y tuve la sensación que el Universo entero me miraba, esperando una respuesta. Tia sobre todo, con las manos apoyadas en las cintura, parecía necesitar escucharme decir que no sólo era desobediente y díscola, sino además irritante. Pero yo seguía pensando que una invocación era algo más que palabras. Eran recuerdos, poder. Belleza. Así se lo dije.

- Quiero que la Luna sepa que me inspira cosas. Que es como las Musas, que te cantan para que las escuches - le expliqué - ¿Por qué no puedo usar mis palabras? ¿Por qué no puedo decirles lo que pienso?

Tia se quedó de pie, mirándome con la cabeza ladeada. Muchos años después, me confesaría que mi reflexión la había conmovido y desconcertado. Pero ese día, yo no tenía idea de eso. La miré expectante y preocupada, preocupada por haberme ganado un castigo por mi impulsividad.

- ¿Y que le dirías a la Luna? - dijo entonces mi tia. Con un gesto flexible, se sento frente a mi en el pequeño circulo de luz - ¿Qué querrías que supiera que la invocación no incluye?

Suspiré y miré por la ventana de mi habitación hacia el cielo. La luna pendulaba sobre la ciudad, flotaba en medio de estrellas pálidas como un petalo de luz olvidado. Sentí emoción nada más mirándola, una profunda sensación de pertenencia. Levanté las palmas de las manos hacia arriba para invocar, como creía que debía hacerlo. Apreté los ojos, llevándome a la negrura de mis párpados cerrados el cielo estrellado.

- Gracias, Madre Luna, por recordarme que todo en la vida es importante y es para aprender - empecé - gracias por hacerme reír con tu luz plateada cuando creo que la noche me da miedo. Gracias por decirme con el viento que la lluvia refresca y que el mar canta. Gracias por dejarme decirte estas cosas.

Me callé. Abrí un ojo. Estaba segura que vería el rostro furioso y contraído de la tia, mirándome entre la luz de las velas. Pero en realidad sonreía. Una sonrisa pequeña y amable que me sorprendió.

- Eso está muy bonito - se inclinó y me besó en la frente. El pecho se me infló de orgullo - me gustó mucho.
- ¿Puedo decirlo en la celebración familiar? - me entusiasmé. Sacudió la cabeza.
- Son tus palabras, no las de todos - me desinflé - pero...puedes decirlo en tus rituales.

Tia sonrío al decir aquello. Sentí un ráfaga de nítida felicidad recorriendome.

- ¿Puedo?
- Sí. Tienes razón. Son tus secretos para la Señora Bruja. Así que dilo con tus palabras.

Desperté. En mi habitación de adulta, mucho años en el futuro, percibí el olor de las velas quemándose en la oscuridad. Más allá, escuché a mi tia llorar.

***

Tio era una persona con un gran sentido del humor. Era un hombre gordo y sonrojado, de ojos azules muy claros y cabello despeinado. Solía reir a carcajadas, como si todo su enorme cuerpo se sacudiera con una risa brillante, como de niño. Me levantaba en sus brazos, me sacudía y me hacia sentar sobre sus hombros.

- ¡A la carrera como el Toro! - gritaba riendo y dando saltos, mientras yo me sujetaba de su cabello hirsuto y reía también - ¡Grita Toro!


Recordé esa escena mientras ordenaba las velas en circulo en la diminuta terraza de mi apartamento. Recordé la amabilidad como de niño que siempre dedicó a todos quienes conocía. Sus ojos de mirada asombrada. Su voz fuerte y dulce. Todo lo que lo hacia un hombre inolvidable. Y me gustó recordarlo así, pletórico de vida, radiante en las habitaciones de mi mente. Me gustó poder reir con sus chistes sencillos, esa alegría de vivir que siempre me pareció tan contagiosa. Me gustó llorar en silencio mientras encendía las velas a su memoria. Sentí el amor que le profesaba más claro que nunca. Un sentimiento que había sobrevivido a su muerte y que sin duda, conservaría para siempre.

- Te recuerdo en lo bueno, lo querido, lo amado - comencé el ritual. La voz se me rompió. Me tomé un momento para llorar - te recuerdo cada día, todas las horas. Porque la muerte no puede romper lo que la vida une. Lo que une el amor.

Tio me había obsequiado mi primera bicicleta. Era una preciosa, blanca con un cestito de plástico al frente. Y se había preocupado por enseñarme a manejarla. Reímos juntos cuando caí al suelo, con las rodillas despellajadas. Celebramos cuando avancé triunfante por la calle.

- Te recuerdo, te honro, te querré para siempre - seguí. Tomé la albahaca y la quemé en el caldero - te llevó en mi espíritu y en todo lo bueno que me diste.

No había llorado la muerte del tio hasta entonces. La había sepultado en el silencio, en la necesidad de cuidar a tia. Ahora me pareció un buen momento, abrazada por la luz que parecía fluir en la oscuridad como olas.

- Soy quien te recuerda, soy quien te llevaré en mi alma. Soy quien te recordará para reír -  una hoja de romero para recordar que el corazón también sana - soy quien te recordará, como el tesoro que fuiste, hasta el fin.

Tio era un hombre amaba cuidar de su jardin, un pequeño terraplén medio árido detrás de la casa donde vivía. Tia insistía que lo hacia por terquedad más que por otra cosa, pero yo sabía que lo hacia por amor. De él aprendí mucho de paciencia y constancia.

- Y soy quien eres y somos en el recuerdo, una misma cosa - se me escapó un sollozo - estás aquí  y serás para mi, un fragmento de historias incompletas.

Miré a la Luna. Brillaba con fuerza, tanto que la ciudad a sus pies parecía de plata pulida. Sentí una emoción cercana al dolor, a la amargura pero también, al alivio. Y es que de pronto, el sufrimiento de las últimas semanas, pareció convertirse en algo más, en una idea dúctil y lenta, que avanzó en medio de mi mente para consolar las heridas abiertas. Entre la luz de las velas, llorando, con las manos llenas de hierbas y especias, pensé que el dolor nos conecta a algo profundamente sentido y personal, a una idea indómita y muy vieja sobre lo que olvidamos y encontramos. El poder de crear y soñar.

Hay una antiquísima y poderosa conexión entre la bruja y La Luna. Mi abuela solía decir que toda bruja comprende mejor su cuerpo y su mente, cuando es capaz de construir ideas a partir de esa convicción que nos asegura nos encontramos vinculadas a lo infinito, al Universo más allá de las cosas que conocemos. Que La Luna, con toda su carga poética, recuerda más allá que cualquier otra cosa, el tiempo que corre en las venas del tiempo. Ese hilo que une a todos en la capacidad de la esperanza, de creer y construir el futuro. Una forma de expresar ideas espirituales complejas.

Tal vez por ese motivo, mi tia M. siempre insistió en que celebrar la Luna Llena era una forma de soñar con todo lo que aspiramos y que vive en la oscuridad de nuestra mente. De bailar, en ese valle personal de nuestro espíritu, por todas las cosas que tememos y que deseamos, que construímos y que anhelamos conservar. Como si la Luna Llena fuera un buen lugar a donde regresar. O quizás, la puerta abierta al verdadero hogar.

Escuché el tiempo pasar. El azul añil y plata de la madrugada lo invadió todo. Y seguí llorando por tio, entre las velas y el olor de las hierbas al quemarse, sintiendo que el dolor se elevaba con el viento, se convertía en algo más. De pronto, la muerte de tio fue real pero también, una parte de mi vida. Una lección sobre la qué meditar.

***

Volví a la habitación donde dormía en casa de tia de puntillas. Cuando pasé junto a la suya, me detuve un momento junto a la puerta cerrada, para asegurarme estaba bien. De inmediato noté el resplandor que se escapaba en pequeños charcos de luz bajo la puerta y el olor de la cera quemada. Velas.

Apoyé la mano en la puerta, con el corazón latiendo muy rápido. Tuve el impulso de empujar la hoja de madera y unirme a ella, sentarme a su lado en su círculo de luz y compartir con ella ese silencio de la luz de plata, esa sensación que la vida es un ciclo de eterno retorno a la belleza. Pero sólo permanecí allí, con la mano apoyada sobre la puerta y mirando los filamentos de luz que se escapaban debajo de ella. Y pensé, en que cada uno encuentra consuelo en las pequeñas cosas. En el silencio abrumador del dolor personal. En ese plácido valle que se atraviesa a solas y que conduce al consuelo. Seguí caminando hacia mi habitación.

Tendida en la cama, me recordé de nuevo de niña, bailando en mi circulo de velas junto a mi tia, aprendiendo el poder del vínculo con la Luna, fascinada por el hecho de expresar mis sentimiento de una manera tan clara con tanta simplicidad. Y supe, con esa prodigiosa y delicada intuición del dolor, que quizás Tia había encontrado consuelo en sus propias palabras. En el sonido del viento en la voz de nuestro espíritu.

Cuando finalmente caí dormida, un rato después, por primera vez en semanas, no escuché a Tia llorar. Apenas despierta, pensé en el poder de los recuerdos, en la supervivencia del dolor y en las viejas historias. Más allá de mi ventana, la Luna flotaba en la oscuridad. Velando mi sueño y quizás, recordando a todos quienes la miraban,  el valor de soñar.


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