miércoles, 14 de febrero de 2018

¿Todo lo que necesitamos es amor? Del amor a otros demonios: Una revisión histórica al ideal.


En la imagen, La nebulosa Rosseta, la llamada Galaxia del amor. Su color rosa se debe a choques estelares y nitrógeno


Cuando Romeo y Julieta se publicó por primera vez, conmovió a la sociedad Londinense de su época. En una crónica contemporánea, se cuenta que sus primeras ediciones “Conmovieron hasta las lágrimas a los espectadores”. Eso a pesar, que ya por entonces los dramas románticos eran muy populares en cortes y sobre todo, en las tablas del escenario. Poco después, durante sus primeras escenificaciones, llevadas a cabo por la compañía teatral Lord Chamberlain’s Men, se habló de “llanto y suspiros” de angustia en un público abrumado por el dolor de los amantes de Verona.

Pero, el doloroso destino de los jóvenes enamorados no era novedoso ni desconocido: Para cuando Shakespeare publicó la primera versión de su célebre obra, ya se conocía la traducción inglesa de un cuento italiano de Mateo Bandello, titulada The Tragical History of Romeus and Juliet publicada en 1562, que contaba la misma historia que el dramaturgo inglés después adaptaría bajo su pluma. Aún así, las vicisitudes de lo amantes trágicos, conmovió al público y rápidamente se transformó en una de las obras más populares del autor. Tal vez se deba que sus protagonistas son el símbolo de numerosas pasiones humanas, en su complejidad y profundidad o el hecho, que es inevitable conmoverse con el amor primaveral, esa visión de la pasión recién nacida que no parece ser extraña para nadie. Cual sea el caso, Romeo y Julieta se convirtió de inmediato en una metáfora del espíritu humano, de las emociones y sobre todo, del amor como ideal cultural e incluso social.

Y asombra en realidad, que esa percepción sobre el amor como un sentimiento más allá de todo control, poderoso, anárquico y por completo creativo, sea una de las ideas más perdurables en la cultura Universal. Desde la voluptuosa y temperamental Diosa Afrodita, que encarnó la pasión y sentó precedente del poder y la condena de la emoción como estigma, hasta la idealización del medioevo tardío, con su versión del amor romántico como una forma de existencia, las historias de amor han formado parte de la memoria cultural como un constante recuerdo de lo incontrolable de la naturaleza humana. Porque el amor que se asume y se construye como una idea que rechaza toda racionalidad y todo intento de control. Una vulgaridad y una repetición interminable de un único concepto que sitúa el sentimiento — o la capacidad para experimentarlo — como una necesidad insustituible. Una obsesión que la civilización Universal ha sostenido a pesar de sus sucesivas transformaciones, de la muerte y el nacimiento de nuevos y viejos Dioses, incluso en la caída de la fe de la razón humana. Tal vez por ese motivo, todos creemos saber del amor, comprenderlo, cuando en realidad es parte de esa región inconclusa y abstracta de nuestra mente que carece de verdadero sentido.

Muy probablemente por ese motivo, cada época y cada época tiene una historia de amor insigne. Y la mayoría de ellas trágicas. Desde el sufriente Dante que agonizó de amor por una Beatriz indiferente hasta las rudimentarias reflexiones del ensayista suizo Denis de Rougemont en “el amor en Occidente”, donde aseguraba que el “sólo el amor amenazado es digno de prosa” el sentimiento frustrado parece ser una constante que captura la imaginación de ese público anónimo que intenta encontrar en la idealización del amor una respuesta a la banalidad de la existencia. O al menos así parece demostrarlo, la necesidad de construir altares a Héroes Románticos que una y otra vez, cumplen el mismo ciclo de frenético apasionamiento y luego separación dolorosa. Una especie de “Camino del Héroe” salpicado de esa necesidad del hombre de compadecerse de sus pequeñas debilidades y crear epopeyas con el dolor.
Desde los albores de la civilización, el amor fue considerado una fuerza temible y caprichosa. Ya lo decía Platón, que describía a la Diosa Afrodita como dual y además, probablemente la más poderosa de los dioses. Después de todo, fue Afrodita la que condenó a Zeus a perseguir ninfas y mujeres mortales. Una metáfora evidente del poder del amor capaz de destruir y enloquecer — y dejar en ridículo — incluso al poder más elemental.

Porque el amor se representa en todas la culturas. Por amor se creó el mundo, según la mitología órfica, que insiste que de la Noche nació un huevo que al abrirse brotó el amor para crear el cielo y la tierra. Por amor, luchó Troya y también por amor, Cleopatra perdió un Imperio, cegado el buen juicio por su pasión cegadora por Marco Antonio. Otra vez, la historia parece insistir en que toda época, tiene sus insignes amantes y lo que parece ser más desconcertante, su visión del mundo basado en ese sentimiento tan universal como incomprensible. Porque el amor es no sólo la justificación, sino que parece ser también el símbolo de lo que se crea y se construye, por un bien superior.

Del amor clásico y otras menudencias: El amor como parte de la cultura popular.
Ya lo comenté antes: el amor para que sea novelesco, apreciado y perdurable, debe ser clásico. O eso parece sugerir la larga serie de amores trágicos que llenan la cultura universal. Por supuesto que, esa concepción del amor como desesperada satisfacción de los sentidos, como la búsqueda del ideal en el otro, es parte de una evolución lenta y sostenida de lo que se considera el sentimiento a través de las épocas. Quizás el primer indicio del amor como lo concebimos actualmente, lo encontremos en la corte de Leonor de Aquitania, nieta del primer trovador conocido y esposa de Luis VII. Porque fue bajo el auspicio de esta Reina inteligente y profundamente culta, que las batallas sangrientas de un medioevo oscurantista, dieron pie a esa visión de la mujer y el amor como un ideal inalcanzable. El amor imposible, esa necesidad de poseer que jamás llega a cristalizarse. El llanto de la Ventana cerrada y la mano extendida hacia el amado que jamás podrá tomarla.

A esta visión Cortesana del amor, del sufrimiento y del amor como respuesta a todas las vicisitudes humanas, corresponde la historia de Tristán e Isolda y la de Lancelot y la Reina Ginebra, paradigmas del amor contrariado que abriría el camino a toda esa larga estela de amantes sufrientes que pueblan todas las épocas. Tristán, enamorado de la prometida del Rey Marcos y por tanto, epítome del dolor del amante, representó toda una nueva visión del amor como una batalla entre la moral y la espiritualidad. La historia, tiene todos los ingredientes de lo que sería después, la interpretación del amor del mundo occidental: desde el filtro de amor que turbia sus sentidos — y los hace caer rendidos de amor — hasta la muerte de ambos amantes, también en trágicas circunstancias y por supuesto, enalteciendo el amor como mayor motivo de lucha y furor. El amor que todo lo perdona, el amor que se niega a ser racionalizado. El amor como respuesta a la súbita locura humana de la piel y quizás del espíritu.

Con Lancelot y Ginebra ocurre algo semejante y su autor incluso lleva el símbolo de la amor como fuente de todo lo que asume poderoso e inevitable. No es casual que Chrétien de Troyes, insista en su obra Lanzarote del Lago, que el caballero abandonó incluso la búsqueda del Grial por Ginebra, por aspirar a una devoción incluso más brillante e ideal que la del mítico objeto divino. Porque el amor justifica la caída en la desgracia del espíritu más noble y brinda sentido al camino más enrevesado. O así lo sugiere esa visión del amor como búsqueda, como lucha constante y finalmente como una caída en un infierno personal. Una necesidad de olvidar incluso las más personales disyuntivas, en la búsqueda del amor que construye y que reinterpreta la personalidad. Por ese motivo, es quizás que Catón existía que “el alma del amante vive en un cuerpo ajeno”. ¿Es el amor entonces la última evasión, la pérdida de la absoluta de la individualidad?

Una idea sugerente que se repite con frecuencia. El deseo de escapar de ti mismo y ofrendar el sentimiento como una forma de entrega. Esa simbología que resulta exacta en cualquier época y lugar, que se asume imprescindible para comprender la misma naturaleza. A todo esto habría que añadir que a medida que el tiempo transcurre las implicaciones se hacen más complejas e incluso desconcertantes. ¿No insistía Freud en el triángulo amoroso original, con ese complejo de Edipo que parece sugerir una lucha pasional desconcertante? El primer amor imposible y frustrado. La visión paradójica del amor como ideal absoluto y fuente del primer conflicto espiritual que el hombre debe afrontar.
La representación inalterable del poder humano para crear.

Del amor sufriente al amor que crea la esperanza: ¿La evolución de la percepción emocional?
Durante la década de los sesenta, toda una generación lloró desconsoladamente por lo que se consideró el icono del cine romántico de la época: la película Love Story del director Arthur Hiller. Basado en la novela homónima del escritor Erich Segal, la historia parece resumir toda la simbología del amor frustrado en una nueva visión que conmovió a multitudes y creó todo un nuevo estilo del cine de amor trágico. Como los antiguos espectadores de Romeo y Julieta, el público se estremeció con la historia de Oliver y Jenny, amantes trágicos separados por razones muy mundanas a las que se enfrentan con el desparpajo de su época. La historia remite a una serie de referentes inmediatos sobre el amor reconocibles a través de cientos de historias similares: el amor que vence y derrota obstáculos aparentemente insalvables. El amor que cambia el mundo. Pero aún así, la historia de Oliver y Jenny, modernos Romeo y Julieta que ya no deben enfrentarse y luchar contra el mundo hostil, termina siendo trágico por la razón más prosaica e inevitable de todas: la muerte. Y es así que “Love History” reivindicó el antiguo ideal romántico para crear algo más sustancial, una idea del amor que reconstruir viejos esquemas y agregar nuevos elementos. El amor que aspira al dolor como símbolo de su trascendencia.

Y es que el amor, continuó asombrando y cautivando la imaginación por las mismas razones primitivas que lo hizo antes: desde el amor idealizado que construye una nueva visión del mundo, hasta ese enigma desconcertante que insiste en demostrar el poder del espíritu humano, el amor es un tópico recurrente incluso en una era tan descreída como la nuestra. El amor de los amantes trágicos, esta vez con el rostro de adolescentes y monstruos, la donación por amor incluso en la crueldad, son símbolos recurrentes que cuestionan esa necesidad de reinterpretar el amor como un mero entrecruzamiento de brazos y piernas. Desde el romanticismo con tintes morales de Stephenie Meyer hasta el amor sexual de la superficial de Cincuentas sombras de Grey, el sentimiento sostiene todo un entramado de ideas complejas y poderosas que continúa desconcertando incluso al más descreído.

La última reinvención del mito, es incluso la más sencilla de todas. El éxito de ventas del libro “Bajo la misma estrella” del escritor John Green y el buen resultado en taquilla de su gemelo cinematográfico, parece dejar bastante claro que el amor, como tópico continúa siendo inevitable. Y en esta ocasión los símbolos son más reconocibles que nunca: Una pareja de adolescentes se enfrenta a la muerte, en un mundo descreído, apático y tecnificado, que resume su supervivencia a una serie de ideas que los superan y que incluso, disminuyen esa necesidad natural de sobrevivir. Ya lo dice una y otra vez Hazel, la protagonista sobreviviente de un cáncer terminal que aprendió a continuar a pesar de que la idea de la muerte la acompaña a todas partes: “el amor no es parte de esto, pero es parte de todo”. Una frase que parece resumir la trama levemente cruel de los amantes, sometidos a la muerte incluso antes de conocerse. Porque el amor en esta ocasión, encarna no solo la posibilidad sino también la esperanza. La necesidad de la búsqueda de una razón que justifique el dolor e incluso le brinde sentido y belleza. Una lucha, como las de antaño por el poder de sobrevivir a la propia debilidad humana.

Después de todo, es probable que San Agustín tuviera razón al insistir que “lo que el enamorado ama es el amor”. Un paliativo que cura y satisface incluso por mero accidente, que justifica el sufrimiento y crea una visión del mundo casi tan utópica como lo esencial del sentimiento. Una interpretación de lo humano casi dolorosamente inocente. Un cuento de hadas a medio escribir. Una necesidad de evasión de la realidad — de quizás las aristas más profundas de la identidad del hombre más allá de cualquier complejidad — profundamente irracional.
Una forma de crear.
C’est la vie.

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