lunes, 4 de abril de 2016
Crónicas del lector curioso: Diez libros sobre obsesiones y compulsiones.
Cuando tenía dieciséis años, me obsesioné con la Segunda Guerra Mundial. Pero no exactamente con el conflicto bélico — que sin embargo, investigué por meses a profundidad — sino la manera como había cambiado la percepción que Occidente tiene sobre su cultura. Dediqué un enorme esfuerzo en leer y releer a historiadores y filósofos, a encontrar un punto en común entre todas las interpretaciones sobre la realidad que la guerra había distorsionado y convertido en una nueva conclusión sobre nuestra cultura. De pronto, todo parecía tener relación con esa percepción del bien y el mal tan pesimista que el horror de Campos de Concentración y otras barbaries ocurridas durante el conflicto había dejado. Lo encontraba por doquier, en los lugares inimaginables. En la literatura, el arte, la cultura pop. Como si la Segunda Guerra mundial hubiera sido no sólo un punto de ruptura (que lo fue) sino también un abismo desde el cual podía mirarse la identidad del hombre nacido a la medida de las ideas que había traído consigo. De pronto, me encontré absolutamente desconcertada por sus implicaciones, por el hecho que había toda una serie de ideas complejas entremezcladas entre sí creando algo nuevo que me asombraba no haber descubierto antes.
— Estás obsesionada — me dijo mi librero favorito, cuando volví a la librería donde pasaba la mayoría de las tardes de mi adolescencia, en busca de más información sobre el tema. Me dedicó una mirada paternal por encima de sus anteojos de lectura — y la obsesión te está devorando, lo cual es bueno y malo.
Lo miré un poco alarmada. La palabra “obsesión” no era de mis favoritas y describía un tipo de furor fanático que me resultaba incómodo. De manera que de inmediato, intenté explicarle que se debía a un interés extraordinario sobre un hecho histórico único. El buen hombre, que me conocía desde niña y básicamente había sido el responsable de mi educación como lectora, se mesó la barba y me escuchó con gran educación.
— Todo eso está muy bien — dijo cuando se me acabaron las excusas — pero, además de todo eso, estás muy obsesionada.
Me quedé callada, entre irritada y preocupada. Mi viejo amigo salió detrás del mostrador y se acercó al estante en donde me afanaba escogiendo libros sobre el nazismo, la política, el bien y el mal. Suspiró, dedicándome una larga mirada apreciativa. Muchos años después, me diría que le conmovió comprobar que la niña que pedía a gritos libros baratos de terror, había crecido lo suficiente para encontrar un motivo de deseo y esfuerzo mucho más fuerte que su imaginación desbocada.
— ¿Eso es muy malo? — pregunté por último, alarmada. Sacudió la cabeza y pasó los dedos sobre la línea de libros en uno de los anaqueles.
— Es lo normal en un lector devoto o en cualquiera que esté fascinado por el mundo de las ideas.
Me explicó, que las obsesiones son quizás la manera más sencilla de entender la mente de un apasionado por el conocimiento. La forma como se expresa las intrincada maraña de ideas que suele crear referencias, puntos de vista, pasiones y temores en nuestro mundo interior. Y que las obsesiones de lectores y escritores, eran quizás la más curiosas de todas, porque estaban formadas y sostenidas por cientos de pensamientos distintos que muy pocas veces pueden comprenderse en realidad.
— Y ahora tu encontraste la tuya. No sé si la conservarás mucho tiempo. Pero todos estamos definitivamente decididos a comprender el mundo a través de ese fanatismo por ciertos puntos de vista.
Tomó un libro del anaquel. Me lo extendió. Para entonces no tenía la menor idea de quién era David Foster Wallace y mucho menos que aquel libro recién publicado “Infinite Jest”, estaba llamado a convertirse en un clásico de la literatura contemporánea. Miré un poco desconcertada la fotografía del escritor, con su extraño aspecto de bandolero y la portada del libro, una panorámica de un cielo azul de aspecto inocente en medio del cual el título del libro parecía flotar. Era un libro pesado, enorme. Sentí temor cuando el librero me lo puso entre las manos.
— Esto no lo voy a leer muy rápido — le dije — no hablo muy bien el inglés, tampoco.
— No importa. Lee lo que puedas. Ojealo de vez en cuando. Acostumbrate al hecho que todos estamos obsesionados por las mismas cosas pero con nombres distintos.
Mi amigo tenía razón: no leí el libro completo. Ni siquiera lo intenté: me abrumó la complejidad colosal de lo que parecía ser una colección de visiones, interpretaciones y terrores sobre el mundo. Pero tampoco iba a dejar de intentarlo por miedo y terminé echando una mirada de vez en cuando a sus páginas, traduciendo con torpeza párrafos y aprendiendome otros de memoria. Y entre mi obsesión por el bien y el mal, el dolor y el alivio intelectual — porque de eso se trataba todo, en realidad — encontré en el libro un alivio a esa incomodidad absoluta que me producía el mundo. Como si entender la obsesión de alguien — monumental, inabarcable, meticulosa — hiciera intrascendente mi miedo, las pequeñas grietas de mi memoria. Y en medio esa comprensión que el espíritu humano se refleja a través de los diminutos rigores de su imaginación, aprendí que no hay mejor manera de mirar nuestro paisaje interior que a través de nuestros dolores y temores, deseos y pulsiones. Un mapa de ruta hacia la locura invisible que todos padecemos alguna vez.
Por ese motivo, me pareció de inestimable valor recopilar algunos libros que muestran no sólo el infinito tapiz de las obsesiones, sino que se observan así mismos por medio de esa elucubración de las conciencia. Rarezas literarias que quizás no están destinadas a ser comprendidas pero sí, a contener esa imagen movediza sobre la complejidad de la mente humana. ¿Y cuáles podrían ser los mejores ejemplos de esa percepción de yo? Quizás los siguientes:
* Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino:
Para Calvino el mundo era la geografía que lo creaba y se dedicó en esta extrañísima obra, a describirlo con minucioso detalle como una criatura fabulosa herida por fronteras y líneas espejo carentes de significado. Usando la figura del histórico Marco Polo como punto de partida, Calvino recorre un paisaje imaginario donde los infinitos, ordenados y en ocasiones enloquecedores detalles, intentan describir una cosmogonía implacable sobre el mundo no sólo como hogar del hombre sino también, visión del presente y el pasado. A medida que el libro avanza, las ciudades, pueblos, valles y aldeas se convierten en justificaciones evidentes para declarar su perspectiva sobre el mundo y su obsesión por sus misterios. Una lectura espléndida, por momentos angustiosa, de ciudades imaginarias que permiten a Calvino crear una superposición de ideas sobre la naturaleza humana por completo desconcertante.
* La invención del mundo de Olivier Rolin:
Se dice que Rolin estaba obsesionado con la información, con las miles de percepciones de la realidad que pueden crearse a partir de una única idea y que ese punto de vista, le mantuvo por años en la búsqueda de un elemento común a todas las interpretaciones de la realidad. Lo logro: en “La invención del Mundo” Rolin recopiló las principales noticias de periódicos de casi un centenar de países alrededor del mundo. Con una laboriosidad obsesiva que sorprendió tanto a su editor como a sus posteriores lectores, construyó una magnífica obra fragmentaria que incluye no sólo los sucesos ocurridos en ese único día, sino que además, interpretó desde estilos literarios distintos. Obsesionado con lo que llamó “el tiempo infinito” Rolin aglutinó desde hechos de violencia hasta escenas domésticas para crear un tapiz sobre la humanidad que parece reflejar ese constante fluir del tiempo humano que tanto parecía fascinarle. ¿El resultado? Un libro abrumador, durísimo y en ocasiones casi insoportable, que aún así es considerado una joya de la literatura mundial.
* El rey pálido de David Foster Wallace:
Luego de leer finalmente “La broma Infinita”, dediqué un considerable esfuerzo a leer este extrañísimo libro del escritor, en busca de los mismos elementos que tanto me habían fascinado de su anterior obra. Los encontré, aunque no estructurados de la misma manera. En esta ocasión, Foster Wallace no analiza la idea de la mente y la existencia humana a través de sus incontables matices, miserias y dolores, sino a través del tedio. Y lo hace construyendo lo que es quizás la ¿novela? más desconcertante que he leído hasta la fecha: A través de la visión de un aprendiz de Inspector de Hacienda, Foster Wallace pondera sobre sobre el aburrimiento, la uniformidad y la monotonía de una manera casi insoportable. Con una minuciosidad obsesiva, el escritor describe hasta el último detalle cada uno de los trámites burocráticos que realiza el funcionario, sin brindarles cariz metafórico alguno. Se trata sólo de la descripción de cada una de las tediosas e interminables ocupaciones de un empleado anónimo en una oficina sin mayores alicientes. Llegados a cierto punto, es imposible preguntarse si Foster Wallace no intentaba expresar una serie de ideas misteriosas sobre la naturaleza humana que nadie llega a comprender. Cual sea el caso, la novela es una visión desconcertante sobre la desesperanza y algo muy parecido a la frustración.
* Autorretrato de Edouard Levé:
Como bien lo indica su nombre, se trata de un reflejo de la intimidad de su escritor. Pero en lugar de convertir el hecho biográfico en una sucesión cronológica, el autor se obsesiona con la naturaleza interna de sus dolores, amores, alegrías y pasiones. Y lo ordena por orden de importancia y asombro, como si las miles de percepciones de su mente tuvieran una secuencia misteriosa de la que no tenemos noticia. El libro salta de un suceso a otro como entre fragmentos de un paisaje inexplicable y llegado a cierto punto, el lector se pregunta si en medio de la rapidez de la narración, de la obsesiva necesidad del autor de contar su historia en clave de diorama literario, se esconde algo más misterioso que la simple narración de hechos. No obstante nunca llega a saberlo y Levé tampoco lo aclara. Un juego de espejos confuso que crea quizás una de las obras más interesantes de los últimos años.
* Los colores primarios de Alexander Theroux:
Para Theroux, el color lo es todo. O así lo deja muy claro desde el primer capítulo de este curiosísimo libro donde el autor no sólo medita sobre su obsesión cromática, sino las implicaciones que cree tienen sobre el mundo que nos rodea. No se trata sólo de una interminable enumeración de cada cosa, elemento, sensación y emoción que nos rodea en relación con el color sino una especie de viaje pormenorizado por la percepción humana y sus implicaciones emocionales. Al principio, el libro parece lidiar con cierto caos incomprensible pero a medida que avanza, es evidente que hay un cierto hilo conductor que intenta crear un mapa cognoscitivo sobre el poder de color y sus implicaciones. Un recorrido casi demencial por la realidad que resulta por momentos abrumadora pero que brinda una mirada original a ciertos conceptos comunes sobre nuestra capacidad para imaginar.
* Momentos de inadvertida felicidad de Francesco Piccolo:
Se le llama un libro sobre “la nostalgia feliz”, término que parece definir mejor que cualquier otro la mirada optimista y amable de escritor sobre los pequeños hechos sutiles que nos producen una inenarrable y quizás incomprensible felicidad. Obsesionado con demostrar que la felicidad es posible, Piccolo describe hasta el último detalle todo tipo de situaciones diminutas, imperceptibles y la mayoría de las veces casi invisibles, que alimentan el regocijo diario. Una muestra de la mirada meticulosa del autor sobre lo cotidiano y sobre todo, su capacidad para comprenderlo como parte de una red de interconexiones enigmáticas que intenta describir como formas de felicidad secreta.
* El sentido interrogativo de Powell Padgett:
Para Powell Padgett, el mundo intelectual se construye a través de las preguntas. Y es justamente lo que plasma en su libro, que contiene todas las preguntas imaginables sin una sola respuesta. No sólo se trata de una sucesión interminable de cuestionamientos de todo tipo, sino también de una sucesión de interrogantes sobre cada tema imaginable, sin orden ni sentido. De lo superficial a lo profundo, Powell Padgett se aventura en el terreno de la curiosidad analítica y crea un mapa de ruta hacia la noción de la curiosidad como fuente de toda sabiduría. Llamado “Una interpretación alegórica sobre la personalidad humana”, sus cientos de miles de preguntas parecen construir un laberinto de percepciones y conclusiones cada vez más elaborado y complejo. Un prodigio de asombrosa tenacidad y persistencia por parte de su autor que hace del libro una rara experiencia emocional.
* Me acuerdo, de Georges Perec:
Perec es de hecho, el escritor obsesivo por excelencia. Y lo demuestra en cada uno de sus libros, a través de los cuales analiza temas sin aparente relación entre sí en todas sus implicaciones. “Me acuerdo”, no es la excepción: se trata de una descripción pormenorizada y aparentemente infinita sobre la infancia de Perec, que no deja detalle sin analizar, desmenuzar y comprender sobre su niñez. El resultado es un ejercicio de escritora caótico y por momentos, inabarcable que sin embargo, termina encajando en una mirada poderosa sobre esa noción sobre la identidad del hombre por el hombre que parece provenir de nuestra infancia.
* Inquieto de Kenneth Goldsmith:
Con una atención por el detalle que por momentos resulta agónica, el libro describe — minuto a minuto — todo lo que su autor hizo durante un día cualquiera. Se trata de una especie de mirada científica sobre la naturaleza humana, una dicotomía poderosa sobre la necesidad de comprendernos y lo que puede resultar aún más confuso y desconcertante, esa vaga noción sobre la individualidad que el escritor intenta describir casi a marchas forzadas a medida que transcurre el libro.
* Impresiones de África de Raymond Roussel:
Roussel es quizás el epítome del escritor obsesivo. No sólo recorrió el mundo en una caravana y pasó mucho más tiempo escribiendo sobre el tema que disfrutando del periplo, sino que además, dedicó buena parte de ese larguísimo trayecto en analizar meticulosamente sus impresiones sobre un viaje que miraba a través de la lona del campamento. El resultado, es un libro cargado de larguísimas y en ocasiones delirantes descripciones, una mirada casi enloquecedora a la percepción del escritor sobre el mundo y sus pequeños misterios. Por momentos emocionante y en otros casi abrumador, “Impresiones de África” construye una concepción sobre la mirada del escritor extrañamente conmovedora, a mitad de camino entre la obsesión y la necesidad de utilizar la palabra como una forma de creación artística.
Todos tenemos obsesiones, solía decir mi amigo librero. Y a través de ellas, comprendemos no sólo como nuestra mente construye el mundo que nos rodea sino además, asume las implicaciones de la realidad a través de paisajes personales. Y es que después de todo, pienso mientras miro la gastada solapa de la “Broma Infinita” de Foster Wallace que aún conservo, todos somos nuestros dolores y miedos. La intrincada superficie de las grietas y fracturas de nuestro mundo interior.
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