martes, 18 de septiembre de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: el espectáculo, el dolor y la caída en desgracia del país anónimo.




Hace unos años, tenía la sensación que todo lo ocurría en Venezuela era una especie de combinación entre una ópera bufa y un caos ideológico inclasificable. La percepción no ha variado — empeoró de hecho — pero en lugar de provocar cierta curiosidad, ahora me intriga con esa dolorosa capacidad de observación que en ocasiones proporciona el temor, la inquietud, un sufrimiento privado que no sé muy bien como calificar. La vida puede tener un sentido extraño, cuando transcurre entre la incertidumbre y cierto drama perentorio. Y en Venezuela ambas cosas suelen confundirse con muchísima facilidad.

Desde ayer, la noticia que desborda la redes sociales en el país, es la visita de Nicolás Maduro al restaurant del famoso chef turco Nusret Gökçe, una ocasión caricaturesca en que el chef (conocido por sus manera teatral de cortar las carnes y condimentarlas como si les arrojara un hechizo) no sólo abrió las puertas de su famoso local a la familia presidencial, sino que además se aseguró de demostrar su aprecio con todo tipo de gestos espléndidos y respetuosos. Maduro disfrutó de la ocasión como cualquier otra de las celebridades que suelen frecuentar la red de restaurantes de Gökçe y fue agasajado por el chef con enorme efusividad. Al final, el video que recoge la ocasión se hizo viral y se convirtió en otra mirada a la Venezuela absurda y dolorosamente rota, que la mayoría de los Venezolanos debemos soportar.

— Lo realmente terrible es la exposición de nuestra orfandad — me dice un amigo — la sensación que Venezuela es un rehén de una situación trágica que a nadie le importa demasiado. Un gran espectáculo de la pobreza y el sufrimiento a la vista de todo el mundo.

Mi amigo es periodista y por meses, ha dedicado tiempo y esfuerzo en acumular el drama Venezolano desde todas sus aristas. Desde las calles en las que grupos de hombres y mujeres hambrientos comen directamente de las bolsas de comida hasta la emigración forzada de cientos de refugiados que recorren el continente a pie, la tragedia Venezolana tiene toda la apariencia de un desastre sin nombre ni condición que avanza en todos los sentidos como una oleada de devastación masiva. El comportamiento de Maduro (que volvía de una gira por Rusia y China en busca de financiación para la deprimida PDVSA) es sólo otra imagen para la colección de historia absurda que sostiene a la Venezuela resquebrajada en cientos de trozos desiguales. La historia perdida de un país que parece desplomarse a diario ante la mirada curiosa y levemente intrigada del resto del mundo.

— Animales de zoológico — dice de pronto mi amigo. Las mejillas se le enrojecen de furia — Eso es lo que somos ¿No lo piensas a veces? Un experimento social venido a menos que todo el mundo observa desde una considerable y segura distancia.

Por supuesto, lo he pensado. Lo hago cuando desconocidos de otros países me preguntan como es vivir en el país más peligroso del mundo o cómo sobrevivo a la hiperinflación. “¿Puedes hacerlo? Sobrevivir, me refiero” me preguntó hace unos días uno de mis compañeros del Máster Online de escritura creativa que llevo a cabo. “Lo intento, al menos” respondo. No sé si sentirme ofendida o simplemente cansada del interrogatorio casual, de la compasión convertida en algo más amargo que recibo cada vez que menciono el país del cual provengo. Alguien más me mira desde la pantalla diminuta del Hangout con una expresión inclasificable “Debe ser duro” dice con su fuerte acento inglés. Lo miro, con una sensación de profunda vulnerabilidad, una rabia fortuita y dolorosa que no sé muy bien como expresar. “¿El qué?” pregunto. La persona sacude la cabeza, se inclina hacia la pantalla, como si quisiera mirarme mejor “La eterna sensación de estar expuesta”.

Ah, porque de eso se trata ¿no es así? me digo en ocasiones. Esta percepción de la tragedia como algo de todos los días, compartido, debatido y analizado por cientos de voces que no la comprenden, que no pueden unir las piezas para comprender la cualidad errática y violenta del dolor que padecemos en un país sacudido por la violencia y la pobreza. La crisis se convierte en otra cosa, en una conversación sucesiva, interminable. En la señal reconocible, en la forma en que se comprende tu gentilicio, identidad. Lo que te rodea.

“Quisiera agradecer al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, por su visita”, escribió Gökçe, ufano, antes de recibir un centenar de insultos y borrar el video de sus redes sociales. Para entonces, la visita de Maduro al restaurant del chef ya era tendencia mundial. De inmediato, todas las miradas se volvieron al presidente de un país en crisis capaz de disfrutar de las mieles de la fama y la fortuna, mientras la crisis socioeconómica y la escasez se multiplica, escala a niveles desconocidos e inclasificables. Según el último informe de la FAO — la agencia de Naciones Unidas para la alimentación — , Venezuela es el país más castigado por el hambre en nuestro continente. Entre 2015 y 2017, 3,7 millones de venezolanos sufrieron infraalimentación, una cifra que cuadruplica a las del trienio de 2010–2012.

Me niego a ver el video o las fotografías del espectáculo público en que se convirtió la cena de Nicolás Maduro. Pero aún así, no puedo evitar que la información llegue por todas las vías posibles, que se convierta en parte de todas las conversaciones a mi alrededor. La noción sobre el desastre convertida en algo más frugal y angustioso. Una percepción sobre el sufrimiento colectivo trasvasado hacia una escena polémica, simple, sin el menor valor. Finalmente, leo lo que el propio Maduro tiene que decir sobre su visita al restaurante del chef estrella: “Le envío de aquí un saludo a Nusret. Nos atendió él personalmente, estuvimos conversando, disfrutando con él. Un hombre muy simpático, ama a Venezuela”. Una querida amiga en mi Facebook se pregunta en voz alta cuando fue la última vez que alguno de sus conocidos comió carne, que pudo comprarla. Cuándo fue la última vez que dispuso del dinero suficiente para comprar alimentos sin el terror silencioso de la escasez. Nadie responde. Y Maduro sonríe en las fotografías, junto al chef de moda, que más tarde posa frente a una fotografía de enormes dimensiones del fallecido Fidel Castro.

Uno de mis profesores solía decir que la realidad se retrotrae a la manera en que la percibimos y en la manera que la traducimos. Mientras el escándalo escala — y se convierte en otro ingrediente más del enrarecido clima de un país golpeado por todo tipo de dolores y tragedias mínimas. “Un poco de Proust acá, algo más de Dickens para aderezar la melancolía, una corta medida de Fitzgerald Scott y la realidad es otra cosa” solía bromear, el querido profesor, que por cierto murió hace un par de años víctima de la diabetes en un país con escasez criminal de medicinas. Mi país se desmorona lentamente, se hace un reflejo borroso de si mismo y los ciudadanos sentimos una especie de temor apocalíptico ante la caída de las luces. ¿Quienes somos? ¿A dónde vamos? Aparentemente, Venezuela guarda silencio en medio de la incertidumbre.

Con frecuencia, me aterroriza el futuro. No el inmediato, sino el que se crea ahora mismo en medio de un país que se desploma a pedazos. La generación perdida, nos llaman a los sobrevivientes del chavismo con más de tres décadas de vida. ¿Y como llamaremos a los más jóvenes? ¿A los que no han conocido otra cosa que la Venezuela en una lucha interminable contra el miedo y el horror? ¿Contra la angustia violenta de construir una idea sobre el ciudadano que carece de asidero? Pienso en todo lo anterior mientras camino por una de las calles vecinas al lugar donde vivo. El concreto roto crea un desnivel casi peligroso en una de las esquinas y allí, se acumula la basura. En la parte superior y por obra de algún prodigio natural que no comprendo demasiado, retoña un musgo suave y blando, un pequeño retoño de alguna planta verde de tallo escuálido. Cuando la miras a la distancia, el conjunto tiene algo de hermoso en su terrible simplicidad, en su delicadeza despiadada. Lo contemplo y siento deseos de llorar. De…¿Qué? ¿tratar de comprender este silencio a dos bandas? ¿La visión de Venezuela transformada en una idea rota en mil partes distintas? No lo sé. Y la incertidumbre tiene algo de dramático, como si avanzara en medio de un desastre que se avizora en todas partes pero carece de explicación, sentido o forma. Soy una sobreviviente, me repito. Y pienso en el retoño de hojas débiles, abriéndose camino por entre la roca y la basura. Sacudo la cabeza, me hace reír mi propio romanticismo. No tiene el menor sentido comprender las ideas desde ese punto de vista, me digo. El país se convirtió en una interrogante, en un espectáculo bufo.

Bien decía Voltaire que si no existía Dios, había que inventarlo para tener bajo control a mujeres y criados. Que poca concreción, de esta época “revolucionaria” — de nuevo, otra revolución de las ideas que muere lentamente, desplomándose en medio de imprecaciones y un dualismo frenético- carente de absoluta coherencia. ¿No era Ea de Queiroz quién también afirmaba que era necesario no extender ciertas verdades entre el vulgo; pues sin formación suficiente para asimilarlas correctamente, el pueblo podía tomar el rábano por las hojas y armar una revolucioncita? Un pensamiento inaudito por lo cruel, sobre todo por la agónica muerte del valor social, este devastada cultura que perdió el rostro y el confín. Que lamentable que la única esperanza social que ha tenido el pueblo de Venezuela en los últimos 60 años haya sido la peor de todas las estafas históricas. Siento una profunda desazón, una sensación de pérdida inenarrable. ¿Dónde está el país que deseo, que anhelo, el que estaba inextricablemente vinculado a mi futuro? Sí, sé la respuesta, perdido en medio de una pobreza intelectual de vértigo y una completa ausencia del rostro joven de una sociedad que se encamina directamente hacia su mayor temor: el país transformado en una tragedia perenne, sin sentido y sin fronteras. Ah, sí, algún cínico me dirá qué no hubieran dado los eximios representantes de las Luces por legitimar su recato ideológico poniendo como ejemplo las revueltas en la banlieu de París o los suicidios aniquiladores del fanatismo islámico: y claro, a quién se le ocurre insuflar la liberté-egalité-fraternité en las cabecitas de quienes nunca tendrán medios para ejercerlas. Pero mi país, la Venezuela abstracta que aún está por construirse es la obra de todos quienes por omisión, por temor, pacatismo o angustia, dejamos que tenga la forma de una frustración enorme y sin razón.

Ah, que insoportable esta sensación de pura incertidumbre. Soy una hija de una época convulsa, una transformación Violenta, sin medida y carente de sentido. Muere Venezuela, la idea ideológica se desplaza lentamente, sustituye la necesidad de comprendernos como un concepto étnico. No somos nada más que un mutismo venial.

El mero pensamiento me hace llorar. Un llanto angustiado, abrumado. Por alguna razón, lo único que se me ocurre en medio de este dolor sin nombre, que se extiende a lo largo y ancho de mi mente es un poema de Ezra Poud:

Id, cantos míos, al solitario y al insatisfecho,
id también al que tiene los nervios deshechos, al esclavo de las convenciones,
mostradles el desprecio que siento por sus opresores.
id como una gran ola de agua fría,
mostradles mi desprecio por los opresores.

Hablad contra la opresión inconsciente,
hablad contra la tiranía de la falta de imaginación,
hablad contra las trabas.

Id a la burguesa que se está muriendo de tedio,
id a las mujeres de los suburbios.
id a los espantosamente casados,
id a aquellos cuyo fracaso está oculto,
Id a la desgraciadamente casada,
Id a la esposa comprada,
id a la mujer impuesta.

Id a aquellos de lujuria exquisita,
id a aquellos cuyos delicados deseos son frustrados,
id como plaga contra la estupidez del mundo;
id con vuestro filo contra esto,
reforzad las cuerdas sutiles,
llevad confianza a las algas y los tentáculos del alma.

Id amigablemente,
id con palabras sinceras.
Estad ávidos por hallar nuevos males y un nuevo bien,
estad contra todas las formas de opresión.
Id a aquellos que están embotados por la madurez,
hacia aquellos que han perdido su interés.

Id al adolescente que es sofocado en familia…
¡Oh! ¡Cuán asqueroso resulta
ver tres generaciones en una misma casa reunidas!
Es como un árbol viejo con renuevos
y con algunas ramas podridas que ya se caen.

Salid a desafiar la opinión popular,
id contra esta servidumbre vegetativa de la sangre.
Estad contra cualquier clase de opresión.

¿Quienes somos los sobrevivientes a la Venezuela nacida luego de veinte años de violencia? La mera respuesta me aturde, me golpea, me deja sin voz.

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