lunes, 29 de enero de 2018
Crónicas de la Nerd entusiasta: Millennials del mundo: ¡Alejen sus manos de “Friends”!
Decía Mario Vargas Llosa en un ensayo sobre “Madame Bovary” titulado “La orgía perpetua” que Flaubert parecía basar la mayoría de sus obras sobre la tristeza cotidiana de un personaje de Balzac y su permanencia en la memoria del lector: “La muerte de Lucien de Rubempré es uno de los grandes dramas de mi vida”. La reflexión resume esa concepción tan moderna de encontrar la emoción y lo que nos conmueve en pequeños estratos en memorias entrañables, que sin importar su cualidad y su versión de la realidad, terminaban siendo parte de nuestra memoria y comprensión de la realidad. Tal vez, eso pueda explicar que algunos hechos y productos de la cultura Pop sean parte del imaginario colectivo. Y uno de ellos, es sin duda, la serie “Friends”.
La primera vez que vi un capítulo de la serie “Friends” ( Marta Kauffman y David Crane — 1994), no me gustó. Por algún motivo — quizás ese cinismo inevitable de la adolescencia — me provocó una insuperable indiferencia hacia las vidas y vicisitudes de los seis solteros neoyorkinos que la serie retrataba en una genérica parodia de estereotipos. Por entonces, la serie acababa de estrenar su segunda temporada y se había convertido en un éxito de audiencia. El rostro de los actores que encarnaban a la pandilla de amigos adornaba las principales portadas de revista y de pronto, el argumento sencillo, superficial y en ocasiones anodino del seriado parecía despertar una desconcertante — e injustificada — atención. Después de todo, no se trataba de la primera comedia coral o mucho menos, enfocada en la vida cotidiana de hombres y mujeres promedios en alguna ciudad norteamericana. Pero aún así, había algo sobre “Friends” que le dotaba de una frescura indudable y un irremediable encanto. O eso coincidía la crítica especializada y un pléyade de fanáticos entusiastas que habían convertido a la primera temporada de la serie en un suceso inmediato e inesperado.
Pues bien, yo no la soporté. Recuerdo que pasé del capítulo con una indiferencia casi dolorosa: no logré entender el núcleo de la amistad que unía a los personajes ni tampoco las neuróticas relaciones entre ellos. Incluso, me provocó una insoportable antipatía su básica noción sobre el mundo, sus angustias existenciales brumosas y lo que era aún peor, la poca conexión emocional que logré establecer con sus respectivas. Aún así (y admito que por completa curiosidad) vi el segundo capítulo siguiente, que mostraba a Rachel (Jennifer Aniston) obsesionada por el amor de un Ross (David Schwimmer) aturdido, absurdamente torpe y antipático. La trama me arrancó algunas risas y aunque no podría decir me cautivó por completo, me encontré esperando con cierta impaciencia el resto de la historia. Para cuando acabó la temporada, fui de quienes aplaudí con inaudita emoción el esperado beso entre Rachel y Ross, pero sobre todo, me encontré parte de un fenómeno televisivo que me mantuvo en audiencia por los ocho años siguientes.
Recordé todo lo anterior cuando Netflix incluyó en su catálogo la serie y volví a disfrutar cada uno de sus capítulos, a la distancia de casi dos décadas y con mucha mayor amabilidad que la primera vez. De inmediato, me encontré en terreno conocido — esa sensación de pura emoción sencilla que la serie suele despertarme — y volví a preguntarme por enésima vez, el motivo por el cual una serie de argumento sencillo, sin mayor complejidad y por momentos, notoriamente vacía de significado pudo calar tan hondo como para convertirse en un icono televisivo y un fenómeno generacional que aún sobrevive con buena salud. Porque a pesar de lo criticable en su formato, la progresiva e inevitable perdida de brillo de las situaciones y lo artificioso de su propuesta, Friends sigue siendo una referencia inevitable a la cultura de finales del siglo XX pero también, esa visión amable y bonachona sobre el crecimiento, el tránsito hacia la adultez y cierta mirada inquisitiva sobre lo que la generación que creció mirándose reflejada en sus capítulos. Porque “Friends” es una serie sobre las relaciones humanas, sobre los pequeños dolores y batallas personales pero sobre todo, sobre la vida cotidiana. A la distancia de la cultura y las obvias diferencias geográficas, la serie reconstruye la ilimitada ternura de los pequeñs triunfos y fracasos de la vida común, el amor y las relaciones humanas, con un tono de comedia fácil que no desmerece la emotividad implícita.
La serie llegó a la pantalla en 1994, mucho antes del fenómeno de las Redes Sociales, de la gran conversación virtual y los albores de internet, incluso de la obsesión por la hipercomunicación. En “Friends” lo realmente importante son las conversaciones — disparatadas, profundas, en ocasiones burlonas — sobre la vida cotidiana y sus complejidades. Y mientras “Senfield” (1989) era conocida años como la comedia que versaba sobre “nada”, “Friends” justamente abarcaba un ambicioso espectro de posibilidades y sensaciones. Con sus personajes casi estereotipicos, la serie reflexionó la novedad del amor, el miedo al futuro, la transición entre la primera juventud hacia algo más complejo e incluso, se dio el lujo de analizar sobre el tiempo, la trascendencia, la muerte, la orientación sexual y el temor a la soledad moderna. Con su plena sinceridad quebradiza — en algunos capítulos, es evidente que los creadores evitaban con mano diestra temas demasiados incómodos — “Friends” abrió la puerta al diálogo sobre algunos tema existencialistas que a la distancia, resultan incluso conmovedores en su simplicidad. La serie es la larga narración de una juventud idílica de jóvenes adultos acomodados, pero no del todo feliz, pero sobre todo, cuenta una única historia en la que los engranajes se mueven a partir de sentimientos lo bastante Universales para que cualquiera pueda sentirse identificado. Con su tono levemente cursi — pero evitando con enorme cuidado el sentimentalismo barato — “Friends” demostró que la relaciones humanas siguen siendo motivo de debate, angustia y admiración. Una historia contada muchas veces o lo que es lo mismo, una visión sobre lo humano que trasciende el medio para convertirse en un mensaje.
Porque sin duda, la relación que “Friends” crea con sus fanáticos es emocional y firme. Hay una cierta dulzura triste, mimética y sobre todo encantadora en reir, a ciegas y con total sinceridad por lo que se supone, no deberia hacerte reir o mucho menos interesante. “Friends” es la negación a toda la cultura del cinismo de nuestra época, aunque sin duda, refleja los albores de esa noción contemporánea sobre la alegría, el dolor y cierto alborozo social que todos comprendemos como parte de lo cotidiano. En su reducido mundo, las mujeres son delgadas y hermosas, los hombres bellos y singularmente adorables, las situaciones tipicas y optimistas, el humor simple y radiante. No hay tristeza, ni enfrentamientos morales, matices intelectuales, un grado de transgresión donde lo aparente quede al descubierto como una idea falsa y quebradiza. En el Universo “Friends” todo funciona y se desenvuelve con la sincronia barata de esos relojes de plastico que solíamos comprar en la infancia: en ocasiones funciona y en otras simplemente, no lo hace, pero igualmente lo conservamos por la simple maravilla que nos produce su mecanismo rudimentario. De manera que, es como un pequeño milagro esa risa fácil, de domingo opaco, de felicidad rudimentaria y fugaz.
A la distancia del tiempo, un buen amigo:
Por algún motivo, siempre disfruto de los capítulos de “Friends” muy temprano por la mañana. Aun medio dormida, con esa inocencia torpe de la mañanas, los diálogos simples y olvidables que comparten Chandler (Matthew Perry) y Joey (Matt LeBlac) me resultan de inestimable valor. O la antipática neurosis de Mónica ( Courteney Cox), la ternura ambivalente y un poco tediosa de Ross. Incluso el idealismo distraído y caótico de Phoebe ( Lisa Kudrow) parece tener algún valor secular en esta confusión meridiana de un día, luminoso y simplemente anodino. Y rio si y probablemente lo seguiré haciendo en cada ocasión que disfrute de los capítulos, como en un ritual pequeño e intimo sin verdadero valor, una costumbre amplia y abstracta que pudiera tener un sentido pero que no es otra cosa que una engañosa sensación de libertad.
Por ese motivo, me sorprende la reacción exagerada, desproporcionada y sin duda injusta, que está provocando una moderna revisión de la serie bajo los cánones de una corrección política tan castrante como carente de verdadero sentido. Hace unos días, el periódico británico “The Independent” contaba que debido a la incorporación de la serie completa en el catálogo de Netflix, qun buen número de televidentes recientes de la serie, consideraban la historia de los ya emblemáticos seis amigos como “transfóbico, homofóbico y sexista” e incluso, se llegó a sugerir que la relación — feliz, apasionada y sobre todo consensuada — del personaje de Mónica con un hombre veinte veces mayor (interpretado por el actor Tom Selleck) podría ser considerada directamente “incómoda a raíz de el escándalo de Weinstein y las historias #MeToo”. La reflexión y el punto de vista me desconcertaron por no sólo englobar la rígida visión actual sobre lo que debe o no mostrarse en los medios de comunicación, sino además la incapacidad crítica del público para comprender el contexto — época y cultura — que rodea a la serie. Me pregunté como podría opinarse con semejante dureza de una serie que no sólo se encontraba a dos décadas de distancia de Twitter, el activismo Online y los diversos movimientos por los derechos de género, sino que además, fue para su época abanderada en tocar todo tipo de tópicos que por entonces, se consideraron incómodos e incluso, tabú. Con su estilo ligero, indudablemente superficial pero sin duda, interesado en una visión realista sobre temas poco habituales en series de su corte, “Friends” abordó desde la homosexualidad — incluyendo un bonito matrimonio gay — hasta la muerte y los dolores de la ausencia con inusual mano delicada. Incluso temas subyacentes y de enorme valor cultural, como el carácter férreo y controlador de Mónica — toda una rareza en los personajes de formaros episódicos similares — y la noción sobre la amistad masculina — resulta aún sorprendente la conexión emocional y física entre Joey y Chadler — “Friends” se dio el lujo de ponderar desde lo ideal sobre nociones sobre la vida corriente más allá del prejuicio. Después de todo, el hijo mayor de Ross, se crió con dos madres cariñosas — en una época donde la homosexualidad no era parte de los tópicos habituales de la televisión— , Phoebe lidió con sus traumas infantiles desde la clave de comedia y Rachel crió a su bebé soltera en una época que aún recordaba el absurdo escándalo que sucitó la serie “Murphy Brown” (1989) por una trama semejante. En “Friends” la polémica tenía cierto tonó entrañable y no buscaba el enfrentamiento, lo que creó un telón de fondo ideal para el análisis y la percepción de lo normal como parte de algo mucho más complejo que lo aparente.
Sí, “Friends” tiene fecha, impacto y contexto propio y resulta preocupante, que toda una nueva generación de televidentes sea incapaz de comprender que la evolución que disfrutamos en la actualida, provino sin duda de un comienzo auspicioso. Y sin duda, “Friends” lo fue. Con su humor lineal, elemental y pero sobre todo sensible visión del mundo, la serie abrió las puertas para algo mucho más complejo y elaborado. Algo que sin duda, vale la pena recordar.
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