miércoles, 13 de abril de 2016
Crónicas de la feminista defectuosa: Las diez cosas que una hija querría decirle a su padre.
No es sencillo ser hija de un hombre machista. Mucho menos, asumirlo como un elemento como algo que formará parte de tu vida y que con toda seguridad, te afectará de una manera u otra. Me ocurrió siendo muy pequeña: Cuando tenía ocho años, mi padre me dijo que las mujeres eran muy poco hábiles para los deportes y que no debía seguir insistiendo en participar en los improvisados juegos de Baseball que organizaban mis primos. Me lo dijo con la mejor intención del mundo —o eso insistió— y me recomendó “volver con mis muñecas”. Ni siquiera me gustaban las muñecas. Las pocas que tenían estaban olvidadas en un rincón de mi habitación.
—Pero siempre agarro las pelotas cuando las tiran —le expliqué impaciente— y corro muy rápido también. Puedo jugar.
—No, no puedes. Te vas a caer, lastimar las rodillas y después te pondrás a llorar —me aseguro— no quiero que después estés por allí toda dolorida.
Dijo todo eso a pesar que hacía un par de meses atrás, me había fracturado el brazo y no había llorado ni una sola vez. Incluso cuando una de mis maestras me tomó de la muñeca e intento ayudarme, provocándome un dolor terrible. Había apretado los labios y de alguna forma, había contenido el torrente de lágrimas que me cerró la garganta. Me enfurecí.
—¡Voy a jugar! —le reclamé a los gritos— ¡Yo quiero jugar!
Terminé castigada en un rincón de la enorme casa de una de mis tías, mirando por la ventana como mis primos se divertían corriendo de un lado a otro y arrojándose la pelota entre ellos. Mi padre se sorprendió que aún estuviera enfurruñada por haberme prohibido jugar con la pandilla de chicos.
—¡Pero es lo normal! ¡Eso no lo hacen las niñas! —me intentó explicar—. Una niña no es buena en usar el guante ni el bate. No tiene la fuerza ni tampoco le gustan esas cosas. No seas malcriada.
Pasé semanas colérica y entristecida, obsesionada con la idea que había algo realmente mal en mí que hacía que no me comportara de la manera como según mi padre, debía hacerlo. Era un pensamiento triste y angustioso que me llevó esfuerzos sobrellevar, sobre todo porque venía a significar que era un bicho raro o peor aún, que no encajaba en ningún lugar. Finalmente me armé de valor y le conté a mi abuela lo que me estaba preocupando: la inquieta posibilidad que hubiera cosas —como jugar Baseball, por ejemplo— que una niña de mi edad no podía hacer. Ella me dedicó una mirada desconcertada y luego se echó a reír.
—Por supuesto que puedes jugar Baseball y cualquier otra cosa que quieras y puedas —me respondió— eres una niña sana y muy despierta. ¿Por qué no podrías hacerlo?
—Mi papá dice que no es cosa de niñas normales.
—Las niñas normales están llena de curiosidad y quieren hacer muchas cosas. Y no hay nada que impida lo hagan, como no sea el prejuicio de alguien más — me explicó. No entendí mucho que quería decir, pero si tuve claro lo principal: No estaba mal que quisiera jugar con mis primos. Me entusiasmé.
—¿O sea puedo jugar pelota y fútbol y esas cosas?
—Por supuesto que puedes. Pero sólo si quieres.
Si quería, por supuesto. Al día siguiente, mi abuela invitó a mi pandilla de primos y les ofreció el amplio jardín de su vieja casona para jugar. Y ninguno de ellos pareció muy sorprendido —aunque sí un par, me dedicaron miradas burlonas— cuando les pedí jugar pelota con el grupo. Mi primo mayor soltó una risita mal intencionada.
—Tienes que ser muy rápida para atajar y lanzar la pelota.
—Soy rapidísima —le aseguré. Me hizo un guiño malicioso.
—Vamos a ver.
Resultó que no era tan rápida como yo creía pero si tenía un brazo fuerte y un talento natural para arrojar la pelota en línea recta a donde me indicarán. Confusa, un poco avergonzada por no conocer las mayoría de las reglas del juego, me las arreglé para no dejar caer ninguna de las pelotas y asegurarme que siempre la atajara quien tuviera que hacerlo. Mis primos se tomaron mi entusiasmo como un buen síntoma y aunque siguieron burlándose de mis piernas flacas y mi cabello en punta, comenzaron a considerarme un miembro más de los desordenados equipos del juego. Para el final de la tarde, nadie parecía recordar que era la prima más pequeña y todos me habían aceptado como uno “más de la pandilla”. Bueno, más o menos.
—Eres una niñita loca ¿Cómo es que te gustan estas cosas? —preguntó uno de mis primos mientras bebíamos el jugo de naranja que mi abuela había preparado para nosotros. Me encogí de hombros.
—Porque me gusta —respondí, porque realmente no tenía ninguna otra explicación. Mi primo me dedicó una mirada sorprendida.
Muchos años después, recordaría esa tarde como la ocasión en que había comprendido —aunque no lo supiera por entonces— que el mundo está lleno de restricciones, ideas limitantes y sobre todo, roles artificiales que limitan el comportamiento de la mujer. Una y otra vez me tropezaría en el futuro con ese restringido punto de vista de mi padre sobre mi libertad personal y lo enfrentaría hasta comprender que no sólo podía hacerlo, sino que era necesario. Y que la mayoría de las veces, esa estructura que define lo que una mujer puede y debe ser, comienza desde el lugar menos esperado: la forma como sus padres y su familia le comprenden. Una idea dolorosa que todas las mujeres del mundo han enfrentado alguna vez y con la que la mayoría, continuará luchando durante el resto de su vida. Y es que la percepción sobre lo femenino desde lo tradicional —esa percepción casi primitiva sobre el papel que una mujer puede desempeñar— parece ser parte de una serie de valores y percepciones muy distorsionados que se perpetúan de generación en generación.
En un país de mujeres y hombres conservadores como el mío, es difícil enfrentarse a esas pequeñas pero dolorosas percepciones sobre la identidad y el género. Sobre todo, cuando la mayoría de las veces son ideas que se asumen “naturales” y hasta socialmente necesarias. De padres que no dudan en criticar y restringir el comportamiento de sus hijas, en beneficio de un deber ser difuso que poco o nada tiene que ver con la realidad. Como me ocurrió a mí, un considerable número de mujeres se enfrentó durante su infancia a toda una serie de mensajes que intentaron limitar su libertad personal y hasta intelectual, bajo el insistente argumento que “no es lo que hace una mujer”. Una situación dolorosa y la mayoría de las veces difusa que deja heridas considerables que lleva tiempo y esfuerzo cicatrizar.
Por ese motivo, cómo la hija de un hombre machista que jamás lo aceptó, decidí escribir esta pequeña lista de las cosas que deseé decirle a mi padre y no se las dije o lo hice, mucho después de cuando habría querido decírselas. Unas cuantas reflexiones sobre la individualidad, el sexismo y el dolor emocional que toda hija quisiera que su padre supiera antes que pueda herirla de manera irremediable:
* No hay nada que una mujer no pueda hacer:
Hace unos días, publiqué un artículo sobre Micromachismos (que puedes leer acá) en el periódico web donde trabajo y usé como ejemplo para ilustrar el texto la consabida sentencia “Una mujer jamás podrá conducir bien”. De inmediato un usuario de Twitter, me criticó y se burló de la frase acotando que “Mentira no es: La naturaleza no es políticamente correcta”. Lo preocupante no fue su opinión —discutible y basada en una serie de argumentos imprecisos— sino en el hecho que el interlocutor —a cuya esposa conozco y frecuento en varias redes sociales— es padre de una niña de apenas meses de edad.
No pude evitar preguntarme cómo será la infancia de una niña educada por un padre convencido que hay razones biológicas para el prejuicio contra el sexo femenino. ¿Como la mía? ¿Con un padre convencido que mi sexo y mi género no sólo son la frontera de mi capacidad física, curiosidad y mi imaginación? ¿O se trataría de un tipo de prejuicio aún más sutil, que apoyado quizás en artículos de segunda y tercera categoría en alguna que otra página web, apoyará opiniones peregrinas sobre lo que una mujer puede hacer o no? ¿Qué esgrimirá razones “naturales” para restringir sus aspiraciones y sus punto de vista? Miré la fotografía de la bebé, desconcertada por el pensamiento que su padre no sólo fuera capaz de menospreciar sus capacidades basadas en el género sino lo que es aún peor: que insistiera en ideas que con toda seguridad, lastimaría de cien maneras distintas a su hija. Una idea dolorosa e irritante en la que muy poca gente repara.
De manera que si eres padre de una niña, deja de creer en mitos y opiniones científicas poco claras sobre lo que una mujer puede hacer y asegúrate permitirle decidir que quiere y sin duda, deseará hacer. Una mujer tiene la fuerza física, habilidad mental y solidez emocional para hacer cualquier cosa que desee y con toda seguridad, querrá que el primer hombre de su vida, el modelo de masculinidad en la cual basará el resto de sus relaciones con el sexo opuesto le ayude a hacerlo. Sé un padre cómplice del entusiasmo de tu hija, de su curiosidad, imaginación. Anímala siempre que puedas a vencer riesgos, a enfrentarse al temor. A crear su propia manera de vivir.
* Trátala como una heroína, no como una princesa:
Una mujer no necesita ser protegida, cuidada o protegida. Lo sé, es tu hija y desearás mantenerla a salvo de todo tipo de peligros y riesgos. Pero permítele equivocarse, atreverse a ser osada, a cruzar líneas imaginarias que la mayoría de las veces provienen de prejuicios culturales que heredaste sin saberlo. Una niña fuerte y sana querrá hacer con toda seguridad lo que un niño de su edad y no hay ningún motivo para prohibirlo. Asegúrate que tu hija sepa que confías en su criterio, en su fortaleza física y mental para enfrentarse a cualquier obstáculos. Y si no puede hacerlo —por la razón que sea— no dudes en extender su mano para apoyarla, no para evitar viva como escogió vivir.
* Evita el sexismo: Tu hija te mira como su modelo a seguir.
Mi padre solía decir que la mayoría de las mujeres “eran flojas y miedosas”. Así, en general, como si tratara de un destino de género inevitable. Lo decía cuando podía escucharle y varias veces durante mi infancia y mi adolescencia, ese concepto me irritó lo suficiente como para reclamarle en voz alta cada vez que lo hacía. Pero lo hice porque sabía que estaba mal, que ninguna mujer merece llevar el peso de ideas preconcebidas e ideas críticas sin mayor asidero. No obstante, muchas veces una mujer aceptará lo que su padre diga sin chistar y lo hará por un motivo natural e inevitable: Eres su modelo a seguir, su referencia para entender al sexo opuesto. Así que cualquier criterio o concepto que emitas sobre la mujer, tu hija estará convencida que también le incluye, por muy duro e hiriente que pueda ser.
Así que medita sobre las opiniones que esgrimes sobre la mujer y pregúntate si alguna de ellas resulta hiriente, irrespetuosa o incluso violenta. Recuerda que tu hija estará observándote y concluirá que tu mirada sobre la mujer es la correcta. Y eso incluye las ocasiones en que menosprecies su sexo, la manera como se comporta o el valor de su individualidad.
* Educa a tu hija para ser consciente de su fuerza y no de su debilidad:
La cultura occidental insistió durante mucho tiempo en la debilidad y fragilidad de las mujeres, hasta convertirse en un concepto que se asumió como real y evidente. Y no se trata de la fortaleza física que pueda tener o no una mujer, sino su capacidad para tomar decisiones propias y sobre todo, valerse por si misma. Nuestra cultura está obsesionada en proteger a la mujer antes de enseñarle a cuidarse por sí misma. En atacar su imagen, forma de pensar y capacidades antes de mostrarle cómo confiar en ella. De manera que tu hija te agradeceré apoyes sus decisiones, sus puntos de vista, le enseñes a que cualquiera de sus opiniones tienen tanto valor como la de un hombre. Que no hay un sólo motivo por el cual su perspectiva sobre el mundo no sea importante y valiosa, digna de ser escuchada. Créeme, ella te lo agradecerá más de lo que puedes suponer.
* Enseña a tu hija a como valerse por sí misma y sus medios:
En una ocasión, mi padre me dijo que lo mejor que podía ocurrirme era “casarme bien con un hombre decente que evitara tuviera una vida difícil”. Cuando le expliqué que lo que más deseaba en el mundo era valerme por mis propios medios y enfrentarme al mundo bajo mis términos, se escandalizó. Me insistió que el deber “de todo hombre” era proveer lo necesario a su mujer y que un buen marido “mantiene a su mujer de la cabeza a los pies”.
No se trata de una idea nueva ni tampoco, de una que no se repita con frecuencia. Y precisamente eso es lo que la hace tan nociva y peligrosa: nuestra sociedad no suele considerar necesario educar a una mujer para defenderse por sus propios medios y tener completa autonomía física, mental y monetaria, lo que a la larga suele convertirse en un grave problema cultural. ¿Cuántas mujeres no deben lidiar con relaciones y matrimonios infelices por el mero hecho de no saber cómo vivir de manera independiente? ¿Cuántos casos de abuso y maltrato doméstico no comienzan precisamente porque la mujer es incapaz de valerse por sus propios medios fuera del hogar familiar? Así que brinda a tu hija los conocimientos, medios y herramientas no sólo para comprender su propio valor individual sino para ejercerlo siempre que pueda.
* Enseña a tu hija a respetarse como individuo, no como un rol tradicional que cumplir:
Además de sus dudas sobre mi habilidad deportiva, mi padre solía insistir en que era muy “machito” en algunas otras cosas. Se refería a mi gusto por la lectura, mi curiosidad científica y mi amor por la música rock. En una ocasión, cansada de escuchar sus comentarios todas veces en que le visitaba, le pregunté a gritos que se suponía que debía hacer una mujer, como no fuera sonreír, mostrarse amable y ser bella.
Recuerdo que me dedicó una mirada perpleja, como si jamás se hubiese detenido de verdad, a pensar en el asunto.
—No sé, cómo una mujer normal.
Nunca me explicó que era “una mujer normal” ni tampoco se extendió en detalles sobre el comportamiento femenino ideal. Pero con el tiempo aprendí, que mi padre sólo repetía los patrones e ideas que había crecido escuchando. Una y otra vez, no sólo intentó comprenderme a través de ellos —sin lograrlo— sino que además, los uso como referencia para intentar educarme, lo cual tampoco logró.
No lo hagas tú también: tu hija es un ser individual con pensamientos, aspiraciones e ideas propias que te aseguro, vale la pena conocer. Interésate por descubrir su mundo interior, por ser un padre que conoce su forma de pensar, sentir y soñar. Será no sólo la manera más directa para ganarte su confianza —y debes hacerlo, créeme— sino también, para demostrarle desde el hogar lo muy valiosa que es su vida y su perspectiva sobre el mundo.
* No le hables mal sobre su madre, por muy caótica y tensa que sea la situación que atravieses con ella:
Como hija de padres divorciados, me enfrenté durante buena parte de mi infancia a un agrio intercambio de opiniones entre mis padres. Mi padre sobre todo, insistió en toda oportunidad que pudo en insultar a mi madre en los términos más soeces y procaces que encontró. Y aunque es comprensible que luego de una ruptura tensa ocurran cosas semejantes, recuerda que además de esposo y futuro divorciado, también eres padre. Recuérdalo cada vez que sientas no puedes evitar hacer comentarios denigrantes, hirientes e incluso violentos contra una mujer.
* Educa a tu hija para la contradicción, las grandes y apasionadas peleas, el mal humor:
Y recuérdale, siempre que puedas, que una mujer no tiene por qué ser amable cuando no quiere serlo y mucho menos, el dechado de virtudes que suele insistir la cultura popular. Una mujer tiene el derecho a pensar por si misma, a defender apasionadamente su punto de vista y a luchar por sus ideas. Aliéntala a que jamás se guarde sus opiniones, que no considere la posibilidad de no debatir sólo por ser mujer y sobre todo, recuérdale que siempre vale la pena luchar por sus convicciones y principios.
* Enséñala a que debe exigir respeto como individuo, no sólo por ser mujer:
Mi padre solía insistir que una “Dama exige respeto a su condición de mujer”, una idea que siempre me desagradó mucho por la multitud de implicaciones que tiene. ¿Ser mujer es una especie de padecimiento? ¿Una enfermedad que merezca reconocimiento y sobre todo, cierta conmiseración? En una ocasión le pregunté si no era mejor exigir respeto porque lo merecía como un ser humano valioso y la idea pareció divertirle.
—Una mujer merece una consideración especial —me explicó.
—Ser mujer no me hace un ángel o una Santa. No es una “condición”, es un género.
La discusión continuó horas pero mi padre jamás pareció entender que ser mujer no es una condición médica que me predisponga a la debilidad o a la fragilidad y que por tanto, merece un tipo de respeto digamos que “especial”. Una idea que sin duda, es el origen de una serie de planteamientos sobre la debilidad de la mujer, el rol secundario del género femenino y otras tantas ideas que dan origen al machismo como comportamiento social. De manera que no lo olvides: Siempre que puedas recuérdale a tu hija que merece respeto, consideración y amor no por ser mujer sino por el hecho de ser un individuo de enorme valor. Una forma de insistir en esa necesidad de asumir la identidad personal como una fuente de conocimiento y más allá de eso, una forma de entender no sólo a tu hija, sino quizás también al universo femenino que la rodea.
* Ámala. Así, sin más:
Mi padre me quiere mucho y nadie lo duda. Pero a veces me pregunto si realmente me conoce y la respuesta por supuesto, es que no. Y no lo hace porque entre ambos se interpone una profunda brecha entre la manera como intenta comprender desde sus prejuicios y la persona que soy. Una sutileza que parece poco importante en ocasiones pero que a la larga, crea una inevitable grieta en el vínculo que se supone debe unir a un padre y a su hija. De manera, ama a tu hija. Con todos sus defectos y sus virtudes. Confía en ella y enséñale que esa confianza, es una manera de demostrar cuando la admiras y la importancia le brindas no sólo como parte de tu vida, sino como una pieza fundamental en tu manera de comprender el mundo. Después de todo, la paternidad es una mirada profunda a tu humanidad. Una muy profunda y conmovedora. No la desaproveches.
A veces, sigo jugando baseball con mi pandilla de primos, a pesar que la mayoría somos adultos sedentarios que terminamos riendo sin aliento al lanzarnos la pelota de un lado a otro. Aún continúo teniendo el mejor brazo del equipo y sigo sin ser tan rápida como mi primo mayor. Y lo hago para recordarme siempre que puedo, que no hay prejuicio ni limite que pueda evitar haga lo que deseo, lo que amo, lo que me gusta. Algo que espero toda la generación de mujeres que está creciendo ahora mismo sepa muy bien y que jamás olvide al crecer, gracias a los padres que las educaran como soñar y crear.
Al menos, ese es mi sueño, me digo arrojando la pelota. Lejos, muy lejos. En perfecta línea recta al guante de mi primo.
C’est la vie.
2 comentarios:
Lo realmente paradógico es que los hombres también cargamos con estos prejuicios (más sociales que paternales) y solo, tal vez, los que le corresponden y aplican a los hombres, son más de fondo.
Lamentablemente muchas mamás también suelen hacer lo mismo. Las niñas no pueden jugar deportes y los varones no pueden tocar las muñecas o ayudar en laa casa porque es de mujeres. He visto madres solteras criar hijos machistas.
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