domingo, 6 de diciembre de 2015
Un bosque de palabras y otras historias de brujería.
Una vez, mi abuela me reprendió porque arrojé al suelo un montón de especias que mantenía muy ordenadas en la cocina. Me sorprendió su cólera, en ella que no se disgustaba casi nunca.
- ¡Pero sólo son plantas! - me quejé. Mi abuela entrecerró los ojos, como hacía cuando realmente estaba disgustada. Pensé que esta vez si que me había metido en problemas.
Todo había comenzado porque intenté subirme al anaquel de la cocina para alcanzar una bella botella de colores que mi abuela guardaba fuera de mi alcance. Pero era más fácil decirlo que hacerlo: me encaramé en el mueble de un salto y de inmediato, sentí la madera vibrar bajo mis pies. Todo el mueble crujió bajo mi peso y se inclinó peligrosamente a un lado. Me quedé muy quieta, con los pies apoyados con dificultad en la esquina de una de las gavetas, pensando en quizás debería saltar y...
Entonces el mueble se vino abajo. No puedo describirlo de mejor manera. Toda la madera pareció ceder y de pronto, me encontré en medio de un estrépito de madera rota y un montón de frascos de cristal rotos. Una humareda de ramas y hierbas se levantó a mi alrededor y el olor me dejó medio asfixiada. En medio de la confusión, pensé en que seguramente alguien de la casa había escuchado el jaleo. Que debía comenzar a pensar como explicar lo que había sucedido. Entonces escuché los pasos de mi abuela en el pasillo y supe que era tarde para cualquier excusa y justificación.
Me ayudó a levantarme en medio del desorden con gesto firme y con voz dura, muy diferente a su tono amable habitual, me pidió quedarme en una esquina de la cocina, aguardando por ella. La vi recoger, ordenar, pasear el trapeador y la escoba, sin que me dirigiera la mirada una sola vez ni tampoco, una palabra. Temblando de vergüenza, abrí la boca para disculparme más de una vez, pero el mero silencio - esa especie de expectativa tensa, me dejó sin nada que decir. Así que esperé, con los brazos cruzados sobre el pecho, incapaz de sostener las miradas de los que asomaban las miradas por la puerta de la cocina, curiosos y asombrados por el estropicio. Finalmente mi abuela se acercó a donde me encontraba.
- ¿Te hiciste daño? - me preguntó. Ni una pizca de calidez en sus palabras. Sentí las lágrimas escondiendome en algún punto detrás de los ojos.
- No, no, estoy bien - le mostré las manos sucias pero indemnes. Las rodillas cubiertas de hojitas y granos de especias - sólo asustada.
No me respondió. Me pasó por el lado y comenzó a llevar las bolsas de basura al jardín. Cuando intenté ayudarla, me ordenó volver a la esquina. Lo hice, asustada. La verdad, nunca la había visto tan disgustada. Cuando volvió a la cocina y se quedó de pie frente a mi, estaba más que lista para disculparme con toda sinceridad.
- ¿Me puedes explicar por qué hiciste algo semejante? - me preguntó. El corazón se me subió a la garganta. Sentí sus latidos con sabor a lágrimas contra el paladar.
- Es que quería...- pensé cómo se tomaría saber que había intentado alcanzar la botella de cristal que tanto le gustaba y que justamente solía poner fuera de mi alcance por temor a que pudiera romperla. Que no sólo había desobedecido lo que tantas veces me había pedido - dejar la botella en paz - sino que además, me había trepado con todo descuido a su amado anaquel de hierbas. Sacudí la cabeza - No sé que me pasó.
Abuela continuó de pie, evidentemente impaciente por escuchar algo más que aquella frase absurda. Sentí que la vergüenza me formaba un nudo caliente en el estomago. Miré de nuevo el lugar donde hasta hace algunas horas, había estado el bello mueble de hierbas que la abuela cuidaba con especial mimo. Suponía había pertenecido a alguien muy querido y que sin duda, tenía una historia que contar, como casi todo en casa de la abuela. Y estaban también las decenas de pequeños frascos y pomos de cristal llenos de hierba. Todos eran distintos y también, contenían algo diferente. Eran como una aburrida colección de plantas y no entendía por qué la abuela los apreciaba de manera tan especial. Pero así debía de ser, a juzgar por la mirada furiosa y brillante que me dedicaba.
- ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
- Quería ver de cerca la botella de protección de la casa - expliqué, refiriéndome al émbolo de cristal púrpura que abuela guardaba y que según sabía, había pasado de generación en generación. Recordé con dolor los trozos rotos de vidrio coloreado que había visto entre el estropicio y el olor leve de las hierbas que guardaba rodeándome - y bueno, me subí al mueble.
Abuela palideció y su expresión se hizo tan dura que parecía cincelada. Se inclinó hacia mi con los ojos entrecerrados.
- No se trata sólo que me desobedeciste sino que además, rompiste un objeto valioso que todos en la familia apreciábamos especialmente: todo lo que contenía el mueble y también, las botellas son herencia, es conocimiento. Es algo que como sabes, la familia atesora.
La vergüenza se convirtió ahora en calor y se me subió a las mejillas. Pero también, estaba un poco fastidiada de toda la perorata de la historia y la tradición que escuchaba más o menos una vez al día en casa. Y es que con todo el pragmatismo de mis nueve años, seguía sin entender la devoción de todos los miembros de la familia por todas las cosas viejas y usadas. Le di una patada al piso y sacudí la cabeza.
- ¡Pero sólo son plantas! - insistí otra vez, como si no fuera suficiente haberlo hecho antes - ¿Qué tanto preocupa a nadie un montón de ramitas y semillitas? Se pueden volver a guardar ¿No?
Mucho después, pensaría que mis palabras habían tenido el mismo efecto de una bofetada en mi abuela. Abrió mucho los ojos, las mejillas se le llenaron de puntitos de color y la oí contener la respiración. Ahora estaba segura que había empeorado todo con aquel razonamiento simplón y un poco necio.
- Quiero decir...
- ¿Te parece que sólo son plantas?
Estuve a punto de decir "pero es lo que son", pero recordé que mi bisabuela solía decir que en la casa de una bruja, nada es lo que parece. Y mucho menos, nada parece lo que en realidad es. Una idea simpática y un poco tramposa que siempre que siempre me había hecho reír. Pero ahora parecía cobrar otro significado y hacerlo un poco más adulto y sobre todo, complejo.
- Bueno...¿qué eran entonces? - dije entonces, vencida y cansada - perdoname por haber roto el mueble y las cositas. No quise hacerlo. Yo sólo...
La verdad, no sabía como completar esa frase de manera que me callé. Abuela suspiró y dándose la vuelta, se alejó hacia el mesón de la cocina. Sin mirarme, comenzó a tomar trozos de verduras y a cortarlos para el almuerzo del día. La miré perpleja.
- ¿No me vas a decir que eran entonces los frasquitos si no eran plantas? - le pregunté realmente angustiada. Por lo general, a mi abuela - la sabia, la bruja - le encantaba escuchar y responder mis preguntas. Lo hacia con enorme cuidado, como si supiera lo importante que era para mi cada palabra. Pero esta vez, parecía cansada, agobiada y realmente furiosa. Sentí que la vergüenza se mezclaba con algo muy parecido al miedo.
- No, no lo haré - me quedé de una pieza, mirándola con los ojos muy abiertos y afligidos - lo que deseo es que ahora y en las semanas siguientes, tu me digas que crees que eran esos frasquitos.
Parpadeé desconcertada. Mi abuela levantó la vista de su quehacer con las verduras y el cuchillo.
- Te he enseñado que cada cosa que conservamos habla de nuestra historia - me explicó - de quien eres, de por qué deseas sea parte de tu historia de tu vida. Todos somos pequeños mundos complejos, que creamos con lo que decidimos, lo que pensamos, lo que soñamos. Y las cosas que nos acompañan en ese recorrido es parte de nuestra identidad. Cuando las dejas ir, cuando las pierdes, cuando las recuperas, un ciclo se abre y se cierra en tu vida. Hay recuerdos e ideas en cada cosa que atesoramos.
La escuché en silencio, estrujándome las manos. Tuve el impulso de volver a pedir disculpas, pero pensé que no tenía mucho sentido hacerlo.
- Sé que es algo de brujas - comenté en voz muy bajita. Mi abuela suspiró, pero no me miró.
- En Brujería creemos que hay que viajar con poco equipaje real, para dejar espacio al corazón y a las ideas - comentó al cabo de unos minutos - que somos nuestro mapa de historias, más que los objetos que las recuerdan. Pero te pido, pienses porque las botellitas y el mueble que acabas de romper es importante para mi y también, de alguna forma, para ti.
Volvió a concentrar la atención en las verduras y supe, sin que nadie me lo dijera, que la conversación había acabado. Me sentí tan incómoda que quise salir corriendo y encerrarme en mi habitación. Pero seguí allí, de pie, escuchando el toc toc toc de cuchillo al cortar la auyama y envuelta en el olor de las especias rotas.
- Lo lamento mucho.
- Lo sé - dijo mi abuela. Su voz sonó lenta y un poco cansada en el silencio de la cocina - pero me preocupa no sepas por qué.
***
Por día enteros, me atormentaron esas palabras. Tanto, como para dedicar un considerable tiempo a intentar indagar sobre el dichoso anaquel de especias y la botellita de protección púrpura. Realmente quería saber por qué era tan importante para la abuela tenerlo y sobre todo perderlo. Y más aún, saber si podía hacer algo para reparar el desastre que había causado. Seguía pareciéndome poco importante esa colección de botellitas y hierbas, pero si a mi abuela le importaban, yo quería saber por qué.
- El anaquel que rompiste, quieres decir - me dijo mi bisabuela cuando le pregunté al respecto. Suspiré, cansada.
- Sí, bisca, ese mismo.
- Bueno, es sólo madera y un montón de botellas viejas, eso es lo que es - dijo con su acostumbrado humor sardónico - pero también, es historia. Y lo sabes.
Otra vez la palabra. Bisabuela, sentada en su sillón de orejas, me dedicó una larga mirada apreciativa.
- Para ti, sólo se trata de madera, vidrio y un montón de hierbas secas - continuó - pero recuerda, que conferimos importancia y simbología a los objetos que nos rodean.
- Sí, lo sé - dije en un tono muy cercano a lo petulante. Mi Bisabuela enarcó las cejas.
- ¿Lo sabes? ¿Qué pasaría si yo tomara uno de esos libros que te gustan tanto y por ejemplo...le arrancara un par de hojas?
Ya por entonces, los libros eran mi posesión más valiosa. Mi pequeña colección de favoritos, ordenados pulcramente en mi habitación, era de mis objetos más queridos. El sólo pensamiento me produjo angustia.
- ¿Por qué harías eso?
- La verdadera pregunta es por qué te afecta que yo haga eso ¿No? sólo son libros.
Me recorrió un escalofrío de tristeza. Bisabuela sonrío.
- Eso pone las cosas en perspectiva, ¿Verdad? pregúntate mejor porque es tan importante una caja vieja de madera con botellas feas con hierbas secas. Es curioso como funciona la consciencia de una familia.
No supe que decir. Seguí pensando en la expresión tristísima de mi abuela al mirarme, en los trozos del mueble roto. Y comencé a entender que las cosas no sólo son cosas. También son recuerdos.
- Y muy privados - dijo Tatarabuela con su ligero acento italiano - las cosas son metáforas de lo que somos y fuimos. Guardamos objetos para recordar escenas y circunstancias de nuestra vida. Guardamos cosas para sonreír al recordar donde encajan.
- ¿Entonces son tan importantes por eso?
- Lo son porque cada uno de nosotros lleva su historia como quiera. En pequeñas escenas mentales, en objetos - mi tatarabuela me dedicó una mirada muy lucida y vieja sobre sus anteojos de lectura - las brujas creemos que hay un momento para tomar y soltar. Que todo en nuestra vida tiene un peso, un significado y un ritual que conservar.
Comenzaba a comprender mejor ciertas cosas. Sentada en mi habitación, mirando mis libros, comencé a preguntarme de donde había venido el anaquel, como había conseguido abuela cada frasquito y especia. Imaginé las horas de trabajo, paciencia y amor que probablemente mi abuela había dedicado a rellenarlos, a completar la extensa colección de especias. Las cosas que no son cosas. Las cosas que son recuerdos.
- Construí el anaquel para tu abuela con las maderas de un mueble de su juventud - me contó mi abuelo cuando le pregunté. La vergüenza me subió a la garganta y me dejó sin voz - y lo hice justo como me lo pidió. Le gustan las cosas artesanales y bonitas. Son parte suya.
Sacudí la cabeza. El abuelo me dedicó una mirada amable y preocupada.
- ¿Te preocupa haberlo roto?
- Me duele haberlo hecho - suspiré. Abuelo sonrió.
- Piensa en lo que significa que ya no esté. Ya sabes, las brujas son complicadas.
Siempre me sorprendía la paciencia y la sabiduría de mi abuelo. Como marido, padre y abuelo de brujas, estaba rodeado de un tipo de conocimiento místico tan abstracto que a veces me preguntaba si llegaba a molestarle. Pero mi abuelo disfrutaba de paladearlo, como el sabor de una buena comida. O al menos, eso me lo parecía. Le eché los brazos al cuello y lo abracé con fuerza.
- Creo que rompí no solo una cosa, sino una parte de ella - comenté. Lo había pensado mientras miraba a mi abuela durante la semana. Parecía la misma de siempre, pero también un poco triste. Un tipo de tristeza que yo no comprendía bien pero me dolía haber causado ¿O me lo estaba imaginando? No lo sabía, pero lo que si estaba claro era que ahora comprendía mejor que nunca ese sentido de las cosas como parte de nuestra vida, como recordatorios constantes de quienes somos y hacia dónde vamos.
- ¿Lo entiendes de verdad? - me preguntó mi tia E. mientras me miraba copiando pacientemente los nombres de todas las hierbas que se habían roto en el anaquel. Me encogí de hombros.
- No importa si lo entiendo o no. Lo importante es que sé - sentí un hilo de angustia muy finito sofocándome - que cada uno de nosotros tiene su historia, sus pequeños tesoros.
Tia me miró con uno de sus gestos misteriosos. Me extendió una hoja de romero, cuya forma copié con mucho cuidado en una hoja de papel.
- Es curioso lo que una bruja atesora - dijo entonces - somos libres como un espíritu de fuego. Pero también, llevamos tantas ideas perdidas y encontradas como regalos y pequeños prodigios. Somos una mezcla de furia, sabiduría y capacidad para crear.
Miré la hoja de papel que había dibujado. La hoja tenía un bonito aspecto realista, una línea bonita y verde que la hacia lucir jugosa y cercana. Un pequeño acto creativo. Una manera de construir ideas. Una forma de volar.
***
Mi abuela me miró un poco desconcertada cuando con mucha ceremonia, me senté frente a ella en el escritorio de la biblioteca. Enarcó la ceja cuando le extendí el paquete bien envuelto en hojas brillantes que tia E. me había ayudado a envolver.
- ¿Y esto que es?
- Es...algo que quiero que tengas.
Abuela siguió mirándome. Habíamos hablado muy poco durante los últimas semanas y la idea me deprimía. La extrañaba mucho. La miré tomar el paquete preguntándome si era suficiente. Si mi esfuerzo y mi amor podría subsanar lo que había ocurrido.
Abuela miró el sencillo cuaderno dubitativa. Tomé una bocanada de aire, muy nerviosa.
- Es...un herbolario - expliqué entre titubeos - copié a mano todas las hierbas perdidas en el anaquel. Las busqué, las investigué. Quería que las tuvieras. Es...
Abuela abrió el cuaderno. Mi letra se veía desigual y torpe. Las ilustraciones no tan bonitas como creía. Pero también sabía que había valor en lo que había hecho. Una inmensa dedicación y amor. O al menos así me lo parecía.
- No es el mueble. Pero al menos...
- Conservo el conocimiento - dijo abuela. Y sonrío. Como antes, como siempre. Senti tanto alivio que sentí podría ponerme a bailar de felicidad. Pero me quedé sentada, expectante, atenta a sus palabras - conserva lo que somos, que en realidad no son otra cosa que ideas.
Siguió revisando el libro. Después se levantó y guardó mi cuadernos entre los cientos de libros de la biblioteca. Me quedé boquiabierta.
- Lo pusiste con los demás libros - pregunté. Abuela sonrío.
- Lo puse donde debe de estar, enseñando.
No supe que decir. Ella se acercó y se inclinó para tomarle de las manos.
- No lamenté perder el anaquel sino todo el conocimiento que deposité y lamenté no tener para heredarlo, a ti y a todos quienes deseen aprender - me dijo en voz baja y confidencial - las brujas no tenemos objetos, tenemos recuerdos. Y los recuerdos son sabidurías, formas de aprender. Por ese motivo, soltamos lo que llevamos a cuestas para transformarlo en algo más.
Me abrazó. Apreté la cabeza contra su hombro. Quise decirle lo mucho que la quería, lo mucho que la admiraba. Pero preferí quedarme callada, agradeciendo aprender de ella. Quizás a convertirme en una bruja.
- No lo sabia.
- Todo lo aprendemos.
- Y ahora sé que no son sólo plantas.
- Claro que si lo son - se río y me encantó oirla reír - pero también, son sabiduría.
Recuerdo esa escena de vez cuando, sobre todo cuando fotografío y escribo. Y es que crear, es una manera de aprender. Una forma de construir nuestra experiencia y sobre todo, esa largo trayecto hacia el poder de la esperanza y la necesidad de soñar.
Una vieja forma de magia que vale la pena atesorar.
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