El escritor de Ciencia Ficción Arthur C. Clarke escribió en una ocasión que “Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. La máxima, parece aplicarse a la desigual calidad de la nueva temporada de la Serie de culto “Black Mirror” - (2011) del productor Charlie Brooker — que de ser una especulación fantástica sobre un futuro temible, parece más cercana a una recopilación de cuentos de terror sobrenaturales, sin otro incentivo que lograr el sobresalto benigno e inmediato. Mucho de la celebrada dureza de “Black Mirror” parece haberse convertido en algo más blando y consumible, un bache argumental que convierte a la temporada número cuatro en una gran incógnita.
El terror distópico basado en la tecnología no es un tema nuevo. El cine y la televisión parecen obsesionados con todas las visiones macabras de la modernidad. Con las redes sociales, la hiper comunicación y la sociedad de consumo ocurren otro tanto. La serie lo refleja con una escalofriante mirada hacia el futuro distorsionado por lo virtual y lo digital. Un mundo donde el ser humano debe lidiar con la soledad infinita que supone el cristal de la inteligencia artificial. No obstante, “Black Mirror” es mucho más que una mirada alternativa y efectista sobre el futuro y allí basa su éxito: la serie medita con enorme profundidad sobre el terror colectivo, la noción sobre el individuo dividido por el desarraigo de nuestra época y lo que resulta más inquietante, esa percepción elocuente y directa sobre la soledad como elemento reconocible de lo contemporáneo. Todo eso, envuelto en clave de reflexión sociológica y algo más terrorífico. Una noción sobre la pérdida de la identidad y los dolores invisibles que convierten a la tecnología en un reflejo distorsionado de la realidad.
Para su cuarta temporada (estrenada el pasado 29 de diciembre del 2017 en #Netflix) Black Mirror intenta superar sus habituales hitos pero sobre todo, llevar la elucubración hacia algo más poderoso y oscuro. En esta ocasión, Charlie Brooker parece apostar por la belleza y cierta concepción del espacio como elemento inexorable del bien y del mal, un contexto idílico que esconde todo tipo de horrores invisibles, aderezados con cierta inconsistencia argumental. Sus fábulas de futuro cercano — esa distopia a fragmentos que parece derrumbarse en medio de una visión temporal de lo que la sociedad asume como real — se llevan a cabo en esta ocasión sobre paisajes nevados interminables, páramos y desiertos de asombrosa belleza. Pero el terror y el pánico están allí y se manifiestan como el escenario para mostrar a todo tipo de criaturas dañadas y dañinas, violentas y llenas de una punzante paranoia que convierte a los idílicos paisajes en algo más doloroso, enorme y devorador. Para la ocasión, Black Mirror hace honor a su nombre y se convierte en un gran espejo deforme de lo moral, lo angustioso y las grandes pulsiones modernas sobre lo ético, el amor y la angustia existencial.
No obstante, “Black Mirror” parece comenzar a agotar la fórmula que hizo a la serie un ícono de la contracultura y sobre todo, la especulación terrorífica sobre los futuribles de una sociedad cínica. Oscura pero incompleta, la propuesta de la serie parece carecer de cierta solidez argumental que sostiene su mirada hacia el terror individual convertido en batalla masificada contra el vacío existencial. Con su pátina lujosa y cada vez más enrevesada (los habituales y sorpresivos plots se depuran para convertirse en reales nociones incidentales y narrativas) la serie busca crear la misma noción de impacto que la distinguió durante las tres últimas temporadas, sin lograrlo del todo.
La debilidad narrativa es mucho más evidente, ahora que la serie parece tener mayores ambiciones que nunca. Con un planteamiento visual mucho más cercano a lo cinematográfico que las anteriores temporadas, Black Mirror parece aumentar la apuesta para crear una visión contexto más compleja de lo que hasta ahora ha hecho, lo cual convierte los recién estrenados capítulos en un recorrido por toda una nueva percepción sobre la Ciencia Ficción episódica. Con su presupuesto trasatlántico, la serie parece tener mayor posibilidades de llegar a riesgos narrativos y crear nuevos escenarios para un análisis más violento de la realidad. No obstante, el gran fallo parece encontrarse en el apartado argumental, en donde la serie pierde consistencia en favor de la espectacularidad. Y mientras en las anteriores temporadas, “Black Mirror” parecía analizarse como un gran burla al consumismo, la percepción ególatra de nuestra época, a la vez de erigirse como una pesimista reflexión filosófica, su nueva temporada parece jugar con los mismos aspectos sin la precisión argumental de las anteriores. A pesar de su mirada mucho más violenta sobre la realidad, “Black Mirror” parece incapaz de superar sus propuestas anteriores y cautivar la imaginación — y la inquietud como idea correlativa y cultural — como hasta ahora lo había hecho.
De hecho, cada capítulo de la cuarta temporada crea una versión de si misma más parecida a una pequeña película que a la percepción serial que hasta ahora, la serie había tenido, algo que puede jugar en contra de cierta coherencia narrativa. También varian los tiempos de duración (desde cuarenta minutos hasta el récord de 85 minutos) lo que provoca que los mundos problemáticos y caóticos que intentan mostrar, se manifiesten a través de una idea incompleta que se sostiene con dificultad. El segundo capítulo “Arkangel” dirigido por Jodie Foster, parece asumir la noción sobre esta veta desconocida en la serie y crea una especie de argumento Indie sin verdadera elocuencia. Foster, con su dirección lineal y plana, anuncia lo que puede ser el tono y el ritmo de una temporada signada por la falta de imaginación pero sobre todo, una tenebrosa visión artificial sobre la realidad, el dolor espiritual y el bien moral. Lo mismo podría decirse de “Metalhead” dirigido como enorme experimento visual y de argumento por Ben Wheatley y el muy esperado “USS Callister”, quizás el más esperado de todos los capítulos y también, el más decepcionante, a cargo de Toby Haynes y que a pesar de su magnífica propuesta — esa irrealidad alternativa basada en lo virtual tan parecida a la planteada por Ernest Cline en “Ready Player One” — no logra sostenerse como conjunto argumental. Muy lejos de sus mejores momentos, “Black Mirror” parece incapaz de analizar y asumir esa provocación consecuente y violenta que hizo a la serie famosa.
Durante sus anteriores temporadas, “Black Mirror” basó su efectividad en la percepción de la falibilidad humana a disposición del bien y del mal como percepción coherente sobre lo moral. En cada uno de los capítulos de la serie, existe una discusión y un debate evidente sobre lo que somos capaces de hacer en mitad de un debate ético sin verdadero valor y hasta que punto, la tecnología puede convertirse en un arma de doble filo que se asume por completo radiante bajo la comprensión de la identidad. La serie sorprendió por su capacidad para analizar una realidad posible en la que la existencia del ser humano carece de sentido más allá de lo digital. Con su mirada sardónica sobre lo que puede ser la progresiva despersonalización del hombre en favor de lo tecnológico, crea un tipo de paranoia novedosa: en el mundo de Black Mirror nadie existe en realidad o de hacerlo, lo hace bajo terrores insuperables que se manifiestan con la tecnología convertida en arma. Los personajes de Black Mirror se mueven en una ceguera aparente bajo una resignación casi cruel sobre la fugacidad de su existencia. Cada individuo es interpretado a lo subjetivo de un nuevo totalitarismo en el que la identidad desaparece en función del ser mediático. Tal vez por ese motivo, el tema central de la temporada cuatro, ha sido la forma como la tecnología se convierte en arma constructiva y tecnológica. Cada herramienta, cada noción sobre la expresión real y puntual, puede convertirse en una agresiva percepción sobre el miedo y el horror.
Claro está, las ansiedades colectivas de Black Mirror han evoluciona temporada tras temporada, hasta crear una comprensión sobre la realidad deforme y desprovista de cualquier optimismo. Con todo, la línea a seguir era evidente: Desde su preocupación por los grandes medios de comunicación (con el ya clásico “National Anthem” como epítome del debate) hasta la cultura de internet (con el antológico “Nosedive” para el recuerdo) pasando por el terror multitudinario (con “Hated in The Nation” como principal visión del tiempo y el espacio convertido en paradoja asfixiante), “Black Mirror” pareció asumir el resto imposible de analizar y reorganizar la idea del mal misterioso y el bien utópico a través de una percepción de la memoria como accesoria. En la temporada Cuatro, Brooker intenta ir más allá y asimila la mente humana como la pérdida de identidad completa a través de la digitalización, la completa desestructuración del quién somos y el quienes podríamos ser. El hombre como expresión virtual de la nada, idea que se analizó de manera tangencial en la emotiva “San Junípero” pero que en la nueva temporada, alcanza un nuevo nivel. La serie continúa siendo terriblemente pesimista pero esta ocasión, también analiza los dolores desde una perspectiva melancólica que resulta innecesaria. Aún más, cuando Brooker parece empeñado en convertir la sensible visión sobre la identidad abstracta en algo más parecido a un espectaculo terrorífico.
En más de una ocasión, “Black Mirror” ha sido acusada de ser directamente provocadora sin otro sentido e intención que la provocación misma. La temporada cuatro parece encontrar una inevitable necesidad de justificación, lo que arroja por tierra la percepción de lo maligno tecnológico para crear una excusa emocional evidente. La idea del abuso de la tecnología por “amor” parece carecer de sostén pero sobre todo, de sentido en medio de la visión de una serie concebida para justificar el terror de la tecnología como medio único de expresión. Algo que “Black Mirror” parece haber olvidado por completo.
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