La literatura infantil suele un elemento Universal que se sostiene sobre su capacidad de hablar un idioma común, basado en la emoción antes que en la comprensión intelectual. Tal vez por ese motivo, el género trasciende la mera noción de la literario como expresión de ideas y se convierte en algo más elaborado, cercano a una comprensión de una identidad colectiva. Toda historia (infantil o no) es una forma de creación elaborada a través de la referencia, pero en el caso de su aproximación a la niñez, es también un vehículo para crear y construir una versión sobre lo que nos rodea especialmente dotada de personalidad y poder. Un niño mira al mundo desde el asombro y la literatura infantil también lo hace.
Tal vez por ese motivo “Guachipira va de viaje” de la periodista Arianna Arteaga Quintero, es una travesía imaginaria no sólo por su país natal sino también, un recorrido por una infancia rica en matices, vibrante de pura belleza y recuerdos de una mirada atónica acerca del mundo que le rodea. La historia, que cuenta las aventuras de un Colibrí que decide viajar por una Venezuela ideal y pintoresca, no sólo se sustrae de las convenciones del género — Guachipira recorre al país no en busca de respuestas sino por un afán genuino y emocional por el descubrimiento — sino que además, crea una mirada amplia y radiante sobre ese cuestionamiento asombrado de la infancia sobre la identidad y la realidad recién descubierta. Guachipira vuela y explora, pero además, mira con ojos de maravilla el mapa misterioso de un país que se abre a su alrededor como una gran hoja de ruta hacia la búsqueda de la felicidad y la esperanza. Como personaje, Guachipira recorre un diminuto camino del héroe hacia una búsqueda profunda de la ternura, el amor familiar y la fuente misma de su necesidad por descubrir lo que le rodea como una colección de historias. Como símbolo, el colibrí metaforiza ese afán de descubrimiento de la infancia, en su necesidad esencial de reformular el mundo como una imagen espiritual extraordinaria, profunda y llena de pequeñas referencias a simbologías más antiguas en las que el colibrí muestra el espíritu humano en su máxima necesidad de trascendencia.
El libro tiene algo de autobiográfico: La escritora Arianna Arteaga es la hija de Valentina Quintero, célebre periodista Venezolana dedicada desde hace más de tres décadas a la promoción del turismo sostenible en el país. No obstante, Valentina convirtió su meticulosa mirada sobre Venezuela en algo mucho más potente y poderoso: en un recorrido por un tierra de Gracia, llena de belleza inexplorada y convertida desde la perspectiva de la periodista, en una posibilidad de pura esperanza renacida. Su hija — fotógrafa paisajista y también dedicada a la narración de la Venezuela posible — conjugó desde muy joven la concepción de Quintero sobre el país desconocido y lo transformó en una amplia colección de paisajes y descubrimientos que le llevaron a convertirse en símbolo y estandarte de una generación de Venezolanos que quie continúa apostando a la reconstrucción y sobre todo, en mostrar lo invisible en medio del lento desplome de la vida cotidiana. Para Valentina Quintero, el incansable recorrido por la geografía Venezolana demuestra el ímpetu de un gentilicio reconstruido a partir de una noción sobre su valor intrínseco. Arianna Quintero toma el testigo y convierte la búsqueda en una percepción más emocional, un reflejo de Venezuela elaborado a través de la vivencia y con una evidente connotación antropológica. Para Arianna Quintero, el país que su madre mostró a generaciones enteras de Venezolanos, es también su patio de juegos, el lugar en que aprendió el motivo y la fuerza para crear una nueva percepción sobre la Venezuela que se esconde bajo los escombros de la emergencia generalizada. A través de sus fotografías, Arteaga ha mostrado a Venezuela como una serie de paisajes extraordinarios bordeados por el dolor de las pequeñas tragedias cotidianas. Sus textos en revistas y periódicos analizan la circunstancia desde un optimismo práctico, vehemente y crítico. El resultado de ambas cosas es una mirada consecuente y constructiva sobre el país que le vio nacer, desde la concepción de la belleza pero también, de la percepción del sufrimiento inevitable que rodea los afortunados accidentes geográficos que forman parte de Venezuela. Para la autora, el recorrido constante por un país herido pero también, joven y lleno de posibilidades ha sido una forma de redefinir la constante presunción sobre la identidad adolescente no sólo del país sino también del continente como elemento histórico.
Parte de esa percepción sobre la belleza y el autodescubrimiento, es notoria en “Guachipira va de viaje”. Bajo la inocente apariencia de un libro ilustrado y una heroína infantil, Arteaga logra elaborar una concepción sobre Venezuela como herencia pero también, una meditada reflexión sobre el país como parte del gentilicio, la percepción de la identidad colectiva. Una puerta abierta a la libertad, no sólo la mental, sino también la espiritual, una forma de construir un mundo a su medida. Guachipira, convertida en alter ego de su autora, crea un recorrido brillante y poderoso sobre el país como parte de un legado emocional. Una recorrido que además, se extrapola en todo tipo de metáforas sobre la independencia, la individualidad y la noción sobre la madurez, en medio de una aventura infantil que intenta construir una expresión mucho más amplia de Venezuela como parte de la historia personal de Arteaga. Guachipira no sólo recorre al país en un viaje azaroso lleno de descubrimientos y también de una mirada profunda sobre el amor y la ternura, sino que además, encuentra un motivo persistente para dialogar con los lectores de todas las edades sobre el hecho de la pertenencia, la forma en que se construye los lazos profundos del país y la curiosidad recién nacida por una Venezuela que se muestra desconocida, como un gran secreto a medio descubrir.
“Guachipira va de viaje” es la primera obra de la autora construida dentro del universo infantil y por tanto, fruto de ese devenir de la inocencia y la fantasía propia de la infancia, pero extendida hacia un motivo — y un mensaje — mucho más complejo. Ilustrada por Stefano Di Cristofaro, Arteaga no sólo narra un mundo de fantasía, sino una historia trascendente que poco a poco toma sustancia propia, construye una versión de la realidad que logra captar la inocencia de esa otra visión del país que describe — la delicada, la profundamente emocional — y que además, permite a la escritora encontrar una forma de contar al mundo sus ideas, de asimilar sus particularidades y asumir el poder real de la palabra creativa. De pronto, la Venezuela que recorre Guachipira tiene mucho de asombro y de una ingenua mirada hacia un Universo creado a través de metáforas sobre el país real. Arteaga dota a “Guachipira va de viaje” de una complicidad diáfana, la calidez de una aventura que se avanza entre alegorías y una persistente concepción sobre Venezuela como un mundo radiante a punto de ser descubierto por la curiosidad infantil. La escritora insiste en esa visión dulce de lo natural, como si lo humano en cada uno de los personajes, sólo fuera una manera de destacar su sutileza ideal. Con un sabio pulso narrativo, Arteaga triunfa al dotar a su historia de una profundidad que no se basa en las metáforas que crea, sino en su capacidad para expresar la noción sobre la belleza desde la simplicidad.
Por eso, “Guachipira va de viaje” conserva una inocencia perdurable, una frescura que junto con sus ilustraciones coloridas y brillantes, elaboran y sostienen un mundo extraordinario, un país que se convierte en norte y sentido de un discurso fresco y lleno de entusiasmo. Esa noción de la pureza intocada, de la fraternidad sutil que surge sólo del mundo infantil. Con sus reminiscencias casi inevitables a cierta estampa pastoral, Arteaga crea algo tan espléndido como raro: una noción simple e inolvidable, del mundo de la ternura en lo más profundo del corazón de un país desconocido para la mayoría de sus lectores.
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