martes, 20 de marzo de 2018

La noción de la imagen fotográfica moderna: de lo fugaz a lo indiferenciable. Unas reflexiones sobre la fotografía en la actualidad.




El investigador fotográfico Joan Fontcuberta suele insistir en que la imagen fotográfica se ha convertido en una repetición de motivo sin sustancia. Una frase muy dura que comienzas a comprender cuando le echas una ojeada a las plataformas y redes sociales dedicadas a la imagen y encuentras la misma fotografía repetida en infinitas versiones. Sobresalta, encontrar el mismo motivo, el mismo uso de colores, incluso la misma composición y disposición de objetos para decir poco menos que nada. Las sucesión de imágenes se hace interminable, hasta el punto de volverse abrumadora, desconcertante.

En el mundo de las palabras, existe un fenómeno parecido, al cual se le llama “Saciedad Semántica”. Probablemente, a todos nos ha ocurrido alguna vez: repites la misma palabra muchas veces, hasta que deja de tener sentido, se hace incomprensible y hueca. Para Fontcuberta, lo mismo ocurre con las imágenes: a fuerza de repetirlas, copiarlas, estirar su significado hasta que se desmenuza en la percepción, el lenguaje visual pierde sentido, se fragmenta, se pierde. Una idea curiosa, sobre todo en un mundo de imágenes, donde la fotografía dejó de ser una exposición de motivos y se convirtió en documentación de lo cotidiano. ¿Qué construimos cuando las imágenes carecen de individualidad y comienzan a ser exactas, copias del mismo concepto? ¿Qué se expresa en un Universo visual carente de originalidad que parece repetirse, olas superpuestas de la misma idea que llegado a un punto deja de tener todo significado? Un pensamiento preocupante.

No se trata de una reflexión sencilla: cuando se analiza la imagen como discurso, surge la disyuntiva de reflexionar sobre la realidad del concepto fotográfico como discurso y más allá de eso, como elemento constructivo de una serie de símbolos personales que se asumen como privados. Entonces, el cuestionamiento inmediato parece abarcar no sólo la idea de la fotografía como documento sino también, de la expresión de la idea que se crea como ideal artístico. Entre ambas cosas, la originalidad parece ser un elemento que pocas veces se analiza y sobre todo, se comprende como parte de la expresión visual individual.

De manera que analizar la recurrencia y la repetición de las imágenes, atraviesa el difícil camino de comprender la idea visual no sólo como un lenguaje, sino también un recurso interpretativo. ¿Cuántas de estas imágenes son producidas como un documento visual único? ¿Cuántas de ellas se asumen como elementos artísticos personales? ¿Cuántos de sus autores las analizan como una expresión ideal de una idea visual concreta? Probablemente muy pocas: se trata de un fenómeno repetitivo de visión cultural sobre una idea concreta, una expresión elemental sobre el objetivo del fotógrafo al captar una imagen y lo que resulta aún más intrigante, el valor que le otorga a su creación fotográfica. ¿Por qué fotografiamos lo que fotografiamos? ¿Qué nos hace conscientes del hecho fotográfico como lenguaje íntimo y creativo? La respuesta puede encontrarse en manera como reflexionamos sobre lo que queremos expresar y sobre todo, como lo hacemos.

Por supuesto, todos sabemos el viejo dicho: “Todo está inventando”. Y no seré yo quien contradiga esa idea tan antigua como todo arte. Igualmente, es evidente que el arte sobrevive a pesar de eso, y la fotografía no es la excepción. Tal vez se trate como apuntaba Cartier Bresson, que a mayor facilidad, mayor desastre creativo. O sea simplemente el hecho, que nos acostumbramos a creer que las imágenes pueden o no expresar un mensaje mientras sean visualmente atractivas. ¿Es eso válido? ¿Cuál es el límite entre la referencia, la copia, la repetición del motivo? ¿Es la referencia una necesaria contaminación visual? ¿Hacia dónde se construye el lenguaje visual que una y otra vez medita sobre ideas vacías Habría que meditar además, del hecho que la imagen es esa captura de lo momentáneo, el presente convirtiéndose en pasado. ¿A dónde vamos visualmente hablando? ¿Qué idea del mundo es esta donde la originalidad y la individualidad carece de sentido? ¿Cuánto de lo que pensamos y creamos es copiado a una idea más vieja? ¿Cuánto hay de nosotros en cada obra que firmamos autoral? Son ideas que no puedo dejar de meditar, mientras insisto en mirad red tras red social y me encuentro las imágenes, las mismas, una y otra vez, formando parte de una especie de cultura general de la imagen anodina.

Insistiré siempre: No soy quién para decir que es bueno o que es malo en fotografía. Pero siempre será preocupante esa pérdida de la identidad en beneficio de lo simplemente estético, de la capacidad para hablar un lenguaje particular que cada fotografía lleva aparejado. Resulta angustioso sin duda, pensar que hay un cierto anonimato en la copia, esa idea superficial de fotografiar por fotografiar, que parece amenazar la integridad misma de ese pensamiento que parece animar toda imagen fotográfica: Hablar un lenguaje personal.

De los elementos que crean y sustentan el lenguaje y su posterior distorsión:
También lo ha dicho Fontcuberta: El arte es una ficción. Con todo lo que esa frase implica por supuesto. Y es que en mundo sobrepoblado de imágenes, creadas, retocadas, deformadas, construidas y pinceladas a placer, ya uno no sabe que es real y que no lo es. O a donde mirar, siendo francos. Como amante de las fotografías, en ocasiones me abruma esa sensación que la imagen lo abarca todo, y peor aun, una gran constelación de trabajo visual indiferenciable, sin personalidad, una especie de repetición hasta lo desconcertante, de lo mismo, dicho de la misma manera, una y otra vez.

Continuando con Fontcuberta, es uno de esos fotógrafos que atraviesa con toda libertad el limite entre la palabra y la imagen, con unos resultados muy interesantes. Hace poco, leí por alguna parte, que se quejaba que “todo se ve exactamente igual, a donde mires, es difícil definir la fotografía si todo tiene el mismo sabor”. Que frase surreal. Un poco hedonista incluso. Pero que real. Porque actualmente, en este mundo de accesibilidad y facilidad para la imagen, la individualidad de cada documento visual parece diluirse, carecer de sentido. Abres una revista y encuentras cientos de imágenes idénticas, cada vez más limitadas a un espectro de belleza que llega a sobresaltar. Tal vez por ese motivo, la identidad en la fotografía se ha convertido en la nueva búsqueda del Santo Grial visual — o acabamos de recordar que siempre lo ha sido — y resulta curioso, que la gran mayoría de los fotógrafos que deambulan por el mundo fotográfico, parezcan haber olvidado esta máxima, esta idea perenne sobre la personalidad y la idea visual.

¿Qué hace que una fotografía sea una obra autoral? ¿Qué destruye esa perspectiva? No resulta sencillo analizar la idea sobre lo original desde un punto de vista específico, si lo comprendemos como una serie de planteamientos que se nutren de todo tipo de referencias visuales inmediatas. ¿Qué puede ser original en un mundo que se nutre de una ilimitada colección de imágenes que proceden de un único deseo vanidoso de crear y construir una imagen consumible? No resulta sencillo, mucho menos comprensible a primera vista, el fenómeno de la creación visual como tendencia. Y sin embargo es indispensable para comprender la forma como analizamos las ideas y sobre todo, asumimos la realidad elemental y conceptual del motivo por el cual creamos. Una expresión de valor e ideas que sustenta y profundiza la creación fotográfica.

¿Quiere decir entonces que todo lo que fotografiamos es una copia necesaria de alguna concepción artística y fotográfica previa? ¿O se trata de una reformulación del ideario hacia la tónica personal? Entre ambas ideas, parece subsistir esa percepción sobre la fotografía como hecho documental y personal y más allá de eso, como producto artístico. ¿Por qué creamos lo que creamos? ¿Por qué asumimos las ideas básicas de lo que es artísticamente coherente como una mezcla de la referencia y lo creativo? Un pensamiento para debatir.

Tal vez me estoy preocupando demasiado por temas sin resolución. No dudo que así sea. Pero hay una reflexión de Fontcuberta que en ocasiones me obsesiona, y que de alguna forma, da sentido a esta inquietud: “Interviene en todo este asunto de ‘lo real’ — pensemos en el cuento de Henry James sobre la obra y el modelo — desde una singularidad evidente: se desmarca del rebaño y cambia el chip de la costumbre. Para él, la ficción es, ni más ni menos, un recurso adecuado mediante el cual reinventarse a sí mismo.” Y que certidumbre esa, cuando la reinvención pasa por encontrar la propia identidad, y la construcción de una memoria visual propia. Una singular forma de mirarte y a la vez construirte, que en este mundo de imágenes prefabricadas parece haberse perdido y peor aún, carece de importancia.

Un mundo de imágenes uniformes en la búsqueda desesperada de su autor.

La codicia visual y otras ideas dolorosas.
Hace unos años, las redes sociales y las portadas de periódicos de todo el mundo mostraron una imagen idéntica: La de un niño cubierto de polvo gris y sangre seca, sentado solo en una ambulancia. Con su rostro contraído por un terror mudo, los ojos entreabiertos brillando de miedo y un reguero de sangre cayéndole desde la frente, parece representar el estado de ánimo de conflicto Sirio.

La fotografía se convirtió de inmediato en un documento que construyó una idea muy clara sobre lo que estaba ocurriendo en Siria, pero sobre todo, en un símbolo de una catástrofe humanitaria y social que el mundo olvida con mucha frecuencia. Y no obstante, la única imagen de Omran Daqneesh de cinco años, pareció elaborar todo un nuevo discurso sobre el tema y mostrar la situación de una forma por completo nueva. O al menos lo suficiente para que su situación — y la de cientos de niños como él — cruzaran la línea de la indiferencia y se convirtiera en una alerta muy clara sobre las consecuencias de un conflicto bélico a la sombra. Como Omran Daqneesh hay cientos de niños. Millones sin duda. Heridos, maltratados, abusados y asesinados durante una confrontación que ya cuenta cinco años y que escala en violencia. Y no obstante, de pronto sólo la fotografía de Omran Daqneesh parece ser visible y cercana. ¿Qué provoca el fenómeno?
Por supuesto, se trató de uno de los clásicos fenómenos virales que con tanta frecuencia ocurren en medio de la interminable conversación de las Redes Sociales. A los pocos minutos de haber sido captada, la imagen — y también un video donde se ve los minutos previos y posteriores del rescate de Omran Daqneesh — se compartió por testigos y periodistas. De pronto, las redes sociales se convirtieron en un clamor de horror por lo que Omran Daqneesh estaba sufriendo. Difundido hasta el último rincón del globo y expuesto a través de todos los medios posibles, el rostro dolorido de un niño de cuatro años pareció tomar el lugar de un vergonzoso silencio cultural sobre una tragedia de proporciones colosales que ha provocado millones de muertes y la destrucción virtual de buena parte de Siria. Y no obstante, la cuestión sobre por qué la imagen de Omran Daqneesh y no otra de las cientos de millones de imágenes diarias que recorren la red no sólo sobre el sufrimiento de los niños y adultos sirios cruzan la línea del anonimato, continúa en debate. En una cultura donde la información y su accesibilidad lo es todo, la capacidad de una imagen para conmover aún resulta un enigma. O más allá de eso, una interpretación sobre la forma como nuestra sociedad comprende sus símbolos y metáforas.

Tres años atrás, la dolorosa imagen del cuerpo sin vida de Aylan Kurdi, tendido en una costa turca sacudió al mundo. Se convirtió en un documento histórico que retrató no sólo el conflicto sirio de una manera nueva sino que enfocó la atención sobre las víctimas antes de la generalización del conflicto como otro de los tantos que atraviesan la geopolítica actual. Llamó la atención sobre la compleja situación de los refugiados sirios pero sobre todo, despertó la conciencia mundial sobre el hecho que miles y miles de víctimas de cualquier edad, género y nacionalidad han sido asesinadas durante un lustro de guerra y que el mundo asiste a semejante carnicería desde la incapacidad y la falta de voluntad para detenerlo. O al menos durante un breve período de tiempo: A las pocas semanas, la traumática imagen de Alam Kurdi desapareció en medio del sensacionalismo de millones de imágenes más sangrientas y directas y perdió — o así pareció — su relevancia.
Con la fotografía de Omran Daqneesh ocurrió otro tanto. Luego de un par de semanas de ser compartida, analizada y sobre todo, usada como una visión realista de la guerra Siria, su rostro cubierto de polvo pasó a engrosar la larga lista de imágenes que nuestra consulta consume sin mayor consecuencia. De hecho, sólo volvió a ser recordada cuando casi dos años, la fotografía el niño saludable y comenzando una nueva vida fuera de las fronteras de Siria recorrió medios y redes sociales como una curiosidad sin mayor trascendencia. Un fenómeno que resulta preocupante si se analiza como un todo: ¿Qué ocurre con una época donde la imagen lo es todo y sobre todo representa casi todo ámbito de expresión cultural? ¿Qué ocurre con una imagen documento cuando simplemente pierde su potencia y profundidad en medio de un aluvión de imágenes cada vez más abundante y espectacular? Hablamos sobre el hecho que la accesibilidad de medios parece haber convertido a la fotografía en algo más que un reflejo de la realidad: La imagen toma el lugar de la proclama, la opinión y la percepción sobre la realidad en una noción por completo nueva y desconcertante. Debido a la proliferación de herramientas para la captura de la imagen y la relativa sencillez de su uso, de pronto la fotografía se convierte en un reflejo de una pulsión mucho más violenta y relevante sobre el ánimo social. Y de pronto, la imagen inmediata sustituye a la reflexión, la meditada idea sobre el suceso que retrata, incluso su permanencia en la memoria colectiva. Un fenómeno único que parece hacerse cada vez más violento a medida que la imagen ocupa todos los espacios, se hace inevitable y sobre todo, agresiva en su capacidad para reflejar la realidad.

¿Es esa saturación del medio, el mensaje y la forma lo que está ocurriendo en la actualidad con la percepción de la imagen como parte de la noción colectiva sobre la realidad? Ya lo sabemos: El arte es una ficción. Con todo lo que esa frase implica por supuesto. Y es que en mundo sobrepoblado de imágenes, creadas, retocadas, deformadas, construidas y pinceladas a placer, es difícil distinguir que es real y que no lo es. L a imagen lo abarca todo: una gran constelación de trabajo visual indiferenciable, sin personalidad, una especie de repetición hasta lo desconcertante, de lo mismo, dicho de la misma manera, una y otra vez.
Hace unos años, Joan Fontcuberta se quejaba que “todo se ve exactamente igual, a donde mires, es difícil definir la fotografía si todo tiene el mismo sabor” Porque actualmente, en este mundo de accesibilidad y facilidad para la imagen, la individualidad de cada documento visual parece diluirse, carecer de sentido. Cada medio — ya sea impreso o virtual — contiene cientos de imágenes idénticas, cada vez más limitadas a un espectro de belleza que llega a sobresaltar. La pregunta inmediata que cualquier fotógrafo se hace partir de esa visión del macro espacio visual es casi simple ¿Existe una imagen perdurable y trascendente en medio de esa noción de la repetición incesante del motivo con herramientas idénticas?

Se trata claro está de un pensamiento inquietante en un mundo donde la imagen es parte de la realidad, de una manera tan intrínseca que pareciera que no podemos desligarnos de ella en un solo instante. El mismo Fontcuberta postula que el arte — el visual, el de la palabra, el de todos los días — despierta emociones por el mero hecho de recordar que el mundo es una ficción. Así, sin más: una ficción surrealista que se manifiesta en todas la maneras posibles, entrelazando conceptos sin sentido hasta crear los propios. Y es entonces cuando el cuestionamiento se hace más profundo: ¿la pérdida de identidad de las imágenes — la copia de lo visto y lo que se admira — no es una deformación de ese mensaje visual que parece pertenecernos a todos y a nadie? ¿Esa incesante acumulación y saturación debilita la estructura semántica de cualquier mensaje complejo a medida que las imágenes se hacen más y más generales?. No deja de ser sintomático — y evidente de esta carencia de individualidad, de esta fragmentación del yo, esa ausencia de sorpresa — la adoración casi venial a eternos maestros fotográficos cuyo estilo definió el actual, creo esa sincronía del simbolismo y la elegía visual en piezas visuales atemporales. No obstante, no es una admiración del que aprende, sino del que intenta comprender como obras de casi medio siglo de creación tenga aún hoy tanta vigencia, sean parte de una especie de paralelismo visual entre hoy y lo que se propone como futuro que asombra pero sobre todo desconcierta.

Una mirada al vacío: cuando la fotografía carece de motivación y sentido.
La imagen fotográfica sufre un proceso Darwiniano, que no es otra cosa que una lenta y trabajosa evolución de mensaje — en estado puro — a una construcción visual más compleja que parece abarcar no sólo la imagen que se toma, sino la manera como se difunde. Y es que actualmente, la velocidad y cómo se transmite y se comparte la imagen, parece mucho más importante, que el instante decisivo. La rapidez sobre el ojo que observa y transmite. Lo inmediato sobre el mensaje. Resulta perturbador comprobar que la necesidad de captar en tiempo real lo que ocurre, no solo prevalece sino que además sustituye la visión de la fotografía analítica, la que es capaz de subvertir esa visión de la realidad unidimensional y brindarle un lugar y un espacio fotográfico. Y es que la accesibilidad de medios ha convertido la fotografía que documenta en una decisión sobre la imagen como producto antes que como símbolo de la realidad que representa.
Cuenta Fontcuberta, en su estupendo artículo “Por un Manifiesto postfotográfico” que cuando National Geographic celebró sus cien años de circulación, el número de la revista dedicado a la ocasión, contó muy ufana que era uno de los pocos medios de comunicación que brindaba unas condiciones de trabajo privilegiadas a sus fotógrafos. Desde asistentes, helicópteros, hoteles lujosos, la revista se aseguraba que los miembros de su plantel disfrutaran de los suficientes recursos como para dedicar toda su atención a la fotografía. ¿El resultado? Imágenes extraordinarias, frutos de una cuidadosa planeación. Por supuesto que, se trata de una honrosa excepción: la mayoría de los fotógrafos en zonas de conflicto o de complicado acceso trabajan en condiciones limitadas o incluso, ateniéndose a sus propios medios. Pero incluso así, la idea general parece sugerir que la fotografía necesita de recursos, tiempo y esfuerzo para crear un resultado óptimo o lo que es lo mismo, una aproximación al mensaje mucho más mesurado y profundo.

O así parecía serlo, hasta que la tecnología creó nuevos límites y reconstruyó esa idea de la imagen como metáfora, como una lenta construcción de símbolos y recursos. La fotografía se convirtió ya no en un meditado proceso que necesitaba una considerable inversión de tiempo para su análisis, sino en un resultado inmediato que podía obtenerse por medios relativamente simples. Y de esa simplificación del medio, también llegó toda una nueva interpretación de la imagen. Porque si ya no se requiere de un equipo muy especializado, ni tampoco de un límite de tiempo apreciable, ¿cuál es el mensaje que se transmite en la imagen que se toma? ¿Cuáles fronteras se transgreden desde esa visión de la fotografía como documento a la fotografía como reflejo crudo de la realidad? ¿Qué ocurrió cuando la imagen comenzó a sustentar ideas totalmente nuevas y quizás hasta ajenas a lo que se suponía hasta entonces era su sentido único y más profundo? Y es que nos encontramos con la fotografía que se reconstruyó como elemento anecdótico para convertirse en una pieza elemental de esa sociedad del consumo inmediato, sin intermediarios y quizás incluso hasta sin mensaje. Al fin y al cabo, los cuestionamiento que se hace cualquier fotógrafo — antes o después de admitir que la herramienta y la facilidad de la transformación construyó nuevos parámetros sobre el lenguaje visual — son bastantes simples: ¿La fotografía capta la realidad o la transforma? ¿Somos ventana o espejo de lo que ocurre? ¿Importa acaso cualquier reflexión sobre el tema? ¿Qué sentido tiene asumir la responsabilidad moral de lo que se muestra en un mundo donde lo inmediato parece tener mucho más valor que lo real?

La masificación de la imagen ha invadido incluso espacios totalmente nuevos donde la fotografía antes se encontró en entredicho o en debate constante. Porque la fotografía se desacraliza, se transforma ya no en el documento meditado y profundamente intelectual de décadas pasadas, sino en un visión depurada a la que sólo parece sobrevivir la intención. La fotografía que se toma, ya no es tanto el mensaje que se muestra, sino la capacidad de mostrarla. Desde los incontables selfies que se toman por minuto en todas partes del mundo hasta el uso del celular como herramienta fotográfica, la imagen perdió su cualidad única — quizás también la unificadora — para construirse a sí misma como una idea que se repite. Una documento del presente tan borroso como inexacto. Cientos de imágenes que saturan las redes sociales, periódicos y revistas transforman la visión de la fotografía en una simplicidad de origen, como si el mero hecho de subvertir esa pausada consideración de las ideas, construyera una nueva plataforma de la interpretación. Surge entonces la mirada de la fotografía que explora regiones antes prohibidas para la cámaras o siempre en cuestionamiento. La cámara como intruso, la cámara como observador forzado — forzoso — , la necesidad de creación y construcción del mensaje fotográfico que rebasa lo significativo — simbólico — en favor de lo evidente. Tal pareciera que la paciencia mundial, del observador anónimo no admite esa replica del análisis de lo que se muestra, sino que exige esa interpretación del ahora, a través de lo evidente y nominal más limitado y elemental.

Quizás ya por los años sesenta, Marshall McLuhan tuvo una idea bastante clara de la influencia del Mass media sobre la imagen. Imagino el mundo — esa infinita red de interconexiones y visiones de lo relativo que llamamos cultura — como una aldea global. Una experiencia masiva, sin limites ni restricciones, donde todo material es susceptible de convertirse en producto visual. Teorizó sobre la idea que la privacidad desaparecería, que la fotografía dejaría de pertenecer al ámbito exclusivo de fotógrafos y demás profesionales de la imagen y sería un fenómeno mundial. Para McLuhan, sin duda “el medio es el mensaje” y más allá de eso, la fotografía se transforma en el reflejo de lo que ocurre, de las imágenes que producimos espontáneamente e incluso, de las que se producen por la necesidad inmediata de reflejar el entorno.
Porque la imagen se convirtió en un lenguaje que desborda incluso planteamientos elementales como la privacidad, la moral, la ética. La imagen se difunde y se muestra por el mero hecho de existir, por la necesidad de construir una nueva visión de lo que es el lenguaje que se crea a diario y más aún, del que nace como consecuencia inmediata de esa disyuntiva. Una visión de la fotografía fragmentada a partir de un nueva interpretación universal sobre la identidad individual, lo privado y lo público. Incluso lo venial.
Hace unos cuantos años, el fotógrafo Arne Svenson reavivó la polémica sobre los casi invisibles límites entre la privacidad, lo íntimo y lo que puede — o se desea mostrar — con su exposición “The Neighbors” inaugurada en una galería de Chelsea de la ciudad de Nueva York. El fotógrafo muestra una serie de imágenes tomadas a sus vecinos durante la vida cotidiana: todas ellas tomadas sin el conocimiento del o los retratados, lo que ha provocado una diatriba sobre la privacidad, el arte por el arte, y los límites que definen — y delimitan — ambas cosas. La propuesta fotográfica medita además, sobre el privilegio del fotógrafo como observador y sobre todo, cual es el límite del derecho a la intimidad, como frontera del discurso visual.

En una época donde la identidad y la privacidad se encuentran siempre en entredicho, sorprende el revuelo que ha causado el trabajo de Svenson. El fotógrafo apela al anonimato, aunque sin lograrlo: las escenas cotidianas que capta a través del lente, reflejan la intimidad de sus involuntarios modelos de una manera tan directa, que la personalidad del sujeto fotografiado parece trascender incluso a los elementos que lo invisibilizan. La propuesta investiga y profundiza acerca del prejuicio fotográfico — el voyerismo inevitable, como le llamaría Helmut Newton — y más allá, analiza una serie de ideas que desconciertan al espectador. ¿Cuáles son los límites entre lo que puede ser fotografiado y lo que no? ¿Existe en realidad alguna línea que no deba cruzarse en cuanto a la visión y propuesta fotográfica? ¿La intimidad nace de lo que invade la individualidad del retratado o solo se trata de una connotación — interpretación — del lenguaje visual del fotógrafo? A juicio de los indignados vecinos del fotógrafo, lo esencial del tema desborda lo meramente artístico: “Esto es acerca de los niños. Si está esperando ahí con su cámara durante horas, ¿quién sabe qué clase de tomas tiene? Puedo reconocer objetos del dormitorio de mi hija”, reclamó uno de los residente que aparece retratado en la serie fotografías, citado en un artículo del periódico New York Post.

No obstante, al analizar el trabajo fotográfico de Svenson, la identidad humana como conglomerado — más que como individualidad — trasciende el tema de que es privado y lo que no lo es. Su discurso sobre ese transcurrir de lo rutinario, muestra lo que probablemente es la arista menos digerible de la propuesta del fotógrafo: su negativa a identificar a quien fotografía. Para Svenson, la imagen no captura la esencia ni personaliza la imagen. De hecho, el pormenorizado estudio de lo cotidiano que muestran sus fotografías, representan una visión profundamente conmovedora del hombre: la belleza del día a día como una idea compartida, general. Las ventanas de Svenson, la limpieza de sus planos, la precisa intención de mostrar sin una opinión evidente, desconcierta. El observador promedio no está acostumbrado a una imagen que solo sea un ojo que sigue y capta lo diminuto, lo invisible, lo esencial para transformarlo en mensaje.
La polémica, por supuesto, no ha hecho sino aumentar, a medida que las opiniones escandalizadas señalan al fotógrafo como transgresor de lo que se considera una linea infranqueable. Una nueva aproximación con respecto a la ambigüedad de lo que consideramos íntimo, privado, público y evidente. Recuerdo haber leído en un par de ocasiones, que a Nan Goldin le pasó algo semejante: Se le acusó de cruzar esa línea sutil entre lo privado y lo pornográfico — entiéndase como directo y crudo — de lo cotidiano. Y ella respondió: “si puede ser mostrado y es una evidencia documental de un hecho silencioso, es íntimo. Lo privado carece de nombre. Lo intimo posee significado”.

¿Cual es la relación entre esa saturación metódica y asfixiante de imágenes y la pérdida total de sentido de ese aluvión de estímulos visuales sin contexto y valor? Por supuesto, se trata de un análisis conceptual de medios y herramientas, más que de mensaje. Y es que la gran pregunta que surge es quizás la más complicada de contestar: ¿Cómo se interpreta, se analiza y contextualiza la imagen en una época donde la fotografía es parte de un metalenguaje general? ¿Hasta donde alcanzamos a comprender la revolución de los medios sobre el lenguaje fotográfico? ¿Cómo se admite la rebelión de la imagen sobre su simplicidad y que elabora una nueva percepción de la fotografía como documento visual individual? Como diría Minor White, “siempre estamos fotografiando con nuestra mente” y ese es un ejercicio que te hace convertirte en un observador — duro y en ocasiones obstinados — de la vida de otro, de la circunstancia de otro. La cámara en las mano, solo hace objetivo y material la intención. Pero esa necesidad de analizar la vida como una serie de escenas robadas a la privacidad de alguien más siempre crea un nuevo discurso fotográfico. Y lo hace a través de los medios y herramientas que suponen la fotografía un observador implacable. ¿Hasta dónde nos conduce esa nueva percepción de la fotografía como lenguaje en estado puro? ¿Como elemento sintomático de esa acelerada reconstrucción de percepciones aparentemente absolutas como la individualidad y el ideario ajeno? Son cuestionamientos cada vez más frecuentes en quien asume la fotografía no sólo como documento, sino como algo más: Un reflejo de la realidad que circunda y coexiste.

Tal vez todo se resuma a que como apuntaba Cartier Bresson, a mayor facilidad, mayor desastre creativo. O sea simplemente el hecho, que nos acostumbramos a creer que las imágenes pueden o no expresar un mensaje mientras sean visualmente atractivas. ¿Es eso válido? ¿Cual es el límite entre la referencia, la copia, la repetición del motivo? ¿Qué hace una imagen recordable, perdurable, trascendente en un mundo donde la imagen lo es todo y representa casi cualquier cosa? ¿Es la referencia una necesaria contaminación visual? ¿Hacia donde se construye el lenguaje visual que una y otra vez medita sobre ideas vacías? Habría que meditar además, del hecho que la imagen es esa captura de lo momentáneo, el presente convirtiéndose en pasado. ¿A donde vamos visualmente hablando? ¿Que idea del mundo es esta donde la originalidad y la individualidad carece de sentido? ¿Cuánto de lo que pensamos y creamos es copiado a una idea más vieja? ¿Cuánto hay de nosotros en cada obra que firmamos autoral?

¿Se sustituye el mundo de las ideas por el de la imagen? ¿O las imágenes se han vuelto ideas? El límite entre ambas percepciones de la verdad parece difuso pero sobre todo, cada vez más cerca de una absoluta inopia con respecto a lo que la imagen puede ser y representar. ¿A dónde nos conduce esa incesante reflexión sobre la capacidad para la captura de imagen y no su análisis conceptual?

El símbolo incompleto: Cuando la imagen sugiere pero no profundiza en la visión que muestra.
Nuestra época acostumbra a erigir emblemas con una rapidez que resulta incómodo y la mayoría de las veces, intimidante. Por ese motivo, no sorprende a nadie el uso de la fotografía de Omran como un renovado emblema de la desesperanza y la crueldad de un conflicto que ya suma millones de víctimas. No obstante lo más preocupante resulta, el hecho que a diario se comparten imágenes de niños muertos o heridos, muchos más desgarradoras y cruentas que la del pequeño rostro de un niño de cuatro años, mirando en pánico a la cámara que lo capta. ¿Qué convirtió a Omran en un símbolo inmediato? ¿Qué lo hizo abandonar esa interminable sucesión de imágenes, lo privado del drama cotidiano y convertirse en algo más?
Quizás se trate de un tema de familiaridad e identificación, lo que haría el fenómeno más complejo y sobre todo, más duro de asimilar. Porque en contraposición a las imágenes horripilantes que circundan las redes y medios impresos a diarios, la de Omran nos remite a una urgencia privada — un temor básico y comprensible — que lo hace mucho más cercano que cualquier otra imagen que conflicto. Y es entonces cuando ese peso de la imagen documento — la noción que refleja nuestra identidad universal — se hace más evidente y complicada de entender. La imagen no impacta sólo por invadir la privacidad del miedo, esa percepción diminuta de un momento privado de puro terror sino porque nos retrotrae a la experiencia que Omran podría ser cualquiera de nosotros. O cualquiera que conozcamos, en todo caso. Y esa empatía involuntaria lo que confiere poder — o más allá de eso, construye — un mensaje visible que se hace reconocible y se absorbe como parte de un discurso mucho más profundo.

Sin embargo ¿Qué ocurre con la interpretación de la imagen más allá de ese primer elemento de sorpresa, dolor y reconocimiento? ¿Como se interpreta la imagen que se funde y se difumina en millones de otras? ¿Nuestra cultura se ha hecho tan banal, superficial y sobre indiferente que el documento visual termina careciendo de valor y poder de representatividad? Hace unas semanas, el periódico The New York Times concluía un artículo sobre la fotografía de Omran con una anécdota terrorífica: “Otro niño cubierto de sangre estaba acostado en una camilla mientras un médico lo atendía. Unos minutos después llegó un mensaje de texto: el niño ha muerto. Se llamaba Ibrahim Hadiri. Adjunta, una fotografía de su rostro con los ojos cerrados. No parece que vaya a volverse viral.”

Quizás esa visión de lo efímero de la atención mundial resuma mejor que cualquier otra cosa esta nueva época de la imagen que existe en medio del concepto brumoso y más allá de eso, carente de real importancia.

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