martes, 10 de abril de 2018

Las penurias del hombre corriente o todo lo que tu café puede decir sobre ti: algunas consideraciones sobre el machismo invisible.




La masculinidad es un fenómeno en constante debate, o al menos lo es en nuestro continente, en el que la virilidad parece ser tan frágil como para no soportar un poco de sofisticación ¿Cómo toma un hombre su café? Se pregunta en voz alta un meme. Además de cuestionarse sobre tan importante señalamiento, muestra una serie de imágenes que crean el barómetro sobre lo “realmente masculino” y lo que no lo es. Cuando comparto la imagen en mi frontpage, sé que habrá polémica, que seguramente la discusión traerá algunas cosas interesantes sobre género, percepción de la identidad y que sin duda, habrá un gran debate sobre como analizamos la masculinidad. Me hace sonreír la idea, claro. Me gusta comprender la forma en que nos miramos unos a otros a través de provocaciones sencillas.

Por supuesto, la discusión que ocurre un rato después, no me defrauda. Desde los previsibles chistes — “Hombre que se respeta no pierde el tiempo procesando el café sino que mastica el grano” — hasta preguntas de genuina curiosidad sobre el género y lo masculino, el chiste malintencionado parece dejar muy en claro que lo que consideramos masculino y viril tiene una clara relación con cierta simplificación sobre el hombre. Una idea que siempre me ha parecido preocupante y sobre todo, en un país — continente — como el nuestro en el que el machismo somete al sexo masculino a todo tipo de presiones, dolores y estereotipos. La mayoría de las veces, la cuestión es tan sutil que pasa desapercibida bajo capas de humor malicioso y críticas levemente punzantes sobre lo que el hombre puede — debe — ser. Pero en un país como Venezuela, en el que lo viril es una prueba de resistencia contra la violencia y sobre todo, una percepción sobre el miedo convertido en una crítica constante, la cosa no es tan sencilla como podría ser el mero concepto.

— Del hombre se espera una idea única: que llene las expectativas — me comenta mi amigo P., psiquiatra y que toma su café con leche y mucha azúcar, casi en la línea de la virilidad en permanente cuestionamiento — y esas expectativas abarcan desde cómo debe comportarse hasta el hecho de su aspecto físico. Ser hombre en un país machista equivale a cumplir un estereotipo tan férreo que resulta por momentos directamente insoportables. Ese macho calcáreo tan duro de comprender como de asimilar.

No sé que responder a eso. Crecí con hombres machistas, como cualquier mujer de mi país. Mi padre estaba convencido que las mujeres debían “no sólo ser decentes sino además, parecerlo” y uno de mis tios insistió hasta el último día de su vida, que ser “ser fotógrafa era denigrar mi feminidad”, un término que utilizaba para definir cierta actitud sumisa en la que por supuesto, jamás encajé. Pero por supuesto, hay muchísimas más ideas sobre el tema: Los hombres que sienten que deben demostrar su virilidad a través de la violencia y la agresión. Más allá de eso, hay una percepción evidente sobre lo que el hombre puede ser como símbolo y la forma en que lo percibe la cultura. Entre ambas cosas, la brecha es enorme, dolorosa e incómoda, cuando no directamente incomprensible.

— Ser un hombre latinoamericano es un trabajo a tiempo completo — me dice mi amigo G. cuando le hablo de todo lo anterior. Toma su café negro y sin azúcar, lo que supongo lo califica como un espléndido ejemplar de virilidad — es una idea que te acompaña a todas partes y desde la niñez. Mientras la mujer lucha porque no la aplaste el menosprecio, el hombre batalla contra una imagen rígida sobre lo que debe ser o cómo debe comportarse.

De niña, mis primos — con quién jugaba a diario — estaban siempre muy preocupados por no parecer “débiles”, de manera que se tragaban las lágrimas de frustración y miedo, la incomodidad de raspones e incluso una que otra fractura y sobre todo, el miedo. Recuerdo que en una ocasión, mi primo mayor y yo nos quedamos atrapados en el diminuto ascensor del edificio en el que vivía. Pálido y aterrorizado, se dejó caer al suelo, temblando por un sentimiento de horror tan vívido que me conmovió como pocas cosas lo habían hecho hasta entonces y lo harían después. Me incliné a su lado, le pasé un brazo por la espalda y nos quedamos allí, apretados el uno contra el otro en la oscuridad, intentando que el miedo no nos dejara sin respiración. Finalmente, cuando los bomberos lograron restablecer el servicio, me miró avergonzado e incluso disgustado. “Jamás le cuentes a nadie que me asusté” me exigió con la voz rota y los ojos muy abiertos, como si la mera posibilidad que me mofara de él le resultara insoportable “Jamás le digas a nadie como me sentí”.

No lo hice, claro, pero la reacción me dejó algunas lecciones que recordé por mucho tiempo. Cuando le recuerdo todo lo anterior en un almuerzo familiar, me mira conmovido y sorprendido.

— Recuerdas todo eso.
 — Claro, eras la persona más valiente del mundo y tenías miedo. Eso me preocupó mucho.

Se toma un sorbo del café negro y sin azúcar que suele beber. Se encoge de hombros. De pronto, a pesar de sus casi cuarenta años cumplidos, me parece de nuevo el muchacho pecoso, cansado y triste de su juventud. Incluso el niño delgaducho y nervioso que fue durante nuestra infancia.

— Tenía tanto miedo que todos se burlaran de mí — me dice con un suspiro, una tristeza real y tan firme que me desconcierta — pasé buena parte de los meses que siguieron convencido que tendría que soportar las burlas de mis hermanos, que todos se enteraran que yo era un “mierdita cobarde”.

Reconozco el término: era el que utilizaba mi primo mayor para referirse a cualquiera que mostrara algún símbolo de debilidad, miedo o vacilación. Más de una vez me lo dedicó pero jamás le hice demasiado caso: solía golpearle a patadas y arrojarle todo lo que tenía en la mano cuando lo hacía. Pero supuse era distinto para mí. Era una niña, no era parte del “grupo”. Y por supuesto, no tenía que demostrar nada a él o al resto de adolescentes que le rodeaban a todas partes como un grupo de terribles jueces del criterio y el comportamiento ajeno. Un pensamiento inquietante con el que mi primo debió lidiar por años.

— Ser un hombre es un poco aceptar todos te juzgarán de alguna manera — dice mi primo con un encogimiento de hombros — intento no criar a mi hijo de esa manera…pero supongo que lo tendrá que afrontar, antes o después. Todos los días. El mundo es así.

Mira hacia el patio en el que su hijo de nueve años corre de un lado a otro, riendo a carcajadas y jugando a darse empujones con un niño desconocido. ¿Cómo es la masculinidad en la actualidad? ¿Cómo se define un hombre en nuestra época? ¿Como es la nueva generación que crece a la sombra de estereotipos y dolores? El pensamiento me preocupa, me duele, me sacude de un lado otro.

Del dilema de no existir y otros pequeños dolores:
Joey, el celebérrimo personaje de la serie Friends, es el estereotipo del clásico Casanova y macho alpha que habita en la psique norteamericana. O así parece sugerirlo la manera como los productores de la serie lo mostraron durante diez años de emisión del serial: Atractivo, despreocupado, irresponsable y casi ingenuo. Pero además, siempre se dejó en claro que Joey, italiano, joven y moreno, era un semental. Un macho latino a pleno derecho. Con su atlético cuerpo enfundado en apretados jeans Sergio Valente y su ya legendario “How you doing?” Joey parece representar esa imagen idílica del Latin Lover tradicional.

Chandler por el contrario, es un hombre torpe, sarcástico y neurótico. Lleno de tics y también, con un sentido del humor que llega a resultar incómodo. Pero más allá de eso, Chadler es notoriamente vulnerable. De hecho, en más de una ocasión, el personaje se llamó así mismo “Chica”. Y es que los productores de Friends decidieron dotar al compañero del Macho, de unos cuantos rasgos femeninos en lo que imagino fue, un intento de contraste burlón. El golpe de efecto tuvo éxito: como una pareja que se complementa emocionalmente, Joey y Chandler lograron grandes momentos de comedia y una fluida interacción que en ocasiones bordeó lo que parecía ser una especie de confuso romance platónico. Ambos personajes parecian representar dos visiones de lo masculino y sobre todo, la forma como la cultura pop concibe la virilidad.

En una de las últimas escenas de la serie y a punto Chandler de abandonar para siempre el célebre departamento donde transcurrieron diez años entrañables, Joey y Chandler se dedican una larga mirada cariñosa. Ambos han madurado mucho desde la pareja de solteros despreocupados de las primeras temporadas: Joey disfruta de una prometedora carrera televisiva y Chandler se acaba de convertir en padre de gemelos. Los rodean los trozos de su querida mesa de futbol que durante años fue el simbolo de la convivencia entre ambos. Es una escena emocional y casi tierna. Cuando Chandler se encoge levemente de hombros, sin saber como será la despedida, Joey sacude la cabeza, esconde las manos en los bolsillos y sonríe con su acostumbrada sonrisa ladeada.

— ¿Entonces? ¿Será un apretón de mano muy macho? ¿O un abrazo de mariquitas? — dice Chandler, un poco avergonzado. Joey ríe, se acerca y ambos comparten un complicado juego de manos, como dos adolescentes muy crecidos, entre risas mal contenidas. Entonces, en un gesto mutuo, Joey extiende las manos y abraza a Chandler. Un gesto emocional, cariñoso y muy largo. La imagen queda fija en pantalla, mientras un score cursi y adulcorado presenta la siguiente escena.

Toda la secuencia — y otra tantas que ambos personajes protagonizaron — parecen resumir esa perspectiva un poco ambigua que tiene la televisión y el cine sobre la sensibilidad masculina. Un híbrido entre torpeza, cariño mal contenido y algo más incompresible, que resume esa larga tradición que enclaustra al varón en una especie de limite sensorial muy definido. Porque mientras para la mujer el Universo emocional es una vasta variedad de matices y una intricada perspectiva que nuestra cultura no solo acepta sino además promueve como simbolo de lo femenino, lo emocional para el hombre es una puerta cerrada, una connotación muy concreta sobre que el hombre puede o no hacer — o sentir, en todo caso — para serlo. Desde el consabido “los hombres no lloran” hasta la idea mucho más compleja que un verdadero hombre No se involucra emocionalmente, los sentimientos masculinos han sido menospreciados e interpretados de manera limitada e incompleta durante siglos.

Es un tema confuso del que hay poco material de referencia. Al momento de investigar sobre las emociones masculinas, encontré una serie de referencias más o menos abstractas sobre roles e identidades sexuales que no explican de manera suficiente la actitud de la sociedad para con las emociones del hombre. Desde las teorias que insisten en la simplificar los roles de la mujer y el hombre a toda una serie de hipótesis que sugieren que la capacidad sensitiva del varón es menos compleja que la femenina, la idea de las emociones del hombre parece sometida a un largo debate de género y papeles sexuales que no termina de cristalizar. Porque mientras la emoción femenina tiene un motivo biológico — o en eso insisten cientos de visiones sobre el tema — los sentimientos del hombre entorpecen su rol natural. La vieja imagen del cazador y proveedor, no parece calzar con un hombre capaz de experimentar un crisol de emociones lo suficientemente variado como para ser analizado.

Pero vamos más allá: Durante siglos, las emociones masculinas han sido parte de una exigencia cultural que sugiere una castración de cualquier idea de vulnerabilidad. El hombre no sólo como lider sino también como la figura dominante, se apuntala en una interpretación árida del mundo emocional masculino. La Iglesia medieval solía insistir que el hombre debía “nunca dejarse caer en emociones femeninas” y en se llegó a insistir que la lágrima del varón era una imagen de “desgracia”. El estereotipo se reforzó a medida que la imagen del “Varón heroico” — la figura popular que parece resumir todas las virtudes que se atribuyen al hombre estoico — se hizo parte de la percepción cultural del deber ser masculino. La mitología de Héroe invencible, el galante, el poderoso, abarcó cualquier idea que pudiera suponer una visión del hombre vulnerable. La capacidad de expresar emociones masculina se transformó de hecho en un tabú y más tarde en una confusa percepción de género.

Por siglos, la imagen del hombre emocional pareció aplastada por una serie de ideas muy concretas sobre la virilidad y la sensibilidad. La exigencia social parecía crear todo un panorama preciso sobre quien debía ser el hombre y como debía aspirar a ser. La figura masculina se crea desde la infancia: el niño se educa para la fortaleza fisica, la contención emocional, el liderazgo y otras atributos que se intrepretan como masculino. El mundo emocional se reprime, se reconstruye, se convierte en una serie de códigos de conductas más o menos reconocibles y uniformes, sobre la capacidad para expresar los sentimientos quedan reducidos a su mínima expresión. La presión cultural, heredada siglo a siglo, define no sólo la identidad del hombre sino también, la manera como la sociedad lo comprenderá.

Al menos, esa es la visión de la antropologa Margaret Mead, quien durante toda su carrera insistió en analizar los roles y papeles masculinos de una manera que revolucionó la ciencia en las primeras décadas del siglo XX. Para entonces, los temas sobre lo roles sexuales y las diferencias de género eran considerados secundarios en la investigación cientifica. Pero a Mead la idea del hombre y la mujer más allá de la presión y la percepción occidental le obsesionó: se interesó justamente por los matices de la percepción sobre la mujer y el hombre en diferentes sociedades primitivas. Y encontró toda una nueva y asombrosa percepción sobre géneros sexuales que chocó frontalmente con las conclusiones que hasta entonces, habían llegado célebres científicos de su época. En su libro “Sexo y temperamento en las sociedades primitivas” , publicado en los años treinta y en pleno auge de la teoria del rol biológico de la mujer y el hombre, armó un revuelo de proporciones imprevisibles. El libro se basa en el estudio de tres tribus de Nueva Guinea, geográficamente cercanas, en donde los papeles sexuales eran por completos distintos, a pesar que todas las tribus compartian clima, historia e incluso parentezco. Pero mientras en la primera, tanto hombres como mujeres se comportaban de manera más bien pasiva y afectuosa, maternal en la segunda, ambos sexos eran agresivos y violentos. Sin embargo fueran las observaciones de Mead sobre la tercera tribu las que generaron mayor polémica: lo varones actuaban según el estereotipo occidental femenino (cuidaban a los hijos, usaban abalorios sobre el cuerpo e incluso maquillaje ritual) mientras que las mujeres correspondian al estereotipo del varon tradicional (eran entrenadas como guerreras, eran enérgicas, decididas y líderes). La conclusión de Mead fue lógica y basada en lo evidente: los papeles sexuales no eran naturales e inmutables — como se había insistido hasta entonces — sino sobre todo culturales. Una visión que desmontó todo el viejo argumento de la visión sexual como un deber ser absoluto en la vida de todo ser humano.

Por supuesto, que el trabajo de Mead no fue suficiente para sacudir las bases de un monstruoso sistema de simbolos y valores que condenan al varón al ostracismo emocional. Para nuestra cultura, el hombre debe reprimir sus sentimientos en favor de la fortaleza y sobre toco, calzar en una esquema muy completo dentro del complejo mecanismo dentro de lo que es aceptado y lo que no. Y la presión es inmensa: desde el bombardeo de información constante de la cultura, que mira al hombre como una imagen que se transforma y endurece para proclamar su virilidad, hasta esa interpretación personal, la que nace a medida que el hombre se enfrenta a un mundo que le exige un tipo de perspectiva muy concreta sobre si mismo casi inalcanzable.

Lo anterior me recuerda una escena de una película que hace casi un par de décadas, causo cierto revuelto “In and out” del director Frank Oz y protagonizada por un magnifico Kevin Klein. En la cinta, Klein interpreta a un maestro de escuela a punto de casarse, a quien uno de sus alumnos señala al recibir el premio Oscar, como gay. Hilarante pero sobre todo, profundamente crítica con una serie de estereotipos e interpretaciones sobre lo sexual, los roles y el género, la película borda con buen humor las peripecias de Klein, intentando demostrar su virilidad. Y es que para todos quienes le rodean, el buen gusto musical del maestro, su impecable forma de vestir e incluso su manera de bailar son indicativos de ser una “mariquita”, palabra que se utiliza como un considerable golpe de efecto a lo largo de la película. En una escena memorable, Klein intenta aprender a bailar como un hombre, escuchando una cinta que le indica a gritos como hacerlo. A medida que la secuencia avanza, el desesperado Klein intenta aceptar todas las instrucciones de la voz amendretadora: “un hombre no se mueve, un hombre no disfruta al bailar, un hombre ¡No se mueve!. ¿Alguna vez has visto a Schwarzenegger menear las caderas? ¡Nunca! ¡Hombre no demuestra nada de placer en nada de lo que hace!”.

La película, que en su momento fue acusada de “innecesariamente polémica” y “sermoneadora” es sin embargo, un buen planteamiento sobre esa imagen elemental que la cultura tiene sobre el hombre verdadero. Porque el argumento, que se desliza por toda una serie de tópicos que insisten en las emociones masculinas desapareceren — o son aplastadas- bajo la imagen tradicional del deber ser. Y más allá de eso, la película pone sobre el tapete una vieja polémica sin respuesta: ¿Es lo femenino y lo masculino un complicado juego de roles que define la cultura bajo la figura del deber ser o algo menos complejo y más esencial?

Recuerdo todo lo anterior, al leer una línea del celebrado discurso de la actriz Emma Watson frente a la ONU hace unos años. La actriz, con una indudable noción de su propia identidad y del mundo que le tocó vivir, insiste en que la igualdad “es algo que compete a ambos sexos” y que además “Si los hombres no tuvieran que ser agresivos para ser aceptados, las mujeres no tendrían que ser sumisas. Si los hombres no tuvieran el control, las mujeres no tendrían que ser controladas. Tanto los hombres como las mujeres deberían tener la libertad de ser sensibles. Tanto los hombres como las mujeres deberían tener la libertad de ser fuertes. Ha llegado la hora de que percibamos el sexo como un abanico, no como dos ideales enfrentados”. Una perspectiva que resume no sólo una antigua aspiración femenina, sino una secreta esperanza femenina.

Pero mientras logramos comprender el valor de esa comprensión de la sexualidad como una confluencia de valores y elementos más allá que una lucha perentoria, los Joey y los Chandler del mundo continuarán dándose apretones de “machos” para demostrar el afecto y los hombres continuarán preocupandose si bailar de manera exuberante les hace mariquitas. Y es que el mundo quizás necesita mirarse a si mismo con mayor atención para comprender que la emoción — la fuerte, la apasionada, la sencilla, la profunda — no es una forma de debilidad sino simplemente, una manera de crear.

C’est la vie.

Para ver:

La escena de la película “In and Out” que muestra lo que NO debe hacer un macho → https://www.youtube.com/watch?v=D9BHPq-z-9Q

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