martes, 16 de octubre de 2018
El Bien, el mal, lo desconocido del espíritu humano: Unas cuantas reflexiones sobre el por qué creemos en la bondad y en la maldad en una época nihilista.
Hace unos días, una buena amiga me preguntaba que sentido tenía hacer una buena obra si nadie sabía que la hacías. Imagino que es el equivalente filosófico pragmático a la vieja metáfora si existe el sonido si un árbol cae y no hay nadie para escuchar el estrépito. Su curiosidad me hizo sonreír.
— Mi abuela decía que las buenas acciones son pequeños secretos privados. Una vez me comentó que la mano izquierda y la derecha, deben trabajar juntas pero también, de manera independiente — comenté. Me dedicó un parpadeo perplejo.
— Creo que me perdí.
— Escucha, en Italia suele decirse que la mano derecha es la del trabajo y la izquierda, la del corazón. Ambas trabajan juntas, pero en ocasiones, la derecha y la izquierda tienen objetivos distintos.
— En otras palabras ¿No siempre el corazón coincide con el interés práctico? — resumió mi amiga. Me encogí de hombros.
— Mi abuelo materno tuvo una ferretería por casi cuarenta años. Frente al mostrador, era un hombre muy severo y duro. Los libros de contabilidad eran impecables y jamás llegó a vender nada por un precio que no fuera el que consideraba justo — le expliqué — pero también, todos los años regalaba un saco de cemento de construcción a las familias que no podían pagarlo. No sólo sacos: cuñetes de pintura, clavos y tornillos, incluso herramientas. Todo sin cobrar un céntimo. Jamás se lo decía a nadie, sólo lo hacía.
— Mano derecha e izquierda — dijo mi amiga, con cierta sorpresa.
— Sí. Jamás supe que hacía algo semejante hasta su muerte. Mucha gente desconocida asistió a su velorio y eran, por supuesto, muchos de quienes habían ayudado. Abrazaron a mi madre y a mis tíos con un amor entrañable, dulcísimo. Fue algo hermoso, un poco inquietante. O a mi me lo pareció. Todos llevamos a cuestas secretos. Incluso mi abuelo.
Incluso mi abuelo. Ese es un pensamiento que en su momento me causó una enorme sorpresa y curiosidad. Abuelo era un hombre esencialmente bueno y decente, pero no en especial cariñoso, abierto o comunicativo. Recuerdo que compartimos muchas tardes mirando sus adorados partidos de fútbol de liga — veladas de conversaciones a medio completar, risas y una singular intimidad — pero más allá de eso, era una figura un poco distante. Un hombre severo que bien podía dedicarme una mirada muy dura e hiriente si hacía demasiado escándalo y desobedecía con mucha frecuencia. Y de pronto, también era este hombre bondadoso, lleno de una amabilidad extraordinaria. La mano izquierda y derecha, pequeños secretos del espíritu, pienso en ocasiones con cierto sobresalto.
De hecho, creo que todos tenemos una versión sobre la bondad muy privada y potente, pero misteriosa. Todos los días, mi amiga K. baja a la calle frente al edificio donde vive y alimenta a una camada de gatitos que abandonados. Lo hace de madrugada, antes que sus vecinos puedan reclamarle “el atrevimiento” y a riesgo que la inseguridad caraqueña le cobre caro el atrevimiento. Pero para K., alimentar a los gatitos es una responsabilidad que asumió sin que nadie se lo pidiera, sin que mediara algún razonamiento que pudiera, para bien o mal, convencerla que debía hacerlo. Lo hace por satisfacción propia, por esa visión del mundo ideal que la ha impulsado desde niña e incluso, como una forma de crear su concepto del bien.
Lo mismo ocurre con J., quien cada día ayuda a cruzar la calle a una ancianita con bastón con la que suele coincidir en una Plaza cerca del barrio donde vive. Hace unos tres meses, J., se tropezó con la mujer, a quien llama “abuelita” y escuchó su historia: Necesita acudir cada día al dispensario más cercano para recibir su dosis de insulina. Vive sola desde que enviudó en una casa pequeña y destartalada, de manera que J., decidió acompañarla cada mañana, antes de ir a trabajar, al modulo médico que se encuentra al cruzar la transitada avenida donde ambos son vecinos. Me cuenta que no necesita una razón concreta para ayudar. Lo hace porque le gusta escuchar las historias que la anciana le cuenta en el trayecto y compartir con ella un café muy amargo en el pequeño salón de la casa de ella, rodeados de las fotografías de la familia que ya no está y el olor a humedad. Sonríe cuando le digo que es el clásico “buen samaritano”.
- No creo, eso es sería enorgullecerme de alguna virtud. No me lleva esfuerzo ayudar a la abuelita, y además, es una manera de reconciliarme con el mundo — me explica.
- Pero haces mucho más que algunas personas que ni siquiera les parecería deben hacer algo por el prójimo — comento. Se encoge de hombros.
- No juzgo a nadie por no hacer algo en concreto. Tampoco me enorgullezco de tener un gesto de bondad. No hay medias tintas en esto: lo hago porque quiero.
Una idea interesante. La misma que anima a mi amiga K. en alimentar a los gatitos en desgracia, a mi madre a ocuparse personalmente de comprar las medicinas de la señora que limpia la oficina donde trabaja o a mi misma, con mi pequeña cruzada por obsequiar libros a quien era leer. No es una manera de vanagloriarme de mis buenas acciones y creo que nadie que haga una, lo hace por ese motivo. El argumento, parece algo relacionado con un elemento mucho más íntimo y preciado. Una idea sobre el bien que se construye todos los días. Una visión personal del bien y del mal.
Que pensamiento curioso, me digo. Lo medito, sentada en el vagón del Metro de mi ciudad. Una buena multitud de usuarios se encuentran de pie, apretados unos contra otros. Una mujer embarazada se tambalea, aferrándose con dificultad a uno de las agarraderas que cuelgan del techo. Miro a quienes están sentados a mi alrededor. Un chico muy joven, de camiseta azul y granos en la cara, finge dormir. Una mujer joven, más o menos de mi edad, clava la mirada en el suelo. Y un hombre mayor, de barba y anteojos, parpadea, mirando a la multitud con la atención del miope. Nadie parece ver a la mujer, con su vientre bien visible y el rostro coloreado de cansancio. No hablamos de educación, ni tampoco de algo tan difuso como principios. Es una idea que parece resumir una cierta empatía, una comprensión de esa convivencia mutua que muy pocos comprendemos a cabalidad.
Cuando me levanto y le ofrezco el asiento a la mujer embaraza, ella sonríe y lo acepta con una expresión de alivio. Ninguno de mis compañeros de viaje me mira. De hecho, el chico de la franela azul hace un mohín y se cubre la cabeza con el suéter de lana que lleva anudado a los hombros. No me molesta. De pie, no tengo intenciones de demostrar una interpretación de la solidaridad o algo así de complejo. Simplemente, asumo mi responsabilidad, me miro en el espejo del otro con una facilidad que me brinda mi necesidad de observar y comprender el mundo bajo un cierto ideal. Pero eso sólo me atañe a mi ¿No es cierto? ¿Qué sentido tiene el debate insistente de lo bueno y de lo malo si debes convencer a alguien más de tus pruritos y deseos morales? No podría decirlo, pero eso parece ser la intención de la mayoría de quien lleva a cabo una buena acción.
O al menos así insiste mi amigo P., recientemente convertido en fervoroso creyente religioso. No me molesta su nuevo entusiasmo por los preceptos cristianos, pero si su necesidad de convencerme sobre su idoneidad. Lo escucho en silencio, mientras ambos compartimos un improvisado almuerzo en un pequeño restaurante muy cerca de la oficina donde trabaja.
- Entonces encontraste a Dios — pregunto. Intento no sonar descreída, mucho menos burlona. Y me lleva un poco de esfuerzo: conocí a P., en la Universidad, donde era famoso por su resistencia al alcohol y sus afición por las mujeres. Asumir que ahora se siente redimido de su pasado ruidoso de inocente fiestero gracias a la palabra Religiosa me desconcierta, aunque no me asombra tanto como debería. Supongo que todos buscamos un sentido a las cosas, a ese existencialismo de todos los días que tarde o temprano termina por dejarnos sin un motivo claro para continuar. Para P., el renacimiento en la fe parece ser el suyo.
- Lo dices como si lo dudaras.
- En realidad solo quiero saber como ocurrió — explica en tono neutro — ¿Realmente sientes que debes reivindicar por qué disfrutabas las fiestas y el buen beber?
No responde. Muerde un trozo de pizza y la mastica lentamente. Le noto un poco azorado, como si la pregunta hubiese tocado algún punto sensible e intenta calmarse antes de responder. Aguardo, sin interrumpir lo que supongo es una personalísima reflexión.
- No exactamente. Pero si brindarle sentido a mi vida — dice entonces. Me sorprende la sinceridad — beber, tirar, estudiar. Todo parecía un ciclo, llegó un punto donde comencé a preguntarme si había algo más, si más allá de todo esa sencillez de la vida como se le observa más allá de cualquier filosofía había significado…
- Y pensaste que podía ser Dios.
- Es Dios.
- ¿Por qué?
- ¿Tienes que preguntarlo? ¡Es Obvio! — sonríe, casi con inocencia — una fuerza benefactora, que te ama y que además, unifica todo lo demás es el sentido a todo lo que vives. Le brinda profundidad a la idea de vivir por vivir.
No sé que responder a eso. Mi amigo me dedica una mirada casi furioso, como si mi silencio le ofendiera.
- Crees que deliro.
- No.
- ¿Entonces?
- Pienso que podrías haber pensando en lo mismo, sin necesidad de apoyarte en la religión — le explico — no creo que necesites una justificación divina para creer que hay algún tipo de conocimiento superior a ti mismo.
- ¡Por supuesto que necesito la religión! — dice — la necesito porque es la manera más sencilla de encontrar una explicación, una idea que lo funda todo en pequeñas lecciones. ¿Te has preguntado por qué el bien y el mal existen? ¿Por qué debes enfrentarte a ambas cosas? Todo tiene un sentido.
Vuelvo a quedarme en silencio. Me siento cada vez más incómoda. Imagino a mi abuelo, silencioso y adusto, cargando con sacos de cemento para familias que jamás podrían pagarle, sin decir nada a nadie que lo hacía, sin hacer otra cosa que hacer lo que consideraba correcto. Mi amiga K., que con una sonrisa me habla que los gatitos la reconocen y ya bautizó a varios con nombres de sus cantantes favoritos. O al gigante bonachón de J., que camina por la calle con una ancianita desconocida del brazo. Más aún, todos los que de alguna forma y otra, manifiestan la bondad, la maravilla y el asombro de un mundo interconectado y lleno de posibles milagros diminutos. ¿Debe una religión atribuirse el mérito? ¿Puede la religión englobar todo tipo de decisiones personales, de visiones del futuro, de preguntas y respuestas hacia quienes somos y lo que soñamos más allá de lo cotidiano. No sé cómo responder a esas preguntas, incluso si tienen respuestas, pero me gusta pensar que mi visión del mundo no es tan simple de analizar como para que pueda resumirse en un dogma.
Por supuesto, no digo nada de eso a P., que continúa explicando con mucho entusiasmo las maravillas de la religión, la manera como le brindó perspectiva y sustancia a su interpretación del mundo. Entonces llegamos al espinoso tema de las buenas obras, el pecado y todo lo que implica la visión del mundo moral. Suspiro, intentando contener la impaciencia que me produce el tema.
- La bondad no creo que tenga que ver con una idea dogmática — digo — la bondad es tu manera de asumir que creas algo que no es precisamente egoísta y además, beneficia a alguien más.
- Esa idea de bondad, es inspirada por Dios por supuesto.
- Entonces ¿Cómo explicas que algunas “buenas acciones” se contradicen entre sí? — pregunto — Hablo que lo que puede ser bueno para el Dios Cristiano, es reprobable para los que se inspiran en las palabras Mahoma o los que asumen que el Talmud es la verdad.
- La verdad es una sola.
- ¿La que tu crees?
- La que inspira Dios.
- Que está en la Biblia, claro.
- ¿Y que ocurre con el resto de quienes también insisten tener la verdad?
Aprieta los labios. La conversación no está resultando la tranquila tertulia que supongo P., suponía podríamos haber disfrutado y le noto incómodo. Y de pronto, comprendo algo muy claro: Mi amigo no necesita analizar sus ideas, tampoco cuestionarlas. Para él, la bondad que promulga la Iglesia, esa interpretación simple de la realidad justifica ese compromiso privado, es suficiente. ¿Quién soy yo para decir lo contrario? ¿Quién soy yo para oponerme a la idea solo por no comprenderla? Suspiro, levantando las manos en un gesto conciliador.
- Mientras hagas algo que te satisfaga, no creo que haya mucha diferencia — comenté. Me dedicó una mirada lenta y extrañamente dura.
- El motivo por el que haces el bien es lo que hace valioso el acto ¿No lo crees?
- En realidad no.
Pero seguí pensando en esa frase mucho rato. ¿Realmente tiene importancia los motivos por los cuales hacemos una buena acción? ¿Le brinda sentido, sustancia o importancia? Una idea de muchas implicaciones, pero también que tiene su propio peso esencial: mirarnos como parte de un entramado de decisiones más o menos complejas.
De la bondad y otras ideas mínimas: El bien y el mal en el mundo más allá del mundo de las ideas.
Hace unas semanas, leí un libro llamado “La bondad insensata” de Gabriele Nissim. El libro, conciso, complejo y levemente filosófico, parecía remontar esa idea del positivismo donde el bien tiene un objetivo, bien sea por satisfacer una creencia o una postura moral. Comencé a leerla un poco a disgusto: soy del tipo de lector que detesta le den sermones de la manera sutil y este parecía que iba a intentarlo de manera muy directa.
Resultó que no. Aún más, el libro, a su estilo discreto, no sólo elabora toda una serie de argumentos sobre el bien y el mal que me asombraron por su lógica, sino que le brindó sentido a muchas inquietudes sobre el tema.
Porque “La Bondad insensata” no intenta pontificar sobre el bien, sino hablar sobre la bondad, dos conceptos que se confunden con demasiada frecuencia y que al cabo, no son más que matices de un mismo argumento. La visión de Nissim, periodista y ensayista italiano, intenta buscar no la idea del Bien en estado puro, sino la bondad como una visión del ser humano sobre si mismo. A través de historias de hombres y mujeres que no tuvieron dudas a la hora de tender la mano a Victimas de los sucesos más cruentos y terribles, el autor logra crear una visión de la bondad — y por consiguiente, del bien — que supera leyes, ideologías o religiones. Una moral intrínseca, privada, profundamente humana. La necesidad del hombre de comprender su mundo a través de actos de valor privado. Personajes anónimos, habitantes de ese olvido selectivos de los héroes sin mayor relevancia, a no ser la de construir su propio concepto de sus creencias a través de las acciones.
Me gusta esa idea. La pienso, cuando en un gesto de súbita inspiración, le obsequio una barra de chocolate a un desconocido en la panadería donde suelo comprar mi pan favorito, en las contadas ocasiones que aún se prepara y se vende. El hombre, a quien nunca he visto, sostiene el empaque con una sonrisa, entre incómoda y un poco avergonzada. Pero la mirada que me dedica es de pura e infantil emoción.
- Gracias — balbucea — Pero no la entiendo.
- Le gusta el chocolate ¿No?
- Claro — responde de inmediato. Y la sonrisa pierde la timidez, se hace brillante y casi dulce — me encanta. Gracias.
Cuando salgo de la panadería yo también estoy sonriendo. Y no puedo dejar de preguntarme, si la bondad, con su carácter imprevisible y espontáneo, con su naturaleza simple de pequeño milagro cotidiano, es esta sensación diminuta y radiante que siento. No puedo dejar de pensar en la imagen que utilizó la gran Hannah Arendt, cuando intento describir el esfuerzo de los poetas como buscadores del bien oculto, del que no es evidente, el que parece perdido entre las escenas diarias. Con su visión directa, la escritora llamo a los bondadosos “Pescadores de Perlas”, los que “capaces de bucear en el pasado y “sacar a la luz, desde el fondo de los abismos, donde viven de forma cristalizada e inmunes a los elementos, pensamientos y acciones de los hombres que tienen un valor universal”.
Suspiro, mirando la calle transitada, el azul radiante del cielo de esta Caracas casi ilusoria y pienso que sí, que todos, a nuestra manera y con nuestros pequeños esfuerzos, somos buscadores de perlas. Lo que se enfrentan a lo cotidiano para transformarlo en algo mejor, lo que encuentran un tipo de moral tan diminuta como exquisita. Los que miran el mundo con esperanza, incluso en los momentos más incómodos. Nos han llamado soñadores, idealistas. Incluso simplemente estúpidos.
Yo creo que somos perlas, me digo, cruzando a la carrera la calle. Libre, tan libre y tan agradecida de estos momentos diminutos de aprendizaje. Joyas raras en medio de la búsqueda de significado de un mundo desconcertante. En medio de la confusión de no comprender nuestra la visión que tenemos de él y más aún, el motivo de nuestro simple deseo de sonreír.
Pero sonreímos, claro que sí.
Y eso, ya es un triunfo.
C’est la vie.
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