sábado, 26 de marzo de 2016
Petalos rotos y otras historias de brujería.
No me parezco a mi madre. De hecho, somos tan distintas físicamente que de niña, siempre me avergonzaba un poco que todo el mundo nos mirara entre sorprendido y desconcertado. ¿Esta es tu madre? era la pregunta más incómoda que nadie podía hacerme y la que se repetía con más frecuencia. Luego, me dedicaban una larga mirada apreciativa - que se detenía en mis ojos oscuros y mi cabello rizado - y otra idéntica a mi madre, a su melena rubia, rostro anguloso y pupilas verdes. Y aunque todos en casa siempre me insistían en que no debía preocuparme por algo semejante, a mi por supuesto me preocupaba. Y mucho. Me parecía muy angustioso no poder encontrarme en el rostro de mi madre. No poder reconocerme en ella.
- La verdad no te pareces, pero igual es tu mamá ¿No? - opinó en una oportunidad Flor, con toda su sabiduría de diez años. Me encogí de hombros, dándole un mordisco a la manzana que comía.
- Pero...¿No se supone que todas las hijas y madres se parecen? - insistí - ¡Tu te pareces a la tuya!
Y tanto. Flor parecía la versión en miniatura de su delgada y nerviosa madre. Tenían el mismo rostro delgadito, los ojos grandes y asombrados, el cabello grueso y brillante. Además, habían muchas más cosas semejantes entre ellas: la manera de moverse, los pequeños tics y manías. Nadie diría que no eran parientes, como solía sucederme a mi. Más de una vez, solía escuchar la misma frase "No pareces en absoluto hija de tu madre", dicha en diferentes matices y entonaciones. Pero el sentido es el mismo: al menos a simple vista, no había nada que nos uniera a mi madre y a mi. Ese pensamiento me entristecía.
- Oye, que te lo dicen en chiste - dijo Flor quitándole importancia - eres la hija de tu mamá y ya.
Pero mi prima M. no me lo decía en chiste. O al menos a mi no me lo parecía. Había algo en su mirada maliciosa, en el tono burlón de su voz que dejaba traslucir algo que me inquietaba. Una cierta certeza que en ocasiones me provocaba un desagradable sobresalto.
- Quien sabe de donde te habrá sacado prima Z. ¿No? ¿En que lugar te habrá encontrado? Y te trajo aquí y dijo que eras su hija.
- ¿Por qué me dices esas cosas? ¡Claro que soy hija de mi mamá! - le contesté a gritos en una ocasión, definitivamente harta. Ella enarcó la ceja, divertida.
- Cálmate, no sé por qué te pones así - ronroneó. Sacudió su melena de gloriosos rizos brillantes - lo único que digo es que es raro que ella y tu...no tengan nada en común, eso es todo.
Apreté los puños. Quise gritarle que era un pensamiento malintencionado y malvado, que sus insinuaciones me herían más de lo que podía suponer. Pero con diez años, no es fácil ordenar sentimientos tan complejos y tan duros de digerir. Era como si mente se volviera una maraña de sensaciones y pensamientos que no podía comprender bien. Y además, estaba lo otro: realmente creía que mi prima tenía razón. Tenía la dolorosa sensación que había algo real en las puyas de mi prima. En su insistencia en que el hecho que no tenía parecido físico con mi madre, podía significar...no me atrevía ni a pensarlo.
- Yo digo que te preocupas por nada - sentenció Flor sacudiendo la cabeza - lo que hace a la mamá ser mamá no es tener la misma nariz. Es otras muchas cosas.
Asentí con un cabezazo aburrido. Sí, yo lo sabía. Pero me habría encantado...había algo reconfortante en sentirte parte de la gente que amas, de quienes te rodean y forma parte de tu vida. Lo sentía a menudo en casa de mi abuela - la bruja, la sabía - donde me sentía tan a gusto como jamás me había sentido en otra parte. Aunque era muy pequeña para nombrarlo de alguna forma, sabía que tenía mucho que ver con saber a todas las mujeres de la familia mis parientas. Infinitas líneas de sangre que nos unían y nos acercaban. Era algo hermoso, cálido, que agradecía cada día. Una sensación de amor que no había sentido antes.
De pronto y a mitad de la conversación con Flor tuve un pensamiento alucinante, de esos que te dejan sin fuerzas y muy dolorido. Si resultaba por alguna razón que mi mamá no era mi mamá...tragué saliva y sacudí la cabeza. Si resultaba que como insinuaba mi prima M. yo no era su hija...eso querría decir que tampoco...el resto de las mujeres de la casa eran mis parientes. Se me calló el alma a los pies y me quedé petrificada, con la manzana a medio comer entre los dedos. El jugo de la fruta se me escurrió en la palma de la mano cuando la apreté.
- ¿Qué? - preguntó Flor alarmada. Debí haberme quedado pálida para preocuparla tanto - ¿Que pasa?
- ¿Y si no...si no soy parte de mi familia? - murmuré. Flor abrió mucho sus ojos verdes y me dedicó una de sus miradas críticas.
- ¿Vas a seguir? ¡Claro que lo eres!
Pero no lo dijo con su habitual tono firme o eso me lo pareció. De pronto, noté que detallaba mi cabello oscuro, a la forma de mis manos, incluso a las pecas de mis mejillas que nadie de mi familia tenía. Los minutos transcurrieron lentos y dolorosos hasta que volvió a mirarme a los ojos.
- ¿Piensas que es verdad? - pregunté ahora sí muy asustada. Una cosa era que lo creyera mi petulante prima mayor y otra muy distinta Flor, que era muy sensata y lista. Me recorrió un escalofrío helado cuando se encogió de hombros y apretó los labios en una mueca triste.
- ¿Y si le preguntas a la gente de tu casa?
Me quedé sin aire. Que Flor me dijera eso sólo quería decir una cosa: que se había quedado sin respuestas o que las que tenía, no me iban a gustar. El estomago se me encogió en un espasmo doloroso y sentí que todo el cuerpo me dolía por lo rigidez del miedo. ¿En serio esto podía estar sucediendo? me dije sin atreverme a decirlo en voz alta. ¿Realmente...podía ser cierto eso que...? No me atreví a completar la frase. Flor, muy consciente al parecer que había confirmado sin querer mis peores temores, se apresuró a sacudir la cabeza con aire contrito.
- No te pongas así, quizás... - se tragó el resto de las palabras que pensaba decir y eso me dió aún más miedo - tu pregunta. Mejor saber que quedarse con la duda.
Me mordí los labios, con la garganta seca de un sentimiento amargo y duro. Cuando levanté la cabeza, Flor miraba en otra dirección, con una mueca cansada en su rostro de niña. Como si también estuviera pensando - y no me lo dijera - en el dolor raro y punzante de las incertidumbre.
***
Abuela me dedicó una mirada curiosa mientras me veía caminar de un lado a otro de la cocina, moviendo pequeños objetos de aquí para allá. Pero con su proverbial paciencia y discreción, me dejó hacer, como si supiera aunque yo no se lo dijera, que necesitaba unos minutos para ordenar mis pensamientos. Durante todo el día, había intentado descubrir que me entristecía tanto, que me había reducido a un insólito silencio en el camino de vuelta desde el colegio y después, provocado me encerrara en mi habitación hasta la hora de la merienda. Cuando me vio aparecer por la puerta de la cocina, justo a las tres, sonrío. Pero yo no lo devolví la sonrisa. Me limité a deambular de un lado a otro, con las manos apretadas en los bolsillos y el miedo haciéndome cosquillas desagradables en la garganta.
No es fácil hacer preguntas de las que no quieres escuchar la respuesta. Eso, a pesar que te hayan enseñado que la sabiduría siempre libera, que las preguntas son una forma de libertad y el conocimiento la llave al infinito. Pensé en esas cosas, de pie frente al retrato de una de las parientes Europeas que no conocía y que por alguna razón, alguien había considerado era de buen gusto colgar en la cocina. Alguien me había comentado que era una bruja muy sabía, que tenía muchos conocimientos sobre cocina y herbolaria y que sin duda, le gustaría estar allí, entre las hierbas, verduras y olores del asado. Una idea curiosa. Pero ya se sabe: Las brujas son espíritus extravagantes, imprescindibles, por completo insólitos.
Debajo de la fotografía en blanco y negro enmarcada en plata, había una frase que ya me conocía de memoria. Me acerqué para leerla de nuevo. Debajo de la sonrisa amplia de dientes pequeños de la mujer, una mano diestra había escrito: "Somos la suma de nuestras dudas y conocimientos. Toda bruja teme, pero también sabe que el valor es en parte aceptar el miedo para vencerlo". Nunca me había detenido a pensar en por qué alguien que estaba obsesionado por la comida y los condimentos querían que le recordaran con esa frase misteriosa. Y no obstante, ahora me parecía hermosa, dura. Inevitable.
Claro está, nadie con diez años piensa en esos términos. Pero a pesar que no comprendí la rara sentencia, si sentí que aquella mujer que no conocía tenía muy claro que siempre es mejor enfrentarse al miedo que quedarse escapando de él. De manera que apreté los puños y me volví con un movimiento lento y dramático para mirar a mi abuela.
- Hay...una cosa que quiero preguntarte - murmuré. Abuela se detuvo a mitad de movimiento de cortar algunas naranjas para el Té de la tarde y me miró, paciente e interesada - Es...grave.
Abuela no dijo nada y yo se lo agradecí. Movió la cabeza, aceptando la pregunta que no había hecho y se sentó en la silla junto al mesón de la cocina. Con un par de movimientos ordenó frente a ella los gajos de naranja, el recipiente de la miel, la tetera con agua caliente y las hojas cernidas. Todo tenía un aspecto bonito y simple, cálido. Siempre me había gustado la hora de la merienda en la casa, esa soledad somnolienta y tranquila, las largas conversaciones junto a la ventana. Y pensé de nuevo, con machacona insistencia, si no sería la última vez que vería todo aquel pequeño ritual como parte de mi vida, de las cosas que me identificaban. El corazón me dio un salto doloroso.
- Te escucho - dijo mi abuela. Y como siempre, su voz tenía un maravilloso tono de interés. Le importaba lo que tenía que decirle. Le agradecí su amor, que quizás...no me merecía.
- Es algo que me da mucho miedo. Que me asusta porque...me da miedo sea verdad - dije. Ahora que había empezado, era más sencillo - Mi mamá y yo no nos parecemos en nada. Y no sé, tampoco me parezco a nadie de la casa - suspiré - abuela ¿Soy de la familia? O...o como dice Prima...me trajeron aquí...
Cerré la mandíbula con un gesto mecánico. Ya había dicho todo lo que podía sin echarme a llorar. Abuela se quedó muy quieta, como si mis palabras la hubiesen tomado por sorpresa - algo muy extraño - y luego hizo algo que no me esperaba. Se echó a reír. Una carcajada franca, fuerte y fresca que llenó la cocina con su eco musical.
Por supuesto, no se burlaba de mí, aunque pudiera parecerlo. Para mi abuela, reír era muy importante y lo hacia con frecuencia. Pero por raro que suene, también sabía que se lo tomaba muy en serio. Que reía para relajarse, para disfrutar de momentos importantes, pero que sobre todo, reía por felicidad. Que nunca se contenía de reír, a carcajadas, hasta las lágrimas cuando lo ameritaba. Incluso cuando nadie podía entender muy bien por qué lo hacía. Una vez le pregunté por qué su risa era tan insólita y ella se limitó a guiñarme un ojo: "La risa es el lenguaje del espíritu de fuego y una bruja lo sabe".
Así que supe dos cosas al escuchar su carcajada: tenía algo importante que decir y que también, quería que me tranquilizara. Así que me encontré sonriendo, de pie muy rígida, aunque minutos antes no habría creído posible obligarme a esbozar el más mínimo gesto de alegría de ninguna manera.
- Claro que eres hija de tu madre y también parte de la familia - contestó por fin y sentí que el pecho se me llenaba de aire, fresco y limpio y con olor a naranja. Una sensación extraordinaria - Y aunque no hubieses nacido como parte de la familia, ahora lo serías. Por amor, por conocimiento, por las cientos de pequeñas cosas que unen a quienes se aman. Pero claro que eres hija de tu madre. Su hija de carne y sangre.
Me dejé caer en la sillita de madera baja de la cocina, como si el alivio que sentí me dejara sin fuerzas. Abuela ladeó la cabeza y me dedicó una de sus sonrisas maliciosas.
- ¿Te preocupa tanto no parecerte a tu madre? - preguntó.
- ¡Sí! - confesé. De nuevo hubo un momento de tristeza - no entiendo por qué no tengo su cabello rubio o sus ojos verdes. Por qué...no hay nada que nos una.
Sacudí la cabeza con pesar, como si entre las muchas cosas que sentía no entendía de mi madre, el hecho que no tuviéramos nada en común fuera una de las más dolorosas. Mi madre era distante, callada y la mayoría de las veces, severa. Había entre ella y el mundo una distancia tan cierta que sin duda me incluía y eso era un pensamiento que me entristecía simple. No parecerme a ella era como una pieza en ese extraño rompecabezas que nos separaba. Esa grieta entre ambas que no lograba comprender muy bien.
- Lo que une y nos separa no siempre es evidente y mucho menos, visible - contestó mi abuela comenzando a preparar el té de la tarde con manos hábiles - no es necesario analizar lo que nos une desde lo obvio. Los sentimientos y los pensamientos son mucho más complejos que eso. Mucho más extraños y quizás, mucho más fuertes.
Abrió la tapa de la tetera y arrojó las hojas de té. El olor seco y fresco llenó la cocina. Lo aspiré, contenta de poder llenarme los pulmones con aquel aire rico y lleno de texturas.
- En Brujería, creemos que a todos nos unen hilos infinitos de ideas, percepciones, emociones y sabiduría - siguió mi abuela - que cada persona en el mundo está profundamente vinculada no sólo a quienes le rodean, sino a todos quienes forman la gran familia humana. Que hay un hilo de conocimiento invisible y poderoso que viaja de espíritu en espíritu para unirnos. No se trata de una idea poética, aunque la parezca, ni tampoco de una física. Es una forma de pensar que nadie nunca está solo. Que todos partes de la misma idea Universal.
El pensamiento me sacudió. Jamás había pensando en algo semejante, aunque varias veces había escuchado sobre el hecho que las Brujas estaban convencidas que estaban unidas a todas las cosas vivas. Por convicción, por conocimiento, por la necesidad de crear, por su insistencia en encontrar la sabiduría en cada elemento y lugar. ¿Eso era lo que quería decir la abuela?
- Cuando me preguntaste si no eras hija de tu madre sólo por no parecerte a ella, limitaste lo que es en realidad una relación de amor y profunda sensibilidad - continuó mi abuela. Con dedos firmes, desgranó la naranja y la añadió al agua hirviendo de la Tetera. El olor se hizo mucho más profundo, rico y especiado. Casi podía saborearlo - lo mismo ocurre cuando todos miramos a nuestro alrededor y sentimos que el mundo es inmenso y solitario. Miramos sólo un aspecto de la verdad.
"Una bruja sabe que todos somos parte de una misma percepción del conocimiento. Que lo que nos une a cada uno de nosotros es más fuerte que lo que nos separa. Que cada hombre y mujer en este mundo, aspira a la belleza, a la sabiduría firme de la esperanza. Que todos estamos vinculados de maneras misteriosas pero reales. Que todos avanzamos hacia la luz del sol que despierta pensamientos y convicciones. Que incluso los lastimados y heridos, saben instintivamente que puede haber un instante de renacimiento esperando por ellos. Toda bruja aspira a la esperanza y la construye. Toda bruja se enfrenta a lo que la separa de esa creación inmensa que la rodea. Toda bruja comparte el conocimiento por que sabe es enorme y poderoso. Toda bruja eleva las manos para invocar por si misma y por quienes ama. Una bruja canta con las brazos levantados hacia el Universo para celebrar es parte de un todo que comienza por sí misma".
Sonreí, un poco asombrada por esa visión enorme del mundo que no lograba abarcar. De pronto, tuve la sensación que había algo más extraño y singular que entender sobre mi corazón de lo que nunca había supuesto. Un pensamiento exquisito que me hizo sonreír cuando mi abuela me extendió una taza de té oloroso. Me apresuré a acercarme a ella para tomarla.
- Entonces, todos somos parte del otro - pregunté desconcertada. Abuela paladeó un sorbo de Té, mirándome por encima del vapor con una de sus miradas enigmáticas.
- Somos parte del todo y a la vez, a todos nos une el conocimiento que intentamos alcanzar - añadió - en realidad, la brujería está convencida que ese hilo de poder y conocimiento que avanza a través del mundo es una forma de comprender quienes somos. A donde vamos. Esa celebración de las memorias compartidas, de todas las cosas que nos hacen ser semejantes, no importa donde nazcamos o crezcamos. Somos parte de un Universo hermoso. De un pensamiento espiritual que nos une por igual.
Tomé un sorbo de té y sentí que la boca se me llenaba no sólo de su sabor, sino de esa sensación de felicidad extraña y perenne que brinda algo más profundo que la pura sensación física. Como si el té estuviera rebosante de las palabras de mi abuela, de ese mundo multicolor que me describió - su mundo, el mío, el de todos - y esa furiosa necesidad de comprender todos los matices que podían unirnos. Una certeza única de pertenecer a algo más grande que mi misma.
- Y por cierto, si te pareces a tu madre - dijo de pronto. Me quedé con la taza a mitad de camino a la boca, mirándola con los ojos muy abiertos - quizás no tanto como quisieras. Pero te pareces. De niña, tenía el mismo cabello despeinado, el rostro redondo y pecoso, los ojos grandes. Sé que en las fotografías que has visto sobre su niñez no te lo parece tanto. Pero soy su madre y puedo decirte, que siempre que te miro la veo a ella en ti.
Me sonrojé de puro placer. Abuela tomó otro sorbo de té y me guiñó un ojo.
- Y sobre todo, te pareces a alguien más...
- ¿A quién? - pregunté entusiasmada.
- A mi.
Me regaló una de sus amplias sonrisas chispeantes. Y como si la mirara por primera vez, noté que teníamos los mismos pómulos altos, la barbilla delicada, la nariz un poco puntiaguda. Su cabello era cobrizo y muy largo, el mio corto y negro, pero allí terminaba la diferencia. Sentí que una emoción dulce subiéndome a las mejillas, un sentimiento complejo que no pude comprender pero que se quedó allí, flotando en mi mente. Extendí la mano para tomar la de mi abuela. Ella sonrió y la estrechó con un gesto firme de dedos cálidos.
- ¿Lo ves? Todos somos parte de todos.
- Y la bruja debe comprenderlo y celebrarlo - añadí. Me sorprendió escucharme decir aquella frase profunda, que pareció provenir de un lugar muy profundo de mi mente. Me pregunté que otro conocimiento encontraría en mi misma, desconocido, espontáneo poderoso. La mera posibilidad me hizo sonreír.
Y es que quizás, me dije, bebiendo el último sorbo de té de la merienda, todos somos un Universo desconocido a punto de descubrir su verdadera capacidad para crear.
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