miércoles, 11 de abril de 2018
La rebeldía, el ego y otras turbulencias cotidianas.
( La siguiente historia es real y estoy autorizada por su angustiado protagonista para contarla )
A M. lo conozco hace casi una década: fuimos compañeros de clases durante mis primeros años de mi licenciatura en Letras y después, cuando decidió que la literatura no era lo suyo y decidió abandonar, seguimos siendo amigos. También hemos trabajado juntos: primero en una revista que nunca llegó a publicarse y después, en algún que otro proyecto en que hemos tropezado por azar. Por último y contra mi consejo, me contrató como para corregir su Tesis de postgrado en una Universidad Nacional. Y allí comenzaron los problemas.
Porque M. es rebelde, o así se define así mismo. Lo fue durante la Universidad, donde se burlaba de los profesores en voz alta, provocándolos siempre que podía. Disfruta de su humor sardónico y de lo que llama, con mucho desparpajo, “visión del mundo políticamente incorrecta”. Nada que me moleste en absoluto o que me preocupara hasta que digamos, tuve un encontronazo frontal con esa necesidad suya de llevar la contraria por lo que parece ser mero gusto. Nuestra primera reunión en plan de negocios fue muy tensa: intenté darle las recomendaciones formales y generales que podrían ayudarle a completar su tesis — siempre postergada por algún plan inmediato — y que además, le ayudarían a desarrollar mejor la idea que tenía en mente. Como de costumbre, M. soltó una carcajada casi burlona.
- Sabes que no te voy a obedecer en nada de eso verdad ¿Verdad? — dijo. Lo miré un poco desconcertada.
- Son consejos profesionales — le aclaré. Se encogió de hombros.
- Tu revisa que no cometa locuras ortográficas, que sea legible y con eso es suficiente. De lo demás me encargo yo. No le obedezco a nadie.
Muy bien, me dije. Esto será difícil. De manera que le obedecí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Incluso cuando los capítulos y justificaciones comenzaron a llegar — todos ellos con graves problemas de argumentación y desarrollo de las ideas que intentaba demostrar — no hice comentario alguno. Corregí cuidadosamente la ortografía y la redacción — como me había pedido -, me preocupé porque cada párrafo fuera impecable y fácil de leer. Y claro está, me contuve siempre que pude de comentar sobre el fondo, de insistir en los problemas evidentes que notaba a medida que avanzaba la argumentación: no solo M. no conseguía expresar una idea clara sobre lo que quería proponer, sino que además, había una enorme debilidad en planteamientos. Sabía que tarde o temprano, habría problemas. Y los hubo claro.
Lo más inquietante de todo, es que como suele suceder, todo estalló en el momento más difícil posible: una de esas circunstancias donde la solución roza la imposibilidad. Cuando recibí la llamada de un M. angustiado y casi desesperado, me quedé muda de asombro: Su tutor viajaría fuera de Venezuela y no regresaría durante tres meses. Y quería un replanteamiento de la idea “muy rápido”. Muy rápido, por supuesto, implicaba un lapso imposible de entrega de menos de cuatro días. Estuve a punto de negarme. Muy cerca estuve de explicarle a M. que era un trabajo cuesta arriba que dudaba pudiera lograr completar. Pero como siempre, decidí hacer un último esfuerzo. Más valía intentarlo que no hacerlo, pensé intentando darme ánimos. Por supuesto, M. se deshizo en palabras agradecimiento.
- Fue una gran estupidez — dijo contrito — nunca pensé que todo esto se me saldría de las manos.
Estuve a punto de mencionar la palabra “Rebelde”. Pero no lo hice y seguí trabajando.
De la Rebeldía a la locura, en dos pasos.
Nunca fui rebelde. Fui extraña desde niña, que supongo es otra visión de las cosas, pero jamás me consideré controversial ni contradictoria ni mucho menos polémica. De hecho, era todo lo contrario: silenciosa, educada y pacifica. En realidad, no me importaba ser ninguna de esas cosas. Ya bastante problemas tenía con ser la más joven de un salón de clases lleno de adolescentes, pálida, callada y torpe. De manera que jamás me importó ser rebelde. Nunca pensé en misma en aquellos términos, a pesar de que aparentemente lo era. Desde que recuerde, alguien siempre me acusó de preguntona, de disfrutar llevando la contraria, de ser la que hacia las cosas ignorando a la mayoría. Pero en realidad, de eso no trata la rebeldía ¿No? La rebeldía implica oponerse a todo, disfrutar haciéndolo. Rebelarse significa lanzar groserías a todo pulmón, hacerte escuchar. Imponer la individualidad a cualquier precio. Disfrutar haciéndolo. Y nunca hice nada de eso: en realidad transité mi camino — mi forma de ver el mundo — con dificultad, siempre un poco incómoda, pero intentando ser lo más fiel posible a mi manera de pensar. Siempre sentí un poco de miedo al hacerlo, siempre me pregunté si era lo correcto. De hecho, si tuviera que definir los primeros años de adolescencia y primera juventud, la palabra incertidumbre, sería la mejor que podría hacerlo. Nunca estuve muy segura si tomaba la decisión correcta. Pero la tomé. Nunca creí que debía contrariar la visión general del mundo, ni que así, sería más fuerte y concreta mi perspectiva del mundo. Pero sin embargo siempre resultó que transitaba la vía contraría a la habitual, casi por accidente. Siempre hice lo que creí debía hacer, por convicción o por necesidad. A pesar del miedo, de la sensación un poco de andar a ciegas en la oscuridad, de recorrer el camino más solitario entre tropezones. Aprendí mucho en el recorrido, claro: sobre todo acerca de mi forma de crear, construir y creer y más allá, de mirar el mundo desde una perspectiva muy personal y privada.
Y es que quizás, la Rebeldía tiene mucho que ver con el Ego, con esa conciencia muy clara que todos tenemos sobre nuestras propias capacidades y habilidades. En mi caso, todas mis formas de expresión, todas las maneras que he encontrado para entender el mundo, han sido a través del arte, por medio de esa insistente e incontenible necesidad de crear. No lo hago porque considere que lo que escribo o fotografío sea especialmente bueno o malo, sino abrumada por una enorme fascinación por todo lo que puedo decir de mi mente — y quién sabe si mi espíritu — a través de una palabra o una imagen. Me asombra siempre, el poco poder que tengo sobre lo que nace de mis manos, lo que se construye en mi mundo de las ideas. Me apasiona la idea de comprender la realidad desde una perspectiva nueva, refrescante. De asumir el pensamiento que el mundo que te rodea puede ser lo que sueñas o aún más, lo que deseas de él. Un idea preciosa claro, pero que muy pocas veces resulta ser verídica o realista. Pero que casi siempre es atractiva.
Una vez, me encontraba cenando con varias de mis primas, cuando una de ellas, comenzó a hablar sobre mi. Relató las montones de veces en que me resistí a jugar con ellas, las veces en que lloré para que me dejaran en paz, en mi sillón con el libro en las rodillas. Otra agregó que siempre le asombraba que prefeririera escribir y leer en silencio al escándalo, a lo que llamó “el necesario sonido de todo lo que pasa”. Como si para mi, el silencio fuera una forma de expresarme. O quizás ni siquiera algo tan complejo. Simplemente disfrutaba de otras cosas con una intensidad que ninguna de ellas podía comprender. Las escuché boquiabierta, un poco avergonzada. Esa imagen mia, de niña llorona y de adolescente huraña, me lastimaba las heridas aún sensibles de una primera juventud complicada, de esa torpeza social mia que aún de adulta me atormenta. Una de mis primas rió al escucharme.
- ¿Avergonzarte? ¡si siempre te salias con la tuya! ¡Jamás hiciste nada que no quisieras! — comentó. Me encogí de hombros, aturdida.
- No lo hice porque me divirtiera llevando la contraria — expliqué — solo que…
- Eres una rebelde, a tu manera — insistió G., mi prima menor, la más singular de aquel grupo de mujeres. Muchas veces han dicho que nos parecemos, aunque no sé muy bien en qué: G. es alegre y extrovertida, le encanta la música y bailar. El mundo para ella es un lugar colorido y ruidoso, justo lo contrario a como lo veo yo. Pero siempre hubo una gran complicidad entre ambas: a G. es a quien llamo cuando necesito escuchar una versión fresca de algún problema, cuando necesito un consejo amable.
- Oye, admitamoslo, soy como la tía aburrida del cuento — dije, incómoda — la tía amable que da las buenas tardes y los buenos días. Que es buena vecina y ciudadana, que siempre está dispuesta a ayudar.
- ¿Hay que vestirse de negro y llamarse rebelde para hacerlo? — respondió G. con un guiño malicioso en los ojos verdes — ¿Hay que dejarle bien claro a todo el mundo que eres rebelde? Yo prefiero tu estilo. Haces lo que quieres, sin estridencias. Pero lo haces.
El pensamiento me desconcertó. Seguí pensando en el tema mientras volvía a casa esa noche más tarde. ¿Quién era un rebelde? Nunca se me podría definir como una: soy educada, política, amable cuando puedo e incluso me esfuerzo en serlo cuando me resulta difícil. Tengo lapsos de mal humor mañanero sin mayores consecuencias. Me gustan las discusiones de ideas, me apasiona el debate y los argumentos. Pero un rebelde es algo más ¿No?. Un rebelde lleva la contraria con tanto placer como necesidad. Lo hace siempre que puede, porque debe como una forma de expresarse. Tal vez la rebeldía es un arte y como todos, hay una cierta belleza en serlo. Recordé a los rebeldes de la Universidad, con su ropa negra y desgarrada, el cabello de colores. O a las de la vida común, los que te dejan bien claro que jamás harán nada por la vía sencilla, de la manera normal. El día a día no es para ellos. ¿Que podía decir a eso? En mi caso, se había tratado de un problema de principios. De una manera de ver el mundo y asumirlo como real: Siempre caminé a mi ritmo, lento o rápido. Pero al mio. Por la orilla menos transitada. ¿Eso era rebeldía?
- ¡Claro que sí! — me contestó G. cuando más tarde le hice una llamada telefónica para comentarle mis reflexiones — ¿Quién es más rebelde? ¿El que lo dice a todo el que quiera escucharlo o el que realmente hace lo que quiere a la manera discreta? Es una cuestión de reformular la idea, o asumir que es fácil decir, pero muy complicado hacer. La realidad se construye y puede narrarse. Pero una palabra puede ser incompleta para definir una mínima visión del mundo.
Era cierto, medité un poco desconcertada. La rebeldía es esa capacidad del ser humano para resistirse a lo evidente, para comprenderse así misma fuera de la idea básica, de lo que se presume es normal, de lo que elabora la interpretación de lo que consideramos real. Pero ¿Quienes son rebeldes? ¿quienes realmente se asumen a dar el paso? ¿Quienes van más allá de creer que la rebeldía es necesaria para imaginarla imprescindible? Recordé las veces que mucha gente me había preguntado cuando “asentaría cabeza”, cuando “comenzaría a madurar” por mi insistencia en hacer las cosas a mi manera. ¿Eso me hacia rebelde?
No lo creía así. Me hacia simplemente individual.
- Tienes esa sonrisa — comenta M. mientras almorzamos juntos para celebrar haber logrado que su tutor pudiera leer su justificación dentro del lapso imposible. Me encojo de hombros.
- ¿Cual?
- Esa que siempre tienes cuando estás pensando — explica — seguro me vas a decir “Yo te lo dije”.
- No lo haré — mastico con lentitud mi trozo de torta de chocolate y vuelvo a sonreír — en realidad estoy contenta de haberte ayudado.
- ¡Pensé me mandarías a la mierda por aquello de ser “rebelde y no obedecer a nadie”! — dijo. Y se le veía avergonzado. Casi le creí.
- Pude haberlo hecho, claro.
- Pero dejaste que me estrellara solo — adujo. Solté una risita. Lo miré directamente a los ojos.
- Siempre es más divertido que insultar — admití. M. sacudió la cabeza y tuvo el buen tino de no insistir en el tema. Pero me dedicó una de esas largas miradas inquietas suyas que nunca sé comprender muy bien.
- ¿Qué?
- Siempre te sales con la tuya ¿No?
Esta vez reí en voz alta. Casi me atraganto con el trozo de deliciosa torta de chocolate que no debería estar comiendo pero que estaba disfrutando con todo placer. Me gustó el sonido de mi risa y por una vez, me sentí cómoda, a pesar de mi torpeza. Una manera de crear un mundo particular, de construir una visión de lo individual que pueda no solo definirme, sino más allá, brindarme una manera de soñar.
C’est la vie.
Ningún tesista fue maltratado en la redacción de este artículo.
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