jueves, 24 de marzo de 2016
Crónicas de la feminista defectuosa: “Lavalantula” contra la menstruación
Hace unos días, veía en el canal por cable SyFy, la extravagante película Lavalantula, en la que una horda de arañas con propiedades incandescentes fruto de la lava ardiente —de allí el nombre del film—, atacaban a una ciudad desprevenida. La absurda trama, muestra a un grupo de sobrevivientes que intentan escapar de improbable asedio, en medio de pésimos efectos especiales y actuaciones vergonzosamente mediocres. Una especie de fresco completamente surrealista y de bajo presupuesto, de algunos clichés sin sentido sobre la Ciencia Ficción.
En un momento de la película, uno de los personajes corre a esconderse de un enorme arácnido que atraviesa la calle dejando un rastro brillante de fuego líquido. El muchacho se queda paralizado en un callejón y mira a la criatura fabulosa correr de un lado a otro, presumiblemente buscándolo. Entonces ríe, con una mueca forzada, con los ojos abiertos en una mueca de fingida sorpresa.
“A veces la realidad es una fantasía retorcida”, dice y lo hace como si se tratara de una proclama de pura sensatez en medio de la locura sin nombre que le rodea, como si la frase pudiera resumir no sólo la historia en que se desenvuelve —en un rapto de autoconciencia— sino también esa perenne sensación que de vez en cuando todos tenemos que la realidad es simplemente un conjunto de ideas sin el más mínimo sentido, fragmentos de absurdo que no parecen encajar en ninguna parte.
Por algún motivo, pienso en esa escena de Lavalantula mientras me retuerzo con un espantoso dolor menstrual que ningún calmante, relajante muscular, té bien intencionado, ha podido calmar. Por casi tres horas, he estado acurrucada en mi cama extenuada, irritada e incluso, emocionalmente confusa, mientras espero que el malestar acabe. Aunque sé que no lo hará pronto. No obstante de estar consciente que en algún momento tendré que arrastrarme fuera del nido de sábanas y almohadas que me he construido para soportar los síntomas y salir a la calle. Porque padecer un calambre menstrual, no es ni mucho menos un padecimiento que se comprenda bien o incluso, pueda aceptarse como un sufrimiento físico lo suficientemente fuerte como para ser considerado algo más que “un malestar femenino”. Que no puedo llamar a la oficina donde me esperan y explicar que sufro de un dolor menstrual insoportable para explicar mi tardanza. Que algo semejante, sólo se considerará una excusa barata, algo sin la mayor importancia. Tendida de lado, apretándome el vientre con los brazos, el pensamiento me causa una inmediata irritación, luego algo parecido a la frustración y por último sólo tristeza.
Y de pronto, como por accidente, recuerdo la escena de Lavalantula que describí más arriba. Esa absurda visión apocalíptica de arañas incandescentes paseándose por una ciudad de cartón piedra. Y pienso que mientras la mitad de la humanidad sufre de todo tipo de malestares, dolores e incomodidades cada mes exacto, la otra mitad lo ignora, lo invisibiliza, le resta importancia. Como si se tratara de una excusa barata, una fantasía sin mucho sentido, un padecimiento menor. Una araña de cuerpo incandescente que todos saben que no es real, a pesar de todo lo peligrosa que pueda parecer. Una exageración. Vamos, que si hasta mujeres me han comentado que la menstruación no es para tanto y una escritora que conozco me dejó muy claro que jamás leería nada sobre el proceso menstrual ajeno. “Si alguien quiere hablar sobre cómo duele o que trastornos le produce la menstruación, eso es algo que no leeré”, dijo. Aún recuerdo su expresión de leve repugnancia al decirlo, la forma como me dejó muy claro que la menstruación era un secreto que debía mantenerse así. Marginal, sin que nadie lo mire demasiado o mejor dicho, le importe lo suficiente para como para analizarlo más allá de ese tabú ancestral sobre el tema.
Porque aún en la segunda década del siglo XXI, hablar sobre la menstruación está mal visto. No sólo por el prejuicio ancestral —esas “cosas de mujeres” que a nadie importa— sino además, por esa noción que se trata de un proceso biológico que más vale mantener en secreto, impropio de ser debatido en voz alta, de admitirse como algo concreto. Un tarántula de patas de fuego, que todos miran de reojo porque en realidad sólo se trata de una exageración de algo corriente. Así que para buena parte de la cultura occidental —y no digamos la oriental— menstruar es un acto confidencial, que debe ser convertido en un secreto vergonzoso con el que hay que cargar una vez al mes. Después de todo, se trata de algo aparentemente repugnante sobre lo que la mayoría no quiere saber nada en absoluto.
O al menos, eso suele decir mi amigo M., para quién la palabra “menstruación” parece simbolizar una especie de recorrido incómodo e indeseable por ideas femeninas sobre las que no quiere saber nada. Eso, a pesar de llamarse así mismo “amante de las mujeres” y dejar muy claro que es un “casanova y buen amante” a toda prueba. “Como los de antes” puntualiza. Pero claro está, no quiere saber nada sobre la menstruación.
—Oye no es que tenga nada contra el cuerpo de las mujeres, ¡lo amo! —me intenta explicar incómodo cuando insisto en el tema— pero… ese particular resulta… entre melodramático y asqueante. ¡No es nada personal de verdad! —levanta las manos con gesto inocente—. Es que no es algo de lo que se deba hablar en voz alta.
Miro la taza de café que tengo entre las manos mientras le escucho, en un intento de no estallar en mal humor o saltar con alguna frase hiriente. Realmente intento ponerme en su lugar por un minuto: tercer hijo de una familia de sólo chicos, donde la madre es tan tradicional que raya en el tópico. ¿De donde podría obtener M. el conocimiento para comprender la naturaleza femenina? En la televisión, el cine e incluso los libros, nunca se habla de la mujer que menstrua. El tema parece vedado, disimulado en unas cuantas líneas de comedias que se presumen de mal gusto y alguna que otra trama con argumento pretendidamente feminista. Para ambos extremos, la menstruación es una idea excesiva, poco popular y no digamos digerible. De manera que se disimula. ¿Quién ha visto a alguna de las actrices de moda de la meca del cine menstruando? ¿Se las imaginan siquiera? ¿Qué ocurre con los personajes femeninos del cine y la televisión que parecen no sólo no sufrir de un malestar tan común sino estar libre de cualquiera tipo de incomodidad parecida? Hermosas, de buen humor, nada parecido a la imagen cotidiana de la mujer que sufre por dolores misteriosos que el espectador promedio no comprende y de los que no quiere saber, tampoco.
Así que no debería sorprenderme que M., en su proverbial buena intención, no sepa absolutamente nada sobre la menstruación. Porque incluso las mujeres más allá de la pantalla chica o grande, ¡tampoco hablan de ella! No existe, es de mal gusto, es un malestar misterioso que hay que ocultar. Incómoda, fastidia, despierta suspicacia. No importa los dolores, el malestar, el hecho simple que se trata de un proceso biológico como cualquier otro, pero que por maravillas de la naturaleza, solo atañe a la mujer. ¿Dónde encontraría la información de tener la intención de hacerlo? ¿Qué hallaría si en un momento inspirado de buena voluntad comenzara a intentar comprender que ocurre en el cuerpo de su compañera de cuarto, cama, vida una vez cada veintiocho días?
—Mira, de verdad, no es que quiera ser falta de respeto —insiste; ahora parece avergonzado, con las mejillas sonrojadas y los ojos muy brillantes— pero la menstruación no es un tema que nadie quiera tocar. Mientras más oculto esté mejor.
Me pregunto que hará M. cuando una mujer en su vida menstrúa o que espera que ella haga, en todo caso. Si necesita para la sana convivencia entre ambos, que ella se ocupe de mantener su período como un secreto vergonzoso, esforzándose por no demostrar cólicos, dolores, malestar, irritaciones e hinchazones varias. Que deba procurar que ni una furtiva mancha de sangre se escape para dejar muy claro que la mujer que le acompaña no es el ideal que espera ni el objeto de lujuria inmáculo que aspira. Que es una mujer, como cualquier otra, que atraviesa un proceso natural que cada mes, hace que su cuerpo reacciona, se transforme, sufra una serie de pequeños malestares. Trato de imaginar a M., lidiando con toda la idea y no puedo hacerlo. En mi mente, le veo paralizado, incómodo y ofuscado por el simple hecho de pensar que la mujer que le acompaña pueda sufrir algo tan vulgar como la menstruación.
La imagen mental me hace recordar el caso de la poetisa Rupi Kaur, que hace unos meses publicó en su cuenta de Instagram un par de fotografías donde se le veía dormida llevando un par de pantalones de franela manchados por unas gotitas de sangre. La escena se repetía en una imagen de su cama, también manchada por lo que presumiblemente era menstruación. No hay desnudos directos o sugeridos, tampoco algún tipo de material que pueda ser considerado ofensivo, grosero o algo semejante. Sólo unas manchas de sangre tanto en la ropa como en las sábanas de la artista. La propia autora hizo hincapié en su visión casi íntima de la imagen y sobre todo, su cualidad de documento de ensayo y denuncia. “Esta fotografía es parte de una serie publicada en mi web que tiene el objetivo de desmitificar la menstruación”, explicó en su perfil de Facebook. Una obra de arte que intenta mostrar lo que casi nunca se muestra sobre el universo femenino.
Pero Instagram no pareció muy satisfecha con el mensaje sino mucho menos, con el intento de la poetisa por construir una idea sobre el período menstrual más cercano de la realidad que a la idea general vergüenza e incomodidad que suele producir el tema. Sin entender el mensaje tácito de la imagen, la red social la eliminó y dejó claro que de alguna manera misteriosa, la imagen infringía sus políticas sobre lo que puede o no publicarse a través de su herramienta. “La hemos borrado porque no cumple las normas de la comunidad”. Sin más detalles, Instagram dejaba muy claro que la menstruación —o mejor dicho, un par de gotas de sangre sobre la tela de un pantalón— resultaban tan ofensivo como un desnudo frontal, imágenes de extrema violencia o incluso, documentos visuales que incitaran al odio. Sólo por ser ese pequeño secreto incómodo que atañe a la mitad de la población mundial.
Rupi Kaur no se quedó callada y trasladó su protesta a Facebook, donde dejó un manifiesto muy claro sobre lo ocurrido: “Gracias Instagram por darme la respuesta que motivó mi trabajo. Habéis borrado dos veces mi foto alegando que va contra las normas de la comunidad. No me disculparé para no alimentar el ego y el orgullo de una sociedad misógina que prefiere ver mi cuerpo desnudo pero no acepta una pequeña mancha. Sobre todo porque vuestras páginas están llenas de imágenes de mujeres, muchas de ellas menores, cosificadas, sexualizadas con intenciones pornográficas y tratadas como algo menos que seres humanos. Gracias”.
Pienso en esas ideas —la vergüenza sugerida, la necesidad de ocultar el tema, la censura sin motivo — mientras M. intenta continuar explicándome por qué una mujer debe esforzarse por ocultar que menstrua. Lo hace, intentando hacerme comprender que se trata de algo de naturaleza incómoda, que no es “bien visto” que una mujer muestre algo “tan suyo” de esa manera. Lo escucho, terminando a sorbos el café que comienza a enfriarse en la taza y tratando de no disgustarme. O al menos no tanto como para no pensar en lo que responderé a continuación.
—Es algo sobre la intimidad de la mujer —concluye con expresión triunfante— no es misoginia ni nada por el estilo.
—¿Te gustan los desnudos? —pregunto con mi sonrisa más inocente; él parpadea— ¿La pornografía? ¿Te gustan las imágenes de pechos y traseros desnudos? ¿Te gusta los gif pornográficos que llenan Tumblr?
M. no responde de inmediato. Se queda muy quieto, escuchándome como si no pudiera unir ambas piezas de la conversación y de pronto, entiendo que está pasando en su mente. Lo veo tan claro como si pudiera leerla. No sólo se trata que para él las imágenes sexuales y sexualizadas de los cuerpos femeninos son tan comunes como el aire que respira, sino que no encuentra la manera de conciliarlas con dolores, vientres hinchados y gotas de sangre sobre la ropa. Para mi amigo e imagino que para buena parte de la población masculina mundial, la menstruación no es algo femenino, no al menos la feminidad a la que están acostumbrados, a la que la cultura hace oda y celebra. Sino algo más turbio, extraño y directamente desagradable de lo que quieren tener noticia.
—No es lo mismo —balbucea al final. Termino mi café con un suspiro.
—¿Por qué no?
—Porque el porno y el arte erótico muestran una parte de la mujer que… — traga saliva— no es lo mismo, simplemente.
Hace unos meses, vi el documental La luna en ti de la eslovaca Diana Fabiánová. El metraje lleva un sugerente subtítulo: Un secreto demasiado bien guardado, y es que de hecho la pieza, analiza desde varias perspectivas ese misterio incómodo que suele ser la menstruación. Una mirada profunda a ese condicionamiento sobre el cuerpo de niñas y mujeres que no sólo parece crear límites y restricciones en la manera como se comprenden así mismas, sino como el mundo las comprende a ellas. La directora del documental profundiza en temas que casi nunca se tocan, como la insistencia de madres alrededor del mundo de insistir en que la menstruación debe esconderse como algo vergonzoso —“ningún hombre debe saber nunca cuándo estás menstruando” llega a decir una de las entrevistadas a su hija menor de edad— sino también esa sensibilidad mundial que obliga a esconder lo obvio. El documental además, se enfrenta a esa idea dicotómica del cuerpo de la mujer: por un lado objeto sexual y por el otro, una visión durísima y cruda que lo castra emocional y físicamente para conservar esa noción de lo bello y lo ideal. “Una mujer deseable no menstrua” comenta un entrevistado a la cámara de Fabiánová. “O si lo hace, no nos importa”
Y es que es inevitable preguntarse cómo un proceso biológico que en la antigüedad fue celebrado como mágico y poderoso, sea considerado actualmente como una especie de transgresión a la normal. ¿No resulta desconcertante que la menstruación sea un tabú tan fuerte que son contadas las películas, series e incluso libro la mencionen? ¿Qué sea el motivo por el cual el cuerpo de una mujer cambia y se transforma pero nadie parezca muy interesado en analizarlo? ¿Por qué se considera pecaminoso, hórrido, grosero un estado natural tan corriente como cualquier otro?
Por supuesto, hablamos de una sociedad patriarcal, una cultura que por tradición disminuye e infravalorar a la mujer. Una visión moral y casi religiosa que tacha a la mujer de pecadora, tentadora, débil y frágil. Nada personal, como diría mi amigo M., con su sonrisa inocente de muchacho. Nada que sea otra cosa que una tradición que se perpetúa y que en ocasiones resulta tan desconcertante como dolorosa. Una visión sobre el cuerpo de la mujer que resulta cuando menos humillante y más allá de eso, abrumadora.
La conversación entre mi amigo y yo termina en un incómodo silencio. Parece aliviado que sea así y mientras cambia el tema de discusión con enorme torpeza —la política, el cambio climático, el último chisme de la farándula— vuelvo a pensar en esa mala película de un canal de cable. En esa aproximación de la realidad caricaturizada, exagerada con el propósito de divertir. Como el de la mujer que es objeto sexual pero nunca debe mostrarse natural. O el de la imagen de la mujer que se pierden en ese híbrido de mil ideas en que la convierte la fantasía masculina.
No hay conclusiones para una idea semejante. Tal vez, una visión surreal y pendenciera sobre el universo femenino. Otra de tantas me digo, mientras camino por la calle, pensando en arañas mutantes incandescentes y dolores ocultos de los que nadie quiere saber. Una breve visión desigual sobre la realidad.
C’est la vie.
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