lunes, 2 de abril de 2018

De la Vagina dentata al poder del deseo: El cuerpo de la mujer como misterio.


El origen del mundo de Gustave Courbet 



Hace unos días, recibí el siguiente mensaje en mi correo electrónico: “Usted es irresponsable y pornógrafa. Las mujeres de bien no ven ese tipo de fotografía”. El invisible interlocutor hacía mención a un reciente artículo que publiqué en mi blog Nobuyoshi Araki, el controvertido fotógrafo japonés, cuyas imágenes tienen un fuerte contenido sexual. Aunque al escribir el texto supuse despertaría algunos comentarios de desaprobación — sobre todo porque el trabajo de Araki incomoda a mucha gente — me sorprendió la crítica. Sobre todo la insinuación de lo que puede o no hacer una mujer con sus palabras, pluma y opinión. Ignoré el comentario.

Pero para mi interlocutora (porque para mi sorpresa, el insistente crítico se trataba de una mujer), no todo parecía estar dicho. Un día después, recibí un segundo correo, donde la mujer, enfurecida, me reclamaba lo que llamó “mi poca moral”, insistiendo en que como, luego de declararme defensora de los derechos femeninos, pudiera mirar el trabajo de Araki con “buenos ojos”. Además, añadía que había investigado sobre el autor y que todas sus imágenes eran retorcidas, “Una declaración de violencia” y lo que según comprendí, molestaba más a mi enfurecida lectora, “mostraba esa parte del cuerpo que no se debe mostrar nunca”.

Juro que intenté contenerme. Lo juro solemnemente. Pero no pude. De manera que me armé de paciencia, reuní las mejores imágenes de Araki sobre la vulva femenina, algunas más del fotógrafo Nelson Garrido, una pareja en una tórrida escena sexual captada por Nan Goldin y se la envíe a mi pudorosa remitente. Aguardé su respuesta y mientras lo hacía, me pregunté una y otra vez, el motivo por el cual a la mujer parece resultarle tan escandaloso que su cuerpo se muestre. Me refiero, en concreto, no solo al inspiracional desnudo artístico, sino a esa visión mucho más quirúrgica que expresa la idea de lo femenino — su genitalidad — de una manera muy frontal. Una interpretación de la idea de lo que es o no moral que me desconcierta y más allá, me hace pensar que la cultura represiva contra la mujer ha tenido un resultado casi castrante en la imagen que tiene de si misma, y más allá de la cultura a la que pertenece y que presumiblemente, le enseñó que ciertas cosas de su cuerpo “no se miran” y “no se tocan”.

La perla del deseo o el pequeño secreto entre las piernas:
Hablar sobre la Vulva femenina no es un tema sencillo ni que se aborda fácil. Para el hombre, parece ser más sencillo exhibirse desnudo: desde la Grecia Clásica, el genital masculino ha representado poder y fuerza, lo cual es comprensible. En la visión primitiva de sexo, el hombre que penetraba simbolizaba a ese poder de lo viril, ese símbolo del poder del macho de la especie. Con la mujer, la cosa es distinta: tal vez sea deba a un asunto meramente práctico: los genitales femeninos permanecen ocultos, entre la piel, el pudor y la simple ironía de guardar — bajo puertas casi secretas — el deseo femenino. Y aunque las Diosas de todas las épocas han mostrado sus exuberantes pechos desnudos — se conservan multitud de estatuillas de Diosas de opulenta belleza — muy pocas muestran lo femenino a un nivel más íntimo. Tal pareciera que en el esquema de las cosas, el genital femenino se resume a ese pudoroso pliegue de piel que los artistas de todas las épocas representaron en dulces alegorías. Los pechos espléndidos y altivos demostrando belleza, y la cintura cubierta por telas transparentes, esa enigmática puerta al mundo del placer. De manera que la mujer — como figura, identidad y expresión — siempre pareció estar protegida por su propia naturaleza.

Pasarían siglos hasta que un cínico y provocador Gustave Courbet descubriera el mundo el enigma femenino. Y lo hizo, a la manera simple de los talentosos: Courbet exaltó el cuerpo femenino en una serie de obras que parecen no solo exhibir la belleza de la mujer real — la que existe más allá de la mordaza histórica — sino además, dejar bien claro el poder de esa realidad de carne y hueso, ese fragante ahora de lo recién nacido y nada figurativo. Porque la mujer Courbet no despierta ternura ni muestra fragilidad: es portentosa en su poder natural. Baste como ejemplo su cuadro más conocido “El origen del Mundo”: toda un declaración de intenciones con su imagen del sexo femenino como parte de una figura anónima que yace cómodamente reclinada, en toda su gloria impúdica. La obra, con su visión casi anatómica del sexo de la mujer, dejó muy claro que la mujer de Courbet es poderosa por derecho propio, por la necesidad de mostrarse sin ningún matiz. El observador no tiene un solo lugar a donde esconderse, entre las piernas de la mujer anónima: la sexualidad se plantea como obra de arte y se piensa así misma como devocionario de un nuevo tipo de religión y creación visual.

Unos años más tarde, un joven y mundano Amadeo Modigliani liberaría a su modo a la Vulva femenina de su discreta sumisión. Y lo hizo con su trazo directo y evidente: el París de su época miro a las mujeres Modigliani y sintió horror. Eran demasiado reales, incluso en su estilización artística, en esa visión geométrica y disgregada del pintor, para comprenderlas. Hablamos de un tiempo donde la mujer era una criatura divina y etérea que se miraba así misma como reflejo de castidad. Pero Modigliani rasgó las vestiduras: Las mostró velludas y con los labios secretos bien a la vista. Cundió el escándalo. El pintor fue execrado de los elitescos círculos de París y se le condenó al ostracismo. El mundo no estaba preparado para la Mujer Modigliani, dijo alguien. A veces me pregunto si el mundo para lo que no estaba preparado era para la liberación de la mujer.

Cual sea el caso, el pintor logró un pequeño avance en un camino largo y doloroso: La mujer dejó de ser una criatura sin rostro, anónima en el deseo para existir. Real. Con sonrisas húmedas y ojos abiertos de asombro. Y con que fuerza. Durante años, la mujer tradicional, esa que insistía las pinturas y después la fotografía forzó a la otra, la temible, la diablesa, la provocativa, a subsistir al fondo de la memoria colectiva. A moverse de un lado a otro, tropezando con la hipocresía social para encontrar una manera de comprenderse. Y aún así, esa mujer poderosa y creativa, la malvada, siguió sobreviviendo a pesar del peso de la historia en común, la que comparte sin quererlo. La visión de lo que se teme, se contempla. Desconcierta y angustia. Reprime y finalmente contradice lo esencial de la visión femenina sobre si misma.

La flor misteriosa, orquídea transparente.

Obra de Nelson Garrido.

El primer médico ginecólogo que me atendió en mi vida, era una mujer. Pragmática, con la edad de Dios o una muy cercana, A. era una de esas veteranas del prejuicio que parece recorrer justamente el camino contrario, hacia la liberación. Luego de realizarme todos los exámenes de rutina — y lidiar con mi nerviosismo de doce años inquietos e incómodos — me pidió escuchar una pequeña charla sobre lo que llamó “la verguenza social”.

- Tu vulva es un tesoro — me dijo en esa primera cita — te dirán que te cubras, que es la florcita de la familia, que te respetes. Pero es tuya. Es el poder de que te dio la naturaleza. Creas vida, sientes placer. Eres poderosa.

Sus palabras me gustaron. Se parecían muchísimo a lo que mi abuela pensaba sobre el cuerpo femenino y a la manera como me habían educado. Y es que quizás A., con su mirada dura, era también una sobreviviente a la historia de las mujeres, esa que nadie cuenta. Después me enteraría que para poder estudiar medicina, había tenido que huir de la casa paterna. Su padre, un hombre conservador y machista, le había tratado de convencer por años que debía licenciarse en algo más femenino. Como A. me explicará en su oportunidad, la idea de un mundo signado por el género la aterró, de manera que decidió estudiar medicina, sin el apoyo familiar.

- Te dirán que eres decente, que la decencia comienza por cuidar de tus partecitas — soltó una carcajada — no le permitas a nadie convencerte que tu vagina, tu vulva, tu concha, no te pertenece. Es tuya. No utilices epítetos infantiles. La mujer debe ser adulta.

Esa idea me intrigó por años. Y es que viviendo en un país machista como el mío, la cosa parece elaborar un propio concepto de lo bueno y de lo malo. La niña buena lleva falda a la rodilla, no se ríe en voz alta, no es fácil ( lo que sea que signifique ese término ). La chica mala por el contrario, es destructora, temible. La que todos desean mirar pero nadie tropezarse. Tal vez por ese motivo, la primera vez que me tropecé con una fotografía de Nelson Garrido, sentí un inmediato alivio. Con sus temática vulgar, su creación de la mujer fetiche y esa devoción por lo femenino como transgresor, era una bocanada de aire fresco en toda esta necesidad de reconstruir a la mujer como figura de culto, más allá de la visión real de las cosas.

Todas las fotografía de Nelson Garrido suele asquear o atemorizar al espectador. Como diría mi profesora de fotografía favorita, su dilema es la búsqueda del impacto a través de lo retorcido, lo inquietante y lo directamente desagradable. No obstante, una de sus imágenes suele causar revuelo allá donde se muestra, sobre todo a las mujeres: se trata de una vagina, fotografiada de una manera muy evidente y frontal. El encuadre pequeño y muy cerrado no deja ningún elemento a la imaginación. Y como si eso no fuera suficiente, entre los labios interiores — justo en la llamada flor del deseo, el eufemismo más ridículo que he escuchado para clítoris — hay una pequeña escultura de un niño Jesús. Idéntico a los que se suelen usar en el pesebre. Inmediato escándalo. Incluso hay un grupo de devotos enemigos de Nelson Garrido que lo odian justamente por esa imagen.

La primera vez que yo la vi, me la mostró una amiga. Y estaba muy aterrorizada por todo: la vagina visible, con una escultura religiosa en evidente provocación. Pues a mi me encantó. Miré la imagen fascinada por un largo rato y me pregunté como habría sido tomarla, crear una alegoría crudisima y directa sobre el temor al sexo, la pudibundez cultural y la estereotipación de la conducta sexual a través de algo tan orgánico como los genitales femeninos. Bien podría haber desarrollado un símbolo fálico, bien visible y exuberante, pero Garrido, en toda esa radiante visión suya sobre la mujer y el arte, lo hizo a través de una vulva. Por supuesto, cuando se lo expliqué a mi amiga, se escandalizó.

- ¡Esto es una falta de respeto! — exclamó — colocar allí un crucifijo…
- ¿Allí donde? — pregunté con intención. Me dedicó una mirada durísima. Y se sonrojó.
- Allí, Aglaia…allí abajo.
- Eso tiene un nombre — dije rotunda — vagina.
Mi amiga se ruborizó aún más y me angustio un poco que una palabra — su propio cuerpo — le provocara tanto horror. Manoteó y me quitó de las manos la revista que contenía la imagen.
- Ya sabía que no entenderías nada — me reclamó.
- ¿Qué tenía que entender? — pregunté perpleja. Ella me miró con los ojos muy brillantes.
- ¡Es Cristo! ¡Es sagrado! ¡Y lo puso allí! — casi escupió las palabras. Sentí que un malévolo sentido del humor me subía a la garganta.
- En la vagina.
- ¿Te encanta la palabra no?
- Solo es una palabra — dije. Y mientras las emociones de mi amiga parecían sofocarla aún más, a mi toda la conversación me parecía más incomprensible. ¿Por qué tanto pánico? ¿qué había tan temible en su cuerpo como para para angustiarle así?
- ¡Es una grosería lo que hizo ese hombre!
- Tu cuerpo es tan sagrado como el crucifijo — respondí. Ahora sí comenzaba a disgustarme — no puedo entender porque miras tu propio cuerpo como algo corrompido e inquietante.
- ¡Tu no entiendes nada! — me reclamó y sin más, me dejó plantada en el café donde nos encontrábamos. La verdad no, no entendía nada.

Pasarían algunos años hasta que pude preguntarle directamente a Nelson Garrido el motivo que le había llevado a tomar esa fotografía y otras muy parecidas. Por entonces era su alumna en el durísimo taller “Experimental I” y me debatía con respecto al tema del desnudo y la autocensura. Cuando le pregunté directamente su visión del cuerpo y la moral, soltó una de sus carcajadas nasales.
- Solo puse el crucifijo, que considero Santo como buen católico, en el lugar más Sagrado que encontré — respondió. Nos encontrábamos sentados en la pequeña biblioteca de su Escuela de su fotografía y su respuesta me pareció extraordinaria, como si fuera parte en belleza y esencia, de ese pequeño templo a la imagen en el que nos encontrábamos. Tomé un sorbo de café, mirando fascinada.

- A usted le llamarian feminista radical — comenté. Me dedicó una de sus amplias sonrisas socarronas.
- No. Soy consciente del poder del símbolo. La mejor forma de escandalizar en el arte es hacerte pensar. Y quien ve esa fotografía, no la olvida. Ya sea para insultarla, mostrarla, pensarla o como tu, sonreír con ella.
Era verdad. Y me asombró que el profesor Garrido lo viera tan claro y lo expresara con tanta contundencia. O tal vez, no debió sorprenderme: todo fotógrafo es, ante todo, un iconoclasta.

Araki y el temor epistolar:
Volviendo a la mujer que estaba muy horrorizada por mi artículo sobre Araki, recibí respuesta suya unas dos horas más tarde. Al parecer, ya no solo le provocaba repulsión, sino algo más cercano al horror. Me acusó — otra vez — de pornógrafa y me preguntó directamente si era una “puta”. Cuando le respondí que podría serlo pero tendría que asumir mi cuota de culpa, me respondió iracunda.
“El mundo está perdido desde el origen. La mujer tuvo la culpa”.

Solté una carcajada. Recordé el cuadro de Courbet, las mujeres de Modigliani y la vagina sacra de Garrido y pensé que mi extraña interlocutora, en toda su furia religiosa, tenía razón. La mujer tiene la culpa de crear una opinión, de debatir sus propias ideas a través de símbolos y una necesidad siempre insatisfecha.

¿Curiosidad? ¿Puteria? Quien sabe.

Lo que sí sé, es que muy probablemente, soy culpable.
C’est la vie.

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