martes, 14 de agosto de 2018

Espectros silenciosas y otras formas de asombro: Unas reflexiones sobre la magnífica obra de Juan Rulfo.




Se dice que Sylvia Plath sólo escribía de noche, en el momento en que las frecuentes migrañas que le aquejaban eran más agudas que en ningún otro momento del día. Que Oscar Wilde iba a los viejos cafés Parisienses para pedir a las orquesta extrañas piezas para inspirar los pasajes más duros y encantadores de sus obras o que al menos, fue lo ocurrió mientras escribía su magnífica y sangrienta “Salomé”. Que Gabriel García Márquez lloró la muerte del Coronel Aureliano Buendía por días enteros, acurrucado en un chinchorro amarillo que después hizo quemar. Que Steinbeck escribía en la última hora de la tarde y la primera de la mañana, en busca de cierta belleza extraña que sólo la muerte y el nacimiento del día podría brindarle. Cada escritor tiene su propio mito. Cada escritor tiene su propia historia dentro de la historia que desea contar, que muestra, que modula con palabras y un sentimiento de atroz vulnerabilidad.

De Juan Rulfo se dice escribió su extraordinaria novela “Pedro Páramo” en una vieja máquina de escribir Remington Rand Nº 17. Un armatoste lo suficientemente grande como para que resultara incómoda de transportar y que tenía fama de vez en cuando, saltarse uno que otro tipo. Pero para Rulfo no había mejor cómplice a la hora de escribir lo que sería sin duda, no sólo su obra más reconocida sino una de las novelas latinoamericanas de mayor impacto de la historia. Clara Angelina Aparicio, esposa del escritor, solía decir que “daba gusto” la manera como Rulfo le sacaba “chispas” a las teclas cada vez más desiguales de la maquina, escribiendo por horas sin detenerse a tomar un respiro. Un interminable toc toc toc que parecía crear una atmósfera específica que para Rulfo apreciaba especialmente y que siguió recordando por el resto de su vida. Por ese motivo, la Remington Rand Nº 17 siguió viajando de un lado a otro con el escritor, siendo testigo de sus alegrías, penurias y dolores. Uno cómplice fiel del larguísimo trayecto de Rulfo no sólo a través de su México querido sino también, de su vida.

Quizás por ese motivo, pareciera que la vieja Remington Rand Nº 17 simboliza algo más que una herramienta en la vida de un escritor meticuloso, extrañamente pulcro y sincero como lo fue Rulfo. La compró a los 26 años, cuando ya era padre de dos niños y pagó 1000 pesos mexicanos, una fortuna para la época. El costoso obsequio que Rulfo se dió así mismo escandalizó a la esposa, que le recordó siempre que pudo que esa exorbitante cifra equivalía a un tercio de lo que cobraba como becario del Centro Mexicano de Escritores. Que significaban muchos biberones, papillas, ropas y zapatos que la familia necesitaba. Que estaba sacrificando el bienestar de la familia en beneficio de algo brumoso que nadie comprendía muy bien.

Pero para Rulfo comprar la maquina supuso dar el paso definitivo hacia el escritor: hacia la vida y esperanzas que soñaba desde que sostuvo el lápiz sobre el papel y decidió que dedicaría su vida — esfuerzo, amor, pasión y dolor — en escribir. Fue una decisión callada, quizás discreta, de un Rulfo en el cenit de su talento creativo, que se vió en la disyuntiva de decidir por la normalidad — la de los niños que exigen y la madre que economiza — y algo más. En una época en la que México apenas brindaba apoyo a la producción literaria y que la generación de creadores literarios parecían sometidos a penurias y dolores, Rulfo tomó la decisión de asumir la literatura como un hecho definitivo en su vida. Como una puerta abierta hacia la belleza, el poder de crear y concebir a la palabra como una herramienta para la expresión formal y más allá de eso, como una aventura personal.

Debió ser un paso duro, para un hombre responsable y amable que había luchado contra la dolorosa ambigüedad de saberse entre dos aguas, luchando por la necesidad de escribir — esa visión redentora que tantas veces intentó crear a partir de lo básico sin lograrlo — y su vida como Juan Rulfo, el hombre. La Remington Rand Nº 17 representó entonces esa necesidad de continuar a pesar de todo, quizás por todo. Por los sinsabores, los temores, las promesas que la literatura que aún no cumplía. Por los largo silencios ensimismados, por ese pulso de palabras que brotaba de él con tanta fluidez como un estallido de ideas perenne. Rulfo, envalentonado por el deseo — de contar, narrar, vivir a través de las palabras — tomó una decisión caótica, definitiva. Quizás elemental. Y avanzó hacia ella con paso firme, a pesar de si mismo.

Hay un retrato a lápiz de Rulfo el mismo día en que compró la máquina, realizado su amiga la pintora Lucinda Urrusti. En él, el escritor que aún no lo era pero soñaba con serlo, mira al infinito con el rostro severo de quien le preocupa el andariego curso del futuro pero que aún así, se sabe en el control — mínimo y casi irreal — de su vida. Urrusti le dibujó sereno, concentrado, casi severo, pero a la vez con un aire de inocencia despistada que parecía sugerir los grandes cambios que Rulfo estaba a punto de sufrir y que se encontraban a casi una década de distancia. El dibujo abre y cierra una puerta de la vida de Rulfo, quizás sin que el mismo escritor o la artista que captó un momento tan trascendental, lo sospecharan. Como si esa última imagen del hombre que el escritor había sido hasta entonces eternizara esa última presunción del futuro a punto de crearse, de las expectativa a punto de nacer.

Casi un año después, Rulfo entregaba la novela que le convirtió en leyenda en el mundo de la literatura latinoamericana. Habían sido diez meses de dedicación, el toc toc toc convertido en una sinfonía única que pespuntea la historia en el papel como el traqueteo de una lluvia eterna. Porque Rulfo, convencido del sentido de su vida, de su necesidad de avanzar y construir ideas, se dedicó casi al límite de la obsesión, a escribir. Abandonó su trabajo como viajante comercial de la compañía Goodrich y escribió. De día, de noche, a todas horas y por todos los motivos. Escribió, aferrado a la Remington Rand Nº 17 como quien se sujeta al último recuerdo vívido de si mismo. Y sigo escribiendo, mientras el tiempo parecía hacer piruetas, hacerse insoportablemente largo, alargarse hacia el infinito.

Rulfo, como escritor tuvo el don de la paciencia. Pero también y por contradictorio que pueda parecer, el de la impulsividad. Todas sus novelas atraviesan esa idea esencial de lo que existe y lo que puede construirse y lo hace a través de esa perspectiva de Rulfo sobre el dolor y el vacío de la existencia. Quizás por eso, sus novelas son su sangre, su identidad, su vida y obra volcadas en palabras que le pertenecen más que cualquier otra cosa. Una y otra vez, el escritor afirmó que cada uno de sus libros “era piel con piel” y más allá de eso, dolor absurdo convertido en la más bella proclama sobre la naturaleza del hombre imaginable.

“Cuando escribí Pedro Páramo yo atravesaba un estado de ánimo verdaderamente triste”, dice Alberto Vital en su libro Noticias de Juan Rulfo “Me sentía desgastado físicamente como una piedra bajo un torrente, pues llevaba cinco años de trabajar catorce horas diarias, sin descanso, sin domingos ni días feriados. Corriendo como un condenado a lo largo y ancho del país para que la fábrica, por la cual me deslomaba, vendiera más que sus competidoras”. Pero cuando la Remington Rand Nº 17 llegó a su vida, esa necesidad de correr de un lado a otro terminó y fue como si talento se hubiera asentado, enfurecido y centrado, para crear una obra de arte inolvidable. Antes de eso, Rulfo el hombre trató de mantener un pacto de paz, casi de orfandad con el Rulfo escritor. Por eso escribía al tiempo que trabajaba, era padre de la misma manera que el apasionado de las letras que fue el preludio de la magistral visión creadora que vino después.

Y es que antes de la Remington Rand Nº 17, Rulfo no tuvo maquina y tal vez tampoco, un lugar propio donde escribir. Una de las obras previas a “Pedro Páramo”, un libro de cuentos titulado “El Llano en Llamas” y que escribió entre 1945 y 1952, fue escrita de un lado a otro. Como si la pasión por escribir fuera incontenible pero tuviera que atenerse al sacudón definitivo de las formas y el fondo. Escribió en silencio, desde la discreción, en las oficinas de su odiada Goodrich, en la Migración. Entre pequeños momentos que robaba a la normalidad para crear. Para escapar. Para volar.

Antes de la Remington, no tuvo máquina propia. Se supone que para El Llano en llamas, el libro de cuentos que desarrolló entre 1945 y 1952, aprovechó las máquinas que había en los trabajos por los que pasó, su odiada Goodrich y, antes de ella, una oficina de Migración, o que iba tomándolas prestadas de amigos.

Pero con la Remington Rand Nº 17, Rulfo encontró el lugar, el momento y la vocación para escribir sin parar. Para escribir con furia, con amor, con miedo. Como si su proyecto de vida comenzara con las teclas y continuara con las palabras que escribiría después. Porque Rulfo — callado, tímido, severo — tomó la decisión de ser y construir a partir de una visión clara sobre lo que deseaba. Lo que necesitaba, el momento en el cual se miró así mismo a través de la obra. La intención clave de su carrera.

Y triunfo el Rulfo escritor, el que llegó a desgastar las 51 teclas de la maquina en menos de cinco años. Que aprendió a contar historias escuchándose así mismo. Que legó a Latinoamérica una mirada única, sagaz, dura y preciosa de un gentilicio a medio camino entre la ternura y lo primitivo. Que expresó con una dulzura que conmueve los dolores y pesares de un gentilicio que se lleva a cuestas. Y lo hizo, luego de entregarse con absoluta sinceridad al arte y al sufrimiento de escribir. De hacerlo a toda hora, de sentir la necesidad abrumadora de continuar incluso sin comprender hacia donde le conducía esa insatisfacción ardiente, ese impulso creativo que ya no pudo detener.

Se dice que quedan tan pocos papeles redactados de Rulfo que pareciera que decidió que la Remington Rand Nº 17 fuera su interlocutor en el mundo y en el espacio creativo. Tal vez, la mejor manera de entender la trascendencia de esa visión de Rulfo de si mismo sea mirándolo a través de la obra: Como el desagrado que sentía Pedro Páramo, el protagonista de su novela extraordinaria, por cualquier hoja manuscrita: “Con papeles o sin ellos”, le dice en la novela el cacique atávico a su abogado Gerardo Trujillo, “¿quién me puede discutir la propiedad de lo que tengo?”. La palabra convertida en un sueño y el símbolo — esa maquina Remington Rand Nº 17 que finalmente descansa, sin tinta pero en buen estado en la casa que ocupó con su familia — en un reflejo del deseo — insistente, ingobernable — de crear. A pesar de todo y quizás, por todo lo que tuvo que enfrentar.

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