martes, 5 de abril de 2016

A través del espejo en el país de las Maravillas: Una mirada al misterio de Lewis Carroll.





Resulta extraño que siendo Lewis Carroll tan reconocido a nivel mundial, su musa e inspiración Alice Liddell (la verdadera Alicia en la que está basada el extraordinario libro que lleva su nombre) no lo sea tanto. Tal vez se deba al frecuente olvido del mundo y la época que rodean a un escritor, como si el genio y el talento fueran capaces de fluir de manera espontánea, sin alicientes ni tampoco estímulos que lo forjen. O de algo más oscuro: porque la Alicia de Carroll, la niña amada que encarnó el ideal de la niña literaria, fue algo más que una mirada a la nostalgia, una joya extraordinaria en la mente del escritor. Susurrado a media voz, entre el escándalo y el asombro, la Alicia real fue lo más parecido a un objeto del deseo que Lewis Carroll — diácono de Oxford, oscuro profesor de matemáticas, emocionalmente árido — tuvo alguno vez.


A la distancia de las décadas, la idea puede parecer estremecedora e incluso inquietante: después de todo Alice Liddell tenía apenas cuatro años cuando Carroll comenzó a frecuentar la casa de su familia. Por entonces, el joven Carroll aun era solamente Charles Lutwidge Dodgson — el verdadero nombre del escritor — y era desde los puntos de vista, un hombre emocionalmente castrado que sobrevivía en una colosal represión, fruto y símbolo de la época victoriana que le tocó vivir. Fue un encuentro casual: un adulto que mira con ojos protectores a una de las hijas de sus anfitriones. Pero en realidad se trató del comienzo de una extrañísima obsesión, una tan duradera, apasionada y delirante que no sólo engendró un clásico de la literatura Universal — lo que resulta al mismo tiempo irónico y bello — sino que además, definió el extraño carácter de Carroll. La rarísima maraña de percepciones y distorsiones que crearon no sólo su enigmática personalidad, sino también su visión sobre la niñez. Ese paisaje en ocasiones doloroso sobre la belleza y lo extravagante que lo haría inmortal.

Ya para entonces, Carroll traía una reputación a cuestas: corrían habladurías sobre su afición por fotografiar — ese arte recién nacido que nadie entendía muy bien — a niñas pequeñas. Se trataba de un trabajo fotográfico que de inmediato fue calificado de  perverso por basarse íntegramente en desnudos de niñas muy pequeñas. Y no sólo, como querubines o dechado de inocencia, sino en poses y posturas que desconcertaban e inquietaban por su ambigüedad. Durante años, Carroll aseguró que se trataba de obras de artes, de ensoñaciones del mundo del arte por completo novedosas. Pero poco antes de morir, convertido ya en ídolo de niños alrededor del mundo y quizás muy consciente de la trascendencia de su trabajo literario, pidió que la abultada colección de fotos que él mismo llamó atrevidas — en cartas cortísimas y remilgadas escritas a sus futuros albaceas — fuera destruída. Pero en contra su deseo, alguno de sus peligrosos caprichos sobrevivieron a la orden y aún hoy, se conservan: En la maravillosa biografía de Michael Bakewell “ Lewis Caroll, A Biography” se reproduce una de las imágenes: Una Evelyn Hatch de nueve años — hija de una prostituta Londinense — posa con aires seductores, tendida sobre un sofá polvoriento con las piernas levemente encogidas y un brazo sobre la cabeza. En la imagen, la niña mira hacia la cámara, entre sorprendida y asustada y es quizás ese gesto, lo que resume el escandaloso trabajo de Carroll que siempre se mantendría en secreto y cuya mera existencia aterrorizaba al escritor. Resulta escalofriante no sólo el hecho que Carroll fotografiara a la niña casi en la misma postura en las que más tarde posarían las modelos de revistas para adultos sino que aquel diácono, reconocido por su estricta moral y durísima severidad, fuera su autor. Mucho más asombroso resulta el hecho que también fuera el creador del libro infantil más famoso de su época, donde una núbil Alicia corre por un mundo desconocido desconocido y en ocasiones cruel, para escapar del delirio. Una mezcla de ideas que a la distancia del tiempo, produce cierta desazón.

Y es que Carroll siempre padeció una dolorosa dicotomía que no sólo le destruyó emocionalmente sino que también, le convirtió en un misterio para sí mismo e incluso, para quienes le conocieron. Por ese motivo, cuando Lewis Carroll publicó la que sería su obra inmortal, sorprendió a todos quienes le conocían. No sólo porque era el hombres menos parecido a sus personajes imaginable sino porque además, Carrol más allá de su excéntrico mundo literario, era un hombre inquietante. Y es que el creador de uno de las historias más desconcertantes de la historia de la palabra, era un hombre distante, en apariencia cruel e incluso frío. De joven, tenía un aspecto atildado y estricto, cónsono con esa represiva época victoriana que le tocó vivir. Al madurar, se volvió serio y solemne, un hombre aparentemente tan alejado del mundo real — sus emociones, pecados y pequeñas desigualdades — que le resultaba incomprensible. Pero en realidad Charles Lutwidge Dodgson — su nombre real — era su mejor personaje, el más extraño de todos. Y sin duda el más complejo de cualquiera que pudo imaginar jamás.

Porque Carroll estaba atrapado entre una extraña y casi perversa obsesión con la infancia y los paisajes ilimitados de su imaginación. Sus inquietantes fotografías son sólo la superficie más evidente lo que parece ser un perturbador Universo personal del que apenas tenemos noticia. Carroll, con la obsesión a flor de piel, creaba para escapar de si mismo, de sus pulsiones, dolores y terrores. Era un escritor prolífico — que además de Alicia en el País de las Maravillas y Alicia a través del espejo escribió docenas de cuentos y poemas de humor absurdo y también, libros sobre matemáticas y lógica — pero también, un aburridisimo profesor de matemáticas en Oxford, donde vivió la mayor parte de su vida. Aún actualmente, esa ambigüedad sorprende: Carroll parecía ser dos hombres a la vez, con dos miradas muy distintas de la realidad. Y quizás, con un secreto que no logró ocultar todo lo bien que insistió y deseo: Carroll amaba a las niñas. Y de una manera perturbadora que aún continúa siendo polémica, debatida y sobre todo, resulta inquietante para sus lectores y admiradores alrededor del mundo.

Toda su existencia pareció construirse alrededor de esa contradicción perenne: entre el hombre severo en el aula de clase, el escritor extraordinario que sorprendía al mundo con su capacidad de creación y el que se obsesionó con la infancia desde lo turbio y lo perverso. Y esa extraña combinación lo que hace de su obra literaria tan cercana a lo incomprensible, tan plena de símbolos e imaginación por derecho propio. Tal pareciera que Carroll, gazmoño y severo en el aula de clases, ambiguo y casi rozando lo peligroso en su vida personal, encontró en la dimensión literaria un paisaje interminable donde construir un lenguaje a su medida, un mundo que obedeciera a sus reglas y a esa singular forma de su mente de interpretar lo que le rodeaba. Con un sentido del humor transgresor, sin sentido, por completo libre, Carroll encontró en el país de las maravillas, un lugar a su medida, una cartografía misteriosa e interminable hacia el confín de su espíritu creador. E incluso, las líneas sutiles y perturbadoras de sus perversiones íntimas.

Con frecuencia se suele debatir sobre ese aspecto inquietante de la obra de Carroll: esa obsesión por las fotografías de niñas — y sólo de niñas — resultó perturbadora para una sociedad que no lograba definir a Carroll con exactitud. ¿Quién era en realidad este hombre temido por sus estudiantes y que despertaba resquemores a quienes lo conocían y la vez escribía libros inolvidables? El hecho que sus obras más famosas están dedicadas y sin duda, inspiradas en quien fue quizás, el único amor en la vida de un hombre especialmente estéril y áspero, describe mejor que cualquier otra cosa el paisaje intelectual de un hombre dolorosamente escindido. Como fiel hijo de la hipócrita, represiva y dual cultura Victoriana, Carroll plasmó en su obra una visión sobre cómo percibía su mente y sobre todo, sus pasiones, creando no sólo un país de maravillas — en el sentido más exacto del término — sino también, una extraña puerta hacia un mundo simbólico y satírico que sorprendió por su riqueza y profundidad. Porque Carroll no sólo escribió un libro para niños: creo una estructura de ideas lo suficientemente consistente para sostener todo un nuevo topo de lenguaje. Desde el absurdo hasta la burla filosófica, la idealización de la infancia y esa leve perversión que se percibe al fondo de sus relatos, Carroll elaboró un manifiesto silencioso y metafórico sobre el miedo, la esperanza, el dolor y la belleza con una capacidad creativa única. No sólo no se conformó como mostrar que más allá de su rigidez y su carácter reprimido había todo un mundo de singular belleza sino que la literatura y el sin sentido podía crear un mensaje en sí mismos.


Tal parecía que Carroll utilizó la literatura para salvarse así mismo de la oscuridad: enamorado de una jovencísima Alice Liddell, encontró en sus libros una forma de expresar la extraña e inquietante pasión de manera inofensiva. Para entonces, la pequeña Liddell era una beldad rubia y de ojos azules muy parecida a la Alicia literaria. La encarnación ideal de las niñas objeto que Carroll inmortalizaría en sus obras. Para el escritor sin embargo, la imposibilidad y lo turbio de su predilección por Alice — porque en realidad sólo se trataba de un amor obsesivo sin verdaderos tintes sexuales — era sólo una idea superficial en la que se basaría el resto de su obsesión por el mundo infantil. No sólo escribió tanto Alicia en el País de las Maravillas como Alicia a través del espejo para ella — como homenaje, como tributo — sino porque además, fue la imagen esencial en que se basaría cualquier otra visión suya sobre lo femenino, lo deseable y lo perturbador por el resto de su vida. No en vano, Carroll insistió buena parte de su vida que su obra era una “ensoñación mágica” sobre lo que simbolizaba para él las niñas Liddel (Alice tenía una hermana mayor y otra mayor). Más de una vez, contó que Alicia — como historia y personaje — nació de los paseos en bote que compartió con las niñas, donde contó la historia de una niña que caía por el agujero de un conejo hacia un mundo imposible para divertir a su entusiasmada audiencia infantil. No obstante, no hay nada de inocente en la perspectiva de Carroll sobre Alice — y mucho menos sobre el poder evocador de Alicia, la habitante del país de las maravillas — sobre su trascendencia e incluso su capacidad alegórica. Porque Alicia existió para Carroll como expresión de todas sus angustias existenciales, de sus anhelos reprimidos y de su miedo. El terror a cruzar la línea que podría convertirlo en paría, esa frontera entre lo imaginado y lo rudimentario y lo soez que lo atormentó durante toda su vida.

Como Obra, Alicia en el país de las Maravillas y su secuela, Alicia a través del espejo, resume todo lo inquietante, lo fundamental y lo original del pensamiento de Carroll, quien más allá de la página escrita se encontraba reprimido y aplastado por la férrea moral victoriana hasta la extenuación. Pero en su obra, Carroll se libera y crea algo tan novedoso que tomó a sus lectores por sorpresa. Hasta entonces, el surrealismo era un anuncio más o menos concreto sobre la ruptura con la realidad, emparentado levemente con la fantasía infantil y algo mucho más caótico. Y no obstante, Carroll crear una expresión propia, una idea que desbordó los limites de lo que solía considerarse la connotación de lo absurdo para elaborar algo más contundente. Porque Alicia alivia no sólo sus secretos tormentos como enamorado en secreto y de manera platónica de una niña, sino que lo eleva al panteón de un acto creativo expiatorio. Alicia es Alicia en tanto Carroll logra enfrentarse a si mismo, abrir puertas cerradas en su mente y contar por medio de la fantasía lo que jamás se atrevió a viva voz. Sorprende leer la obra de Carroll como docente y matemático y encontrar un terreno estéril de cálculos sin el menor atisbo de belleza o vivacidad. Sobre todo, cuando se analiza sus mundos surrealistas y su extraordinaria capacidad para crear nuevas fronteras de la palabra y la forma. Una y otra vez, Carroll — el real, el profundo — existe gracias a Alicia, como Alicia quizás existió gracias a las obsesiones turbias de su autor y su necesidad de comunicarlas de alguna manera concreta.

Y es que quizás, el real habitante del País de las Maravillas, fue este hombre duro y congelado por la angustia existencial, restringido a sus temores y terrores y sobre todo, aplastado por el prejuicio. Más allá de las aulas de Clase, de la moralidad Victoriana, de sus propias obsesiones, Carroll vivió gracias a Alicia — la literatura, su puerta abierta hacia el mundo de la belleza — y sobre todo, logró construir una historia dentro de una historia, una esperanza dentro de una idea que quizás es lo más perdurable en la obra del escritor.

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