jueves, 20 de septiembre de 2018
Crónicas de la ciudadana preocupada: La generación perdida en Venezuela.
Hace unos días, un buen amigo me preguntó casi con inocencia como me sentía siendo parte de la llamada “Generación perdida” de Venezuela, término que podría traducirse — e incluir — a todos aquellos quienes crecimos durante el sacudón histórico de de la llamada “Revolución Chavista”. No es un término ofensivo — al menos no me lo parece — pero si lo bastante inquietante como para que la mayoría de las veces me deje sin palabras, un poco aturdida. Como si no supiera componer en palabras la desazón que me provoca formar parte de un proceso histórico que destruyó el futuro de buena parte de mis contemporáneos. Que melodramático suena eso, me digo. Que realista, también.
— Lo pregunto — se apresura a aclarar mi amigo desde la imagen diminuta del Skype — que es como crecer y hacerse adulto en plena postguerra. Como sí…no lo sé…
Sigo en silencio. Bebo sorbo a sorbo la taza de café que tengo entre las manos. Mi amigo vive en Inglaterra. Nos conocimos en uno de los innumerables cursos online que he llevado a cabo para lidiar con el miedo, la desazón y la desesperanza que campea en Venezuela desde hace más dos décadas. La educación a distancia ha sido una de las maneras que encontré para sostener la cordura, para hilvanar con hilo fino la noción sobre la supervivencia. Y eso también es un síntoma de la generación perdida, de lo que nos han arrebatado, del dolor de un país violento que se convirtió en pura amenaza.
— Es algo como esto: Aferrarte a los restos del desastre — respondo por fin — he tomado todos los diplomados y cursos que he podido porque en Venezuela, la educación se redujo a una lucha por evitar el desastre definitivo. Las Universidades a punto de quebrar, el resto luchando contra la emigración del talento. De modo que he tenido que educarme con los medios a mi alcance, de la manera que puedo.
— Eso es muy loable — dice él y sonríe.
No le hablo, claro está, de lo que significa verdaderamente intentar mantener a salvo la cordura en un país que te empuja hacia el extremo contrario. No le hablo de la preocupación que me invade cuando comienza a llover, por ejemplo. El hecho que en Venezuela la infraestructura no soporta mucho los embates del clima. Y si somos muy francos, no soporta mucho cualquier cosa. De manera que apenas escucho la lluvia me asomo por la ventana a mirar la tormenta con una sensación de inminente desastre: miro la lluvia y me pregunto qué ocurrirá ahora. En cualquier otro país del mundo, no me inquietaría las posibles consecuencias que podría padecer la ciudad luego de algo tan corriente como un torrencial aguacero. Pero en Venezuela, es normal el desasosiego. ¿Qué debo esperar? ¿Un apagón? ¿Una crisis de servicios públicos? ¿Alguna otra avenida transitada que se abre a la mitad por efecto de la lluvia? En Venezuela uno nunca está seguro que sucederá…pero si sabe que será inminente y probablemente desalentador.
Tampoco le cuento que la mayoría de las veces no me equivoco: que luego de algunos minutos de lluvia, habrá súbito apagón eléctrico. Otra vez, pensaré con un suspiro. Durará quizás unos pocos minutos: los suficientes para que todos los electrodomésticos de mi casa tengan un súbito vaivén de voltaje. O varias horas en las que me quedaré sentada en la oscuridad. Habrá algo surreal en la escena, con los rayos y centellas iluminando la calle, la lluvia golpeando las ventanas y yo sentada, en plena oscuridad. Y pensaré, en lo vulnerable que me hace sentir esta visión de país en escombros, esta idea de sobrevivir día a día a una pequeña catástrofe urbana. Comenzaré a reír, seguro. No sabré porque lo hago. Quizás porque en mi imaginación la escena se dibuja triste y patética, quizás porque recuerdo que ahora mismo, la mitad del país quizás está a oscuras, que como dirían mis amigos que viven fuera de Caracas, la ciudad sólo padece una breve anuncio de la tragedia habitual de un país que se desploma en ineficacia. Y me reiré, a carcajadas hasta que siento que los ojos se me llenan de lágrimas, tengo una sensación extravagante de pura y súbita lucidez. Venezuela es una circunstancia rodeada de ceguera, Venezuela, la real, existe más allá de ese pequeño cuadrado de luz que miramos fijamente para olvidar lo que nos rodea. Venezuela es un escenario a oscuras, Venezuela es un temor que apenas se concreta. Venezuela no se reconoce así misma. Venezuela está disfrazada de país cuando no es más que una idea de temor. Eso somos. Un país de dolientes con el muerto de la ineficacia a cuestas. Un país asombro, que carga su inocencia rota sobre los hombros. Y en esa oscuridad breve, veo a Venezuela más clara que nunca. La asumo como desgracia leve, como pequeño tormento. Un pequeño dolor.
— Loable, sí pero es parte de la pérdida de la que hablas — prosigo — y es lo que vivo a diario. Lo que vivimos, un país que se desploma en escombros a tu alrededor.
— Sobrevivir — dice mi amigo.
— Seguir cuerdos — añado yo.
La generación perdida. No es la primera vez que alguien usa el apelativo. Lo he escuchado durante las frecuentes reuniones de despedidas — que ya no lo son tanto como hace dos o tres años, ahora la emigración es callada y casi discreta — , la soledad de las interminables ausencias, la colección de frustraciones a las que te somete Venezuela. Eso claro, sin hablar de los problemas realmente duros de sobrellevar, más allá de los refinamientos de una buena conexión a internet o el servicio eléctrico de calidad. Hablo del miedo al hambre, de los millones de enfermo cuya vida peligra por la escasez de medicinas, de los Venezolanos que huyen a diario por las fronteras, para llegar a países en donde se les rechaza y se le discrimina. La incertidumbre en todas sus formas, en todas sus temibles dimensiones.
Pero hay cosas más pequeñas sin duda. El haber perdido la aspiración a simple cotidiana. Olvidar la normalidad. La incertidumbre de la adultez sin un sentido de futuro. Mantener la vida a flote en mitad de un marasma sin demasiado sentido. A veces, resulta tan abrumador, tan doloroso que la idea te sobrepasa. Ocurre de vez en cuando, cuando el trajín frenético de sobrevivir a un país en ruinas te permite un rato de sosiego. Entonces te haces preguntas triviales, casi simples. ¿Cuándo fue la última vez que te reuniste con tus amigos más queridos para conversar? ¿Cuándo fue la última vez que compraste un libro? ¿O acudiste al cine? Te lo preguntas, con una sensación de alarma que no sabes bien como encajar. Que no comprendes en toda su extensión. Porque no se trata sólo de la certidumbre de la pérdida, sino de la ruptura de tu identidad en mil fragmentos irrecuperables, abiertos a interpretación, sin sentido ni forma.
Hará unos dos o tres años, solía creer que toda crisis te hace más fuerte, más firme. Lo hace, sin duda. Pero la fortaleza no proviene de la forma en como asumes la vida antes o después, sino como logras mantenerte en pie a pesar del dolor y el miedo. Un pensamiento inquietante, si se analiza con cuidado. No obstante, como parte de esta generación perdida, terminé por intuir que la fortaleza de la crisis es ficticia, es una sensación ambivalente más parecida a una terquedad ciega que a cualquier otra cosa.
Lo pienso mientras me formo en fila para comprar algunas cosas en el supermercado arrasado por la escasez. La cólera me cierra la garganta, pero también hay mucho de impotencia, una simple frustración que me deja débil y agotada. Me levanto en punta de pies para mirar el tumulto que me precede: un centenar de personas hormiguean frente a la reja azul del supermercado. Como yo, se trata de hombres y mujeres en edad productiva que intentan encontrar los artículos que hace ya meses desaparecieron de los anaqueles de locales y comercios. La mayoría no acudirá al trabajo para aprovechar la oportunidad de adquirir productos a un precio regulado. La mayoría, como yo, sigue sin comprender muy bien la situación que atraviesa. Este paisaje derrotado y aprensivo en que se han convertido las calles del país.
— Yo tuve que pedir los lunes libres en el trabajo porque si no es así, los muchachos no comen — me explica una mujer que espera unos metros por delante en la fila. Me cuenta que es madre de tres (todos menores de edad y cursando primeros grados de primaria) y que no puede darse el lujo de acudir a los llamados «bachaqueros». — No tengo plata (dinero) hija, no me queda otro remedio que venir para acá a esperar. ¿Qué más puede hacer uno?
No sé qué responder a eso. Un hombre que nos escucha sacude la cabeza y se acerca a donde nos encontramos. Tiene el rostro colorado por el calor y la expresión tensa y agotada de todos los que esperamos bajo el sol inclemente del eterno verano caraqueño.
— Yo prefiero hacer mi cola. El otro día encontré café, ¡casi veinte veces el precio de verdad! — comenta — No hay forma de alimentarse en este país. Lo que sea que encuentres por tu lado, es tan costoso que tienes que venir a hacer tu cola y aceptar la limosna al gobierno. Así estamos.
Una anciana unos pasos se vuelve para mirarnos y comienza a criticar en voz alta y sin molestarse en disimular su angustia a los «bachaqueros», los supuestos culpables de la situación que atraviesa el país. Explica a quien quiera escucharle que esos «desgraciados» son los que compran barato y venden caro y por supuestos, los responsables de la «hambruna» en Venezuela. Me pregunto si vale la pena explicarle que en un país cuyos medios de producción fueron destruidos por sucesivas políticas de expropiación y control, los revendedores son el menor de los problemas. Si debo explicarle que en Venezuela el aparato de producción, distribución y comercialización fue destruido por una mera cuestión de ideología. Que en esta Venezuela socialista, el poder está empeñado no en el bienestar de sus ciudadanos sino en mantenerse a salvo de supuestos ataques del sector privado y de cualquiera que no dependa del gobierno para subsistir. Al final, prefiero callarme, contener el torrente de quejas, señalamientos y palabras. Quizás ella no necesita escucharlo.
Y es que la mujer — de unos sesenta y pocos o unos setenta bien conservados — parece al borde de las lágrimas, con la voz y la expresión impregnadas de una angustia tan palpable que me conmueve. Se mueve de un lado a otro, apretando contra el costado el bolso de plástico vacío que lleva colgado al hombro. Parece desvalida, una víctima herida sin cicatriz visible. Me pregunto si todos tenemos ese aspecto ahora mismo.
— ¿Usted sabe lo que significa a mi edad ponerse a hacer cola para tener algo que llevarse a la boca? — me dice. Y me mira con los ojos muy abiertos y angustiados. Tiene un rostro flaco, lleno de arrugas y de pronto me parece muy frágil. Una niña de cabello gris tambaleándose sobre sus pies hinchados — ¿Tener miedo al hambre? Uno no está para estas cosas. Uno no tiene por qué pasar esto en la vejez.
Aprieta la boca. Nos da la espalda. El resto de quienes la rodeamos guardamos un respetuoso silencio. El hombre que habló antes se seca el sudor del rostro con la manga de la camisa y parece tan abrumado que por un momento, temo se eche a llorar. Pero cuando habla otra vez su voz es clara y firme.
— El venezolano no sabe sobrevivir a esto — dice — . Somos muchachos malcriados que el padre consintió demasiado. Primero cuarenta años de robos democráticos — sonríe con tristeza — y ahora casi veinte más de saqueo en nombre «del pueblo». ¿Y el venezolano? Jodío hasta las pelotas mija. Jodío para siempre.
Hace unos años, cuando la escasez empezó a mermar la cesta de productos básicos, un periodista me insistió en que el venezolano jamás comprendería lo preocupante de la situación que vive hasta que lo aplastara. Que como adolescentes sociales y culturales que somos, correríamos de un lado a otro para evadir el peso de la culpa, la realidad, la situación, la circunstancia y finalmente la consecuencia y que jamás aceptaríamos que el país es el reflejo de su población. Corría el año 2014, la cesta petrolera rebasaba los 120 dólares y el país disfrutaba de una improbable bonanza económica. Gracias a los sucesivos subsidios del Gobierno, podías viajar con divisas extranjeras compradas a un precio irrisorio a cualquier lugar del mundo. Un estudiante podía costearse un costosísimo postgrado en alguna prestigiosa Universidad gracias a su tarjeta de crédito. Los anaqueles rebosaban de productos importados y para la gran mayoría de los venezolanos, enamorados y obsesionados de la figura de Chávez, la prosperidad era cosa cierta. Una visión sobre la Venezuela posible, prometida por el líder carismático y apoyada por docenas de políticas populistas disfrazadas de discurso emocional. Fue el nacimiento de las llamadas «Misiones» que hicieron a millones de venezolanos dependientes del Estado a un nivel casi enfermizo. Nunca antes el ciudadano venezolano había dependido de tantas formas del poder. Nunca había sido parte de una estructura de control pensada para que el gobierno se convirtiera en el más grande empleador, en el padre economico de buena parte de la población de Venezuela. Una red de ideología que se sostenía sobre las carencias y la ambición de una población acostumbrada a mirar el poder con reverencia.
Recuerdo eso mientras la fila avanza con lentitud. Un grupo de cinco militares con el arma de reglamento bien visible aparecen caminando por la calle y comienzan a custodiar la cola. Uno de ellos vuelve el rostro brillante por el sudor y nos dedica una mirada dura, remota. Han transcurrido casi cuatro horas desde que llegué y todavía no estoy cerca de entrar al supermercado. Un barullo de gritos y forcejeo llena algunos espacios de la calle y una violenta impaciencia caldea el aire. Todos quieren entrar pero la mayoría está consciente que con toda seguridad, el inventario de productos no será suficiente para satisfacer a las casi centenar de personas que esperan. Siento un rápido latigazo de miedo. Recuerdo las narraciones periodísticas sobre saqueos y hechos de violencia. ¿Ocurrirá aquí en mi tranquila Avenida de clase media? ¿Ocurrirá en medio de esta multitud de hombres y mujeres cansados que miran con impaciencia los bultos que se descargan de los camiones? ¿En qué nos ha convertido la crisis? ¿Quiénes somos ahora mismo?
Nunca pensé vivir una situación semejante. Crecí en un país ostentoso, superficial y frívolo. Un país con una economía frágil pero que aún podía sostenerse. Un país donde podías encontrar en los supermercados los mejores importados junto a los tradicionales venezolanos. Un país donde pude estudiar dos carreras universitarias con un salario de freelance esporádico. Un país donde con mis pocos ahorros, pude comprar un automóvil nuevo. El venezolano es inocente, torpe, iracundo, sin armas frente a la crisis. No comprende su magnitud, su profundidad, lo que vendrá después. Y me aterra el pensamiento que tampoco lo entiendo, que apenas comienzo a atisbar el abismo en que me encuentro. Sin futuro, presa de la incertidumbre. Un ciudadano sin rostro.
Finalmente decido no comprar nada. Abandono la cola y caminó con paso rápido y nervioso. No miro hacia atrás hasta unos cientos de metros más allá. La calle rebosa por el descontento, la rabia, el miedo. El supermercado a oscuras tiene el aspecto tétrico, en mitad de la calle llena de una multitud enfurecida y rodeada por el tráfico caótico. Y ahora sí, no puedo contener el llanto. Lo hago de pie, como abandonada, mientras transeúntes de rostro abrumado me tropiezan al caminar. No dejo de mirar el supermercado, la ola de gente que avanza y golpea las paredes. No dejó de sentir miedo — real, puro, doloroso — por lo que ocurre, por lo que ocurrirá en el futuro y que no tengo idea de qué podrá ser. Y mientras lloro, pienso en el desamparo, en el país sumido en el caos y la amargura. En el ciudadano desposeído y con los brazos vacíos. ¿En qué nos hemos convertido? ¿Quiénes somos ahora?
Sigo sin encontrar respuesta. Supongo que nunca la tendré en realidad.
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