sábado, 20 de febrero de 2016
Danza de mariposas y otras historias de brujería.
En una ocasión, un buen amigo me preguntó si no temía llamarme bruja, en una época donde la palabra era algo más parecido a un insulto que a otra cosa. Lo hizo con amabilidad, sin aparente malicia. Aún así, me llevó algunos minutos controlar la irritación que me provocaron sus palabras.
- Soy una bruja ¿De qué otra manera puedo llamarme? - respondí al cabo de algunos minutos, en un tono casi neutro. Mi amigo se encogió de hombros, tomando un sorbo de vino de la botella que compartíamos.
- Me refiero a que una bruja es un juguete cultural, una caricatura de lo femenino. Piel verde, nariz aguileña. Eres una mujer preparada y culta ¿No te avergüenza?
Sentí que la ira me coloreaba las mejillas, me cerraba la garganta como un nudo amargo. Por supuesto, no era la primera vez que alguien me decía algo semejante. Mucho menos, que intentaba explicarme sobre esa visión de la cultura sobre mis creencias y espiritualidad. Pero aún así, siguió siendo igual de doloroso, de lamentable. Con las manos convertidas en un puño nervioso sobre mi vientre, pensé en todas las ocasiones en que había tenido que enfrentarme a esas palabras, a esa noción sobre la brujería tan errónea como dolorosa.
Tenía siete años la primera vez que escuché la palabra "bruja". Me la dijo mi abuela, de pie en el salón de su vieja casa. Ella se encontraba sentada en su sillón favorito de orejas y me miraba con esa franqueza suya que siempre me cautivó. Llevaba el cabello trenzado sobre el hombro y un vestido corriente de tela blanca. Pero había algo en ella atemporal, sereno y bello que mucho tiempo después, yo llamaría magia. En ese momento, pensé que mi abuela - la sabia, la bruja - era mucho más joven de lo que había imaginado...pero también, más vieja. Como si bajo la luz de la tarde que se colaba con la ventana, su rostro arrugado pudiera contar todas las historias del mundo.
- ¿Bruja?
- Sí, eso soy.
- ¿Como la de los cuentos?
- No, como las de verdad.
Me quedé boquiabierta. Mi abuela me había dicho aquello con toda calma, con una reposada delicadeza que aún así, no carecía de firmeza. Y lo decía de verdad, me dije sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. Lo decía con toda una amable confianza que me sorprendía. Era como si todos los secretos del mundo llenaran el sonido cálido y firme de su voz. Su brillante mirada color miel.
- ¿Por qué dices eso? - pregunté en voz bajita - ¿Bruja no es algo...malo?
Abuela suspiró y a la distancia, me pregunto si le habré provocado dolor con mi inocencia, con mi absoluta sinceridad de niña. Quizás sí. Pero en el momento, no lo demostró. Sólo siguió mirándome, su rostro lleno de una fina red de arrugas delineando su expresión como si acentuara su extraña belleza de anciana. De mujer poderosa.
- No. Bruja es una palabra buena, como todas las palabras en realidad. Pero tampoco significa algo malo, como mucha gente cree. - me explicó. Como siempre, mi abuela respondía a mis preguntas con firmeza, como si no me tratara de una niña de ojos grandes y confiados, sino un espíritu sin edad, como el suyo - Una bruja es un espíritu de fuego, una sabia de profunda convicción que busca la verdad y el sosiego de su mente inquieta. Una bruja es una mujer que posee conocimiento, que lleva la fuerza de sus palabras entre los dedos. Un corazón impertinente e impenitente. Un poder secreto, impaciente e intimo.
No supe que responder. Hasta ese momento, las brujas eran para mi personajes de ficción: criaturas fabulosas que vivían en las páginas de un libro. Figuras misteriosas y malignas que brotaban de siglos atrás para aterrorizar y herir. Pero ahora, mi abuela me aseguraba que ella también era una bruja. Abuela, con su sonrisa amplia, sus ojos sabios, sus manos amables, su paso firme y siempre resuelto. Abuela, que sabía todas las respuestas del mundo. Abuela, que conocía la manera de llamar al viento por su nombre y de escuchar a la Tierra hablar. ¿Una bruja?
Suspiro, recordando la escena. El tiempo desdibujó sus colores, hay algo de ideal, en ese silencio de la niña que contempla a la anciana, de esa complicidad de ese hilo de conocimiento que nos une a ambas. ¿Cuanto tiempo ha transcurrido desde entonces? me pregunto con el corazón latiendo rápido. ¿Cuantos años? ¿Cuantos aprendizajes? El largo camino de encontrar mi propio nombre en la distancia de las estrellas. De unirme al clan de los pequeños enigmas cotidianos. Hay algo de doloroso en esa mirada al pasado y de asombro, en la comprensión de cuanto me brindó el largo camino que recorrí y que aún recorro. Miro la copa de cristal que sostengo entre las manos. Mi amigo aguarda, con expresión entre curiosa y un poco desconcertada.
- Soy una bruja justamente porque soy primitiva, heredera de una idea mucho más vieja que mi propia historia - respondo entonces - Soy una bruja porque lo real en mi interior, en mi espíritu, es tan antiguo como trascendental. Creo en el conocimiento, en la sabiduría que proviene de mi espíritu. De mi necesidad de crear y construir lo que deseo vivir. Una bruja es indómita y lo es en libertad, en ese abismo interminable que le conduce hacia el centro de si misma.
Mi amigo aprieta los labios, incómodo. Mis palabras seguramente le parecen poéticas, románticas. Una abstracción bondadosa de un pensamiento que no logra abarcar. Y quizás lo son, me digo en silencio. Quizás no hay otra manera de explicar a la bruja con brujería, con esa magia de palabras y conocimientos que se hereda por deseo, que te llama a la distancia. Por esa certeza que te conduce en la oscuridad del tiempo hacia tu rostro, reflejado en infinitos espejos. ¿Quién es la bruja?
Corro junto a mi prima M. por el jardín desordenado de mi abuela. Saltamos, resbalamos sobre el barro con olor a tormenta, empujándonos entre risas, enfurecidas en medio de la lluvia que cae en ráfagas brillantes de plata. Cuando distinguimos el árbol en la oscuridad, con sus ramas extendidas hacia el cielo encapotado, soltamos gritos de pura emoción.
- ¡Lo voy a alcanzar antes que tu! - grita mi prima. Se aleja unos pasos por delante. Me salpica barro a la cara. Cuando intento alcanzarla, casi resbalo pero logro avanzar en medio de la oscuridad. Allí, tan cerca, las ramas tejidas con cintas de colores. El olor de las velas protegidas bajo el pequeño altar tan madera flotando en medio del olor del agua helada de la lluvia.
Mi prima finalmente alcanza la primera rama del árbol más viejo antes que yo. Arranca la cinta y la hace ondear al viento, mientras el rayo de la tormenta parte el cielo en dos. Cuando logro arrancar también mi cinta - azul como la que llevo en la trenza del cabello - siento que el pecho me va a estallar de decepción.
- Oye, no se trata de quien es más rápida, sino que aprendas que te detuvo - dice, intentando hacerse escuchar por encima del trepidar de la lluvia en los charcos - una bruja es poderosa por su capacidad para levantarse, no por temer caerse. Una bruja siempre va a querer volar a pesar del miedo al silencio de las estrellas. ¿No lo sabes?
Me ato la cinta al brazo, sin responder. Mi tatarabuela me explicó que el viejo ritual del árbol es un simbolo del corazón de la bruja que persevera, que lucha y que insiste siempre en avanzar, en construirse así misma. "Como una obra de arte" me dijo trenzandome el cabello con la cinta de satin azul. "Cada bruja es un recuerdo, es una herencia. Es una alumna que nunca desfallece, es una aventurera por naturaleza". La escuché entre sorprendida y asustada, mirando la lluvia golpear por la ventana.
- No soy muy valiente - me quejé en voz baja. Tatarabuela me hizo volverme hacia ella para mirarme a los ojos. Los suyos, casi ciegos ya por su centenaria y azarosa vida, llenos de una extraña fuerza que me pregunté si tendría alguna vez.
- No importa el temor mientras sepas que no te detendrá jamás. Una bruja es valiente porque sabe que el miedo se desdibuja entre sus dedos al crear el paisaje de su mente - me dijo - una bruja sabe que avanzar en la Oscuridad de su mente no sólo es una prueba de valor, sino una manera de soñar y crear.
De pie bajo la lluvia torrencial, recuerdo esas palabras. El árbol más viejo del jardín es una figura rota contra el cielo tachonado de estrellas liquidas. Mi prima parpadea bajo las gotas de lluvia.
- Una bruja es perseverante, no se te olvide - suspira, como si quisiera beber del frescor de la lluvia, de ese silencio que lo llena todo - una bruja es el poder de sus manos abiertas hacia el conocimiento, que aún no sabe si obtendrá alguna vez. Pero lo busca, insiste.
Mi amigo extiende la mano y la apoya en mi muñeca con amabilidad. Cuando me mira, tiene una expresión casi infantil, casi petulante, como si mis palabras fueran algo que no comprende y quizás no desea comprender. Me dedica un guiño cariñoso, una sonrisa cálida.
- Pero ¿Necesitas llamarte bruja para comprender tu valor, tu fuerza? - me pregunta - es pintoresco, es hermoso, es profundo. Pero tampoco es necesario.
Mi tia E. y yo contemplamos el sol radiante que despunta en la montaña. Juntas, hemos avanzado por el camino vecinal hacia más arriba de la casa de mi abuela, por el sendero que jamás he recorrido a solas, avanzando hacia el bosque intrincado que se extiende unos metros más allá. A pesar de haber vivido durante casi toda mi vida junto al Ávila, aún me sorprende su misterio delicado y fragante, tan cerca de la imagen corriente de la ciudad, de esa estampa de normalidad que se extiende a sus pies. Pero aquí, en mitad del silencio, los árboles parecen observarnos, aguardar con paciencia mientras avanzo junto a mi tía hacia ellos.
- ¿Todas las brujas deben hacer estos rituales de naturaleza? - pregunto, sofocada y empapada de sudor. Llevo el morral con los objetos que utilizaremos para el ritual a la espalda y de pronto, su peso me resulta sofocante. El cabello empapado se me pega a frente y el olor agreste de la tierra me confunde. Tia sonríe, unos pasos por delante.
- Lo dice como si fuera algo malo.
- No soy la persona más...natural que existe - con dieciséis años he cultivado el arte del cinismo adolescente y en esta ocasión, siento que esa irritación habitual que siento a toda hora me desborda, me envenena un poco el humor - no sé por qué no podemos hacer este ritual en casa.
Tia no responde. Sigue avanzado entre los árboles. Me sorprende su agilidad, a pesar de su figura robusta y sus cincuenta y tantos años cumplidos. La sigo por un camino de tierra que se tuerce dos veces a la izquierda, atraviesa un pequeño riachuelo y súbitamente, el mundo cambia. Se transforma. El sonido de la ciudad queda atrás y me encuentro en mitad de un silencio que se alza hacia la luz del sol.
Es un claro pequeño y apretado, en mitad de la espesura. Los pinos altísimos se elevan infinitos y me siento muy pequeña, confusa. ¿Como es posible que exista algo así tan cerca de casa? ¿Cómo...? Tia se deja caer sobre el suelo repleto de piedras y me mira, el rostro regordete y familiar lleno de una extraña solemnidad.
- ¿Quién eres? - me dice. Y lo hace en un tono que conozco muy bien. No se trata de una pregunta casual sino de una vieja invocación que he escuchado muchas veces durante mi aprendizaje. No obstante, aquí, en medio del viento que corre con fuerza y el traqueteo de las ramas petrificadas, el sonido de las palabras tiene una cadencia distinta. Más fuerte, más duro, casi inquietante.
- Una bruja - respondo. Tia asiente y toma una piedra de las que le rodean. La coloca a su lado.
- ¿Por qué has venido aquí?
- En...Busca de conocimiento - continúo con la formula ritual. Pero aquí, en este silencio que es un suspiro verde, la frase tiene una fuerza inaudita. Me quedo de pie, sintiendo las mejillas calientes por el sol, el cuerpo vivo y brillante. El espíritu inquieto.
- ¿Quien eres?
- Soy una bruja - repito - Hija de la Luna. Que la Tierra escuche mi nombre. Que el olvido me obsequie las palabras que he venido a buscar.
El viejo ritual parece enredarse en el olor vegetal que nos rodea. Tia toma varias piedras y las coloca a su alrededor. Un circulo que es un espiral. Una línea que se encorva en si misma. Un hilo de conocimiento que avanza rápidamente para envolvernos a ambas. Cuando me dejo caer dentro de las piedras que me rodean, tia me mira, los ojos calmos y enormes en un rostro sereno. De pronto, no parece la mujer amable con quien convivo a diario sino un espíritu enorme, interminable, que se eleva más allá de todo lo que no rodea para unirse a un conocimiento más viejo y profundo. Nuestro.
- Que la vieja Senda te hable a través de la huella del tiempo - dice - y que sea un fragmento de recuerdos entre tantos otros que se atesoran.
Parpadeo en el presente. Con un gesto firme y casi brusco, me libero de los dedos de mi amigo y lo miro a los ojos. Algo debió cambiar en mí, algún viejo conocimiento debe llenarme la expresión, porque él retrocede y me mira un poco sorprendido, como si de pronto no reconociera a la mujer pálida sentada frente a él.
- Me llamo bruja porque es lo que soy. Es el nombre que heredé de mis mayores, es la creencia que me sostiene y es también, la palabra que mejor me define - tomo una bocanada de aire y tengo la sensación que el viejo restaurant donde nos encontramos, con sus mesas y sillas de madera, las ventanas de cristal abiertas hacia la calle ondula, se llena de una fuerza real que le hace más vivido, cercano - Soy una bruja, porque como otras tantas mujeres en el pasado, construyo mi propio conocimiento. Soy la impenitente hija de mis errores, la furiosa mujer que decidió no aceptar nada ni resignarse a lo obvio. Soy todas las mujeres que nacieron antes que yo, las que me criaron, las que aún conservan la esperanza. Soy una bruja porque lo deseo, lo necesito, lo celebro. Soy una bruja por mi insatisfacción, por mi impaciencia. Por mi perseverancia, por mi miedo, por mi valor. Soy una bruja porque creo en la magia, en la vieja, en la real, en la que construyo a diario. Porque creo mi vida como una idea más grande que mi misma, porque avanzo en las pequeñas lecciones invisibles, en las extraordinarias y sutiles. Porque llevo el nombre de las mujeres de mi familia. Porque soy un fragmento de una historia muy vieja.
Una vez, desperté y escuché a mi abuela y tías cantar en el jardín. En medio de la bruma del sueño, caminé hacia la ventana de mi habitación y las miró en medio de la oscuridad, con la Luna pendulando sobre la montaña, moviéndose a un ritmo onírico, como olas en un mar de sombras. Los brazos levantados hacia las estrellas púrpuras, las voces mezclandose entre sí en una melodía sin palabras, serena, elevándose como un espiral en medio del silencio. Las miro, asombrada por la emoción que me despierta la escena, tan sencilla, tan discreta y poderosa. Y pienso en todas las mujeres antes que nosotras, que abrían sus brazos hacia el Infinito, para abrazar la esperanza. Para aspirar a la belleza.
Cuando me levanto de la silla, mi amigo no me sigue. Me mira, aún sorprendido y yo sonrío como despedida, tan libre, tan solitaria en mi rebelión sutil, con ese poder intimo de quien mira al mundo con los ojos llenos de asombro y el espíritu lleno de fuego. Y camino hacia la calle rebosante de actividad, con el corazón latiendo rápido, las mejillas brillantes de pura satisfacción. La bruja que baila en el tiempo misterioso de su mente. La mujer con un corazón de recuerdos y el espíritu rebosante de palabras de antiguas historias. El rostro más joven de una tradición muy vieja.
Bruja es mi nombre. El de mi historia y el de mis pequeños secretos privados.
Bruja es mi rostro en el espejo de mi mente, en medio de todos los rostros de mi pasado.
Bruja es el futuro que construyo que a diario.
Una forma de crear y soñar.
La voz de la esperanza.
El nombre de la Luna en la oscuridad.
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