lunes, 8 de enero de 2018

Lo femenino, lo masculino y el poder: La especial trascendencia histórica de la película Phantom Thread de Paul Thomas Anderson.





A menudo, el arte es una correlación entre el bien y el mal social, convertido en lenguaje conceptual. Una noción extraordinaria que el director Paul Thomas Anderson conoce y ejecuta con especial habilidad. Sus películas suelen meditar desarraigo, el dolor existencial y algo muy cercano a cierta soledad amarga. Lo hace además, utilizando elencos corales que de alguna u otra manera, expresan el dolor espiritual colectivo a partir de un profundo análisis sobre el desarraigo de nuestra época. Esa perspectiva, con frecuencia crea una rara conexión emocional entre el público y sus dramas, casi todos enfocados hacia cierta angustia íntima, una tensión apreciable que convierte a cada una de las películas del director en pequeños debates sobre la vida moderna a través de una evidente introspección argumental. Desde su ópera prima “Sydney” (que reflexionó sobre el mal moderno en clave melancólica) hasta “Magnolia” — quizás su película más acabada y redonda — en la que medito con cuidado sobre las pulsiones de nuestra cultura, Anderson parece obsesionado con la veleidad de la memoria y el tiempo, pero sobre todo, con la capacidad de lo social como una forma de expresión estética. Para Anderson, hay una evidente relación entre la belleza, el dolor y el temor. Un vínculo secreto que sostiene un poderoso concepto sobre la identidad.

Algo parecido ocurre con la magnífica, adictiva y elegante “Phantom Thread” en la que el director analiza otra vez sus temas favoritos, pero esta vez convierte la idea sobre el bien y el mal, las obsesiones y el amor en algo mucho más elaborado, discreto y poderoso. Hay algo definitivamente poderoso, esa insinuación del amor convertido en férrea necesidad de posesión y creación, en la delicadeza de una puesta en escena complicada y preciosista. Para Anderson, parece de enorme importancia analizar la percepción sobre el poder personal pero también, la rivalidad entre la comprensión de la individualidad, a través de esta mezcla de mirada al arte como expiación del dolor. Una vuelta de tuerca a la forma en que comprendemos lo meramente estético o al menos, una noción profundamente dura sobre el dolor y su expresión como una forma de arte.

Claro está, Anderson es considerado como un coloso artístico, un término un tanto exagerado que aún así parece resumir esa intención del director por otorgar sentido artístico a todo tipo de símbolos específicos. Después de todo, fue Anderson quien se atrevió a analizar la pornografía desde el elemento humano y un evidente cinismo elemental: “Boogie Nigths” sigue siendo una pequeña metáfora inquietante sobre el dolor descarnado de una sociedad de símbolos vacuos. En ““There Will Be Blood”, Anderson se obsesionó con la furia, el dolor y la oscuridad y creó un alegato profundamente humano sobre el poder, sus alcances e implicaciones, todo en clave de épica oscura dotada de un sentido casi trascendente. El director asumió el poder de la locura — o al menos, lo que un inspirada guión asumía como locura — y lo dotó de una dimensión nueva que elaboró todo un discurso sobre la ambición que sorprendió por su efectividad. Anderson dejó claro que incluso la rapacidad soterrada — esa comprensión sobre la avaricia tan cercana a un épico pecado capital — estaba sostenida por algo más sutil y profundo. Una reflexión sobre la necesidad de nuestra cultura por analizarse a sí misma desde sus dolores más profundos.

En la película “Phantom Thread”, Anderson regresa al análisis sobre la figura patriarcal en busca de redención pero además, le agrega un inusitado elemento de pura delicadeza intelectual. Una redención de sorprendente belleza argumental que resulta por momentos inquietante por el hecho de convertir la misma ambición y avaricia que Anderson analizó en sus anteriores obras en algo más extraño y fascinante. A través del personaje de Reynolds Woodcock, Anderson reflexiona de nuevo sobre los límites del dominio, el control y el sentido de una masculinidad tóxica, que el director convierte en algo mucho más elaborado, elemental y profundamente sentido. Para el director, parece de enorme importancia que la historia de “Phantom Thread” — aderezada y sostenida sobre cierta idea ambivalente sobre la bondad y la maldad, la necesidad del poder pero también, el rasgo más conmovedor de la belleza — sea un reflejo de una evolución consistente sobre el personaje masculino que hasta ahora, Anderson ha desarrollado de película en película. Su Reynolds Woodcock — de una suave y elegante fiereza — demuestra no sólo la forma como el director analiza la fuerza masculina sino además, como percibe el poder, lo que convierte a “The Phantom Thread” en una obra de arte de la insinuación y la elegancia visual. La película, con su enorme carga simbólica, deja claro que Anderson de nuevo medita sobre la figura masculina, pero también añade una insólita dimensión, al expresar el arte y lo estético como una forma de poder directamente vinculada con la identidad y la individualidad. Toda una combinación que se sustenta sobre la visión de Anderson sobre la virilidad, la voluntad creativa pero sobre todo, la percepción sobre lo que nuestra cultura asume como poderoso. Anderson concibe al rígido modisto de la década de los cincuenta, como un artesano de enorme talento, pero también incapaz de asumir la belleza como otra cosa que un lenguaje privado. “Phantom Thread” analiza — casi de manera involuntaria — las líneas y pequeñas conexiones entre lo que consideramos poderoso pero también, de la cualidad de la belleza para reflejarlo. ¿Puede ser la belleza un símbolo de fuerza? ¿Puede traducirse las cualidades tradicionalmente relacionadas con lo femenino como la elegancia, la sutileza y la ternura del mundo de la moda en algo más contundente y agresivo?

La reflexión de Anderson tiene mucho de paradójica y sobre todo, de esa necesidad del director de analizar la proyección de la figura masculina — idealizada y tradicional — a través de una visión que busca empalmar y analizar las raíces conjuntivas de lo viril con algo más complejo. En “Magnolia” Tom Cruise interpretaba a un orador machista que lanzaba incendiarias diatribas sobre el poder y lo masculino, al tiempo que parecía sostenerse sobre una endeble y frágil vida familiar. Lo mismo ocurre en “Phantom Thread” en donde el director logra crear en un contexto de extraordinaria belleza, una pretensión ideal sobre lo viril que roza una evidente dureza. Pero también, Anderson parece profundamente sorprendido por la capacidad de su personaje para reflexionar sobre sí mismo como parte de un contexto hostil y violento que se construye a través de ideas subyacentes, proclives al análisis sobre lo que consideramos masculino y femenino en medio de un debate perenne sobre el tema.

La película está inspirada al menos en parte, en la vida del diseñador Charles James, un reconocido diseñador británico reconocido durante buena parte de la década de los cincuenta por sus magníficos y sobrios diseños. No obstante, Anderson elaboró una percepción sobre lo bueno, lo bello y lo hermoso, relacionada directamente con nuestra concepción de lo que puede ser artístico. A su vez, el director se hace preguntas no demasiado disimuladas sobre el poder ejercido por el hombre — las relaciones de Woodcock con las mujeres a su alrededor son cuando menos extravagantes cuando no sencillamente duras — y la forma como crea una visión sobre la mujer, rayana en un tipo de dolor muy específico y contundente. Nada es casual en la búsqueda de Anderson de pormenorizar y conceptualizar lo femenino y lo masculino en los rígidos conceptos tradicionales, pero además, resulta evidente que el director asume el hecho clásico y consecuente de lo moral como una noción sobre lo que consideramos normal y evidente. Woodcock es un hombre de extraordinario talento, pero también carente de cierta sutileza intelectual. Y mientras a su alrededor las mujeres brillan por su capacidad artistica o su mirada casi fría sobre lo poderoso — un atributo que suele atribuirse al hombre — Woodstock se analiza como la mano expresiva de un tipo de talento nato que asombra por su cualidad para fascinar. El modisto encarna al bien y el mal cultural en una época especialmente restrictiva y dura, lo cual resulta de enorme valor como metáfora sobre la cultura occidental.

“Phantom Thread” llega a la pantalla grande en un momento especialmente álgido sobre el debate acerca del poder masculino, un cambio cultural y conductual que comienza a asombrar por sus implicaciones. De pronto, el incesante cuestionamiento sobre el género — y las relaciones que se establecen entre ellos — se reconstruyen dentro de un ámbito de valor que se asume necesario para comprender nuestra herencia cultural. Con su aire refinado y duro — una joya pulida que puede convertirse en una cárcel argumental — “Phantom Thread” medita de manera durísima sobre las relaciones de poder entre hombres y mujeres, sin que el tema sea evidente ni mucho menos el centro mismo de la narración. No se trata de un debate sobre el machismo, sino la forma en que hasta ahora, la correlación entre el bien y lo que consideramos necesarios. Con su versión inquietante y directa sobre el Pigmalión — construida a base de esa mirada perspicaz sobre el bien y el mal convertido en voluntad estética — la película convierte la disyuntiva del hombre poderoso — y como expresa su poder — en una eventual mirada sobre la forma en que nuestra sociedad asume la desigualdad. Woodcock representa el poder que se expresa como atributo — para el personaje, el derecho inalienable de crear no se equipara al de las mujeres — por lo que la visión sobre el temor y la belleza, se analiza desde cierta connotación inquieta y dura. Como si se tratara una de versión elegante, refinada pero igualmente dura del mundo que habitan los Weinstein y Kevin Spacey de nuestra época, la visión de Anderson sobre la masculinidad tóxica, resulta del todo insólita y poderosa por sus implicaciones. El Woodcock de Anderson quiere gobernar — ejercer el poder — y lo hace a través de una mirada durísima sobre el dominio que ejerce en su imaginación sobre el mundo que le rodea. Todo envuelto en un extraordinaria visión de belleza.


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