martes, 25 de septiembre de 2018
Crónicas de la loca neurótica: del cabello rizado a todos los pequeños dolores de la presión estética.
En una de las escenas centrales de la película “Nappily Ever After” ( Haifaa al-Mansour -2018) la protagonista Violet Jones (encarnada por la actriz Sanaa Lathan) toma la decisión de rasurarse la cabeza, después de literalmente perder el control de su vida luego de un desatinado cambio de estilo. Violet es una mujer de raza negra que la mayor parte de su vida ha luchado a brazo partido contra su cabello rizado, que mantiene bajo un perfecto y milimétrico control y que de alguna forma u otra, representa su ordenada vida como mujer soltera a punto de contraer matrimonio (o eso es lo que espera), ejecutiva en una empresa de considerable éxito y mujer obsesionada con la milimétrica perfección de su imagen física. Pero luego de un fallido cambio de imagen — y que el cabello de Violet se salga literalmente de control — la vida del personaje parece desplomarse pieza a pieza. De pronto, Violet se encuentra sacudida en mitad de fuerzas absurdas que la despojan poco a poco de todos los elementos que de alguna u otra forma representaron cierto orden en su vida adulta: desde su cabello artificialmente lacio hasta la profesión que desempeña sin demasiado entusiasmo pero con bastante éxito. El resultado, es una ruptura en mitad de la temprana adultez que deja a Violet sin fuerzas para luchar pero con la necesidad desesperada de continuar haciéndolo.
Entonces decide que su cabello — convertido en una frondosa mata de apretados rizos teñidos de un clarísimo color rubio — es el símbolo de todas las cosas que en apariencia van mal en su vida. O mejor dicho, es la metáfora perfecta para analizar la forma en que la obsesión por su apariencia ha creado una perversa versión de sí misma. De modo que Violet necesita luchar contra esa mujer rota y abrumada en la que se ha convertido. Liberarse finalmente de esa lucha interna que durante años ha pesado sobre sus hombros. La escena es tensa, hermosa, profundamente conmovedora. Violet se mira al espejo y se afeita la cabeza mientras llora en medio de un desconsuelo profundo y descabellado, que comenzó con la desesperada obsesión del personaje por la perfección estética y termina por la sensación que necesita encontrar un sentido real y concreto a su concepto sobre su vida. Violet llora y ríe, mientras pasa la afeitadora con mano firme sobre su cráneo y poco a poco, se abre camino no sólo entre su abundante cabello, sino el hecho real que ha pasado buena parte de su vida debatiéndose contra la forma en que comprende el valor de su identidad. Al final, triunfante, con la cabeza perfectamente calva y una sonrisa amplia y temblorosa, Violet mira a la mujer escondida bajo todos los temores que le asediaban. La ternura del poder de crear y construir una forma de expresar algo más profundo sobre su manera de construir el mundo a su alrededor.
La escena hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Luego reí, mientras admiraba la mano firme de Violet al liberarse de ciertos prejuicios tan viejos como pesados con la que toda mujer — y algún que otro hombre ¿por qué no? — debe lidiar. También soy una sobreviviente al cabello rizado. Parecerá risible pero en realidad, ha sido una especie de pequeña batalla estética que he librado contra mi misma desde que recuerdo. Gracias a algún antepasado de sangre afrodescendiente, tengo una abundante y melena rizada, la mayoría de las veces incontrolable. Durante buena parte de mi vida, me enfrenté a ella de todas las maneras que pude. Desde niña, consideré mi cabello un enemigo al cual vencer, un rasgo florido e incómodo que había que ocultarse. Y lo hice siempre que tuve oportunidad. Admito con toda franqueza que gran parte de mi adolescencia e infancia, mi cabello, con sus rizos intrincados, su aspecto extrañamente salvaje y su negativa a dejarse dominar por ningún método estético, me atormentó. Me sentía fuera de lugar, en ese ámbito sin nombre entre la fealdad que nadie quería llevar como estigma y ese aspecto físico que no tenía mucho que ver con la “mujer bella” que insistían debía ser. Una idea incómoda — cuando no dolorosa — que no siempre supe manejar.
En algún momento de los primeros años de la veintena, la apariencia de mi cabello dejó de molestarme. Probablemente se debió a que alcancé ese necesario pacto de no agresión que toda mujer disfruta al sentirse cómoda en su piel o que simplemente, mi cabello, con todo su rebeldía simple, me demostró que hay rasgos que perduran, a pesar de todo y quizás, gracias a eso. Y es que probablemente, esa visión de la belleza a la que debemos enfrentarnos — y superar — solo sea posible de vencer una vez que asumes que lo que se considera hermoso — y lo que no lo es — es una simple visión elemental, básica y bastante limitada de quien eres. Pero no es un conocimiento que adquieres pronto, ni de la manera sencilla. Mucho menos en nuestro país, la llamada “Tierra de las más bellas”. Una cultura que no te enseña sobre como alentar tu autoestima pero si como complacer ese gran ideario popular sobre la visión del “debe ser estético” de la mujer venezolana. La cultura de las “tetas explotadas”, de las “mamis” y las Misses. Esa visión social que te ataca desde todo lugar posible desde la infancia hasta la madurez y a la cual debes sobrevivir.
No es un trayecto sencillo, ese de enfrentarte a las cosas mínimas que agreden a un nivel difícil de explicar. Sentirse gordita, flaquita o simplemente fea, diluye tu identidad bajo el peso de lo que se muestra. Y es que el tema de como luces en un país que te exige como verte, nunca será fácil de asumir y analizar. Cuando decido entrevistar a un grupo de mujeres sobre el particular, al principio nadie acepta. Todas les parece un tema “sencillo” y “carente de importancia”. ¿De qué hablamos cuando insistimos en analizar el canon de belleza con el que crecemos y que nos presiona a diario desde cientos de lugares invisibles? ¿A que nos referimos cuando se toma la decisión consciente de oponerse a él? Una vez leí, que la mujer en Venezuela asume la belleza como un deber y a eso a nadie le importa, porque lo da cumplido. Una frase curiosa que parece definir esa constante insistencia en la identidad, en quienes somos y porqué expresamos toda una serie de ideas estéticas más o menos coherente. Porque la Venezolana sobrevive a los pequeños prejuicios, pero la mayoría de las veces los sufre, los padece como un síntoma de una sociedad que se mira así misma con una enorme crudeza. Más allá de lo venial y de lo aparentemente superficial, hay todo un discurso que pesa sobre los hombres y que llevas a todas partes, quieras o no, lo sepas o no.
Finalmente, logro convencer a varias de mis amigas para que conversemos sobre el tema. Cuando nos reunimos, todas se sienten un poco incómoda. Ninguna se conoce entre sí y el tema les parece carece de importancia. Eso me lo deja muy claro V. apenas comienza la conversación.
- Lo de la Venezuela de las bellas es una opinión comercial basada en cierta necedad cultural — dice. Como publicista, obviamente se enfrenta al mercado de la estética de una manera que al resto nos resulta desconocida — la belleza en Venezuela no tiene que ver tanto con la figura de la Miss sino con el tema de lo que se asume es exitoso. La Miss no es solo la mujer más bella: es también la más exitosa, la que consigue lograr sus metas. La representación del país ideal.
Mi amiga T. sonríe de manera discreta. Como profesora de sociología, lleva más de década y media analizando a la mujer Venezolana real. La he acompañado en sus entrevistas a mujeres de todos los estratos sociales, he debatido con ella esa otra visión de lo femenino que se insiste sin reivindicación alguna. Imagino que el comentario de V. no la sorprende demasiado. Solo que para ella, el tema tiene otras implicaciones, mucho más profundas.
- En Venezuela se asocia la belleza física al éxito, sin duda. Y no es exclusivo de nuestro país — responde T. — pero además, esa interpretación de la belleza no es una únicamente la descafeinada de la “Miss” y sus implicaciones. En el barrio, la mujer más bella, es la que tiene mayores oportunidades de ser la “querida” del líder del barrio. De tomar una posición de poder, de asumir un estatus social que la protege a ella y a su familia de las balas y la violencia. La belleza en otro estrato es un símbolo de poder.
El grupo guarda un asombrado silencio. Estoy convencida que la mayoría de las que nos encontramos aquí, no esperábamos que la discusión se tornara tan profunda, tan dura. Pero lo es y me gusta que lo sea. Sonia — que me pidió no usará una inicial para incluirla en este artículo — sacude la cabeza, asombrada.
- Es bastante simple: no importa el estrato social, la belleza en Venezuela importa — comenta. Como maestra de un grupo de cuarenta y cinco niñas de un colegio privado, me pregunto como será su experiencia al respecto — el mensaje está en todas partes: la belleza te abre puertas. Te confiere importancia, te brinda oportunidades que de otra forma no tendrías.
- ¿No es así en todas partes? — pregunta B., la más joven del grupo y autoproclamada modelo. Con su casi un 1,80 de estatura, cuerpo esbelto, rostro radiante, dientes perfectos, cabello sedoso es la imagen de la estética que en Venezuela se considera deseable, ideal. También es una mujer inteligente: es una aventajada estudiante de Idiomas en la Universidad Central de Venezuela. Nadie podría decir que solo su belleza le ha proporcionado el triunfo profesional del que disfruta como ejecutiva de una empresa transnacional ¿O sí? — hablo que la belleza es un ingrediente fundamental en muchas sociedades. La belleza se considera un emblema, se asume como necesaria.
- En Venezuela hablamos de otra cosa — explica T. — Aunque es obvio que el mundo moderno disfruta y promueve un tipo de belleza irreal, en Venezuela las implicaciones van un poco más allá. Porque a la Mujer Venezolana no se le anima a ser integral, hermosa e inteligente, sino que se le insiste en que la estética determina toda una serie de circunstancias que no son naturales del concepto. En Venezuela, hay una obsesión por modificar el canon de belleza por algo más parecido a una idea estereotipada de lo que debe ser lo femenino. Y cambia de acuerdo al estrato social al que pertenece. Y también cambian y se modifican a lo que puede aspirar la mujer gracias a eso, o probablemente debido a eso.
Pienso en mi cabello rizado, una vieja anécdota que de vez en cuando recuerdo con incomodidad. Porque me afectó, aunque parezca insustancial y poco importante. Me preocupó no lucir la melena larga y brillante que se supone debía tener. ¿Cuántas veces no soporté burlas por mi cabello? Y aunque nunca fue algo tan grave como para considerarlo directamente insultante, ¿En cuantas ocasiones no me afectó el tema emocionalmente? Luego de años de someterme a procesos cosméticos, cortar, secar y de nuevo todo el ciclo, conseguí que mi cabello tuviera un aspecto “hermoso”. Me paso la mano por el cabello — suave y por una vez dócil — y me pregunto por qué eso me parece bello.
Desde hace algunos años, Venezuela se ha convertido en uno de los países donde se realizan mayor cantidad de cirugías estéticas. O lo era antes que la crisis económica cerrara consultorio e hiciera emigrar a las eminencias médicas que por décadas convirtieron al país en una especie de Meca para todo tipo de tratamientos estéticos. Y aunque no es un fenómeno extraño ni tampoco inusual en nuestras latitudes, si lo es que la necesidad de utilizar la ciencia médica para alcanzar “las medidas perfectas” se haga cada vez más desesperada. Desde procesos más simples como tatuajes de cejas hasta otros de mayor envergadura como mamoplastia hasta la Gluteoplastia brasilera, buscar la belleza ideal parece ser una meta que muchas mujeres en Venezuela asumen como necesaria. No hablo solo las de mayores recursos económicos: la tendencia, la insistencia y la presión social no discrimina lo monetario. Desde someterse a cirugías menores en condiciones insalubres hasta aplicar compuestos biopolímeros ilegales, la mujer en Venezuela que no puede costearse un procedimiento costoso arriesga su salud en beneficio de lograr “la perfección”.
¿Por qué lo hace?
- No simplifiques todo culpando al medio y a la publicidad que insiste en someterte a la belleza — comenta V. — Las revistas, el arte y el espectáculo solo refleja lo que se consume. Lo que se consume es parte de un ciclo que comienza no exactamente en la portada de la revista y en la pantalla del Televisor.
- Pero es la medida como se expresa y se comunica — interviene K., escritora y columnista, que aceptó mi invitación intrigada por lo que tenía que decir este grupo de mujeres sobre la percepción que la sociedad tiene de ellas. Con cuarenta años de experiencia en Chile, K. analiza el fenómeno de la mujer bella como una ciclo que se retroalimenta — en otras palabras, la sociedad consume la imagen, la insiste como verdadera. La publicidad la muestra, y afianza esa idea. Nadie es inocente en esto.
- Lo peor es que comentar sobre el tema no parece ser culturalmente aceptable — dice Sonia, irritada — para la gran mayoría de las personas, hay una intrincada mezcla entre “lo femenino” y lo “bello” que no son capaces de analizar por separado. Y no es la belleza natural, es algo mucho más estereotipado que se asume como “real”.
Pienso en la floreciente industria del maquillaje en mi país. A pesar de la gravísima crisis económica que padecemos, la venta de cosméticos en Venezuela continúa siendo tan redituable como para ser un negocio floreciente y próspero. ¿A eso se refiere Sonia? Recuerdo las ocasiones en que hemos comentado como las niñas del colegio donde enseña — adolescentes y niñas que apenas rozan la pubertad — acuden al colegio cada mañana, maquilladas y pulcramente peinadas. Porque la idea proviene de casa, la idea se asume desde lo esencial y en adelante, se transforma en consecuencia.
- Es una tira y encoge con lo que se necesita y lo que asume debe ser la mujer. Lo femenino se confunde con esa idealización de un tipo de belleza que no existe — dice B. — cuando comencé en agencias de modelaje, lo primero que se me exigió fue que fuera “bella”. Era delgada y alta, pero también tenía que encajar en esa imagen de la mujer “linda” venezolana, de buen carácter y descomplicada.
A mi amiga B. la conocí por casualidad. Hubo una época donde comencé a fotografiar a mujeres de todos tipo y figura, en un intento de entender que podía unirnos en un país tan dispar. Y B. me pidió la fotografía sin maquillaje, despeinada y sin accesorios. Cuando se miró en la imagen que le tomé, se le llenaron los ojos de lágrimas. “No me reconozco” me dijo. Recuerdo la escena mientras la miro ahora, casi siete años después, radiante y exquisita, el ideal de belleza nacional.
- ¿Como te sentiste con esa idea? — pregunto. La bella B. suelta una carcajada. Sacude su brillante melena.
- Mal por supuesto, aunque no entendiera el motivo. Asi que si, me hice las tetas porque las necesitaba — se las toca, casi en un gesto mecánico, como si no formaran parte de su cuerpo. Se levanta el busto redondo y lo ofrece a la discusión. Parpadeó un poco sorprendida por el gesto, pero casi parece natural.
- ¿Te presionó alguien para que te las hicieras?
- No, pero yo sabía que tenía que hacerlas. Bajar aún más de peso, aprender a maquillarme — hace un gesto que incluye su cara o su cabello. Estoy soy, parece decir — asumí que era parte del trabajo.
- Es parte de lo que somos — insiste T. La miro, con su cabello despeinado y su aspecto un tanto bohemio con faldas largas y sandalias de trencitas. En una ocasión me comentó que no la habían contratado en una prestigiosa empresa por su “aspecto físico”. Rechoncha y bajita, tiene el aspecto de una hippie un poco venida a menos, como le gusta llamarse — es parte de esa herencia que se nutre de lo comercial pero también de lo que la cultura espera de ti. Y lo encuentras en todas partes. Lo ves a todas horas. De todas las maneras posibles.
Sonia suspira e intercambia conmigo una mirada irritada. Hace varios días, su hija regresó muy angustiada del colegio donde estudia. La niña de diez años muy desarrollada para su edad por una serie de problemas hormonales, se enfrenta al prejuicio de no ser precisamente delgada y que no pueda perder peso porque sencillamente, es una niña. Así de simple se lo explicó Sonia a la maestra, cuando la mujer intentó explicarle que quizás “la niña debería comer menos”. Colérica, Sonia terminó en medio de una desagradable discusión con la maestra, que simplemente concluyó el tema una frase espeluznante “asuma el hecho que su hija es una gordita”.
- El mensaje está claro, no tiene estatus económico y tampoco edad — dice K. que es una experta en tema y más de una vez, ha debatido en su país sobre las implicaciones de la presión social — Lo masculino desempeña una serie de papeles entremezclados entre sí, entre lo biológico y lo social. Pero la mujer es una especie de esclava de las imposiciones sociales. Y no, no es feminismo ni protesta. Es cultura. La pobreza te hace madre bien pronto y más de una vez. Te impone que debes ser abnegada, que debes cargar con tus chicos en la cadera de un lugar a otro. El dinero te insiste que debes ser impecable y deseable. El color de la piel que debes ser “negra picantosa” o “rubia necia”. Así van todos los estereotipos, cercándote de un lado a otro, asfixiandote, dejante resumida a lo que queda después del esquema, a lo que sobrevive después de la idea que se tiene sobre ti.
- Peor aún que la visión de la mujer se estira y se encaja a la fuerza — dice V. a quién el monologo de K. parece haberla afectado especialmente — chica, si hasta tu sexualidad es un debate constante! Si te gusta tu cuerpo y lo disfrutas eres puta, sino eres pacata. Si decides no casarte “te quedaste” o sino, ofendes por “lesbiana” como si la decisión sexual fuera un insulto. Vamos de un lado a otro del extremo, sin otro rostro que el que te impone lo que está a tu alrededor.
De pronto, me río. No sé exactamente qué me produce esa risa loca, sin sentido. Aunque creo que tengo una somera idea. Probablemente cuando publique este artículo, habrá quien me llame “feminista”, “odiadora de hombres”. Me acusarán de sabotear “la buena salud” porque estoy “gorda”. Lo sé porque antes me ha ocurrido y es una especie de idea recurrente. Pero muy poca gente mirará a su alrededor para comprender de donde proviene la opinión, que la produce, porque de la insistencia. No mirará a la mujer que lleva las tetas bien a la vista y operadas, con su autoestima bien mezclada por las medidas. No mirará la portada de la revista, donde la mujer semidesnuda te recuerda lo que debes ser y probablemente no sea. No lo recordará cuando mire a una mujer que no cumple con el estereotipo y la denigre por eso. No lo recordará cuando disfrute de la publicidad donde una mujer muestra las curvas para placer del espectador. Y no sé si me río por cansancio o por simple confusión. Quizás se trate solo de una simple toma de conciencia que el prejuicio también llega a las palabras, a las letras que se comparten. A la necesidad de expresión.
Y es que yo con mi pelo malo, mi rostro pálido y mis ganas de reclamar derechos, también soy parte de ese otro porcentaje de la mujer Venezolana que también se discrimina. La que se acusa de “exagerar” si exiges un derecho, de “dramatizar” si te ofende el piropo grosero. Miro a alrededor, a las mujeres que somos, las reales y la risa se me muere en la boca. Porque somos, tan distintas, una manera de triunfar sobre lo que se nos impone y se nos insiste. Y aún así, somos excepciones a la regla, a lo que asumimos como identidad y como forma de pensar cultural.
¿Quién es la mujer Venezolana? ¿Quién soy yo? Me lo pregunto sentada frente al espejo. Renuncié al secador y el cepillo. Mis rizos tímidos, ese “pelo malo” tan inquieto y rebelde, se encrespa en los hombro, me rodea la cabeza como un halo. Hay algo puramente esencial, en esa sensación de libertad que siento cuando sacudo la cabeza. Y vuelvo a reír pero esta vez la risa no es amarga, pero liberadora. Me río de esa sensación de plenitud simple, de la belleza de encontrar sentido a tu propia identidad. Incluso por encima de la cultura que te presiona y la sociedad que escribió tu historia, aún antes de nacer.
C’est la vie.
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