miércoles, 2 de diciembre de 2015
Un laberinto de imágenes: Cuando el Autorretrato se convierte en una forma de arte.
De Francesca Woodman se ha escrito muchísimo, aunque en ocasiones de manera tangencial. Porque Francesca, la mujer, parece absorbida y consumida por su propio mito. Una idea bastante extraña si analizamos su trabajo desde la óptica de su impulso esencial, el hecho mismo que lo motiva: una búsqueda del yo profundamente simbólica, una necesidad casi angustiosa de definir esos espacios interiores vacíos y silenciosos que habitaban en la mente de la artista. Y es que Francesca, la mujer, se debatió durante toda su vida con Francesca la artista, en un debate ciego que según se cree - ¿Y quién podría negarlo? - la llevó a la muerte.
Francesca Woodman provenía de una familia de artistas: sus padres Betty y George eran reconocidos fotógrafos antes que la muerte de su hija los convirtieran en personajes trágicos de una historia mucho más amplia que su propia obra. También lo era su hermano Charlie, de quién poco se sabe, diluido en la mitología formidable de su hermana. Y es que Francesca, el mito, el monstruo artístico de ego obsesivo y frágil coexistían también con la mujer, la secreta y la artista, prolífica y profundamente necesitada de expresar en imágenes la manera como concebía el mundo. Su vida podría resumirse en su enorme obra: sus padres conservan un archivo de casi 800 imágenes que cuentan, mucho mejor que cualquier palabra, las vicisitudes que atravesó Francesca en su búsqueda incesante de identidad. Desnudos de inquietante belleza, juegos de símbolos y una sexualidad tan profundamente asimilada como sutil hacen de sus imágenes una búsqueda de metáfora de la feminidad. Y aunque Francesca quizás no categorizaría su propio trabajo como "femenino" si lo haría como intimista. Profundamente ansiosa por demostrar su cualidad artística - aferrada quizás a esa vanidad creativa tan arraigada en sus obras - comenzó a fotografiar desde los 13 años. Empezó en el mundo fotográfico con una determinación que superaba con creces su niñez: en blanco y negro y de pequeño formato, sus autorretratos cuentan una historia borrosa de desasosiego y asombro por el medio artístico que le permitía construir sus ideas que sorprende a propios y extraños. Al principio, Francesca parecía fascinada por la naturaleza exterior: flores y ramas, pequeños escenarios perfectamente controlados que jugaban una idea sensorial sobre su propuesta artística. Porque para Francesca, en su obra, no había espacio para lo casual, para la idea que podía pender de la interpretación súbita. En el mundo de Francesca - de luces y sombras, de encuadres perfectos y exquisitas historias que la tenían como protagonista - todo parece encajar con una perfección escalofriante, evidente y precisa. Tal vez la artista, en ese génesis de mirar el mundo como una reinterpretación de su propia idea, intento figurar el concepto del yo más allá del tema fotográfico. Un concepto visual que lo abarcaba todo, que parecía crearse así mismo imagen tras imagen.
Francesca se observó así misma con tanta atención que convirtió su imagen en su monstruo favorito. Esbelta, de rasgos delicados y cabello largo, era hermosa y también atemporal, a la manera de las bellezas legendarias prerrafaelitas. Y fue gracias a esa noción sobre su apariencia - su conciencia del poder estético basado en una combinación de rasgos estéticos definidos - lo que le permitió crear una aproximación al cuerpo femenino y la imagen de la mujer por completo nueva. Su cuerpo desnudo, deja de ser sólo erótico - como hasta entonces solía concebirse la imagen de la mujer - para crear una solitaria introspección cerca del narcisismo pero carente de verdadera vanidad estética. Woodman se concebía desde la belleza pero también, desde la tragedia. Ninguna de sus fotografías la muestran sólo atractiva, deseable o como objeto de la lujuria, sino rota, abierta a interpretación. En todas sus imágenes, los escenarios oníricos parecen transformar sus pechos desnudos, sus brazos y piernas abiertos, en extrañas criaturas que se mezclan en la oscuridad. Hay elementos que perturban por carecer de sentido inmediato, pero que unidas en el sentido creador de la idea, muestran una visión propia y perturbadora sobre la realidad. Animales disecados, puertas entreabiertas, Francesca escindida y rota en medio de una imagen que se extiende en cada fotografía ya no sólo como un autorretrato, sino también, como una reflexión sobre el dolor y la angustia, basada en la memoria rota.
Francesca además, estaba obsesionada con los espacios rotos, destrozados, abandonados. No sólo los retrata, sino que los integra a su propia visión artística, como si se trataran de un reflejo insistente de su imagen interior. Las paredes agrietadas y rotas, los techos abombados por la humedad, la basura y los escombros acumulándose en las esquinas, crean un paisaje de pesadilla que elabora una idea muy precisa sobre la percepción de su mente. Una y otra vez, la fotógrafa construyó profundas alegorías a la angustia, usando espejos para transformarse no sólo en una imagen repetida en cientos de formas, sino también, en interminables expresiones de una misma obsesión por la imagen deformada.
Tal vez por ese motivo, Francesca Woodman es una criatura mitológica inventada a partir de sus propias fotografías. Fugaz, poderosa, efímera, sus imágenes captan no sólo esa percepción sobre la fragilidad del propio reflejo - el reencuentro del yo, la reconstrucción de la identidad - sino también el trayecto elemental hacia la creación utópica de una constante existencial. Con una capacidad alegórica sorprendente, creó una nueva manera de construir lenguajes visuales basados en el análisis insistente del ego. Un reflejo de la fotografía ya no sólo como un acto creativo formal y académico - que lo es - sino también, una reflexión sobre los símbolos personales y la apropiación de las metáforas universales en un lenguaje consistente. Francesca, tan joven como innovar y tan consciente de la capacidad del arte para la expresión como para construir ideas profundas, analizó la fotografía como una herencia intelectual, además de una visión conceptual concluyente.
El trabajo de Woodman no sólo impacta en la actualidad sino también, a sus contemporáneos. Con apenas dieciocho años hizo su primera exposición y se suicidó ocho años después, dejando a su paso un exquisito y durísimo trabajo que transformó el concepto sobre el arte femenino basado en el autorretrato. Francesca Woodman, obsesionada por la atemporalidad, vivió fuera del tiempo, a través de pequeñas escenas de aire surrealista y carentes de motivo temporal, que creó a partir de su necesidad de construir escenarios existencialistas. Porque para la fotógrafa, el ideal parecía encontrarse a mitad de camino entre la angustia visceral y algo más diminuto y sutil. Una idea consecuente que abarcaba no sólo la desnudez y la metáfora, sino la reconstrucción del yo en imágenes portentosas.
Y no obstante, muy pronto Francesca pareció trascender el mero plano de lo físico para encontrar algo más abstracto y tangencial en sus ideas. Pareció descubrir las inimaginables habitaciones vacías en su mente y una decisión de enorme importancia en el hecho intimo de su obra, trató de mostrarlo, en un lenguaje tan profundamente arraigado en si misma que en ocasiones la imagen parece confundirse con su propio espiritu, fragmentos de ese encuentro frontal de la artista con su propia memoria. La imagen que muestra lo misterioso mutó entonces de la naturaleza reintepretada a su propio espacio inquientante: Muros y ventanas rotas, paredes resquebrajadas, enormes habitaciones silenciosas que parecen extenderse de lo real hacia un plano mucho más inquietante, hacia las siluetas que la figura de Francesca dibuja y fotografía. Porque hay algo siniestro en la búsqueda sistemática de la melancolía y la tristeza como elemento esencial en casi toda su propuesta. Hay algo decididamente frontal, en esa necesidad de hablar en simbolos erráticos de una idea que se repite y a la vez no existe. El autorretrato como entelequia propia pero también como expresión reflejo. Las geometrías interiores fragmentadas, como titulo muy acertadamente uno de sus dos únicos libros publicados.
Francesca se suicidó con apenas veintiséis años. Y sin embargo, su trabajo posee la profundidad de una alma tan vieja como esa visión del mundo que indaga en el significado, en la manera de mirar el tiempo que se vive como una experiencia y más allá, el misterio del Yo como una creación artística. Tal vez, allí radique su mayor mérito. Tal vez, eso sea su mayor legado: esa decisión de encontrar en su propio espacio interior y también la condena. Un lenguaje crepuscular.
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