miércoles, 8 de agosto de 2018
De los pequeños secretos de la mente: El miedo, la Locura y otros dilemas. Una análisis sobre la salud mental.
La primera vez que escuché el término “Trastorno de ansiedad generalizada” tenía diecisiete años. Y me la dijo el psiquiatra al que acudí debido a mi insomnio, constante nerviosismo y agotamiento general. Su tono solemne que me sobresaltó. Mucho más aún lo que sugería el término. Me encontraba en su pequeño e inquietante consultorio y no supe qué responder. Me sentí muy pequeña, muy frágil cuando me dedicó una larga mirada casi preocupada.
- ¿Sabes a que me refiero? — me preguntó.
- No — respondí casi con excesiva rapidez.
- Se trata de un desorden de ansiedad que produce el cuadro médico de constante nerviosismo que sufres — me explico — todos esos pequeños hábitos de los que me hablaste, se deben al padecimiento. Es un trastorno relativamente común.
Por supuesto, no había sido del todo sincera: en realidad no era del todo ignorante sobre el cuadro médico y una idea vaga acerca de lo que podía significar el diagnóstico y sus implicaciones. En una ocasión, había anotado todos mis síntomas y luego había dedicado horas en recorrer las opciones que Google me ofrecía hasta encontrar algo semejante a lo que me ocurría. El trastorno de ansiedad generalizada — o como se le describía — era muy parecido a la sensación de constante preocupación y angustia que me atormentaba. Pero pero preferí callarme el miedo que me hacía sentir el mero pensamiento y esperar su opinión. La profesional, la válida. Por eso había acudido a su consulta ¿no?
— No tienes nada que temer — dijo el médico — sólo es un cuadro que necesita atención.
Me sentí inmediatamente incómoda. No podía ser tan sencillo. Era difícil explicarle la angustia real que me producía que mis libros universitarios no estuvieran perfectamente ordenados, o que los bolígrafos que utilizaba para tomar apuntes no fueran del mismo color azul. Era una sensación inexplicable, pero abrumadora. O los pensamientos catastróficos que me aturdían a cada hora que pasaba despierta. Eso solo podía tener una explicación y no una tan simple como que se trataba de un síndrome, o algo tan elemental. Lo que yo sufría, era mucho más incómodo y doloroso, era una idea tirante dentro de mi mente, que parecía relacionarse con cada cosa que hacía o pensaba. Una tensión asfixiante que me dejaba sin aliento la mayoría de las veces.
- No es eso, estoy loca — dije por último. Mi psiquiatra parpadeó, un poco sorprendido.
- No lo estás.
- ¡Claro que sí! — estallé — todo lo que me pasa no puede ser sólo un “trastorno”.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. No sabía como explicarle como me sentía al levantarme en mitad de la noche para ordenar por orden de tamaño y de grosor mis libros favoritos. O como se me hacía difícil respirar si escribía con tinta negra. Eso no podía ser normal ni saludable. Y la única explicación era la locura. Una muy dura de sobrellevar además.
Mi psiquiatra aguardó en silencio mientras yo lloraba de rabia y quizás de frustración en la sillón frente a su escritorio. Con los años, aprendería que era su forma de consolar y una muy efectiva: permitir que las emociones fluyeran, que pudieran expresarse con toda tranquilidad. Cuando finalmente me tranquilicé, continuaba mirándome con amabilidad y total respeto por aquellas súbitas lágrimas.
- Puedo aceptar que estoy loca — dije por último — pero realmente quisiera sentirme mejor.
Se levantó y se dejó caer en el sillón junto al mio. Me extendió una caja con toallitas de papel. Me sequé los ojos con un gesto cansado.
- Todos estamos un poco locos y eso es completamente natural. La mente humana es muy compleja para definirse con la normalidad — respondió — pero lo que sufres es una manera muy poco usual y distorsionada de manejar la ansiedad. Te sientes abrumada, desconcertada y muy probablemente aplastada por muchas circunstancias en tu vida y tu manera de reaccionar te provocaron el síndrome.
Lo escuché con atención. Eso tenía sentido. Después de todo ¿No era verdad que me obsesionaba con esas pequeñas rutinas mías cuando más nerviosa me encontraba? Pensé en los días en que debía acudir a un examen Universitario especialmente difícil y que el color del bolígrafo me parecía de enorme importancia para aprobarlo. Era un poco lo que decía el doctor no ¿No? Me mire las manos, de uñas rotas y carcomidas. Me las lavaba al menos diez o veinte veces antes de comenzar a leer libros para clase, de responder preguntas de cuestionarios. ¿Qué ocurría con mi mente?
- Tu mente está tomando el camino más largo y complicado para comprender el estres — me explicó con una sonrisa cuando se lo pregunté — está agotada porque las rutinas y pensamientos obsesivos te roban energía y capacidad para concentrarte, de manera que debes esforzarte el doble para estudiar y dedicar tu atención a otras actividades. Como verás, no es locura. Yo le llamaría confusión.
Tomé una bocanada de aire. Me asustaba tanto la idea de no cumplir mis propias expectativas académicas, de simplemente no conseguir ese nivel de excelencia que me obsesionaba a toda hora. Y de pronto, tuve el deseo de llevarme las manos a la boca y mordisquearme las uñas hasta provocarme dolor. Pero no lo hice. ¿Se trataba solo de eso? Miré a mi psiquiatra un poco esperanzada.
- ¿Si sabe lo que es podría tener cura? — pregunté. Mi psiquiatra me hizo un guiño cariñoso.
- Ese es mi trabajo.
Me gustó su seguridad y me gustó sentir que había una posibilidad de comprender mi mente. Un momento de paz en medio de una especie de tormenta personal cuyos alcances apenas comenzaba a comprender.
Una pequeña batalla a ciegas:
Se dice que seis de cada diez adultos jóvenes sufre — o sufrirá — de alguna enfermedad mental . Lo más preocupante es que el mismo informe — publicado por la Organización Mundial de la Salud durante este año — sugiere que la mayoría de los que las padecen, no recibirán atención especializada. Un panorama preocupante, en una cultura donde la salud mental es un tema que preocupa de manera tangencial y que muy pocas veces se considera de verdadera gravedad. Aun más, cuando se es tan joven como para que la salud mental parezca no tener mucho sentido en esa abstracción que llamamos con mucha inocencia vida real.
Mi amiga J. nunca supo que la depresión podía ser un padecimiento médico de gravedad hasta que sus síntomas afectaron su rutina diaria y literalmente, la abrumaron. Por supuesto, en Venezuela, la angustia y la tristeza son consecuencias comunes de una situación insostenible, pero en el caso de P. además, eran parte de un trastorno que muy pocas veces se admite y justamente por ese motivo, es tan preocupante. Y es que la depresión, como padecimiento físico, afecta a más de 350 millones de personas en el mundo, aunque solo se diagnosticará alrededor del 45% de los casos, mientras que el resto seguirá siendo considerado algún tipo de desorden emocional. Según cifras de la Organización Mundial de la salud, gran parte de los pacientes depresivos jamás acudirán a consulta médica y de hecho, ignoraran que padecen un trastorno mental real hasta que las consecuencias sean incontrolables o incluso pongan en peligro su salud.
Para J. la situación empezó a hacerse incontrolable a medida que la sensación general de angustia fue haciéndose cada vez más invalidante. Desde la tristeza patológica que comenzó a interferir en su vida cotidiana hasta convencerse que no podía controlarla. Según me contaría después, la sensación era tan sofocante que llegó a creer que nunca podría superarla, un pensamiento común en los pacientes deprimidos.
- ¿Pensaste en la muerte? — le pregunté mientras conversábamos sobre el tema. Suspiró, mirándome con cierto cansancio.
- No es tan fácil como plantearte el suicidio como opción, es que sientes que solo la muerte podría aliviarte — me explicó — puede parecer dramático, pero en realidad en un momento dado, era un pensamiento real, incluso atractivo.
Finalmente y luego de sufrir un accidente automovilístico en el que casi muere, J. asumió que lo que sufría era un trastorno físico real y tan preocupante como podría serlo cualquiera de las heridas de las que se estaba recuperando. Acudir al psiquiatra no fue una decisión sencilla: como muchos otros pacientes de diversas enfermedades y síndromes psiquiátricos, la idea social sobre la locura le preocupó al momento de contemplar la opción. Pero finalmente tomó la decisión, a pesar de sus temores y la desconfianza que le producía el pensamiento de padecer un trastorno de animo.
- Nunca es fácil asumir que estás loca — comenta con una sonrisa. Han transcurrido casi dos años desde su primera consulta y la mejoría es evidente: J. tiene recobró sus fuerzas y lo que creo aún más necesario, el control de su mente. Sonrío, comprendiéndola con toda claridad. Y es que quizás la locura — esa idea imprecisa que parece definir un estado mental inquietante — es una idea que solo se asume desde la experiencia.
La salud y la belleza: secretos incómodos.
Conozco a L. desde niña. Desde el colegio, de hecho, y siempre ha sido fanática de la belleza, el ejercicio y esa estética atlética que actualmente es tan deseable. Por eso me sorprendió cuando hace un par de años, me confió que acudía a la consulta de un psiquiatra debido a los serios problemas que sufría con respecto a su identidad e imagen personal.
- Siempre me siento gorda e inadecuada — me explicó — llegó un momento en que el pensamiento era tan insoportable que reaccioné ejercitándome aún más y llevando una dieta más estricta. Hasta que no pude soportarlo más.
Me contó que había sido un proceso extraño e inquietante asumir que algo andaba muy mal con su manera de percibir la actividad física y su pasión por el deporte. Algo tan perturbador que al analizarlo bajo el ojo de la psiquiatría resultó una visión muy inquietante de su propia mente. Una sensación paralizante de menosprecio hacia su propio cuerpo e identidad que resultaba casi cruel. Desear perfeccionarlo casi de manera objetiva. Y para L. quizás eso fue lo más desconcertante: Porque en realidad no hay una manera real de comprender que existe algo excesivo en la manera como prácticas el deporte o cuidas tu salud en general. Para L. había sido una idea que jamás consideró y que le llevó unos cuantos meses asumir como real.
- ¿Que te hizo aceptar que algo grave pasaba? — le pregunto.
- Creo que no existe una única cosa. De pronto, todo el dolor parecía estar en todas partes.
Caminamos por el pasillo de un Centro Comercial de la ciudad y la estilizada figura de L. atrae numerosas miradas. Alta, esbelta tiene el tipo de figura que muchas mujeres se esfuerzan en tener y sin duda, su aspecto físico en genera es mucho más saludable que el mio, con mis kilos demás y escasa fortaleza física. Intento imaginarme que difícil debió ser para ella comprender que algo estaba mal, que estaba rebasando la linea de lo saludable para rozar algo más preocupante y peligroso. Porque para L. la cosa estuvo clara cuando siguió entrenando a pesar de una dolorosa lesión de tobillo que ahora la hace cojear de manera imperceptible.
- Cuando el dolor no me detuvo — me dice, casi con tristeza — me torcí el tobillo corriendo y seguí entrenando, incluso cuando estuvo tan hinchado que no podía calzarme y hasta que simplemente, el dolor no permitió seguir haciéndolo. ¿En resultado? una lesión quizás incurable.
Acudió al médico casi por obligación y ante la insistencia de su novio, que fue el primero en notar la parajodicamente poco saludable obsesión de L. por su cuidar de su cuerpo. Y tenía razón: el psiquiatra no tardo en descubrir que el problema de mi amiga era mucho más grave que una simple necesidad de conservar una imagen estética. Sufría de un poco conocido trastorno de la conducta alimentaria llamado “Vigorexia”, que no es otra cosa que una distorsion grave de la imagen corporal, cuya consecuencia inmediata es realizar ejercicio de una manera continuada y exagerada, hasta que, como le ocurrió a L., llegar al daño físico.
- Fue absurdo ¿sabes? — me dice, sentadas juntas en un café del Centro Comercial donde nos encontramos — asumir que intentaste cuidar tanto de ti misma que llegaste a hacerte daño, justamente lo contrario. Y aún así me parecía tan natural…
Miro a nuestro alrededor. Al menos dos o tres chicas caminan con mayas de ejercicio y en zapatos deportivos. Una mujer muy delgada come una ensalada en una mesa solitaria. Y comprendo exactamente lo que L. quiere decirme: lo difícil que debió ser asumir que hay algo anormal en la sociedad que te presiona y te mira con ojo crítico.
De pequeñas locuras a verdaderos dilemas:
Mi primo K. se casó muy joven y de inmediato, se convirtió en padre. Es un padre moderno, amistoso y accesible, de esos que están convencidos que educar a un hijo es una gran aventura. Ahora, con treinta y pocos años, es el padre de D, de 17 años, un adolescente adorable que sin embargo es el quebradero de cabeza de papá y mamá. Impulsivo, con un largo historial de problemas escolares, dificultad para seguir instrucciones y un comportamiento errático, durante los últimos años ha sido fuente de constante preocupación familiar.
Al principio, todos pensamos que D., solo atravesaba una difícil adolescencia. Motivos no le faltaban: crecía en un país en plena crisis económica y cultural, en un ambiente violento y amargo. Y no obstante, el comportamiento de D., era tan excesivo que le llevó verdaderos esfuerzos llevar una vida normal. A los catorce se le expulso del colegio por una serie de problemas de conducta y más adelante, casi fue enviado a un reformatorio por conducta vandálica. Por supuesto, que la conducta irresponsable y los problemas de autoridad, son inconvenientes que pueden asumirse como comunes en la vida de cualquier familia con hijos pre puberes. Pero lo anormal resultó que los problemas de D., no parecieran tener una verdadera razón o al menos, no una muy clara clara para sus angustiados padres. Finalmente mi primo K., comprendió que el problema de su hijo era algo más allá que una conducta impulsiva y decidió consultar a un experto. Luego de varios meses de exámenes y test médicos, la conclusión le sorprendió: D. sufría de un grave Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad.
- Fue toda una sorpresa — me explico. Han transcurrido casi cuatro años desde el diagnóstico y actualmente D. es una aventajado estudiante universitario. Un apropiado tratamiento y terapia psiquiátrica le permitió no solo disminuir los síntomas del padecimiento, sino además lograr un relativo equilibrio familiar — nunca supuse que todo el comportamiento de D. podría tratarse un padecimiento, más que la causa de un problema.
- ¿Te costó aceptarlo? — pregunté. Recordé lo mucho que me había costado asumir que padecía algún trastorno de ansiedad y los meses que me llevó decidir acudir a la consulta del psiquiatra. Mi primo pensó unos momentos antes de responder.
- Lo que ocurre realmente no es que me llevara esfuerzos aceptarlo, sino que simplemente nunca pensé podría ser un trastorno psiquiátrico. Mi primer pensamiento fue que algo así era impensable en mi familia, con respecto a mi hijo…
Es un pensamiento común. Varios psiquiatras que consulté, estuvieron de acuerdo en que muchos pacientes no admiten que padecen algún cuadro clínico preocupante hasta que la situación se hace virtualmente insostenible. Recordé a J., que casi había tenido que morir para aceptar que la tristeza que padecía era algo más que un estado de ánimo y a L., que sufrió una lesión tan grave que amenazó su salud para comprender que algo era excesivo en su necesidad de entrenar. Y me pregunté cuantas veces asumimos que la salud mental es mucho menos importante que la salud física, la evidente, la formalmente aceptable como parte de eso tan abstracto que llamamos normalidad.
Una crónica inquietante: Las cifras anónimas.
Según la Organización Mundial de la Salud, las enfermedades mentales son un tabú en casi todo el mundo: menos de la mitad de los pacientes recibirán atención adecuada. Un tercio de esa proporción, además, no continuará con tratamientos adecuados que puedan mejorar su condición psiquiátrica y solo un grupo muy pequeño encontrará mejoría. La cifra se hace incluso mayor en los países como el nuestro, donde la atención psiquiátrica es costosa y muy poco frecuente. Un pensamiento preocupante sin duda: somos una población eminente joven, casi adolescente: ¿Cuantos casos de trastornos psiquiátricos quedarán sin un tratamiento adecuado? Me hago la pregunta mientras camino por la calle y observo los rostros preocupados a mi alrededor, los hombres y mujeres agobiados por sus propia complejidad, por la inquietante sensación de encontrarte atrapado en tu propia mente. Y pienso en el hecho preocupante que somos muy poco conscientes del sufrimiento que supone un problema psiquiátrico, incluso el más leve. Una sensación inquietante que deja un amplio margen para imaginar las consecuencias.
Cuando termino de escribir esto, miro hacia mi escritorio: mis libros favoritos están colocados de cualquier manera en mi biblioteca. Siento un casi irresistible impulso de ordenarlos cuidadosamente. La sensación es casi dolorosa: el cuerpo en tensión, la extraña urgencia. Me contengo, con las manos apretadas contra el escritorio y lentamente, el impulso pasa. Miro los libros y de pronto, me siento libre, a salvo de mi propia mente, con la capacidad para controlarla y quizás incluso, asumir mis pequeñas locuras como parte de mi mundo personal. Y aún así, la extraña sensación de miedo persiste, me inquieta. Porque nuestra consciencia, esa expresión del yo tan depurada como poderosa siempre será quizás el mayor misterio al que podamos enfrentarnos alguna vez.
Un rostro oculto de nuestra propia identidad.
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